"Santiago Marcos Marcos fue enterrado en vida dos
veces. La primera sepultura, cuando estalló la guerra civil y temió por
su vida, duró veintidós años. La segunda se prolongó hasta su muerte,
aunque más que una reclusión fue un exilio interior, un retiro
existencial, un destierro en el olvido.
El poeta topo quería editar sus versos antifranquistas escritos bajo tierra, pero una vez fuera el mundo exterior le dio la espalda. Cuando llegaron los reconocimientos a quienes se habían ocultado durante años para evitar la represión, él no existió para los libros ni para las películas. La otra losa.
Santiago era maestro republicano. Valladolid, territorio nacional. “En esa zona no hubo guerra, pues fue ocupada militarmente por los sublevados. Aunque no se le conoce militancia, estaba en la órbita del PSOE. Al ver cómo sus correligionarios eran perseguidos, decide esconderse, pese a que no se había resistido al alzamiento ni entrado en combate”, explica el poeta lucense Claudio Rodríguez Fer, quien terminaría rescatando su figura del pozo de la desmemoria. “No había hecho nada. Sin embargo, tenía miedo de las insidias y las acusaciones falsas”.
Su padre, Claudio Rodríguez Rubio, había sido su amigo de la infancia. Cada mañana, los hermanos Santiago, Nilo y Marcos —sí, el matrimonio Marcos Marcos no tuvo reparos en bautizar a uno de sus hijos con igual nombre— partían de su casa a lomos de una bestia, lo recogían en un pueblo vecino y seguían haciendo camino hasta la escuela. “La distancia era tan grande que, de tanto ir y venir, se forjó una gran amistad”.
Claudio dejó San Miguel del Valle, un pueblo zamorano de la comarca de Tierra de Campos donde su progenitor tenía un molino, y se empleó en Benavente. Luego se trasladó a Valladolid, ejerció como mecánico y se casó por primera vez, pero la guerra sólo le trajo infortunios.
Su mujer y el esperado hijo mueren en el parto. También pierde el trabajo por secundar la huelga general contra la sublevación de 1936. Afiliado al sindicato UGT, convocante del paro junto a la CNT, siente miedo y al terminar la contienda se emplea en una fábrica de harinas en Galicia. “El objetivo era salvar la vida, pero también huir de los recuerdos pésimos de Valladolid, donde había fallecido su esposa y sus amigos habían sido encarcelados o asesinados”, rememora Rodríguez Fer.
Mientras Claudio trata de pasar desapercibido en una
aldea cercana a Lugo, hasta el punto de que vive en la propia fábrica,
Santiago pasa sus días oculto en una bodega del coto de Solaviña,
en el municipio vallisoletano de Roales de Campos. Allí escribirá cien
poemas sobre la guerra civil española y la mundial, que encuentran eco
únicamente en sus hermanos, quienes trabajan la tierra, crían animales y
difunden bulos sobre el desaparecido: que se ha ido, que ha huido al
extranjero, que se ha muerto… Sin embargo, él sigue bajo tierra, donde
sobrevive a un incendio causado por una tormenta, pero no a la fractura
de su brazo derecho tras caerse por las escaleras en 1958.
“Al principio, piensan en curarlo ellos mismos. No obstante, ante la posibilidad de perderlo o de que se le gangrene, deciden llevarlo al médico y le piden que no desvele su identidad. En cambio, el doctor les dice que tiene que dar parte, porque tenía incluso más miedo que ellos”, recuerda Claudio Rodríguez Fer. Santiago es detenido por la Guardia Civil, mas como no había ninguna orden en su contra, es puesto en libertad. “Era un caso fuera de tiempo, pues no pesaba ningún tipo de acusación sobre él, ni había orden de búsqueda de busca y captura. Judicialmente, no existía”. Y socialmente, tampoco, aunque tras ver la luz intentó salir de su madriguera poética.
Una carta relata su partida a Francia: “Apenas dado de alta, marché a París, para entrevistarme con el presidente del Gobierno de la República en el exilio, don Félix Gordón Orvás. Los motivos del viaje: no vivir en España mientras prevaleciera la dictadura franquista. Y publicar mis obras poéticas. Pero nadie me prestó la ayuda que yo esperaba y en pos de la que me decidí a hacer un viaje tan costoso y desventurado. Se limitaron a decirme que había equivocado el camino, pues me convendría mucho más ir a México. Tuve que volverme a casa con más rabia que ganas de marchar a México”.
