"En su obra La
locura y la guerra. Características biopsíquicas de los marxistas
internacionales, Vallejo Nágera expone con claridad el objeto de la
investigación: “tenemos ahora una ocasión única de comprobar
experimentalmente que el simplismo del ideario marxista y la igualdad
social que propugna favorece su asimilación por los deficientes
mentales”.
El psiquiatra Carlos Castilla del Pino, que le tuvo de profesor, tiene muy claro cuál era la finalidad de esos experimentos: “la
única manera de poder justificar -sin sentimientos de culpa y en aras a
un ideal superior- todas las tropelerías que se cometieron es montar un
edificio ideológico que lo explique. Para Vallejo Nágera, el ‘rojo’ es
un degenerado y un hombre que, si se multiplica, está degenerando la
raza hispánica. Por tanto, hay que exterminarle”.
Después de la
victoria de Franco, ideas como las de Vallejo Nágera encuentran un campo
de cultivo excelente en un régimen que no se conforma con vencer, sino
que quiere aplastar al enemigo. España se llena de campos de
concentración que sólo se cierran después de transportar a los
prisioneros en trenes de ganado hasta nuevos centros de detención.
En
las cárceles se fusila a diario. Una represión que no sólo afecta a
personas que cometieron el “error” de defender el Gobierno legítimo de
la República. Entre rejas hay también miles de mujeres, solas,
embarazadas o con niños pequeños. Centenares de niños murieron en las
cárceles de Franco de hambre o de enfermedad.
Víctimas inocentes cuyo
único delito es ser hijos de rojos. Ellos pasarán a ser uno de los
objetivos del régimen, material a moldear para la construcción de la
“nueva España”. Y para ello contaban con aportaciones como estos
personajes del entramado del régimen.
Hijos de “rojos”: objetivo del régimen
María Topete
Fernández era la directora de la Prisión de Madres Lactantes de Madrid.
Su objetivo allí es reducir al máximo el contacto entre madres e hijos, “impedir que los niños mamaran la leche comunista”, como dice Victoria Carrasco.
“Tenía
a los niños todo el día en el patio, tanto si hacía frío como si hacía
calor, y a las madres no nos dejaban coger a los niños aunque tuvieran
hambre, estuvieran sucios o lloraran. Era horrible, tú veías a tu hijo
llorando y no podías hacer nada”, nos cuenta Petra Cuevas, cuya
hija murió de una bronquitis después de que La Topete -como la llamaba
las presas- le impidiera que la visitara el médico.
Muchas de las
mujeres presas con hijos en las cárceles estaban condenadas a muerte.
Temían por su vida, pero aún les acongojaba más lo que pasaría con sus
niños. ¿Qué sería de ellos si no tenían familia fuera de la cárcel? A
Julia Manzanal la condenaron a muerte por ser militante del Partido
Comunista y esperaba la ejecución de la pena capital con su hija de
meses en la cárcel de Ventas de Madrid: “Imaginaos
lo que eso supone, pensar que te van a quitar a la niña. ¿Qué van a
hacer con esa niña? ¿Qué van a hacer con nuestros hijos?
Cuando
hablábamos de esto, decíamos que preferíamos que matasen a la niña con
nosotras antes que entregársela a ellos”.
Gumersindo de Estella,
un fraile capuchino destinado a la prisión de Torrero, en Zaragoza, se
encargaba de dar asistencia espiritual a los presos condenados a muerte.
Fue testimonio de muchas ejecuciones, algunas de mujeres con niños. Su
diario es hoy un documento excepcional: “‘¿Qué van a hacer con las
dos criaturas?’, pregunté.
Alguien me contestó que ya habían sido
llamadas dos religiosas para que se las llevaran a la casa de
maternidad. Pero arrebatarles las hijas a las condenadas a muerte no
eran tan fácil como suponían. Gritos de ‘¡Hija mía! ¡Por compasión, no
me la roben! ¡Que la maten conmigo!’. Los guardias intentaban arrancar a
la fuerza las criaturas del pecho y brazos de las madres y las pobres
madres defendían sus tesoros a brazo partido”.
Pan a cambio de adoctrinamiento
El reglamento
penitenciario de la época decía que los niños tenían que abandonar la
cárcel antes de que cumplieran los tres años. Esto creaba una situación
muy angustiosa para muchas madres, ya que no tenían a nadie fuera con
quien dejar a los hijos.
Esto significaba que el niño iría a parar a un
asilo y entre las presas corría el rumor de que, si el niño iba a un
asilo, lo perderían para siempre y, si no, tenían la certeza que los
niños serían educados en contra de las ideas de sus padres. Teresa Morán
recuerda nítidamente, como si acabara de ocurrir, lo que le pasó a una
compañera suya de cárcel.
