"A primeras horas de la mañana del 16 de
marzo de 1968, medio centenar de soldados de las dos primeras secciones
de la Compañía C –conocida como Compañía Chalie–, I Batallón, XX
Regimiento, XI Brigada de Infantería del ejército más poderoso del
mundo, el de Estados Unidos, entraron en My Lai, una aldea de Vietnam
que nadie sería capaz de encontrar en un mapa.
Tres horas más tarde,
abandonaron el lugar dejando tras de sí una estela de fuego y muerte.
Nunca se determinó el número exacto de víctimas, pero se sabe que
exterminaron a prácticamente toda la población: entre noventa y 130
hombres, mujeres y niños indefensos, según los informes oficiales
estadounidenses, o a más de quinientos, según otros testimonios. No
encontraron un solo soldado enemigo. La Compañía C, por su parte, solo
registró un herido: un cabo que se disparó en el pie para abandonar
aquel infierno.
A las 7.22 horas de la mañana –la hora quedó grabada en un
magnetófono del cuartel general de la Brigada– los veinticinco hombres
del primer pelotón de la compañía C, a las órdenes del teniente William
L. Calley, bajaron del helicóptero en un arrozal encharcado, a 150
metros de la aldea.
Comenzaba la época de la recolección y lo primero
que vieron fue a un campesino que levantaba los brazos entre la
vegetación. Fue también la primera víctima. A esa hora, el fuego de los
helicópteros ya había batido la zona y si alguna vez hubo en My Lai
algún soldado del Vietcong, se encontraba a decenas de kilómetros. Los
hombres de Calley avanzaron sin parar de hacer fuego, y sin que nadie
les respondiera.
Los soldados, armados con el doble de la munición habitual para fusil
y ametralladora –Calley se había colgado una canana complementaria con
balas de fusil M16–, llegaron a una aldea de unos 700 habitantes formada
por cabañas con techo de paja y algunas casas de ladrillo. Ningún
vietnamita trató de escapar: sabían que si corrían serían aniquilados, y
tampoco se produjo ninguna reacción de pánico en una población que se
entregaba.
Una de las supervivientes, Ha Thi Quy, recordó años más
tarde: “Eran muchos soldados, se acercaban a la casa disparando contra
los pollos y los patos. Mataban todo lo que veían. Sentimos un miedo
atroz. Nunca se habían comportado así. Venían frecuentemente por el
poblado. Nos pedían agua del pozo y nos daban comida a cambio. No les
temíamos, pero aquella mañana eran distintos”.
Calley ordenó a varios soldados vigilar al primer grupo de sospechosos, formado
por unos ochenta vietnamitas, en su mayoría mujeres y ancianos, que
gritaban sin parar “No Vietcong”. Al cabo de un rato, el teniente volvió
y dijo: “¿Aún no os habéis librado de ellos? Los quiero muertos”. El
soldado Paul Meadlo, cuyo testimonio en la cadena de televisión CBS,
conmovería al mundo año y medio después, vio cómo Calley comenzaba a
disparar, y disparó también, y dispararon otros.
“Vacié el cargador más
de una vez, cuatro o cinco veces” (en cada cargador caben diecisiete
balas M16). Tras terminar con ese grupo, los soldados de la vanguardia
de la compañía C siguieron disparando contra todo lo que se movía. “No
hacíamos más que disparar”, dijo el soldado Dannis I. Conti: “Después de
entrar en el pueblo, creo que podría decirse que los hombres habían
perdido el dominio de sí mismos”.
Mataron a la mayoría de las familias dentro de sus casas o en la
puerta. Los que trataban de huir eran amontonados en alguno de los
refugios que había en la aldea y, cuando estaba lleno, los soldados
lanzaban granadas dentro. A los supervivientes, les remataban de un
disparo. “Un niño muy pequeño”, recordó después uno de los hombres del
pelotón sanguinario, “se acercó y cogió de la mano a uno de los muertos.
El soldado que había detrás de mí le mató de un solo tiro”. Otro
testigo declaró que los atacantes daban gritos y alaridos durante la
matanza.
“Una mujer salió gritando de una cabaña con un niño en brazos.
Gritaba porque habían matado a su hijo al salir de la casa. Un soldado
le disparó y ella cayó, pero el niño siguió corriendo hasta que fue
derribada por otro disparo”. Alguien vio cómo un oficial agarraba a una
mujer por el pelo y le disparaba con una pistola del calibre 45. “La
tuvo agarrada durante un minuto chorreando sangre, luego la soltó y el
cadáver se desplomó inerte”. El pillaje y la violencia descontrolada se
adueñaron de los soldados.