La misiva marca uno de los hitos de la correspondencia con Claudio padre, a quien sucedería su hijo a la pluma. Rodríguez Fer mantuvo una fructífera relación epistolar durante los años setenta y ochenta con el emparedado, quien ya libre volvería a chocar con otros muros: “En París trasladé de la memoria a las cuartillas varios poemas. Gustaron mucho a los exiliados, pero me dijeron que eran demasiado fuertes. Yo les dije que bueno, que sí, pero que eran más fuertes todavía los pistoletazos y los palos que la Falange propiciaba a los socialistas embastanados”.
El poeta lucense acudió a su encuentro en la finca de Roales, donde los hermanos practicaban una economía de subsistencia: además de sembrar cebada para la industria cervecera, cultivaban una huerta y salían de caza. Santiago tampoco pudo publicar durante la democracia el poemario inédito Desde mi escondrijo, aunque Claudio hijo se encargó de recuperar su figura en O muiñeiro misterioso (Tórculo), un libro de recuerdos sobre su padre editado en 2005, cuando se cumplía el centenario de su nacimiento.
Dos décadas atrás, en 1984, también había dejado su huella en una semblanza publicada en el diario Liberación, donde relataba las vicisitudes que atravesó “un hombre que ha padecido calumnia, persecución e injusticia” para intentar cobrar infructuosamente una pensión digna. En otra de las cartas enviada a sus amigos gallegos, el entonces octogenario le echaba la culpa de no haber cotizado los suficientes años a la guerra, “motivadora de mis veintidós años de extinción y de sepultura, durante los cuales mi nombre permaneció encasillado en la lista de los muertos”.
Santiago Marcos sólo consigue ver publicados
algunos poemas sueltos en octavillas. El propio Rodríguez Fer se encarga
de imprimir en hojas volanderas una quintilla que apela al voto
progresista en las inminentes elecciones de 1979. Tras ocho lustros de
búnker sectario, / despótico, execrable y asesino, / votar para la
izquierda es necesario, / y elegir para alcalde a un proletario /
seguidor de Gaspar y Secundino. O sea, “un poema recordativo a la
memoria de estos dos auténticos mártires de la Libertad”: Gaspar Fernández y Secundino Chamorro,
alcalde de Roales de Campos y secretario de la Casa del Pueblo,
respectivamente, “ambos asesinados a raíz del movimiento franquista”.
Rodríguez Fer destaca que sus textos no tengan un “carácter acusatorio”, aunque la razón viene de lejos: “Nunca cita los nombres de los asesinos, lo que no es una prueba de ignorancia, sino de miedo. Muchos padres, hermanos y esposas de asesinados murieron por reivindicar el nombre de sus seres queridos y por denunciar a los autores de los crímenes. Esa losa de silencio y ocultamiento fue tendida por los vencedores, pero también mantenida por los vencidos a causa del temor que sentían”.
Jesús Torbado, coautor junto a Manu Leguineche de Los topos, explica que la intensidad de la búsqueda de los republicanos escondidos fue aminorando a partir de 1945, sobre todo cuando la Guardia Civil no consideraba peligrosos a los huidos. Es más, cree que algunos ni llegaron a ser perseguidos, si bien la casuística es amplia y diversa. En el libro, publicado por Argos Vergara en 1977 y reeditado por Capitán Swing en 2010, los periodistas recogen el testimonio de una veintena de escondidos durante la posguerra, entre quienes no se encuentra Santiago. “En bastantes casos, su temor era injustificado. Tenían un miedo enfermizo, aunque algunos podrían haber salido sin que les pasara nada. Sucedió con buena parte de ellos, quienes tras presentarse ante la Guardia Civil pudieron irse a su casa”.
Muchos, cree Torbado, no deberían haberse escondido, pues a su juicio no corrían riesgos. “Pero el miedo es libre”, añade el periodista leonés, consciente de que los rumores atenazaban a los topos. ¿Por qué Santiago se enterró en vida? ¿Y, sobre todo, por qué perpetuó su sepultura hasta que un accidente lo obligó a abandonar el refugio? “Era maestro, y los maestros republicanos estaban señalados”, apunta Rodríguez Fer, quien recuerda que vio cómo algunos de sus paisanos y dirigentes socialistas locales habían sido paseados.
“Cuando lo detienen, no hay nadie que testifique en
su contra, ni siquiera por haberse resistido a la sublevación. Sin
embargo, él siempre insistió mucho en las envidias de los vecinos”,
añade el poeta lucense. “No se puede reducir la represión franquista a
las envidias, porque fue orquestada militar y políticamente. Es decir,
por encima de las rencillas personales había una voluntad
liquidacionista por parte de los sublevados. No obstante, conocemos
abundantes casos en los que hubo gente acusada falsamente por envidia,
una violencia excedentaria a la programada por el propio Ejército
rebelde”.
