"Era un militante de izquierda, tenía 21 años y estaba haciendo la
mili. El destino le colocó en un pelotón de ejecución. No huyó. Disparó a
matar. Era 8 de enero de 1972; hace hoy 40 años.
Su historia le
persigue. Ahora la cuenta en primera persona.
Desfilábamos con la cabeza baja, el fusil colgado del hombro. Ese fusil
que parecía abrasar, que aún estaba caliente, aunque había pasado un
buen rato desde que se había disparado.
Qué casualidad que el camión que
nos había llevado estaba aparcado en cabeza de la fila, y todos tenían
que esperar a que llegara el último grupo, el nuestro. Todos los demás
soldados llevados a presenciar el espectáculo estaban ya subidos a sus
camiones, asomados al final de la caja, mirando muy serios al pelotón
que desfilaba.
Una mirada a la vez de compasión y de miedo: miraban a
los verdugos, al pelotón de ejecución, a los que habían matado a otro
soldado, a un compañero. Le podría haber tocado a cualquier otro: no
éramos voluntarios, sino forzosos. Pero habíamos sido precisamente
nosotros. Y ninguno había flaqueado, ninguno se había derrumbado o se
había negado a disparar. Era el 8 de enero de 1972.
Circularían muchos rumores, historias, después del suceso. La famosa
leyenda del cartucho de fogueo, que se había repartido a escondidas a
uno de los soldados, con lo cual todos podíamos tener la esperanza de
que nos había tocado, que nosotros habíamos disparado sin bala.
Pero no
cabía ese respiro: nosotros sabíamos que todos los cartuchos eran de
verdad: cada uno de nosotros habíamos llenado el cargador del CETME de
munición "de guerra". Sólo nos quedaba el escape de disparar a fallar,
de apuntar demasiado cerca o demasiado alto.
¿Cuántos lo harían? Yo no
sé si fallé, pero apunté a dar, apunté a la cabeza. Era la única manera
que veía de ayudar a aquel pobre chico a acabar cuanto antes. Éramos 15,
quién sabe cuantos le dieron en el mismo sitio. Quizás no le di,
después de todo.
Pero yo estaba allí, y el recuerdo de mi participación
en aquella historia, en aquel solemne acto de ajusticiamiento militar
sigue amargándome algunos instantes de mi vida, cada año de los 40 que
han transcurrido desde entonces.
Aquel infeliz había cometido dos
asesinatos, pero no por ello tenía que morir, y menos de aquella manera.
Para mi desgracia, yo era seguramente el único de los participantes
directos que sentía que aquello era injusto, que era un crimen
legalizado. El resto tenía el consuelo de pensar que se hacía justicia. (...)
El día 7 de enero de 1972, por la tarde, empezaron a circular rumores
extraños por el cuartel de Artillería de Paterna (Valencia), donde
estaba cumpliendo el servicio militar. Se veía movimiento de oficiales,
corrillos. Hicieron una cosa muy extraña: nos habían llamado a dos
soldados de cada batería del acuartelamiento para formar un
destacamento, con uniforme de campaña y correajes, y el fusil de asalto.
Después de hacernos formar en el patio, sin aclararnos de qué se
trataba, se nos dijo que estuviéramos localizables, que nos podían
llamar en cualquier momento. Éramos dos cabos y diez soldados, creo
recordar. (...)
Nada más comer nos llamaron a formar al extraño pelotón, y nos
llevaron a la sala de oficiales, el bar privado de los militares con
estrellas. Cada nivel jerárquico tenía su propio emborrachadero
(¡qué otra cosa se podía hacer para matar el tiempo encerrados en el
cuartel!). Los suboficiales tenían también su sala, y el resto íbamos al
Hogar del Soldado, a beber el vino de la peor calidad.