Cualquier cosa se convertía en objetivo. Con
la llegada del segundo pelotón, al mando del capitán de la compañía,
Ernesto L. Medina, había en la aldea unos cincuenta norteamericanos que
perseguían a hombres, mujeres, niños y animales. Gary Garfoldo pidió
prestado un lanzagranadas F79 y disparó contra un búfalo: “Le di justo
en la cabeza; cayó de golpe. No se tiene todos las días la oportunidad
de disparar a un búfalo con un lanzagranadas”.
El cuartel general de la Brigada, convencido de que en My Lai se iba a
librar una batalla importante, había enviado al reportero Jay Roberts y
al fotógrafo Ronald L. Haeberle para que fueran testigos de los
acontecimientos. Cuando los periodistas entraron en la aldea, junto al
capitán Medina, vieron animales muertos, un enorme montón de cadáveres y
cabañas ardiendo.
Algunos soldados registraban las ropas de las
víctimas buscando monedas, otros perseguían a un pato con un cuchillo y
otros miraban cómo un soldado mataba a una vaca con la bayoneta. También
vieron a una docena de hombres que disparaban metódicamente contra otra
vaca. Una mujer asomó la cabeza entre los matorrales y continuó el
concurso de tiro contra la mujer.
El capitán Medina dijo al reportero que hasta ese momento habían
matado a 85 soldados del Vietcong y habían capturado a veinte
sospechosos. Con los rostros desencajados por el pánico, los habitantes
de la aldea seguían corriendo por las calles, perseguidos por soldados
norteamericanos que les disparaban en la nuca. Otros aún gritaban desde
las zanjas repletas de cadáveres. El teniente Calley, mientras tanto,
interrogaba a un sacerdote vestido de blanco. Le preguntaba por el
Vietcong y por las armas escondidas. Al no contestar, le disparó un tiro
en la cabeza.
A las 10.30 horas, pocos minutos después de la llegada del segundo
grupo de soldados, los hombres de Calley –la vanguardia del ejército de
Estados Unidos– comenzaban a agruparse en el puesto de mando. La aldea
estaba en llamas y no quedaba en My Lai más que un montón de cadáveres.
Había sido la primera acción de combate de la compañía C.
Según decía siempre su jefe, el capitán Ernesto L. Medina, los
hombres de la Compañía C se llevaban todas las medallas de atletismo y
los trofeos mensuales para los soldados destacados en Vietnam. La
compañía estaba formada por 130 hombres de entre 18 y 22 años de los que
casi la mitad eran negros y un porcentaje menor de origen mexicano,
como el propio capitán.
Trece habían sido declarados inútiles para el
servicio tras ser sometidos por el ejército a unas pruebas de
inteligencia básica, pero se les había aceptado de acuerdo con un nuevo
programa que respaldaba el secretario de Defensa, Robert McNamara.
El 26
de enero de 1968, la compañía fue destinada al grupo operativo. Durante
varias semanas patrullaron sin encontrar enemigos. Un soldado recordó
cómo durante una de aquellas misiones fueron asaltados por un grupo de
niños vietnamitas que querían venderles bocadillos y coca-colas. El
25 de febrero, la Compañía C se internó en un campo de minas y murieron
seis hombres. El 14 de marzo, un sargento murió y un soldado perdió los
ojos, un brazo y una pierna al estallar una bomba.
Durante el funeral del sargento, el capitán Medina habló a sus
hombres de la misión que les había sido encomendada en My Lai, donde
podía haber de 250 a 280 hombres del 48 Batallón del Vietcong. Se habían
terminado los paseos por la selva, dijo, y por fin entraban en combate.
La Compañía C había sido elegida como punta de lanza del ejército de
Estados Unidos.
Todo un honor del que debían sentirse orgullosos. La
operación consistía en proteger la zona de aterrizaje, asegurándose de
que no había tropas enemigas que pudieran disparar contra una segunda
oleada de helicópteros. No habría población civil ya que era el día de
mercado en una localidad cercana. Había que tener cuidado porque cada
vietnamita podía ser un soldado enemigo.
Estratégicamente la operación hubiese sido desastrosa ya que
supuestamente había cuatro norvietnamitas –además defensores– por cada
atacante americano, y se aterrizó a menos de doscientos metros del
lugar, dentro del campo de tiro enemigo. Pese a la evidente falta de
información previa, fue la operación más importante del día para la
División y los oficiales de alto rango siguieron desde el aire una
maniobra militar cuyo corazón era el asalto a My Lai. Entre ellos, el
general Samuel Koster y el jefe de la XI Brigada, Oran K. Henderson.
Un relato de la invasión de My Lai basado en la versión oficial de los hechos se publicó en la primera página de The New York Times, así
como en otros periódicos norteamericanos, el 17 de marzo. Decía que dos
compañías de la División Americal habían atrapado a una unidad
norvietnamita y matado a 128 soldados enemigos. “La operación es otra
ofensiva norteamericana para limpiar las bolsas enemigas que aún
amenazan a las ciudades”.
