"(...) Entre los muchos temas que fueron eclipsados este otoño por la tragicomedia de los puigdemones está la impresionante matanza realizada en Las Vegas por Stephen Paddock
el pasado 1 de octubre: casi 60 muertos y medio millar de heridos en un
tiroteo desde lo alto de un hotel sobre la muchedumbre que escuchaba un
concierto.
En cuando se descartó la hipótesis terrorista, muchos
periódicos comentaron, perplejos, que el móvil era desconocido
y desconcertante. De Paddock se supo enseguida que tenía licencia para
la caza mayor en Alaska y apostaba continuamente en los casinos grandes
cantidades de dinero.
Por las mismas fechas se supo que habían sido más de 100 las víctimas mortales del enfermero alemán Niels Högel,
y no seis como al principio se pensaba. A diferencia de Paddock, que
se suicidó tras la orgía, Högel fue detenido y juzgado, por lo que pudo
explicar el móvil: lo hacía por aburrimiento.
La forma de combatir este
sentimiento era una serie de excitantes apuestas consigo mismo:
inyectaba a los pacientes una dosis letal de fármacos y unos minutos
después empezaba a aplicarles maniobras de reanimación. Cuando
sobrevivían sentía un intenso placer, pero cuando perdía la autoapuesta y
el paciente moría se sentía muy triste.
Reconoció que actuaba
básicamente en busca de emociones fuertes, de esa extraordinaria tensión
que le producía la incertidumbre del desenlace. De paso, los éxitos que
lograba en el deporte que él mismo había inventado le permitían
presumir ante los compañeros por su habilidad como reanimador de
pacientes gravísimos. Una vez descubierto, Högel decidió seguir una de
las más potentes supersticiones contemporáneas: pidió perdón a los
familiares de sus víctimas y aseguró que lo sentía mucho.
En las últimas décadas se ha publicado una ingente cantidad
de testimonios sobre el placer de matar, al que las guerras suelen
ofrecer barra libre. Libros como los de Joanna Bourke (Sed de sangre),
Glenn Gray (Guerreros. Reflexiones del hombre en la batalla), James
Hillman (Un terrible amor por la guerra) o Neitzel y Welzer (Soldados
del Tercer Reich.
Testimonios de lucha, muerte y crimen) han hecho
fácilmente accesibles centenares de documentos, de los que unos pocos
son aquí suficientes como muestra.
Por ejemplo, el del soldado que
describía a su novia la sensación de clavar la bayoneta en un cuerpo
enemigo: “Cada uno al que le doy bajo las costillas me hace pensar en
ti, querida, y eso fortalece mi brazo”. O el miembro del equipo de Patton
que contaba:
“Y hablando de cosas maravillosas, (…) lo más grande que
he visto —y quizá también lo más hermoso y el espectáculo más
satisfactorio que jamás he presenciado— fue un bombardero enemigo
estallar en llamas por los aires junto con sus ocupantes al chocar
contra la ladera de una montaña. Dios, fue magnífico”. O el piloto de
guerra que presumía de sus hazañas: “Cuando uno se acercaba volando
bajo, entonces ¡fiuuum, venga a disparar!, las ventanas hacían ruido y
el tejado saltaba por los aires.
(…) Una vez fue en Ashford. En el
mercado, había una asamblea, montones de gentes que iban charlando,
¡vaya chorro que les cayó encima! ¡Qué divertido!”. Coppola sabía bien
lo que hacía cuando filmó Apocalypse Now.
La ambivalente fama de Ernst Jünger procede en parte de la
franqueza con que describió sus vivencias en la Primera Guerra Mundial:
“Hervía con una rabia ciega que había tomado el control de mi ser y de
todos los demás de una forma incomprensible. El abrumador deseo de matar
daba alas a mis pies. (…) Un observador neutral quizás habría creído
que nos hallábamos poseídos por un exceso de felicidad”.
Pero aunque dispongamos de una biblioteca entera con
testimonios directos de excombatientes, parecen ser muchos más (no creo
que existan estadísticas para saberlo a ciencia cierta) los que se
refugian en un impenetrable silencio. Y testimonios como los citados
obligan a preguntarse si el profundo silencio de muchos excombatientes
se debe a que no quieren recordar el horror que vivieron o a que no
quieren admitir ni ante sí mismos el extraño placer que sintieron al
vivirlo.
Son varias actualmente las hipótesis que intentan explicar
esos placeres crueles. Exponerlas requeriría bastantes páginas. Algunas
son tan pintorescas que solo pueden haber nacido en los “cráneos
previlegiados” de profesores universitarios en París o Chicago. Las
razonables se pueden agrupar, muy esquemáticamente, en dos grupos.
El primero remite al sadismo como trastorno mórbido de un
pequeño porcentaje de humanos. Es la hipótesis patológica, la que separa
radicalmente a estos asesinos perversos de las personas sanas.
A veces
se confunde al sádico con el psicópata, pero este último mata sin
placer, con la misma frialdad con que hace cualquier otra cosa, pues su
característica definitoria es que ni siente ni padece. Sádico en cambio
es quien obtiene un intenso placer al humillar, torturar o matar a
otros.
El segundo grupo de hipótesis apuntaría al placer primordial
de resucitar las huellas mnémicas que podría conservar nuestro
paleoencéfalo desde los tiempos prehistóricos en que el homínido que
todos fuimos disfrutaba la vivencia jubilosa del éxito en la lucha o en
la caza, las dos actividades básicas de las que dependía la
supervivencia.
Ese inconfesable placer sería algo así como el retorno
del tatarabuelo troglodita que todos llevaríamos oculto en lo más hondo.
Dicen sus practicantes que es muy distinto el placer de la
caza mayor y menor. Se habla menos de que para algunos la mayor (y más
placentera) de las cazas parece ser precisamente la caza humana. Y no
escasean los datos y documentos que lo ilustran. La prevención es
lógica, pues ese tipo de experiencias límite no son fáciles de mirar
directamente.
Y sin embargo, pese a la advertencia de Nietzsche, a veces
es necesario mirar de frente al abismo, asumiendo incluso el riesgo de
que el abismo nos mire. Porque si no lo hacemos podría ocurrir que
acabemos cayendo ciegamente en ese desconocido abismo."
(José Lázaro. Profesor de Humanidades Médicas en la UAM, coautor de ‘El alma de las mujeres’ y codirector de www.deliberar.es, El País, 08/09/18)
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