Entrar en el
sancta sanctórum de la oficialidad era otra de las cosas extrañas que
nos estaban pasando ese día. Allí nos esperaba el oficial más antiguo,
un teniente primero de avanzada edad, procedente de la escala de
suboficiales. Teniente primero era un grado extinguido, darle ese grado
era una forma de no ascender a capitán a ese advenedizo chusquero
salido de la tropa y ascendido a fuerza de años (y supongo que de mucho
esfuerzo; además, parecía buena persona).
También estaba, con uniforme
de camarero, un soldado asignado al servicio de la sala de oficiales.
Estaba sirviendo coñac en numerosos vasos, se entendía que eran para
nosotros (creo que marca Soberano: era "cosa de hombres"). Pero estaba
muy nervioso, la mano le temblaba y derramaba más coñac encima de la
mesa que en los vasos: este chico también sabía de qué iba aquello.
Bien,
a estas horas lo sabíamos seguramente todos los afectados. El oficial
nos lo confirmó: nos había tocado un penoso deber, pero íbamos a cumplir
con él como buenos soldados. Al fin y al cabo, íbamos a hacer justicia.
Expósito había matado a dos mujeres indefensas y merecía la muerte.
Primer argumento.
Por si alguien no lo tenía claro, la ejecución
era inevitable, nos había tocado, y lo mejor que podíamos hacer, por el
condenado y por nosotros, era acabar el asunto cuanto antes. Segundo
argumento.
Y aún hubo otra argumentación: se tocó la pistolera y
advirtió de que ninguno hiciera una tontería en el último momento, que
él estaba atento, que tenía su pistola y que no vacilaría en utilizarla
en caso necesario.
Se nos explicó el procedimiento. Íbamos a ir a
marines, el campamento de instrucción de reclutas por el que habíamos
pasado todos. Formaríamos, traerían al reo, se nos ordenaría: "Un paso
al frente, carguen, apunten y disparen". Si acertábamos a la primera, no
habría necesidad de repetirlo.
Si estaba herido, pero no muerto, él le
daría el tiro de gracia. Cuando el oficial comprobara que estaba muerto,
ya habríamos acabado.
No se debían fiar mucho de nosotros, pobres soldaditos, porque añadieron al pelotón a tres chusqueros, antiguos
soldados reenganchados: un sargento primero, también de avanzada edad
(a este no le habían dejado llegar ni a oficial), y dos cabos primeros
de reenganche, de los más antiguos. Por lo menos tres balas
profesionales que debían llegar a su destino. (...)
Me contaron la historia de Pedro Martínez Expósito, un soldado de la
batería que estaba en prisión, esperando juicio, por asesinar a dos
mujeres en un barrio de Gandía. La historia me sonaba algo, era una de
las cosas más gordas que habían pasado recientemente.
El desgraciado
había entrado a robar de noche en una casa, siendo sorprendido por una
mujer mayor y su hija de 16 años. Asustado, las había golpeado hasta la
muerte con una azada que había cogido del huerto de la misma casa.
Reacción
desproporcionada para un botín ridículo: 347 pesetas. Esa
desproporción, además de algunos informes médicos, que documentaban la
insuficiencia mental del chico, fueron argumentados por el abogado
defensor para intentar rebajar la gravedad de la condena.
Pero los
jueces militares (el delito era civil, pero al ser un miembro del
Ejército le juzgaban los militares) rechazaron los peritajes médicos,
así como cualquier petición de clemencia, y dictaminaron condena a
muerte, confirmada inmediatamente por el capitán general. De alguna
forma, la sentencia estaba decidida de antemano. (...)
¿Qué hacer, cómo boicotear aquel acto indigno? Estuve considerando la
posibilidad de montar un número, de negarme a disparar, de intentar que
mi rechazo trascendiera, que cuestionara el acto. Si hubiera sido un
reo de "delito político" quizá lo hubiera hecho, exponiéndome a un
durísimo castigo.
