"Hace exactamente 75 años, en febrero de 1939, había 100.000
ciudadanos españoles prisioneros en el campo de concentración de
Argelès-sur-Mer, en el sur de Francia. Estaban encerrados en un enorme
cuadrángulo, demarcado por una alambrada, que ocupaba una hectárea de
arena en la playa.
Aquellos 100.000 desgraciados eran personas como
usted y como yo, con un oficio, una casa y una familia que los esperaba
en España. Cien mil personas son más de las que hay en una ciudad de las
dimensiones de Girona o de Cáceres.
Para tener la perspectiva completa
de aquel episodio habría que sumar, a los prisioneros del campo de
Argelès-sur-Mer, el resto de españoles que estaban encerrados en otros
campos de concentración como Bram, Gurs o Saint Cyprien, y que
constituían un gran total de 550.000 personas.
Aquella multitud
había cruzado la frontera huyendo de la represión del Ejército
franquista que, además de haber ganado la guerra, buscaba erradicar de
España cualquier brote republicano o rojo, judío o masón, es decir, a
cualquier persona que no se ajustara a los estrechos lineamientos del
nacionalcatolicismo.
Aquellos 100.000 prisioneros del campo de
concentración de Argelès-sur-Mer llegaron a esa playa en un mes de
febrero especialmente frío, en el que la temperatura por la noche
descendía, de acuerdo con el registro meteorológico de la época, hasta
menos 10 grados centígrados.
En el campo no había ninguna
infraestructura, no había nada, ni barracas, ni letrinas, ni un rincón
en el cual refugiarse, así que los prisioneros tenían que dormir por
turnos, a la intemperie, en un agujero cavado con las manos en la arena,
mientras uno de sus compañeros hacía guardia para despertarlos cada 10
minutos, y así evitar que alguno se quedara dormido mucho tiempo y
muriera congelado. Tampoco había leña para hacer fogatas, pero algunos,
para paliar el frío atroz, hacían hogueras con sus pertenencias,
quemaban sus botas, sus gorras, sus cinturones, sus macutos.
En
esas condiciones aquellos paisanos nuestros pasaron semanas, meses y
algunos hasta años, encerrados en ese gran corral a la intemperie que
estaba custodiado porspahis, soldados marroquíes del Ejército
colonial francés, que llevaban una vistosa capa roja, montaban unos
caballos bajitos de Argelia y tenían la orden de disparar contra
cualquier español que tratara de brincarse la alambrada.
Las
opciones para quedar en libertad eran muy pocas. Podía irse el que
encontrara una familia francesa que pudiera hacerse cargo de él, o quien
se inscribiera en el Ejército francés para pelear en la II Guerra
Mundial que ya empezaba, o el que estuviera dispuesto a regresar a
España y asumir la penalización que le esperaba.
El resto se quedaba
ahí, a sobrevivir como podía, a sortear las enfermedades que se
expandían por el campo, neumonía, disentería, tifoidea, tuberculosis,
tiña, sarna, lepra, todo complicado con las úlceras que producía en la
piel el contacto ininterrumpido durante meses con la arena.
Setenta
y cinco años después, porque este episodio ha sido extirpado de la
historia oficial, hay todavía muy poca información de lo que pasó en
aquel campo de concentración; lo que hay son testimonios de la gente que
estuvo ahí y que se ha animado a contarlo.
Pongo aquí un testimonio que
tengo a mano, una imagen sumamente ilustrativa que escribió mi abuelo,
que estuvo prisionero ahí: después de un temporal, con grandes olas, que
inundó toda la superficie del campo, la playa amaneció llena de
cadáveres. Sobre esa arena, de esa playa que hoy es un importante lugar
de veraneo para las familias francesas, murieron cientos, probablemente
miles, de españoles de frío, de hambre, de enfermedades desatendidas.
Cuando
empezó la II Guerra Mundial, a los españoles que seguían ahí
prisioneros se sumaron vagabundos, gitanos y judíos en tránsito hacia
los campos nazis de exterminio.
A 75 años de distancia cuesta
concebir el trato que dio el Gobierno francés a los exiliados españoles,
aquellos campos de concentración constituyen una página oscura de la
historia de Francia que ha sido, como he dicho, extirpada de la historia
oficial; de la misma manera que en España ha sido extirpada la infame
represión franquista.
¿Y qué hacían Europa, y las democracias
occidentales, mientras aquellos cientos de miles de españoles
agonizaban, despojados de su nacionalidad, en los campos de
concentración? Miraban, con gran cinismo, para otra parte, todos excepto
México, que no solo denunció lo que estaba sucediendo, sino que
implementó un operativo diplomático para socorrer a los republicanos y,
en muchos casos, ayudarlos a salir de Francia y ofrecerles una nueva
vida en aquel país.
El episodio de los campos de concentración ha
sido extirpado de la historia oficial, pero no el fermento social que lo
originó y que hizo que los españoles fueran maltratados de esa forma,
ese fermento que el escritor Philippe Sollers ha identificado como “la
Francia mohosa”, ese grupo numeroso de gente muy conservadora, de
derecha católica, aparentemente apacible pero en guardia permanente, que
es percibida como gente normal, de orden y de familia, pero que odia, y
todo el tiempo lo hace saber, a los extranjeros, a los musulmanes, a
los judíos y a los chinos, a los artistas y a los homosexuales, y a todo
lo que no sea fiel reflejo de ellos mismos.
Precisamente en esta
temporada europea de viraje hacia la derecha, hacia el conservadurismo y
el nacionalismo, no deberíamos perder de vista lo que pasó en
Argelès-sur-Mer, porque el fenómeno de la Francia mohosa está extendido
por todo el continente formando una Europa mohosa, que repele a todo el
que no ha nacido dentro del espacio Schengen.
Y desde luego que aquí
tenemos también nuestra España mohosa, y tanto moho es la evidencia de
que, de aquello que pasó hace apenas 75 años, no hemos aprendido nada,
que aquel capítulo negro en la historia de Europa, en el que las
víctimas fueron nuestros padres y nuestros abuelos, no ha dejado ninguna
huella ni ha provocado ninguna reflexión. Europa, el continente de los
derechos humanos, da un trato inhumano a los inmigrantes, ahí están esas
imágenes escalofriantes, hace unos meses, de los cadáveres en la playa
de Lampedusa, o hace unos días aquí mismo, en la valla de Ceuta.
Parece
que en el trato al inmigrante opera una siniestra simetría: tratamos al
inmigrante con la misma crueldad con la que nos trataron a nosotros, en
febrero de 1939. Los cadáveres moviéndose con el vaivén de las olas en
la playa de Lampedusa son el eco nefasto de aquellos cadáveres que
estaban, no hace mucho, sobre la playa de Argelès-sur-Mer. (...)" (La Europa mohosa, de Jordi Soler en El País, en Caffe Reggio, 25/02/2014)
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