"LILIAN MOWRER y su marido, Edgar Mowrer, el periodista,
asistieron a una ceremonia nazi en el Palacio de Deportes. Era alrededor de
1931. El Palacio de Deportes, escribió Lilian, era «un magnífico edificio
moderno con paredes pintadas de brillantes colores futuristas».
En aquel momento
se abrían paso hacia el estrado Joseph Goebbeis, «paliducho, delgado, cojeando
levemente», Rudolf Hess, «una especie de Clark Gable», y el propio Hitler, con
trinchera y cinturón de cuero, «un lacio mechón de pelo cubriéndole ya parte de
la frente, una sonrisa nerviosa y feliz en los labios largos y sin forma».
Goebbels tomó el micrófono. «¿Por qué confiamos en nuestro
Führer? —preguntó—. Somos fieles a nuestro Führer porque... él es fiel a
nosotros.» Un rugido salió de veinte mil gargantas.
Hitler empezó a hablar, con su voz ronca y extraña. Enumeró
las fechorías y corrupciones del régimen de Weimar. Lloró por las aflicciones
del pueblo; «dos puños en el aire y lágrimas deslizándose por ambos lados de su
flácida nariz», escribió Lilian Mowrer.
Luego criticó ferozmente a los judíos y
los socialistas y prometió impuestos más bajos, salarios más altos, más puestos
de trabajo, viviendas mejores y fertilizantes más baratos.
Mowrer no se dejó llevar. «Hitler estaba
diciendo tonterías, mintiendo descaradamente, tergiversando la historia con una
voz que era estridente y hacía pensar en la plaza de armas, hacía gestos zafios
y nada convincentes», pensó.
Pese a ello, cuando miró a la gente que tenía a su
alrededor vio no solo aprobación, sino también éxtasis: una muchacha con los
labios entreabiertos, los ojos clavados en su líder; un anciano asintiendo con
la cabeza; la mujer de sesenta años que estaba a su lado diciendo «Richtig!
Richtig!» cada vez que Hitler hacía una promesa.”
(Nicholson Baker:
Humo humano. Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial. Ed. Debate, 2009, págs.
30/1)
No hay comentarios:
Publicar un comentario