El artículo añadía que habían muerto dos
soldados norteamericanos y que diez habían resultado heridos durante un
combate que había durado todo el día. El general William C.
Westmoreland, comandante en jefe de las fuerzas norteamericanas en
Vietnam, felicitó a los hombres de la Compañía C por su “acción
sobresaliente”.
Poco más de un año después, el autor de un relato gracias al cual
habría de conocerse la verdad de My Lai, además de desencadenarse la
primera revisión del papel del ejército norteamericano en Vietnam, cogía
la pluma en su casa de Phoenix, Arizona, a miles de kilómetros del
infierno vietnamita. Ronald Ridenhour no pertenecía a la redacción de un
periódico, ni trabajaba para los informativos de una cadena de
televisión: era un ex combatiente de Vietnam que había sobrevolado la
zona de My Lai en helicóptero pocos días después de la matanza y conocía
lo ocurrido por lo que le habían contado cinco testigos oculares y por
lo que comentaba toda la División.
Ridenhour envió treinta cartas detallando los nombres de los
protagonistas y las circunstancias de la matanza que había oído contar
en Vietnam. “Quería dar a conocer lo que hicieron”, declaró después.
“Cuando llegué a casa quería gritárselo a mis amigos. Gritarlo
literalmente. Y lo contaba como una vergüenza, una vergüenza para todo
norteamericano por los ideales que queríamos representar. La matanza
pulverizaba la imagen que yo tenía de mi país”.
Ridenhour escribió al
presidente Richard Nixon y a los militares y políticos que creía que
podían investigar los hechos. Solo uno de ellos, un congresista de su
estado, el liberal Morris Udall, le contestó. Le llamó por teléfono y le
dijo que haría todo lo que estuviese en su mano para que se iniciara
una investigación hasta las últimas consecuencias.
El 23 de abril de 1969, unos días antes de que se licenciase, el
teniente William L. Calley fue detenido y acusado del asesinato de 109
“seres humanos orientales”. La agencia de noticias Associated Press
cursó unos meses después una breve nota de servicio desde la prisión
militar de Fort Benning, Georgia, en la que no indicaba el número de
muertos ni las circunstancias de la masacre. La noticia, por tanto, pasó
inadvertida. The New York Times, por ejemplo, la colocó el 8 de septiembre al final de la página 38.
Seymour Hersh, un periodista de 32 años, había abandonado hacía dos
años su trabajo en la misma agencia que envió la nota sobre Calley.
Cubría en Washington la información del Pentágono y había llegado a la
conclusión de que todo era “una mentira tras otra”. Se fue cuando la
agencia le esquilmó un reportaje sobre el desarrollo de armas químicas y
biológicas del Gobierno. Intentaba buscar un nuevo medio de ganarse la
vida después de haber trabajado unos meses para el candidato demócrata
Eugene McCarthy, contrario a la guerra del Vietnam, mensaje que en aquel
momento caía en saco roto.
El 22 de octubre, seis semanas después de que el teniente Calley
fuera acusado formalmente de asesinato, recibió una llamada de su amigo
el abogado Geoffrey Cowan. “El ejército”, le dijo, “está tratando de
juzgar en secreto a un tipo por matar a 75 vietnamitas”. Hersh pensó que
era el momento de abandonar la autocompasión y ponerse a trabajar. En
pocos días fue sumando detalles escalofriantes y averiguó que las
muertes de las que se acusaba a Calley no eran 75 sino 109.
La situación económica de Hersh no era ni mucho menos floreciente. No
tenía medio de viajar a la base de Fort Benning para completar la
historia de la matanza de My Lai. Así que telefoneó a Jim Boy, del Fondo
para el Periodismo de Investigación, que le prometió ayudarle con mil
dólares. Hersh se subió al primer avión hacia Georgia y el 11 de
noviembre, eludiendo la persecución de algunos oficiales de la base,
mantuvo una larga entrevista con el teniente Calley.
William L. Calley hijo, nacido en Miami, era un hombre introvertido y
pálido de aspecto aniñado. Medía algo menos de un metro sesenta
centímetros y siempre había destacado por la escasa confianza que tenía
en sí mismo. Procedía de una familia que los psicólogos denominaron fría y
en el colegio le llamaban “el rancio”. Fumaba tres o cuatro cajetillas
de tabaco al día y a los 19 años había tenido que operarse de una úlcera
de estómago. El hombre que dio la orden de fuego en My Lai suspendió
los exámenes para seguir estudiando tras la formación básica. Trabajó
como botones, fregó platos en un restaurante y fue guardagujas del
ferrocarril de la costa oriental.
