" La impresión general que saco de mis aproximaciones veraniegas a los
medios de comunicación es la de la fascinación ante el espectáculo
bélico. Hay una frase que capta y, al mismo tiempo, encarna el estado de
ánimo que caracteriza esos reportajes militares; es una frase de la
prestigiosa periodista Florence Aubenas.
Después de describir un convoy
que se disponía a ponerse en marcha para combatir, añadía: “A los lados,
los niños forman un pasillo de honor, deslumbrados, tan sobrecogidos de
admiración que no osan acercarse a esos hombres”.
Dado que la autora no
se atreve a hacer ningún comentario sobre ese deslumbramiento infantil,
que es una trágica consecuencia del conflicto, el resultado es que se
nos está invitando a nosotros —tanto periodistas como lectores— a
compartir esa experiencia de asombro.
En la prensa, la fascinación se traduce en una sobreabundancia de
imágenes: la guerra es fotogénica. Página tras página, contemplamos las
ruinas humeantes de los edificios, los cadáveres expuestos en la calle,
los malos a los que llevan a interrogar, con un probable uso de la
fuerza, jóvenes hermosos que llevan un kalashnikov en las manos
o en bandolera. Las fotos, ya se sabe, provocan una gran emoción, pero,
aisladas, no emiten ningún juicio, y su significado es imposible de
saber exactamente.
La misma complacencia llena los textos que las
acompañan: nos alegramos de ver los efectos de un atentado audaz, de
descubrir un ejército dispuesto a tomar el poder. “La batalla galvaniza a
los rebeldes”, pero es evidente que también a los periodistas. Las
fotos muestran los rostros inquietos de los prisioneros y los pies les
identifican con sobriedad: “un hombre sospechoso de ser informador”, “un
policía acusado de espionaje”; ¿Están todavía vivos en el momento de la
publicación?
Se hace sin pestañear el retrato de un joven “modesto”
cuya especialidad es “suprimir a los dignatarios y a los jefes de los
milicianos”. Pero no tiene la culpa: “Es un asesino de asesinos, mata a
los que matan”. Los combates y la violencia no solo son fotogénicos,
sino mitogénicos, generadores de los relatos más emocionantes, los que nos hacen estremecernos y compartir la experiencia.
En su gran mayoría, los medios de comunicación no se conforman con
representar la guerra, sino que la glorifican; escogen su bando y
participan en el esfuerzo bélico. La verdad es que la guerra despierta
fascinación casi siempre, quizá porque representa el ejemplo supremo de
una situación en la que, en nombre de un ideal superior, estamos
dispuestos a arriesgar lo más preciado que tenemos, la vida.
A ello se
añade la admiración que sienten los espíritus contemplativos por los
hombres de acción, a los que se apresuran a convertir en símbolos, y
también la atracción que ejerce la violencia, el placer que
experimentamos cuando vemos destrucciones, matanzas, torturas.
El
encanto de la guerra procede asimismo de que es una situación simple, en
la que es fácil elegir: el bien se opone al mal, los nuestros a los
otros, las víctimas a los verdugos. Si antes el individuo podía pensar
que su vida era inútil o caótica, en la guerra adquiere cierta gravedad.
De pronto, ya no nos preocupamos por cuestionar la realidad que se
esconde detrás de las palabras.
¿Acaso la revolución es necesariamente buena, sea cual sea el resultado? Y en cuanto a la lucha por la libertad, ¿no corre peligro de encubrir un simple deseo de poder? ¿Basta con hablar de derechos humanos, una denominación no controlada, para convertirse en su paladín?
Sin embargo, en esos mismos relatos aparece también otra imagen de la
guerra, a poco que vayamos más allá de los grandes titulares y los pies
de foto para interesarnos por las descripciones detalladas.
Las
justificaciones ideológicas, esenciales para desencadenar guerras
civiles, después no sirven más que para vestir una lógica más poderosa,
la avalancha de represalias y contrarrepresalias, la violencia que sube
siempre un escalón más. “No es posible el perdón, esto será ojo por ojo y
diente por diente”.
“A quienes hayan matado los mataremos”. La
intransigencia se vuelve obligatoria, la negociación y el compromiso se
consideran traiciones. Las principales víctimas no son los combatientes
de uno u otro ejército, sino las poblaciones civiles, que son
sospechosas de complicidad con el enemigo, viven en la inseguridad
permanente, mueren en ciegas explosiones, huyen de sus casas y sus
aldeas, se aglutinan en campos de refugiados instalados en los países
vecinos.
Las guerras civiles no son nunca un simple enfrentamiento entre
dos partes de la población, sino que consagran la desaparición de
cualquier orden legal común, encarnado hoy en el Estado, y convierten en
lícitas, por tanto, todas las manifestaciones de la fuerza bruta:
saqueos, violaciones, torturas, venganzas personales, asesinatos
gratuitos.
Este es el futuro probable de esos niños sobrecogidos de admiración." (
Tzvetan Todorov , El País, 11 SEP 2012)
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