“A fines de mayo realicé un segundo viaje a Transilvania y
asistí a un espectáculo estremecedor. Por tres de los pasos carpáticos tenía
lugar una invasión dantesca. Enormes caravanas ocupaban las carreteras en
extensiones no inferiores a treinta kilómetros.
Eran rusos. Kirgises, mogoles,
tártaros, bielorrusos, samoyedos, kurdos, rutenos, georgianos, kalmucos, a
quienes los alemanes internaban en Europa para que trabajasen la tierra. Filas
innumerables, miseria, camellos cansinos procedentes de Krasnodar, de la estepa
meridional rusa; hombres que se caen de hambre, mujeres que sucumben a la
debilidad...
Hay quien lleva dieciocho meses caminando, sin otra comida que
las hierbas de los campos, la carne de los caballos y de los camellos
reventados, que comen cruda, sin paciencia para ponerla al fuego, cuando los
soldados alemanes que flanquean la cara-vana se la entregan, ensartada en la
bayoneta.
Aquella gente no mostraba curiosidad por nada, en sus ojos vacíos se
había perdido la esperanza. Caminar, caminar siempre, con el látigo encima, sin
otro descanso que el de la muer-te. Me asombró ver la escasa cantidad de
guardianes para tanta gente; pero al ver el aspecto de aquellos desgraciados,
comprendí que eran seres sin alma, sin energías, verdaderos autómatas que desde
hacía mucho tiempo no sabían más que echar un pie delante del otro.
La caravana
fue casi el doble en su principio de viaje; pero aquella mitad había quedado
muerta en todas las cunetas. En el recorrido nacieron niños, habían muerto
mujeres y hombres. Los alemanes necesitaban gente en los campos y Rusia les
daba un económico material humano. Estaban destinados a trabajar sobre el
estéril agro de Prusia, y sí morían allí, había otros para inclinarse sobre el
surco.
Pensé que aquella multitud era portadora de todas las enfermedades y que
Europa habría de pagar muy caro la gran equivocación. No sé qué habrá sido de
aquellos miserables, pero calculo que llegaría a su destino en número muy
exiguo. Quizás la décima parte.
No se les permitía atravesar las ciudades ni
los pueblos, y hay una larga ruta en el Oriente europeo jalonada con los
cuerpos de centenares de miles de estos desgraciados. (…)”
(Eugenio Suárez:
Corresponsal en Budapest (1946),
Ed. Fundación Mapfre, 2007, págs. 143/4)
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