Pero habría sido un acto militante que hubiera
merecido la pena si se hubiera dado a conocer. En el caso de aquel pobre
chico, en cambio, casi nadie hubiera entendido un acto de rebeldía
contra la ejecución; eso, en el caso de que alguien se hubiera enterado
de mi acto. El debate sobre la pena de muerte estaba muy lejos de estar
de actualidad, y para todo el mundo, el responsable de un crimen tan
horrible merecía morir.
Podría haber recurrido quizá a algún
enchufe, alegar alguna enfermedad para hacer que me quitaran del
pelotón: habían escogido gente de sobra, seguramente tenían prevista
alguna baja. Por alguna razón no lo hice: quizá mi mala conciencia por
ver morir a ese chico me castigaba a no eludir el odioso acto de la
ejecución.
En el camino a marines, en el camión, nuestras caras
eran muy largas. Nos pasábamos la botella de coñac, apurándola: yo había
pedido permiso para llevármela de la sala de oficiales. Mis compañeros
se repetían unos a otros los argumentos del oficial: "Se lo merecía,
había matado a dos mujeres indefensas, era un acto de justicia...".
Yo
callaba, no era cuestión de amargarles aún más la situación a mis
compañeros, privándoles de una coartada moral. Ellos no se lo merecían.
Y
llegamos al lugar del espectáculo, porque de un espectáculo se trataba.
En la gran explanada de instrucción estaban formadas en cuadro todas
las unidades militares, en una especie de L.
Nosotros nos colocamos en
fila, en el ángulo de la L, esperando. Al poco, llegó una furgoneta de
la Guardia Civil, conduciendo al reo. Estaban también su abogado y un
cura. Más o menos, lo recuerdo así, porque nosotros teníamos que mirar
al frente, pero mirábamos hacia arriba, hacia el cielo. Aunque, de vez
en cuando, como de reojo, hacia abajo...
El abogado abrazó al reo,
el cura le dijo algo... él no parecía enterarse mucho, parecía como
drogado. También había un oficial, que le vendó los ojos. En medio del
terrible silencio le oímos preguntar, con los ojos vendados: "¿Puedo
arrodillarme?". El oficial, a su lado, parece que no le oyó, debía de
tener también su parte de nervios.
Tuvo que repetirlo, le dijeron que
sí, se arrodilló. Se retiraron todos: íbamos a intervenir nosotros.
Nos
ordenaron dar un paso al frente, oímos los temidos "¡carguen!" y
"¡apunten!". A la mitad de nosotros, a mí entre ellos, nos habían
ordenado apuntar al pecho; a la otra mitad, a la cabeza. Yo desobedecí,
apunté a la cabeza. Había decidido que, efectivamente, lo único que
podía hacer por él era ayudarle a acabar cuanto antes.
Ya sé que no
dependía solo de mí, éramos muchos, alguno le habría dado, mi bala no
hacía falta. Tenía la opción de intentar evadirme, disparar al aire,
como si yo no tuviera que ver con aquello, como si estuviera allí por
casualidad, o junto a los otros soldaditos formados un poco más lejos,
obligados también a presenciar el espectáculo.
Pero yo estaba allí,
delante de Pedro, me habían obligado a hacerme cargo de su vida, o mejor
dicho, a poner fin a su vida. Y, por él, por mí, aquello sería rápido.
Creo que lo tenía decidido antes de que el oficial nos pusiera ante la
disyuntiva, nos diera argumentos adecuados para todas las conciencias...
Porque, para mi desgracia, yo tenía mi propia opinión,
independientemente de lo que me dijeran: aquello era un crimen público,
alguien (quizá ni siquiera los jueces militares) había decidido que
había que matarlo, que fusilarlo, sin apelación posible. Pensaba que a
gusto habría cambiado a Pedro por más de un gerifalte de la dictadura
franquista, incluso por aquellos oficiales de alta graduación que habían
venido a presenciar el espectáculo por libre.