En 1966 se alistó. Se graduó en la escuela de cadetes de Fort
Benning, el lugar donde le entrevistó Hersh. El ejército no cambió la
tendencia introvertida y huraña de Calley. Uno de los soldados de la
Compañía C, Allen Boyce, dijo: “Todo el mundo se reía de Calley. Era uno
de esos tipos que invitan a la caricatura”. Ante Hersh, Calley se
mantuvo firme asegurando que él solo había cumplido con su deber. En un
momento de la entrevista, Calley se excusó para ir al baño y Hersh pudo
ver por la puerta entreabierta que estaba vomitando sangre.
Sin embargo, el deber de Estadas Unidos en Vietnam comenzaba a
cuestionarse a finales de una década que luego fue bautizada como
prodigiosa, y el sentimiento contra la guerra se extendía entre un
sector cada vez más amplio de la población. Resolver cuanto antes el
conflicto y no hurgar en las heridas era entonces la consigna de la
administración norteamericana. Hersh pudo comprobarlo cuando intentó
publicar su reportaje.
La revista Life, una de las primeras del país, lo rechazó.
Le dijeron que ya sabían de aquello por la versión de un ex combatiente,
Ronald Ridenhour. En Look tampoco interesaba: era una noticia
vieja. Hersh se reafirmaba cada vez más en su idea de que todo era “una
mentira tras otra”. Uno de los que escuchaban su lamento era su vecino
David Obst, un joven de 23 años que acababa de fundar la agencia de
noticias Dispatch News Service y que rápidamente le brindó su ayuda.
Obst se puso en contacto con medio centenar de periódicos ofreciendo el
artículo por cien dólares. La acogida, para sorpresa de Hersh, fue
magnífica, y 36 diarios lo aceptaron, entre ellos The Times, de Londres; The San Francisco Chronicle, The Boston Globe y The Saint Louis Post Dispatch. El artículo de Hersh apareció publicado por primera vez el 14 de noviembre de 1969. Ese mismo día, The New York Times, que había investigado por su cuenta la matanza de My Lai, publicó su versión de los hechos firmada por el reportero Bob Smith.
La noticia fue recibida de forma desigual. Mientras en The Washington Post y otros diarios norteamericanos el reportaje era menos valorado que el Apolo XII o la rueda de prensa del vicepresidente Spiro Agnew, en los periódicos europeos
saltaba a la primera página. Días después, cuando la denuncia parecía
caer en el olvido, Obst y Hersh contratacaron con una serie de
entrevistas a miembros de la Compañía C. La matanza de My Lai ocupó
realmente los titulares de los medios de comunicación norteamericanos el
20 de noviembre.
The Cleveland Plain Dealer publicó poco después las
fotografías del suceso tomadas por Ronald L. Haeberle, el fotógrafo del
ejército que iba con la Compañía C durante la misión. Haeberle se había
reservado algunos carretes. Los que entregó habían desaparecido en las
oficinas de la Brigada. También desaparecieron algunas de las frases del
periodista de la misión, Jay Roberts, quien declaró posteriormente que
ni siquiera pasó por su mente mandar una crónica que se aproximara a lo
que vio en My Lai.
El fotógrafo David Duncan, galardonado con la medalla de oro Robert
Capa del Club de Prensa por su trabajo sobre la lucha en Con Thieu para
la revista Life, había llegado a Cleveland para promocionar su último libro. Vio en la primera edición del Plain Dealer el
reportaje gráfico de Haeberle y llamó rápidamente al periódico diciendo
que las fotografías podían ser falsas y pidiendo que parasen la
rotativa. “Estáis haciendo un mal servicio a América”, dijo. Pero al
otro lado del teléfono había un redactor jefe de noche rudo y
desconfiado que se quitó de encima a Duncan lo mejor que pudo.
Los
responsables del periódico habían tenido serias dudas sobre la
autenticidad del material gráfico y la oportunidad de su publicación.
Una llamada de ese tipo solo unas horas antes les habría hecho desistir,
pero al redactor jefe de noche nadie le enmendaba la plana.
Las fotografías eran estremecedoras. En una de ellas se veía a una
mujer anciana a la que intentaban sujetar discutiendo con los soldados y
a una niña aterrada; detrás, una joven se recogía la blusa con un niño
en sus brazos. Haeberle reconstruía la escena tal como la vivió: algunos
soldados localizaron a una joven de unos quince años, la apartaron del
grupo de prisioneros e intentaron desnudarla. “Veamos de qué está
hecha”, había gritado uno de ellos. La anciana trató de proteger
furiosamente a la muchacha, instante que recogió la cámara. Entonces,
los soldados vieron al fotógrafo.
“¿Qué hace aquí ese tipo?”, había
preguntado uno de ellos. Mientras le amenazaban, sonó una descarga de
armas automáticas. “Solo sobrevivió un niño pequeño”, recordó Haeberle,
“pero poco después le remataron”. En otra de las fotografías, el
reportero recogió la expresión de pánico de un niño de unos siete años
herido en una pierna con el fondo de la aldea en llamas. Le estaba
enfocando cuando un soldado pasó por allí y le disparó tres veces.
