"Le observo las manos, delicadas, de dedos finos —en el anular la alianza
le queda grande, y también el reloj, un viejo modelo clásico, en la
muñeca—. Me cuesta imaginar esas manos manejando un arma tan mortífera
como la ametralladora M-240 B de 7,62 milímetros (12 kilos y medio, casi
un millar de balas por minuto), la que usaba en Irak. Es zurdo, le
pregunto si eso es una desventaja para usar armas. Enrojece. “En este
mundo ser zurdo es malo para todo”. (...)
Kevin Powers (Richmond, Virginia, 1980), pese a los tatuajes, no se
ajusta en absoluto a la idea que puedes tener de un veterano de guerra
estadounidense. Tímido, tranquilo, reflexivo, de rasgos finos y
apariencia delicada, tiene una voz suave y unos bonitos ojos marrón
verdoso que miran con sensibilidad e inteligencia. Además es poeta.
Powers, que sirvió un año en Irak (2004- 2005) como ametrallador en una
unidad de infantería, ha escrito una (primera) novela excepcional sobre
la contienda en la que participó, Los pájaros amarillos (Sexto
Piso, 2012), aplaudida unánimemente por la crítica anglosajona, que la
elevan a la categoría de clásico, y saludada por Tom Wolfe, nada menos,
como “el equivalente de Sin novedad en el frente en las guerras árabes estadounidenses”.
Dotada de un extraño lirismo que hace pensar en La delgada línea roja,
la película de Terrence Malick —trazadoras sobre campos de jacintos
entre la niebla del Tigris, “la guerra intentó matarnos en primavera (…)
era paciente y le daba igual que te amaran muchos o ninguno”— , sin
dejar de mostrar todo el salvajismo y la atrocidad del combate, Los pájaros amarillos
narra a saltos, yendo adelante y atrás, en Irak, en el campamento de
instrucción en Nueva Jersey, en los hogares en Virginia, y en la base en
Alemania, la peripecia del soldado John Bartle, de 21 años, que ha
prometido a la madre de un camarada de 18, Murphy, cuidar de él. Un
empeño en el que —se revela desde el inicio— fracasa. (...)
¿Por qué fue a Irak? “Bueno, estaba en el ejército, mi unidad fue,
tenía que ir. Cuando me alisté no estábamos en guerra. Luego sentí que
tenía la obligación, con respecto a mis compañeros”. ¿Y por qué se
alistó? “No hay una respuesta sencilla. Era muy joven, tenía 17 años, en
EE UU no es raro hacerlo, mi familia no tenía muchos recursos y el
ejército te financia los estudios; mi padre fue soldado en Vietnam, mi
abuelo en la II Guerra Mundial. No se si volvería a hacerlo”.
Estuvo en el ejército ocho años. Uno en Irak. En la tercera brigada
de la segunda división de infantería. Dice que fue un reto porque de
manera natural no encajaba en la vida militar y la adaptación le fue
difícil. En Irak protegía a una unidad de desactivadores de bombas —un
reflejo de esa tarea aparece en la novela en el episodio del cadáver
bomba amarrado a un puente—.
Powers sirvió en Mosul y Tal Afar, escenarios representados en la
novela en la ficticia Al Tafar. ¿Estuvo bajo el fuego? “Sí”. ¿Podría
explicarlo? “Me disparaban, balas, cohetes, morteros; patrullas, avances
retiradas, emboscadas, no sé qué quieres que te cuente”. ¿Qué sentía en
combate? Powers se mira las manos.
“He tratado de describir la realidad
de las circunstancias. Es algo muy intenso pero a la vez transmite una
fuerte sensación de irrealidad. Ves lo grave de la situación, pero la
aceptas. El área que controlas es muy pequeña, hay mucho azar alrededor.
Tienes que dejar mucho al destino”.
¿Hay espacio para pensar? “En
realidad no, es una experiencia eminentemente física, hasta que vuelves,
entonces piensas mucho”. Algunos soldados hablan de excitación, placer
incluso. “La experiencia es muy intensa, no hay nada comparable a que te
disparen.
El nivel en que tus sensaciones se incrementan es brutal.
Parte de la dificultad al volver es saber que nunca experimentarás nada
tan fuerte. Nunca te sentirás tan vivo”. ¿Bajo el fuego eres consciente
de la posibilidad inminente de muerte? “Sí, ves a gente que muere.
Pero
es más después, al acabar, entonces te llega de golpe la sensación del
peligro que has pasado. En pleno combate no tienes el pleno control
consciente de tu cuerpo, responde pero sin pensar. Hay miedo, por
supuesto”. El entrenamiento ayudará. “Exacto, en el fondo todo es para
eso”.
¿Mató a alguien? Powers se mira las manos. “No lo sé”.. Pero disparó a
gente… “Sí”. ¿Es una cuestión de pudor?, ¿le produce vergüenza? “Sí,
posiblemente. ¿Cómo describirlo? Quizá sea un rasgo para proteger la
cordura el no ser consciente de si has matado". Algunos estarían
orgullosos, se vanagloriarían.
“Puede, seguro. No en mi entorno, no vi a
nadie jactándose. No vi a nadie disfrutando de la guerra. Esa parte
oscura. En uno de mis personajes, el sargento Sterling, hay algo de ese
lado”. ¿Hacer literatura de la guerra no traiciona su esencia, no la
embellece e intelectualiza de alguna manera?
“No, es como mirarla al
microscopio, ves partes que no habías visto. Escribir de la guerra no es
traicionarla sino destilarla, con los detalles la iluminas”. ¿Qué opina
de la guerra? “Es producción masiva de muerte.
Algo que solo puede
inspirar repulsión. No creo que se pueda malinterpretar mi novela en ese
aspecto”. ¿Y no es eso antipatriótico? “No, yo amo a mi país, y contar
la verdad es un acto patriótico, no quiero que mis conciudadanos
sacrifiquen sus vidas por intereses políticos, en Irak o en Afganistán.
No me considero una persona política pero para mí es obvio que la
versión que nos daban de lo que pasaba y lo que pasaba en realidad no
coincidían. Empezando por las inexistentes armas de destrucción masiva
iraquíes y siguiendo por la absurdidad de que los iraquíes representaran
un peligro para los Estados Unidos”. (...)
Es consciente de que no se librará nunca de la guerra, pero cree que la
experiencia, aunque no se la recomienda ni desea a nadie, tiene algún
elemento positivo: “Entiendes de verdad qué frágil y preciosa es la
vida, aunque eso no es exclusivo de la guerra, una enfermedad o
cualquier otro suceso traumático también te lo puede enseñar” (El País, 27/10/2012)
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