El propio Torbado, en el prólogo de Los topos, también se pregunta por qué no salieron antes de sus escondrijos, al tiempo que relata las represalias que sufrieron algunos. “Poseemos algunas informaciones que explican lo que ocurría a quienes se entregaban o a los que eran capturados. Aunque sería revelador, es ciertamente imposible evaluar los muertos en sus escondites o el destino de los que fueron detenidos en ellos”. Y, tras recordar el trágico destino de algunas víctimas, concluye: “Este miedo queda perfectamente claro y debidamente justificado, aunque la salida de algunos de los topos fuera recibida por cierta Prensa con el alborozo de un espectáculo ridículo”.
Santiago Marcos Marcos nació en 1904, estudió
Magisterio en León y ejerció en varias localidades de la provincia,
hasta que lo sorprende el alzamiento. Oculto en la bodega de la casa
familiar, Marcos y Nilo trabajan la tierra para que su fruto alimente al
hermano. El mayor, Vicente, había emigrado a Bilbao y fue el primero en morir. Le siguió Nilo, el benjamín, que tenía carné de conducir y ejercía de cordón umbilical con las localidades de la comarca. Marcos
y Santiago resistieron en el coto, ayudados por un vecino que ejercía
de correo. Hasta que la vejez los obligó a dejar atrás la Solaviña e
irse al pueblo, donde una señora los acoge en su casa a cambio de un
dinero, como si se tratase de una pensión.
Sus poemas, en los últimos años, abordaron el amor, la amistad o la familia, aunque también denunciaron el abandono del campo. En paralelo, la correspondencia con los Claudios abundaba en las cosechas de trigo, maíz y cebada, así como en los destrozos causados por el mal tiempo. Sin embargo, Rodríguez Fer guarda todavía las cartas más combativas y los poemas antifranquistas, incluido el Autoepitafio para su postrer morada, donde en pleno 1984 se pregunta si la persecución continuará una vez muerto: ¿Seré en el futuro otra vez calumniado / aun debajo de este mármol sepulcral? Curiosamente, el texto que le entregó a un amigo para que se lo imprimiese venía acompañado de una jaculatoria de corte religioso, escrita por aquel, que llamaba a vivir en la tierra de un modo que garantizase el pasaporte hacia el cielo. El poeta topo no tardó en corregir a mano que él no creía “en Dios ni en la existencia de un Gran Paraíso”.
Santiago no cejó en su empeño de publicar sus poemas antifranquistas escritos en su topera. Aunque no daba nombres de los verdugos, apunta hacia el autor intelectual en el soneto Al cabecilla Franco, a quien acusa de sembrar de “sangre y lágrimas” una “España que nublaste de tristeza”: Proclive al atropello y la venganza, / corto de razón, largo de torpeza, / provocaste con suma ligereza / la guerra, la invasión y la matanza. Y en Valderas Rojo, un sentido homenaje a las víctimas del pueblo leonés, desciende en el escalafón: Tus asesinos más destacados, / los señoritos, algún labriego, / guardias civiles y ensotanados.
También están presentes en sus más de diez mil versos los represaliados en su provincia: Surgió la muerte que tumba. / Y en torno a Valladolid, / por cada mil, una tumba, escribe en El perfecto caballero Don Federico Landrove. Una elegía al diputado socialista condenado a las tapias por auxilio a la rebelión, donde denuncia el “cólérico y salvaje Alzamiento Clerical”. También le dedicó versos a Dolores Ibárruri, a Julián Grimau y a otros antifranquistas.
Hoy le llegó el turno a Enrique Ruano, / inmolado en Madrid, en pleno día / y en poder de la inculta Policía / guardaespaldas del vástago hitleriano. Un poema que denota “la resignación y el lógico hartazgo acumulativo”, según Ana Domínguez Rama, quien analiza los versos de Franco y Ruano Casanova en el libro Enrique Ruano: memoria viva de la impunidad del franquismo (Editorial Complutense). “La poesía es breve y concisa, con una alusión al pecado original del franquismo (según la expresión de Ángel Viñas al aludir a la ayuda clave del nazi-fascismo en la victoria de Franco en la Guerra Civil), una condición y naturaleza que el poeta Marcos rescata en su composición, a modo de denuncia y posiblemente también como reflejo de un trauma que duraba ya tres decenios”, reseña Domínguez Rama.