Haeberle vio la muerte del niño por el objetivo de su cámara.
Inmediatamente comenzaron las negociaciones para la publicación nacional de las fotografías. Life, que
había ofrecido 100.000 dólares por los derechos mundiales, se planteó
enseguida el efecto que podría tener en los lectores actuar como “agente
de fotografías de matanzas”. The New York Times optó por no
publicarlas, pero se ofreció para ayudar a venderlas. Al final, un
diario de un viejo enemigo de Estados Unidos, Japón, hizo una modesta
oferta de 500 dólares por ellas.
La oferta fue rechazada, pero el
periódico las publicó aduciendo que los tribunales japoneses tardarían
treinta años en sentenciar un caso de derechos de autor como aquel. En
Estados Unidos, The New York Post reprodujo el trabajo de
Haeberle sin permiso, ya que consideraba que las imágenes habían sido
tomadas por un fotógrafo del ejército en acto de servicio y al ser
publicadas en el diario de Cleveland habían pasado a ser propiedad
pública. Haeberle, viendo que sus fotos comenzaban a ilustrar los
diarios de todo el mundo, llegó a un rápido acuerdo con Life y las vendió por 50.000 dólares.
La trágica realidad que mostraban las fotografías y la polémica
subsiguiente sobre la oportunidad de su publicación conmocionaron a la
opinión pública norteamericana. Las dos primeras y más influyentes
revistas del país se ocuparon de My Lai. Time, en su número del 5 de diciembre, hablaba de “una tragedia norteamericana”, y Newsweek, el día 8, titulaba: “Un incidente aislado en una guerra brutal estremece la conciencia norteamericana”.
Mientras tanto, Hersh no había perdido el tiempo. Paul Meadlo, el
soldado de la Compañía C que acompañó casi en todo momento a Calley,
apareció ante las cámaras de la cadena de televisión CBS con Mike
Wallace, en una operación cerrada por la agencia de Obst en 10.000
dólares. Meadlo dijo que se arrepentía de lo que había hecho. Su madre,
según el reportaje de Hersh, pronunció llorando una de las frases que
más removieron la conciencia de sus compatriotas: “Les envié a un buen
muchacho y le convirtieron en un asesino”.
A partir de ese momento, el país pareció despertar de una pesadilla
de la que no tenía conocimiento y todos los corresponsales de guerra que
habían estado en Vietnam cayeron en la cuenta de que tenían una
historia de atrocidades que contar. My Lai no fue un hecho aislado y
tampoco el suceso más cruento de una guerra nunca declarada que costó
3.200.000 vidas humanas –es decir, cerca del 6% de la población total de
los dos Vietnam, Camboya y Laos–; fue simplemente la primera matanza
indiscriminada que vio la luz. El relato de los sucesos de la aldea
vietnamita rompió las inhibiciones hasta entonces existentes y
constituye el aldabonazo de salida para iniciar la liquidación del
conflicto.
Antes de My Lai, cualquiera que buscase datos sobre la guerra no
tenía más que consultar los archivos oficiales. El escritor Norman
Poirier los utilizó para escribir la historia de cómo nueve infantes de
Marina violaron a una joven madre vietnamita el 23 de septiembre de 1966
en Xuan Ngoc y ametrallaron a toda la familia. Fueron descubiertos
porque la madre, a la que habían dado por muerta, se recuperó. El relato
de Poirier se publicó en la revista Esquire en agosto de 1969, solo tres meses antes de conocerse la matanza de My Lai. A pesar de que Esquire envió pruebas de la autenticidad de los hechos a los principales diarios norteamericanos apenas despertó interés.
No cabe duda de que la matanza de My Lai cayó en un momento
en el que el público estaba preparado para leerla, creerla y aceptarla.
El fracaso de la ofensiva survietnamita del Tet, en 1968, anunciada como
el asalto definitivo, había preparado la revisión del conflicto. El
Vietcong contraatacó y un comando logró penetrar incluso en la embajada
de Estados Unidos en Saigón. Walter Cronkite, considerado como el
periodista con más credibilidad de Estadas Unidos, dijo en el telediario
de la noche: “¿Qué demonios pasa? Yo creía que estábamos ganando la
guerra”.
Poco después del fracaso de la ofensiva del Tet, el senador Eugene
McCarthy, para quien Hersh había escrito discursos, ganó con un programa
pacifista las primarias de New Hampshire. El presidente Johnson se vio
obligado a anunciar que no se presentaría a la reelección y que estaba
dispuesto a buscar la paz a través de negociaciones. Pero el nuevo
presidente, Richard Nixon, aumentó la ayuda militar a Vietnam, mientras
muchos norteamericanos comenzaban a pensar que la guerra había dejado de
ser una causa justa. En ese momento, My Lai proporcionó un examen de
conciencia y una razón moral concreta para terminar el conflicto.
