"El salón de la vivienda de Rosenblum tiene una cristalera con vistas a
un pueblo palestino, que está casi pegado al asentamiento. Lo tiene
enfrente, pero dice que no sabe cómo se llama, aunque “seguro” que su
marido se acuerda. Como el resto de sus vecinos, no lo pisa; para ellos
es casi invisible, como un pueblo fantasma.
Los palestinos, sin embargo,
aunque quisieran, no podrían obviar la presencia de Beitar Illit. Este
mes, las aguas fecales del asentamiento han vuelto a inundar las tierras
de cultivo del pueblo. En esta ocasión, el escape se ha prolongado diez
días.
Con la llamada del muecín a la oración como telón de fondo, Rosenblum
se explaya. “Yo no me siento colona. Esta es la tierra que Dios nos
prometió. Yo no siento que esto no sea mío. Sí, cuando vinimos sabíamos
que esto era de los palestinos, pero aquí nadie se hace preguntas
legales.
La única preocupación es que algún día nos puedan echar”. Y
matiza: “Quiero que quede claro que yo no vivo aquí porque me lo permita
el Gobierno israelí. Yo vivo aquí porque esto me lo ha dado Dios”.(...)
La relativa normalidad que se respira en el interior de Beitar Illit se
rompe nada más cruzar el portón metálico que controla el acceso al
asentamiento y que une los dos tramos de valla que rodea la colonia.
Una
pequeña base militar vigila la entrada. Un poco más allá, aparece
enseguida el muro de hormigón que impide el paso a los palestinos de
Belén y de Beit Yala, las poblaciones cristianas palestinas más
cercanas. (...)
Cerca de un tercio de los israelíes que vive en las colonias dice que
lo hace por razones puramente económicas, que ni siquiera pertenecen a
la derecha del espectro político, tampoco son necesariamente religiosos y
aseguran que el día que se firme un acuerdo de paz con los palestinos
estarían encantados de emigrar al interior de las fronteras de Israel.
Un segundo tercio lo componen los israelíes que son como Rosenblum,
judíos ultraortodoxos, que han acabado en un asentamiento porque, además
de ser más barato, sus líderes políticos y religiosos les han brindado
esa posibilidad. Consideran que Cisjordania les pertenece, pero luchar
por conquistar la tierra no forma parte de sus prioridades.
Lo suyo es
más bien el estudio de los textos sagrados. Y por último está un tercer
grupo, que es el más ideológico, la punta de lanza y motor de la
colonización. Lo forman los llamados nacionalistas-religiosos, los que
se tiran al monte a conquistar la tierra y que dedican su vida a influir
en el sistema político para lograr sus objetivos.
Desde un punto de
vista teológico, asentarse en Cisjordania o “Judea y Samaria”, como lo
llaman ellos, forma parte del camino a la redención.
Silo es uno de esos asentamientos en el que vive parte del núcleo
duro de los colonos. Aquí, en una colina a medio camino entre Nablus y
Ramala, todos son nacionalistas-religiosos, a los que se les distingue
claramente por el aspecto.
Las mujeres casadas se tapan la cabeza, pero a
diferencia de las ultraortodoxas van vestidas de colores, con telas
hippies, pantalones bombachos o faldas vaqueras. A ellos se les
distingue porque la kipá que cubre su cabeza es de ganchillo y de
colores.
El protagonismo que ocupa Silo en la Biblia lo ha convertido además
en un imán para estos fervientes nacionalistas, que lo consideran prueba
irrefutable de que esta era y, por tanto, debe ser la tierra de los
judíos.
Para Batya Madad, una neoyorquina que emigró a Israel en los
setenta y se instaló diez años más tarde en Silo, no hay duda posible.
“El pueblo judío tiene una historia de miles de años. Eso no se puede
comparar con nada. ¿Los palestinos? Eso es un pueblo inventado”. (...)
De los asentamientos y outpost de esta zona es de donde proceden
buena parte de los colonos más violentos, algo que preocupa a las
organizaciones de derechos humanos y al propio Ejército israelí, en
cuyas filas proliferan los jóvenes nacionalistas-religiosos.
“El
terrorismo judío es un problema que nos tomamos muy en serio”, dice un
mando militar, que considera acto terrorista quemar una mezquita o tirar
un cóctel mólotov dentro de un taxi. En cuanto al castigo a los colonos
extremistas, admite: “No hemos sido muy efectivos en el pasado”.
Los datos de la organización de derechos humanos israelí Yesh Din
indican que la inmensa mayoría de las demandas cae en saco roto. Que de
781 casos de ataques de civiles israelíes a palestinos en Cisjordania,
solo el 9% han terminado en una imputación judicial. El 84% de los casos
se han cerrado por falta de pruebas o lo que Yesh Din considera “fallos
en la investigación”.
Zakaria Sedda no elabora estadísticas, pero presencia los datos que
acaban compilados en los informes casi a diario. Vive en Jit, una aldea
palestina cercana a Nablus y rodeada de asentamientos. En esa zona,
apenas unos kilómetros al norte de Silo, los ataques de los colonos se
producen “entre tres y cuatro veces a la semana”.
Explica que son los
jóvenes de entre 15 y 21 años, pobladores de los outposts de los
alrededores los que “destrozan los olivares, tiran piedras contra los
pueblos y queman mezquitas”. Se queja además de que el Ejército, cuando
llega, en lugar de detener a los colonos, lanza botes de humo para
intimidar a la población local.
“Aquí la gente vive atemorizada”, dice
Sedda, que documenta los abusos con una cámara de vídeo que le han
cedido los Rabinos por los Derechos Humanos, una de las organizaciones
israelíes que trabaja en la zona. Las imágenes de ataques que archiva en
su ordenador dejan poco lugar a dudas." (El País, 28/12/2012)
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