Oímos la orden más
temida, la de "¡fuego!", y disparamos. Por una eterna fracción de
segundo (entonces entendí perfectamente el significado de este manido
recurso literario) pareció que el reo no caía (¿habríamos fallado
todos?: imposible...). Pero no, con una lentitud extraña, cayó
blandamente.
No recuerdo hacia dónde: volví a mirar al cielo. Cuando el
oficial al mando del pelotón comprobó que estaba bien muerto (respiraría
con alivio: se ahorraba dar el tiro de gracia) nos ordenó dar un paso atrás. Pero no nos sacaron de allí, aún no habíamos terminado: seguía el espectáculo.
Ahora vino lo más horrible de todo el show:
con banda de música al frente (¡tachín, tachín!) hicieron desfilar a
todas las unidades, a escasa distancia del cadáver. Y al llegar a su
altura (y a la nuestra) ordenaban: "¡Vista a la derecha!".
Les obligaban
a mirar, a reconocer el cadáver, a sentir que, si se portaban mal,
ellos podían estar allí, en el lugar de Pedro. Porque de eso iba todo:
una ejecución militar, el fusilamiento de un soldado, es un escarmiento
colectivo, una demostración de fuerza dirigida a toda la tropa, una
exhibición de poder del mando.
Un amigo mío, que estaba entre los
que desfilaban, luego me contó: "Como soy un poco puta, yo sí que le
miré bien, y tenía la cabeza reventada". No sé cuantas balas le dieron,
no sé si entre ellas estaba la mía, yo sí sé que apunté a dar, pero no
sé si fallé el tiro o maté a ese hombre.
Sin odio, más bien con
simpatía, como una especie de eutanasia. Pobre consuelo, peor que el de
mis compañeros, que podían considerarse colaboradores de la justicia, de
la ley y el orden. Maldije mi lucidez que me impedía sentirme entre los
buenos. Pero no, ellos no estaban mejor que yo, se les notaba. Conforme
desfilaban, las unidades asistentes al acto iban saliendo hacia los
camiones.
Nosotros salimos los últimos, cuando ya lo habían hecho todos,
pero tuvimos que pasar por delante de la fila de camiones parados, el
nuestro estaba al principio, para arrancar tenían que esperarnos. Los
soldados, desde los camiones, nos miraban asustados, nosotros apenas
mirábamos de reojo.
Poco o nada hablamos en el viaje de vuelta al
cuartel. Nos esperaba un sábado noche y domingo en casa. No sé si alguno
lo disfrutaría. Yo llegué a casa de mis padres, me acosté y dormí hasta
bien avanzado el día siguiente. Y el lunes, al cuartel, a seguir la
rutina.
¿Algo había cambiado en nosotros? ¿Nos había marcado de
por vida nuestra participación en este fusilamiento? Supongo que sí,
desde luego, no nos podía dejar indiferentes. Algo me ha amargado la
vida, sin duda, no lo he contado mucho. Solo en algunas circunstancias,
entre amigos íntimos, cuando se hablaba de la mili, me venía el tema a
la cabeza y me apetecía soltarlo.
Muchos de mis amigos y familiares, en
cambio, no conocían esta parte de mi historia. No es que me avergüence,
ni mucho menos me enorgullece, pero sí que me duele. Imagino que les
pasará lo mismo a los demás que participaron en aquello, aunque
seguramente han podido olvidar mejor." (El País, 08/01/2012)
"El 14 de abril de 1971, Vicente Torres salió de su casa en un día de
niebla espesa para empezar como voluntario su mili. Una mili que le ha
perseguido durante toda su vida. Una mili que espera poder arrinconar en
alguna esquina recóndita de su memoria con la publicación de su
historia.
Son muchos los compañeros de luchas, los vecinos de Benimamet y los
alumnos de sus clases de urbanismo en la Universidad Politécnica de
Valencia que se sorprenderán al conocer el episodio del fusilamiento en
el que participó.(...)
Pregunta. Si pudiera rebobinar, ¿qué haría?, ¿volvería a actuar del mismo modo?
