"Dando vueltas con un amigo en la noche de Madrid, llegamos a la
Calle del Reloj. Del cuartel emana, en la oscuridad, un cierto esplendor
helado, siniestro, como el que he sentido parándome en el centro de la
desierta Plaza Mayor, en el exacto sitio donde la Inquisición, hace ya
mucho tiempo, quemaba vivos a los herejes.
Ocurre que en este cuartel
funcionan los tribunales militares. Aquí, hace bien poco tiempo,
aquellos anarquistas fueron condenados a morir por asfixia, por pena de
garrote vil, al cabo de un juicio sumario en el que estuvieron, como
todos los presos políticos, siempre de espaldas al público. Aquí se
dictó sentencia sin pruebas contra Julián Grimau -y después se supo que
el militar que lo acusó no había completado sus cursos de Derecho.
Miro
los fríos muros grises y no puedo dejar de pensar en las cinco de la
mañana de aquel sábado en el Campo de Tiro de Retamares, el cuerpo de
Grimau neblinosamente iluminado por los focos de los automóviles, la
bruma lechosa de los focos, Grimau de pie, Grimau se cae, atadas las
manos, acribillado por las balas de los soldados que creyeron que
estaban ajusticiando a un delincuente común: no puedo dejar de pensar
que si el silencio se está rompiendo en la España de fines de 1966,
después de tantos años de insensibilidad que sucedieron al shock de la
guerra civil, hubo hombres que pagaron por ello, bien recientemente, el
precio de sus vidas.
El amigo que me acompaña tiene, por cierto, más
motivos que yo para que el frío le recorra el cuerpo. Es un obrero
metalúrgico, anarquista, cuyo nombre me reservo: acaba de salir de la
cárcel donde estuvo encerrado quince años, quince años enteros, como
tantos otros, enterrado vivo.
Me cuenta la historia, desde el día en que lo acorralaron en un
ferrocarril en marcha donde viajaba con documentos falsos ("hubo un
delator: estaba jodido"), hasta la noche en que salió de la prisión, el
mundo nuevo, diferente, que entonces encontró, cómo fue difícil
reconocer la ciudad y la gente.
Le duele que hayan prácticamente
desaparecido aquellos cafés legendarios en los cuales los amigos
transcurrían tardes y noches en interminables tertulias que eran como
asambleas; le duele que desde el 1936 se haya triplicado la población de
Madrid, pero que se venda, ahora, la mitad de los diarios
que se vendían entonces; le duele la influencia de la televisión
transformando el lenguaje popular y difundiendo la mitología del éxito,
la fiebre del oro: me habla de los jóvenes trabajadores que son sus
compañeros de pensión, despolitizados, indiferentes a otra cosa que no
sea el sueño del Fiat 600 o la millonaria norteamericana que vendrá,
viuda, vieja y fea, pero con su varita mágica, para arrancarlos -para
arrancar a uno, al elegido- de la humillación y el desamparo de la clase
obrera: la sordidez de las conversaciones en que se clasifica a las
mujeres en dos categorías distintas, según sirvan para casarse o para
acostarse con ellas.
Le duele que un pesebre con aire acondicionado
pueda ser el ideal de vida de esta "sociedad de consumo" que ha
encontrado, instalada en su patria, a la salida de la cárcel: "sociedad
de consumo" que, por cierto, consume bien poco.
Pero la prisión no le dobló la espalda. Apenas conoció la
libertad, se lanzó a militar en las Comisiones Obreras. Y dice que ya
tiene convencidos a dos de la pensión.
Eduardo Galeano
El reino de las contradicciones. España: de la guerra civil al referéndum de 1966
Cuadernos de Ruedo ibérico núm. 10, diciembre-enero 1967" (Búscame en el ciclo de la vida, 02/04/18)
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