Los directores de los medios de comunicación norteamericanos
decidieron, a partir de entonces, que la guerra había perdido interés y
que el público demandaba otro tipo de información, y comenzaron a
disminuir el espacio y el tiempo dedicados a ella. De 637 corresponsales
acreditados en Vietnam en 1968 se pasó a 467 al año siguiente y a 392
en 1970.
A mediados de 1974, solo quedaban 35. Sin embargo, en el
período 1969-1974 se produjeran importantes escaladas en el conflicto,
dos países se vieron involucrados, Laos y Camboya, y se incrementaron
considerablemente los devastadores bombardeos norteamericanos. Solo en
1971 hubo más civiles muertos y heridos en los tres países en guerra que
en ninguna otra época de su historia.
La pesadilla de Vietnam comenzó el 8 de mayo de 1950, cuando se
hicieron evidentes las dificultades del cuerpo expedicionario francés en
lo que entonces se denominaba Indochina, y Estados Unidos decidió
enviar ayuda económica y material. El presidente Truman envió a 35
consejeros y quedó atrapado en la guerra hasta 1973. Se manejaba
entonces la teoría del dominó, según la cual los regímenes
políticos asiáticos se inclinarían hacia el comunismo si no se contenía
la primera pieza, Vietnam.
Los acuerdos de Ginebra de julio de 1954
disponían la celebración de elecciones generales en Vietnam en 1956 para
la reunificación de un territorio que había quedado provisionalmente
dividido por la necesidad norteamericana de contener la primera pieza
del dominó y, de forma mucho más leve, por el interés francés en
conservar su influencia sobre los ricos territorios del sur.
El carismático líder del norte, Ho Chi Minh, no había logrado dominar
el país después de derrumbarse el poder japonés con la Segunda Guerra
Mundial, y los franceses no habían tenido éxito en sus campañas contra
los comunistas del norte. La situación era de contención cuando los
negociadores llegaron a Ginebra. Sin embargo, las estadísticas más
fiables de la consulta a las dos partes del país otorgaban a Ho Chi Minh
un apoyo del 80% de la población. El Gobierno del sur, que se
caracterizaba por la crueldad de sus métodos represivos, no aceptó las
elecciones y echó en los brazos comunistas a todos los sectores
políticos del sur. El avance comunista parecía inminente y definitivo
cuando Estados Unidos decidió incrementar su presencia en la zona.
Al llegar al despacho oval, el presidente Kennedy debió manejar
informes como éste: “No existe ayuda militar norteamericana a Indochina
que pueda vencer a un enemigo que está simultáneamente en todas y en
ninguna parte y que cuenta con la simpatía y el apoyo encubierto del
pueblo”. Sin embargo, el general Maxwell D. Taylor visitó el país en
octubre de 1961 y se decidió el aumento de la ayuda militar
norteamericana. En dos años, y ante un régimen survietnamita cada vez
más corrompido, los “asesores militares” pasaron de 800 a 16.500, aunque
Kennedy se negó siempre a comprometer totalmente al país porque, según
dijo, es “como darse a la bebida; una vez se ha empezado no hay manera
de contenerse”.
Hasta entonces, la prensa occidental no había mostrado más que un
leve interés por seguir los acontecimientos del sudeste asiático. En
1960, mientras The New York Times enviaba al veterano
corresponsal de guerra Homer Bigart, el reducido grupo de periodistas en
la capital de Vietnam del Sur, Saigón, estaba compuesto por un
representante de cada una de las cuatro agencias más importantes del
mundo: las norteamericanas Associated Press y UPI, la británica Reuter y
la francesa France Press; Time y Newsweek tenían
corresponsales, aunque no en exclusiva, y había otros profesionales que
caían por allí en busca de un buen reportaje. El grupo era tan reducido
que todos podían sentarse a cenar en una mesa de su restaurante
favorito, Brodars, en la calle Tu-do.
Su labor era ardua, obstaculizados siempre por el gobierno local, que
no veía por qué debía admitir críticas a su forma de actuar. Con
frecuencia eran acusados de comunistas y espías, y se censuraban sus
escritos. El “problema de la prensa” llegó a tal grado que el Gobierno
de Estados Unidos decidió enviar a John Mecklin, jefe de la oficina de Time en
San Francisco.
Los corresponsales habían actuado con patriotismo en la
Segunda Guerra Mundial y en Corea, ¿por qué se empeñaban en llevar la
contraria en Vietnam? Varios de ellos escribieron después con amargura
que los primeros intentos por informar sobre la verdadera situación en
Vietnam fueron sistemáticamente censurados por la Casa Blanca y por el
Pentágono; otros fueron directamente expulsados. Mecklin, por su parte,
calificó en su informe oficial a los profesionales de “irresponsables” y
“sensacionalistas”.