Respuesta.
Sí, haría lo mismo. Mi visión del mundo es la misma. ¿Qué podía hacer?
No podía salirme; el oficial al mando iba sellando todas las
alternativas. Éramos un instrumento, una máquina. Eso iba a pasar
hiciéramos lo que hiciéramos; no había margen.
Vicente
Torres lleva cuarenta años cargando con el peso de aquel episodio,
sometido a un tira y afloja interior, atrapado entre la necesidad de
contarlo y la de no remover las cosas más de lo necesario.
Nunca contó
con la coartada mental de otros de sus compañeros de pelotón, que al
menos pensaban que habían hecho lo justo, ajusticiar a un asesino.
Torres ya era por aquel entonces un militante de la izquierda
revolucionaria. (...)
Torres es hoy doctor en Economía y profesor asociado de la Universidad
Politécnica de Valencia, donde imparte clases de urbanismo. También
ejerce de consultor en temas de medio ambiente urbano. Tras acabar su
mili, trabajó durante 20 años como administrativo, vivió en Francia, en
Inglaterra.
En 1992 encaró el doctorado. Tras militar en la izquierda
revolucionaria y formar parte, entre otros, del Front Obrer de
Catalunya, fue sindicalista "protestón" y activo miembro del movimiento
ecologista. Una de sus últimas batallas fue contra la implantación del
AVE. Cree en el desarrollo sostenible. Siempre fue rojo. Participar en aquel fusilamiento del franquismo le generó una herida que aún hoy sigue abierta. (...)
Fue el último soldado fusilado en España. Después de él, en 1974,
fueron ejecutados Salvador Puig Antich y Heinz Ches; y ya en 1975 se
produjeron los últimos fusilamientos de miembros de ETA y del FRAP. Pero
en esos casos ya no era el Ejército el que fusilaba, sino la policía
armada y la Guardia Civil, según explica el propio Torres.
P. ¿Cómo vivió el resto de la mili después de la ejecución? ¿En algún momento llegó a sentirse culpable?
R.
Yo no tuve sensación de haber cometido un crimen. Tenía la sensación de
que había vivido un crimen. Yo no me sentía culpable. Era una putada
haber tenido que participar en aquello, pero se trataba de un hecho
objetivo que iba a ocurrir conmigo o sin mí. Me tocó a mí como le podía
haber tocado a otro.
Tal vez sea una manera muy personal de vivir las
cosas, o muy defensiva, pero es mi carácter: lo que es inevitable,
procuro que no me amargue; y dedico mis esfuerzos a aquello que puedo
evitar.
P. Cuenta usted en su texto que podría haber alegado enfermedad para no participar en aquello, ¿por qué no recurrió a esa fórmula?
R.
Es difícil de averiguar. Me podría haber escaqueado, pero tampoco iba
con mi carácter. O la montaba o lo asumía. Y si no me tocaba a mí le iba
a tocar a otro.
P. Usted menciona en su texto opciones que
le hubieran permitido escapar a ese momento y sin embargo no escogió
aquellos caminos. Podría haber disparado al aire, pero al final optó por
no hacerlo. ¿Por qué?
R. Nunca me lo he planteado. El
hecho tenía que pasar. Lo único que podía hacer era librarme yo de estar
allí en medio. Para mí lo grave es lo que le pasaba a ese chico. Lo que
me pasara a mí no tenía importancia. En el último momento pensé qué
podía a hacer por él. Pues mira, que no sufra.
Yo sabía lo que ocurría
en España. Sabía que el régimen mataba y que le tocaba ejecutarlo a
gente que lo hacía obligada. Eso era lo monstruoso del sistema: el
Ejército recurría a una serie de ritos y procedimientos que convertían a
las personas en máquinas obedientes que habían de cumplir al pie de la
letra los reglamentos; si se salían, lo iban a pagar caro." (El País, 08/01/2012)
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