Esa
noche parecía haber más brujas que nunca, más risas que nunca,
parecía la fiesta de los difuntos, cuando salían los Ranchos de
Ánimas cantando casa por casa, un guineo ininteligible, el paseo
final, el mismo que le dieron a toda aquella buena gente de la que la
chiquilla escuchaba hablar a su abuela.
La
viejita percibía su miedo y venía a su cama, la abrazaba y le
cantaba al oído:
-San
Silvestre del monte mayor, guarda mi casa y todo mi alrededor, de
brujas, hechiceros y el hombre malhechor-
Noelia
se tranquilizaba con la dulce de voz:
-No
hay brujas mi niña, esta noche no, hoy no vinieron, son las buenas
almas de los desaparecidos que vienen de paseo al pueblito, quieren
recordar cuando estaban vivos y enamoraban a las muchachas, bailaban
en las taifas, miraban las estrellas que siempre aparecen sobre la
cumbre de la isla-
Las
dos se quedaban acurrucadas y la anciana notaba que el corazón de
Noelia recuperaba su latido apaciguado, le cantaba un arrorró para
que se durmiera en paz, para que desapareciera el mismo miedo atávico
que ella había sentido toda su vida desde la noche del horror,
cuando vio partir a sus seres queridos, sus hijos, su adorado Marido
Juan del Pino, los gritos de dolor ante los culatazos y patadas de
los fascistas, el llanto de los niños que asustados jamás habían
visto algo tan terrible, la turbación de la paz en un rincón de
Gran Canaria que olía a flores de lavanda y a pan caliente, donde
solo el viento levantaba la voz entre la rutina de animales nobles y
cultivos.
Noe
se volvió a despertar:
-¿Qué
es abuelita, qué es, quiénes hablan en el callejón?- dijo entre
sollozos.
Montserrat
la abrazó más fuerte:
-Tranquila
mi niña, ya nada podrá hacernos daños, ya lo hicieron todo junto,
son las almas mi amor, las almas que añoran la paz de la flores-" (Viajando entre la tormenta, 30/09/17)
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