Cuando la detuvieron, llevaron a sus hijos a
un asilo y ella pasó muchos años sin saber nada de ellos. Un día le
dicen que tiene visita: “Baja y ve al hijo mayor
vestido de cura. La mujer se volvió loca y empezó a gritar: ‘¿Pero cómo
puede ser, hijo? ¡Un traidor de tu padre! ¿No ves que esos son los que
mataron a tu padre?’. Los asilos eran como las cárceles de los
pequeñitos porque les enseñaban a odiar a sus padres, les decían que
eran rojos, que eran malos y que habían hecho muchos crímenes”.
Los asilos donde
van a parar los hijos de los presos pertenecen, en muchos casos, a la
red de beneficencia de Auxilio Social. Esta institución benéfica fue
creada por Mercedes Sanz Bachiller, viuda del líder falangista Onésimo
Redondo, poco después de empezar la guerra. Está inspirada en la
Winter-Hilfe de la Alemania nazi y su objetivo es atender a los más
desamparados. Y los que más ayuda necesitan son los vencidos.
Pero la
caridad no es gratuita. Los hijos de los vencidos reciben pan a cambio
de adoctrinamiento. Se les educa en contra de las ideas de sus padres y
en el espíritu del “Glorioso Alzamiento”. Todos los que han apoyado la
República son “rojos”, es decir, portadores del mal.
El Patronato de
Nuestra Señora de la Merced era el organismo encargado de los hijos de
reclusos. En 1942, este organismo tenía bajo su tutela unos nueve mil
niños. Al año siguiente esta cifra ya llegaba a los doce mil. Eran doce
mil niños con los padres en la cárcel o fusilados.
El Patronato los
tenía distribuidos entre centros de Auxilio Social y colegios u
hospicios religiosos. Los niños recibían un trato y una educación
similar en las dos instituciones. A Francisca Aguirre le fusilaron al
padre y desde muy pequeña estuvo ingresada con sus hermanas en un
hospicio religioso: “las monjas nos juntaron a
todas las niñas y nos explicaron claramente que éramos escoria, que
éramos hijas de horribles rojos, asesinos, ateos, criminales, que no
merecíamos nada y que estábamos ahí por pura caridad pública. No
entendíamos bien de qué éramos culpables”.
Robos y secuestros de niños
Pero el régimen no
se conformó con reeducar a los hijos de los presos y de los fusilados.
Tenían que asegurarse de que la “plaga roja” nunca más mancharía la
nueva España. Y aprovechando la impunidad que tenían sobre los vencidos,
se dieron casos de robos y secuestros de niños, sobre todo en la España
rural.
La combinación de miedo, antiguos odios y delaciones hacían la
vida imposible a personas que tenían alguien señalado como rojo. Ése fue
el caso de Emilia Girón, hermana del famoso guerrillero Manuel Girón,
conocido popularmente como El león del Bierzo.
Desde que su hermano se enroló en la guerrilla, la Guardia Civil les
hacía la vida imposible a ella y a su familia. Casi cada día los
llevaban a comisaría, muchas veces eran torturados.
En una ocasión,
Emilia fue llevada al calabozo media hora después de haber parido su
primer hijo, con la sangre bajándole por las piernas. Le dieron una
paliza de la que todavía tiene secuelas en la columna vertebral.
Después de eso, fue
desterrada a Salamanca, donde tuvo que vivir de la caridad con su hijo
recién nacido. Allí, vuelve a quedar embarazada y el bebé nace en el
hospital provincial: “el parto lo tuve feliz. Era
un niño. Yo quería que se llamase Jesús. Me lo quitaron para llevarlo a
bautizar y ya no lo volví a ver más. Yo preguntaba y me decían que
estaba malo.
Supongo que un matrimonio que no tuviera hijos se lo quedó.
Y con esa angustia estoy toda mi vida, porque sé que lo parí y que lo
traje nueve meses encima de mí y no lo conocí siquiera. La angustia me
durará hasta que esté en el otro mundo”. Del hijo de Emilia no
quedó ningún rastro. No fue inscrito, por lo menos con los apellidos de
sus padres, y en aquella época poco podía ir a reclamar una gente que
estaba marcada como “roja”.
El caso de Emilia
no era único. Hemos localizado un documento de la Casa Cuna de Sevilla.
Es una carta del párroco a unos futuros padres adoptivos. El cura
reconoce que la madre biológica está buscando a su hija y les recomienda
paciencia: “al ver que les podían hacer pasar a ustedes un mal rato,
decidí no tocar el asunto en la Diputación y que cuando ustedes fueran
ni se acordaran que tal mujer había ido a reclamar nada”. El cura acaba la carta recomendando que se inutilice la partida de nacimiento original de la niña y se sustituya por otra. Todo con la máxima discreción.
