"Un anciano en silla de ruedas visita la exposición Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos,
en el centro de exposiciones Arte Canal, en Madrid. De pelo blanco y
ojillos azules, ha acudido elegante, con chaqueta gris y pantalón negro.
Su mirada se centra en un objeto, un zapato rojo de una prisionera del
campo de exterminio en el que los nazis asesinaron a 1,1 millones de
personas.
Él vivió para contarlo. Con voz débil y ronca se pregunta:
"Aún no sé por qué nos hicieron esto". Noah Klieger (Estrasburgo, 1926)
ha estado en Madrid invitado por los organizadores de la muestra, con
motivo de que mañana, sábado, es el Día de Conmemoración del Holocausto,
que la ONU fijó en 1985 para el 27 de enero, fecha en que los
soviéticos liberaron, en 1945, a los 7.000 esqueletos que quedaban en Auschwitz, con un mensaje al cuartel general en Moscú: "Es un campo de tamaño inmenso. Los alemanes han huido".
Klieger recorrió la exposición que, desde su
apertura, el 1 de diciembre, ha superado las 110.000 visitas. "Los
alemanes que votaron a Hitler pudieron votar a otros partidos. Él ya
había escrito lo que quería hacer a los judíos, así que no hay una
explicación a por qué esa sociedad cambió de la noche al día", dijo
Klieger, enviado con 16 años a Auschwitz por ayudar a otros judíos. Sus
padres estaban en la Resistencia belga.
Al llegar a una de las piezas más impactantes, un
uniforme de prisionero, probablemente se ve a sí mismo con esa prenda a
rayas: "Los llamábamos pijamas". Para él, contemplar estos objetos —hay
más de 600—, le hace "feliz", aunque admite que "nunca se podrá mostrar
cómo nos sentíamos", un horror que no ha dejado de recordar "ni un solo
día".
La muestra, hasta el 17 de junio, está organizada por la empresa
Musealia en colaboración con el Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau y
tiene a Madrid como primera parada de su recorrido mundial por 14
ciudades.
Klieger explicó que en aquellos días "nadie en Europa
Occidental conocía la realidad de los campos de exterminio". "Se oía
hablar de campos de concentración, en los que el trato no era bueno,
pero no te asesinaban".
Tras la visita, Klieger pronunció una emocionante conferencia, fueron 50
minutos y sin papeles. "Estuve en Auschwitz del 18 de enero de 1943 al
17 de enero de 1945".
Su día a día empezaba a las seis de la mañana,
"con una ducha, siempre fría, aunque fuera hiciera 20 bajo cero. No te
secabas, sino que pasabas al desayuno: una bebida negra que llamaban
café y un pan negro húmedo. Trabajábamos 11 horas, te pegaban y te
decían ‘más rápido, más rápido’. Por la tarde nos daban una sopa
horrorosa. Los domingos descansábamos y teníamos un trozo de salchicha
que no era de carne y una cucharada de mermelada. Padecíamos disentería o
tifus. A los que se quedaban sin fuerzas los mandaban a la cámara de
gas".
Aquel horror tuvo su clímax: el encuentro con el
macabro Mengele, cuya espeluznante mesa de operaciones se incluye en la
exposición. El todopoderoso médico que decidía al instante quién podía
seguir con vida o ser liquidado. Klieger recordó aquel momento con un
esbozo de sonrisa: "Necesitaría otros 50 minutos para describirlo… logré
convencerle de que me dejara vivir, él era muy teatral".
Fue uno de los
"milagros", como los llama Klieger, que le permitieron sobrevivir, y
por eso se prometió dedicar el resto de su vida a contarlo. "Tengo 91
años, no me queda mucho, pero mientras pueda lo seguiré haciendo".
Klieger calcula que, en más de 60 años, ha intervenido en casi 12.000
actos.
Cuando la II Guerra Mundial estaba a punto de acabar,
Klieger fue uno de los trasladados a otros campos. Superó dos de las
conocidas como "marchas de la muerte". "En la primera, caminamos cuatro
días. Luego nos metieron en grupos de 150 en vagones. No teníamos
espacio, pero con los días lo hubo por los muertos".
El destino fue Mittelbau-Dora, donde los nazis
perfeccionaban sus misiles V1 y V2, con los que intentaban "ganar una
guerra perdida". Durante la clasificación de los recién llegados,
Klieger ocultó su número de prisionero, tatuado en el brazo izquierdo, y
se declaró prisionero político francés "porque no los mataban".
Después
simuló ser un mecánico, para estar con los operarios de la fábrica de
los misiles y tener "algo más de comida y una hora menos de trabajo".
"Nos llevaron a una sala: ‘Muestren qué saben hacer". Klieger no sabía
nada. Sin embargo, un prisionero que conoció en ese momento, paisano de
Estrasburgo, le ayudó pasándole las piezas montadas. Otro milagro.
También su astucia le salvó. Los nazis necesitaban un
capataz que hablase alemán para transmitir sus órdenes a los
trabajadores. Él lo hablaba porque Alsacia había pertenecido a Alemania.
Klieger reconoció el acento bávaro del oficial que le interrogaba y se
lo dijo. Aquel hilo de empatía le valió el puesto, una ducha y ropa.
"El 4 de abril nos sacaron de allí por los bombardeos
aliados". Entonces, padeció otra marcha de la muerte. "Diez días
caminando, sin comer. De 4.000 llegamos 600 a Ravensbrück, donde nos
pusieron a cavar zanjas, pero no teníamos fuerzas, así que apaleaban
hasta la muerte a los débiles". El 29 de abril fue liberado.
En el debate con el público le preguntaron cómo
vivían los niños en Auschwitz. "No había, los gaseaban al llegar". Y
concluyó con un nuevo milagro: "Volví a ver a mis padres en Bélgica.
Solo entonces supe que habían estado en Auschwitz y habían sobrevivido". (Manuel Morales, El País, 28/01/18)
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