Un amante de los clásicos que, según Claudio Rodríguez Fer, evitaba a los autores contemporáneos para que sus composiciones permaneciesen inmarcesibles: “Santiago se basa en la tradición, con metáforas de base real y uso de la quintilla, el romance o el soneto”. Quería sonar a siempre, no a ahora.
A veces, Santiago firmaba sus estrofas como Un
campesino del Norte de Castilla. Rodríguez Fer recuerda que, ya
octogenario, se presentaba de esta guisa: “Maestro, poeta, hombre-topo
durante un cuarto de siglo, y superviviente —por chiripa— de la cruel
matanza inspirada, desencadenada y mantenida contra el pueblo español
por el déspota más inhumano e indigno de cuantos pisotearon y
empobrecieron a España a través de los siglos”.
Subsistió con una magra pensión, pese a reivindicar la jubilación propia de un “maestro nacional”, como se encargaba de señalar en el remite de sus cartas. “Resulta que en España, para asesinar a un maestro de izquierda no es preciso que cuente con un determinado número de años de servicio: solamente con que sea maestro basta para matarlo”, le escribe al vate gallego. “Pero cuando lo que procede es concederle una pensión que le resarza de los múltiples infortunios, pérdidas y vejaciones que hubo de soportar mientras le perseguían… ¡Ah!, entonces es cuando concienzudamente se dedican a escudriñar cuántos años de servicio tiene”.
Después de más de dos décadas agazapado, Santiago se siente abandonado y desamparado como una “res perdida”. Su encierro ha sido dramático, si bien la libertad está siendo frustrante. Al menos, ya en casa de la señora de Roales, logra autoeditar el poemario Mi lira canta. ¡Escucha!, donde luce su profusa barba blanca, aunque no le daría tiempo a ver publicada su segunda parte. “Su vida es kafkiana”, apunta Rodríguez Fer. “Sufre la espera de algo que no está previsto que vaya a llegar, como tampoco la posibilidad de ser buscado y detenido, o de que le pase algo si es arrestado. Resulta profundamente dramático en lo íntimo, pero queda claro que él no quería salir de su escondrijo porque realmente esperaba represalias. No tanto de una manera oficial, por parte de las autoridades o de la Guardia Civil, como de vecinos concretos, porque temía a quienes habían participado en ejecuciones y seguían campando a sus anchas”.
A ese miedo enquistado aluden Jesús Torbado y Manu Leguineche en Los topos, como refleja este caso extremo: “Todavía en el año 69, treinta después del fin de la guerra, aparecía en Málaga uno de estos vagabundos políticos, Ángel Pomeda Varela, que había pasado todo ese tiempo vendiendo corbatas por la costa andaluza con papeles falsos”. Y comparan las historias relatadas en el libro con la del soldado japonés Hiroo Onoda, “que pasó treinta años en la isla filipina de Lubang esperando el fin de la guerra mundial”. Eso sí, matizan ambos periodistas, había algo en lo que diferían sus historias: el miedo que sintieron en penumbra los republicanos.
“Santiago y sus hermanos eran muy buena gente”, afirma el alcalde de Roales de Campos, José Manuel Moreno Fermoso,
quien reconoce que el paso del tiempo ha barrido su hazaña. “En el
pueblo apenas ha quedado recuerdo de él. Era soltero y sin descendencia,
por lo que no ha habido nadie que rescatase su figura”, añade Moreno,
desconocedor de la labor de salvamento emprendida por Rodríguez Fer.
“Eran muy desconfiados y no se fiaban de nadie, porque les habían pasado
todas esas cosas… Sin embargo, cuando Santiago falleció, fue bastante
gente del pueblo al entierro. Su final fue triste para él y para todos
nosotros”, reconoce el alcalde.
Una ceremonia laica acorde a la hoz y el martillo que figuran en su lápida. “Los visité algún verano y, antes de morir, me pidieron que su tumba luciese el símbolo comunista”, recuerda Moreno, quien gobierna el Ayuntamiento desde 1983 bajo las siglas del PP. “Decidí cumplir con la promesa y fui bastante criticado, pero había que hacerlo, porque ya había sufrido bastante”, confiesa. Un consuelo post mortem que no había llegado con el fin de su encierro, porque su caso pasó sin pena ni gloria, como si no existiese, concluye Rodríguez Fer: “Excluirlo del libro Los topos fue su segunda tumba”. A la tercera, al fin, fue la vencida. Puede descansar en paz." (Henrique Mariño, Público, 27/04/18)
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