También hubo
secuestros de niños. José Murillo, conocido como Comandante Ríos, era
uno de los guerrilleros andaluces más buscados por la Guardia Civil. Su
hermana de dieciséis años fue secuestrada con doce niñas más del pueblo
por unas monjas. Se las llevaron con un coche a un convento de clausura a
Barcelona. No pidieron permiso a los padres y la niña no volvió al
pueblo. Aún hoy vive en el convento.
Menores repatriados
Pero el régimen de
Franco no se conformó solo con los hijos de los “rojos” en territorio
español. Durante la guerra civil, muchos padres tuvieron que tomar la
difícil decisión de confiar sus hijos a la República para que los
evacuara al extranjero. Confiaban en que sus hijos, terminada la guerra,
podrían regresar a una España liberada del fascismo.
Pero la guerra la
gana Franco y decide que todos estos niños tienen que regresar a España,
con o sin la autorización de sus padres. El régimen convierte la
repatriación de los menores en una gran operación propagandística.
“Franco devuelve a las madres de España la alegría y el cariño de los
que un día, por orden del Gobierno marxista, fueron arrancados de su
patria y entregados a la tutela de las más antiespañolas instituciones
internacionales”, decía el narrador de una película propagandística de
la época.
En muchos casos, sin embargo, el menor no era entregado a sus
familias e iba a parar directamente a un asilo. Una ley de 1940
establecía que la patria potestad de los niños que estaban en centros de
Auxilio Social pasaba automáticamente a la institución. Esto creaba un
gran riesgo de que los padres perdieran la pista del niño para siempre.
De entre todos los
niños españoles en el extranjero, el régimen franquista tenía especial
interés en los que estaban evacuados en la Unión Soviética. Para Franco,
era un triunfo sacarlos del país donde había triunfado la revolución
comunista. Pero, al mismo tiempo, el Caudillo veía a estos niños como
elementos peligrosos.
Habían estado en contacto con el comunismo,
estaban contaminados y hacía falta ingresarlos en un centro que
garantizara su reeducación. Néstor Rapp, evacuado a la Unión Soviética
antes de que terminara la guerra, fue repatriado a España en 1943. Su
familia no había pedido su repatriación y se entera del regreso de su
hijo por el periódico.
Cuando solicitan que se les entregue el menor, el
delegado de la Junta de Protección de Menores les dice que tiene orden
de Madrid de no entregarlo y Néstor ingresa en un centro de Auxilio
Social. Muchos años después, con la llegada de la democracia, la familia
Rapp tiene conocimiento de un informe donde se dice textualmente que el
menor no se entregó a la familia porque ésta “no ofrecía ninguna
garantía sobre su educación”.
En 1941 Franco firma una nueva ley que aumenta el riesgo de la desaparición de hijos de republicanos al permitir cambiar los apellidos a los menores repatriados. La excusa era dar una identidad a los niños perdidos durante la guerra. Pero, en realidad, dificultaba todavía más que las familias legítimas pudieran encontrar a sus hijos y dejaba la puerta abierta a adopciones irregulares. María Calvo García, refugiada en Francia, fue repatriada en 1940. Cuando regresa a España, tiene ocho años, pero es incapaz de recordar sus apellidos. En 1941 se le aplica la nueva ley, se le ponen dos apellidos al azar: Pérez Gómez, y se la entrega en adopción. Desde ese momento, María deja de tener pasado y está lista para empezar una nueva vida, sin que quede rastro de su anterior familia. María no ha sabido hasta hace muy pocos años que tenía hermanos y que su padre fue fusilado por pertenecer al Ejército republicano. Y lo ha sabido gracias a años de investigaciones y a que su hermana salió en un programa de televisión buscándola.
Ninguna institución
la ha ayudado a reconstruir su pasado y durante años se ha topado con
un muro de silencio cómplice. Un silencio que se pactó en la transición y
que ha cubierto con un espeso velo nuestro pasado más reciente. El
régimen de Franco aplicó sobre los hijos de los vencidos su mano más
dura y cruel.
Muchos niños murieron de inanición, otros fueron
convertidos en enemigos de sus propios padres y algunos desaparecieron.
Han tenido que pasar cuarenta años de dictadura y veintisiete de
democracia para que estos terribles crímenes empiecen a salir a la luz.
*Montse
Armengou y Ricard Belis son periodistas de Televisió de Catalunya y
autores de los libros Los niños perdidos del franquismo (Plaza y Janés,
2002) y Las fosas del silencio (Plaza y Janés, 2004). Este artículo fue
publicado originalmente en la edición impresa de la Revista Pueblos Nº 12, Especial Derechos Humanos, verano de 2004.." (En Sociología Crítica, 24/05/18)
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