Muchos directores de periódicos, ante la confusión creada en Vietnam e influidos por el clima de la guerra fría, preferían ofrecer a sus lectores las versiones oficiales y no complicarse la vida. Los papeles del Pentágono y
otros documentos hechos públicos con posterioridad demostraron que los
periodistas intentaban contar la verdad: en Vietnam se libraba una
auténtica guerra con participación directa de Estados Unidos. A partir
de 1962, la situación cambió. Ya nadie podía llamar ayuda a lo que era
una intervención en toda regla y otros corresponsales, sobre todo
británicos, comenzaran a desembarcar en Saigón ofreciendo una visión
menos difuminada del conflicto.
Hay una imagen que simboliza a la perfección el cambio en la
percepción del enfrentamiento de Vietnam y que debemos a un periodista
que estaba allí desde los primeros tiempos: Malcolm Browne, corresponsal
de la agencia Associated Press. El gobierno survietnamita, apoyado por
Estados Unidos y enfrentado a todos los sectores del país, había
ordenado disparar contra un grupo de manifestantes de una minoría cada
vez más molesta: los budistas.
Browne acudió con su cámara cuando los
budistas organizaron una protesta por la brutal represión de la
manifestación y registró, el 11 de junio de 1963, la autoinmolación del
monje Thic Quang Duc, mientras otros monjes impedían el paso a los
bomberos. La fotografía dio la vuelta al mundo y la gente empezó a
preguntarse qué pasaba en Vietnam.
El incidente del “bonzo” provocó que millones de miradas se volviesen
hacia la zona. Intelectuales europeos, algunos grupos progresistas
norteamericanos, así como los partidos de izquierda de la Europa
occidental comenzaron una denuncia sistemática de la situación de
Vietnam.
La administración Kennedy, mientras tanto, acudió al nivel más
alto de la estructura periodística intentando contener las informaciones
comprometidas e invocando el interés nacional. Sin embargo, a pesar de
los esfuerzos de la prensa norteamericana por ofrecer una información
veraz –magnificados luego por esta misma prensa– y de los 45
corresponsales de guerra muertos y 18 desaparecidos, nadie puso en
cuestión la intervención en sí, sino solo su eficacia.
La pasividad del pueblo norteamericano ante la guerra de Vietnam y su
súbito despertar a partir de My Lai no podrían entenderse sin la
omnipresencia de la televisión. En 1941 había en Estados Unidos unos
10.000 televisores; en la época de Corea, 10 millones, y en el punto
culminante de la guerra de Vietnam, 100 millones.
Hasta entonces, no se
había planteado una información de guerra prolongada y diaria. Una
encuesta realizada por Edward Jay Epstein entre productores de
televisión y directores de periódicos para su libro News from Nowhere mostró
que dos tercios de los entrevistados consideraban que la televisión
había influido muy poco para cambiar la opinión pública sobre la guerra.
Vietnam era una sucesión de imágenes de combate que los
telespectadores seguían diariamente. La guerra parecía tan irreal y tan
lejana que podía ser confundida con facilidad con una serie televisiva
más. Una investigación de The New Yorker afirmaba que las
escenas de batallas se hacían menos reales, “disminuidas en parte por el
tamaño físico de la pantalla de televisión que, pese a todos los
avances de la industria, aún muestra la imagen de hombres de poco más de
siete centímetros disparando contra otros del mismo tamaño”.
Todos los esfuerzos de algunos periodistas por narrar lo que sucedía
quedaban minimizados ante el poder de la televisión. Las encuestas
demostraron que entre 1962 y 1967 la mayoría de los norteamericanos
aprobaban la intervención. A partir de esa fecha, el sentimiento parece
cambiar. Sin embargo, una famosa encuesta encargada por Newsweek en
1967 sobre el efecto de la televisión en la opinión pública arrojó un
resultado sorprendente.
El 64% de los seguidores de la guerra por
televisión apoyaban la intervención norteamericana y solo el 26%
reconoció que el espectáculo televisivo había intensificado su oposición
al conflicto. La conclusión de Newsweek era definitiva: “La televisión alienta a una mayoría de telespectadores a apoyar la guerra”.
¿Cómo era posible que un medio de comunicación que mostraba
diariamente heridos, muertos, horrores y llantos produjera un efecto
semejante? La respuesta pasó a los anales de los estudios de la
comunicación: “La televisión mostraba de una forma constante la
ferocidad y el horror de la guerra. Al repetirse cada noche imágenes muy
parecidas, estas perdían su eficacia”.
Un destacado psiquiatra
norteamericano, Frederick Wertham, dijo ese mismo año que la televisión
producía el efecto de condicionar al público a aceptar la guerra, y una
encuesta posterior, encargada por Newsweek en 1972, indicaba
que el público estaba adquiriendo una tolerancia al horror de la guerra.
