Cuartel de Dossin, en Malinas, en 1942, usado para concentrar a judíos deportados hacia Auschwitz. / k. Dossin
"Querido Henri: estamos bien, en un vagón de ferrocarril que
probablemente nos lleve a Holanda”. Blanche Zybert tenía 13 años y la
letra, y la esperanza, aún infantiles. Escribió a lápiz sobre un papel
rudimentario una nota tranquilizadora y, el 21 de septiembre de 1943, la
arrojó desde el tren que le llevaba desde Malinas (Bélgica) a
Auschwitz-Birkenau, el campo de exterminio montado por los nazis en
territorio polaco.
Alguien la recogió y la envió a una dirección de
Bruselas, atendiendo al ruego de la niña. Hoy puede leerse en el Kazerne Dossin,
el museo sobre el Holocausto y los Derechos Humanos que se ha
inaugurado hace unas semanas en Malinas y que se complementa con un
centro de documentación y un memorial situados en el antiguo cuartel que
sirvió como estación hacia el último viaje.
¿Otro museo sobre la Shoah? Sí y no. El Kazerne Dossin destripa el
caso belga: el papel de colaboracionistas y resistentes a los invasores
nazis, la persecución de judíos y gitanos y el lugar central que
desempeñaron las dependencias militares de Dossin en la deportación de
25.836 personas. Todas con el mismo destino que Blanche: Auschwitz. Casi
todas con el mismo final: apenas sobrevivieron 1.250 (el 4,8%).
La industria del exterminio fue patrimonio alemán, pero algunos
países ocupados actuaron con siniestra complicidad, germinada sobre el
odio a los judíos. En Federico Sánchez se despide de ustedes,
Jorge Semprún recuerda que en el cementerio judío de Pinkas, en Praga,
están enterrados restos de los perros que los cristianos arrojaron
durante siglos para profanar el lugar de los muertos.
En Bélgica también
echó raíces el antisemitismo, aunque la comunidad judía no era tan
amplia como en otros países del este. Malinas, equidistante entre
Bruselas y Amberes, donde residían casi todos, fue elegida por los
alemanes como punto de partida de los trenes de la muerte. Tenían la
infraestructura perfecta junto a las vías: un cuartel construido por
orden de la emperatriz María Teresa de Austria.
Lo de los gitanos fue cosa belga. En el museo puede leerse este texto
anónimo enviado el 21 de abril de 1940 a la policía: “Una banda de
gitanos de lengua alemana se ha instalado en Stembert. Son una banda de
ladrones y sucios repulsivos. La situación es intolerable.
La policía
debería ponerlos en un campo de concentración”. Según Herman Van
Goethem, conservador del Kazerne Dossin y profesor de Historia
contemporánea en la Universidad de Amberes, formaban pequeños grupos de
extrema pobreza que procedían de otros países. Cuando la vida comenzó a
depender del racionamiento se agrandó el rechazo a los gitanos, bocas
extranjeras que rivalizaban por los alimentos.
“En 1941 fue la
administración belga la que tomó la iniciativa de deportarlos y ordenó a
la policía que los arrestase”, explica Van Goethem, que lleva 30 años
investigando sobre la Segunda Guerra Mundial en su país y que ha
trasladado su conocimiento a este museo (“es mi libro”), financiado por
el Gobierno de Flandes.
La diferenciación étnica, que no existía en Bélgica hasta que los
alemanes introdujeron el concepto para identificar a los judíos, se
aplicó a partir de entonces a los gypsies, que se registran como “raza”.
Del cuartel de Dossin parten 352 gitanos hacia Auschwitz, entre ellos
la numerosa familia de Joseph Karoli y Elisabeth Warsha, noruegos
asentados en Flandes desde 1922. De los 11 hijos deportados, se salvaron
dos.
De carnés antropomórficos y tarjetas de nómadas se han extraído las
fotos de los gitanos que se han integrado en un gigantesco mural, que
trepa por cada planta del museo, donde figuran 19.000 fotos de las
25.836 víctimas que pasaron por Malinas. “Es una respuesta contra la
deshumanización del Holocausto”, advierte Marjan Verplancke, responsable
de educación del centro, que no renuncia a contar en el futuro con
imágenes e identidades de todos.
Poner cara y nombre al dolor, al valor y a la crueldad, a la Bélgica
obeïssante y a la rebelde, es un acto de justicia y una lección de
humildad. “Nos diferenciamos de otros museos porque también analizamos a
los perpetradores, quiénes fueron y por qué pudieron hacerlo. No son
retratados como demonios, estamos de acuerdo en que fueron malas
personas, pero lo que nos interesaba era analizar por qué personas
normales como usted o como yo pueden cometer esa violencia”, señala
Herman Van Goethem.
Empezando por el rey Leopoldo III, colaboracionista durante la
ocupación entre 1940 y 1944. Casi nadie pagó por la complicidad con los
alemanes, excepto doce personas ejecutadas al finalizar la Segunda
Guerra Mundial. Hasta 1942 la indiferencia hacia la suerte de los judíos
fue generalizada entre la sociedad belga, alentada por el hecho de que
la población estaba convencida de que Alemania ganaría la guerra y de
que los judíos estaban siendo expulsados de Europa.
“La participación
belga fue una especie de realpolitik. Aunque la colaboración de Flandes
con los alemanes fue muchísimo más notable que la de los valones”,
puntualiza el historiador.
Con excepciones. Leo Claeys, policía de Amberes, se negó a practicar
detenciones de judíos en su distrito. En lugar de ello, avisaba a las
familias que figuraban en la lista para que pudieran esconderse. En
junio de 1942 Jules Coelst, alcalde de Bruselas, protestó contra la
distribución de las estrellas de David porque atentaban contra “la
dignidad de cada persona, quienquiera que sea”.
“Sus ejemplos ponen el
punto de esperanza en el museo, demuestran que en estos contextos
también hay posibilidades de negarse”, precisa Marjan Verplancke. Las
familias belgas escondieron a 30.000 perseguidos durante los años de
plomo. A veces las estadísticas llevan un relato endiablado dentro: al
finalizar la guerra seguían vivos el 55% de los judíos de Bélgica. En
Holanda, apenas lo hicieron el 25%." (El País, 15/12/2012)
No hay comentarios:
Publicar un comentario