El norteamericano llegó a acostumbrarse al escenario vietnamita y
contemplaba impávido las evoluciones de los soldados sin inquietarse por
el trasfondo de sangre y muerte.
Se adujeron múltiples razones para explicar esta actitud generalizada
ante la primera guerra televisada de la historia: la decisión de los
productores de las tres principales cadenas de retocar las
imágenes para que no apareciesen en pantalla soldados norteamericanos
heridos o civiles vietnamitas muertos (en general, escenas de violencia
inadecuadas para la hora de la cena); la guerra televisada era una
guerra limpia, tecnológica y muy efectiva; la pantalla no mostraba nunca
la lucha cuerpo a cuerpo; los telespectadores asistían solo a una parte
de la confrontación, la parte norteamericana...
Y otras mil razones. Desde el tono de voz de los comentaristas hasta
el relajante color verde de la selva. Lo cierto es que durante una
década, los norteamericanos se acostumbraran a unas imágenes y a unos
lugares que se parecían entre sí. Paradójicamente, el efecto de revisión
del papel de Estados Unidos en Vietnam no vino de las imágenes de la
televisión, de la guerra en directo, sino de un relato publicado en la
prensa escrita cuyo autor fue un periodista que nunca estuvo en Vietnam y
cuyo inspirador fue un ex combatiente arrepentido.
El ex combatiente Ronald Ridenhour desapareció de la escena pública y
solo años después reapareció dedicado al periodismo de investigación.
En 1972 reflexionó sobre su experiencia en Vietnam en un artículo:
‘Jesus was a Gook’ contenido en un libro colectivo. Falleció en 1998. El
fotógrafo Ronald L. Haeberle decidió volver a Vietnam, pero ninguna
publicación quiso contratarle. Ernesto L. Medina, capitán de la Compañía
C, pudo convencer a los jueces de que cuando llegó a My Lai el mal
estaba hecho, pese a las múltiples contradicciones de su testimonio. El
teniente William L. Calley fue condenado a cadena perpetua en un juicio
en el que se aportaron multitud de detalles.
Para algunos sectores de la
sociedad se convirtió en un héroe. El presidente Richard Nixon le
rebajó la pena, le sacó de la prisión militar y finalmente cumplió solo
tres años y medio en arresto domiciliario. Trabajó en la joyería de su
suegro y atendía a los periodistas, previo pago, que querían
entrevistarle. En 2009, más de cuarenta años después de su acción en
Vietnam, se mostró por primera vez arrepentido en una reunión de un club
comunitario de Columbus (Georgia), cerca de la base de Ford Benning,
donde se formó como militar, se celebró el juicio y Hersh le entrevistó.
Seymour Hersh recibió el premio Pulitzer de Periodismo en 1970 por sus investigaciones sobre la matanza y escribió un libro, My Lai: La guerra del Vietnam y la conciencia norteamericana, para
el que realizó cincuenta entrevistas y recorrió más de 80.000
kilómetros. Siguió muchos años en la primera línea del periodismo, desde
el caso Watergate hasta las torturas de Abu Ghraib. Su compañero y director de The New Yorker David
Remnick le describió como “un lobo solitario que va por delante de la
jauría, unas veces viendo cosas antes que los otros, a menudo
descubriendo detalles que darán pie a otras investigaciones”.
De aspecto desaliñado e improperio fácil, Seymour Hersh, una leyenda
del periodismo, parece haber ido demasiado lejos en sus reportajes, que
sigue escribiendo al filo de los ochenta años. Tanto The New Yorker como el Washington Post
han rechazado publicar sus últimos trabajos. En uno de ellos, el más
polémico, desmiente la versión oficial de la operación en la que se
eliminó a Osama Bin Laden y afirma que era un prisionero del ISIS con el
visto bueno de Arabia Saudí al que entregó un dirigente del Estado
Islámico. Se acusa a Hersh de que su información proviene de una sola
fuente anónima, si bien es cierto que muchas de las circunstancias de la
operación todavía no han sido aclaradas.
Aunque había viajado en un par de ocasiones a Vietnam, Hersch nunca
había estado en My Lai y hace unos meses visitó la aldea con su familia.
En su reportaje, publicado por The New Yorker en marzo de
2015, escribe: “Hay una zanja profunda en el pueblo de My Lai. La mañana
del 16 de marzo de 1968 se llenó con los cuerpos de los muertos,
decenas de mujeres, niños y ancianos, todos abatidos a tiros por
soldados estadounidenses jóvenes. Ahora, cuarenta y siete años más
tarde, la zanja en My Lai parece más amplia de lo que la recuerdo en las
fotografías de las noticias de la masacre: la erosión y el tiempo han
hecho su trabajo”. (Carlos García Santa Cecilia, Frontera D, 25/11/16)
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