26/1/12

"Apunté a dar, a la cabeza, para ayudarle" "No tuve sensación de cometer un crimen"

"Era un militante de izquierda, tenía 21 años y estaba haciendo la mili. El destino le colocó en un pelotón de ejecución. No huyó. Disparó a matar. Era 8 de enero de 1972; hace hoy 40 años.

Su historia le persigue. Ahora la cuenta en primera persona.
 Desfilábamos con la cabeza baja, el fusil colgado del hombro. Ese fusil que parecía abrasar, que aún estaba caliente, aunque había pasado un buen rato desde que se había disparado.

Qué casualidad que el camión que nos había llevado estaba aparcado en cabeza de la fila, y todos tenían que esperar a que llegara el último grupo, el nuestro. Todos los demás soldados llevados a presenciar el espectáculo estaban ya subidos a sus camiones, asomados al final de la caja, mirando muy serios al pelotón que desfilaba.

Una mirada a la vez de compasión y de miedo: miraban a los verdugos, al pelotón de ejecución, a los que habían matado a otro soldado, a un compañero. Le podría haber tocado a cualquier otro: no éramos voluntarios, sino forzosos. Pero habíamos sido precisamente nosotros. Y ninguno había flaqueado, ninguno se había derrumbado o se había negado a disparar. Era el 8 de enero de 1972.

 Circularían muchos rumores, historias, después del suceso. La famosa leyenda del cartucho de fogueo, que se había repartido a escondidas a uno de los soldados, con lo cual todos podíamos tener la esperanza de que nos había tocado, que nosotros habíamos disparado sin bala.

Pero no cabía ese respiro: nosotros sabíamos que todos los cartuchos eran de verdad: cada uno de nosotros habíamos llenado el cargador del CETME de munición "de guerra". Sólo nos quedaba el escape de disparar a fallar, de apuntar demasiado cerca o demasiado alto.

¿Cuántos lo harían? Yo no sé si fallé, pero apunté a dar, apunté a la cabeza. Era la única manera que veía de ayudar a aquel pobre chico a acabar cuanto antes. Éramos 15, quién sabe cuantos le dieron en el mismo sitio. Quizás no le di, después de todo.

Pero yo estaba allí, y el recuerdo de mi participación en aquella historia, en aquel solemne acto de ajusticiamiento militar sigue amargándome algunos instantes de mi vida, cada año de los 40 que han transcurrido desde entonces.

Aquel infeliz había cometido dos asesinatos, pero no por ello tenía que morir, y menos de aquella manera. Para mi desgracia, yo era seguramente el único de los participantes directos que sentía que aquello era injusto, que era un crimen legalizado. El resto tenía el consuelo de pensar que se hacía justicia. (...)

El día 7 de enero de 1972, por la tarde, empezaron a circular rumores extraños por el cuartel de Artillería de Paterna (Valencia), donde estaba cumpliendo el servicio militar. Se veía movimiento de oficiales, corrillos. Hicieron una cosa muy extraña: nos habían llamado a dos soldados de cada batería del acuartelamiento para formar un destacamento, con uniforme de campaña y correajes, y el fusil de asalto.

Después de hacernos formar en el patio, sin aclararnos de qué se trataba, se nos dijo que estuviéramos localizables, que nos podían llamar en cualquier momento. Éramos dos cabos y diez soldados, creo recordar. (...)


Nada más comer nos llamaron a formar al extraño pelotón, y nos llevaron a la sala de oficiales, el bar privado de los militares con estrellas. Cada nivel jerárquico tenía su propio emborrachadero (¡qué otra cosa se podía hacer para matar el tiempo encerrados en el cuartel!). Los suboficiales tenían también su sala, y el resto íbamos al Hogar del Soldado, a beber el vino de la peor calidad.

Entrar en el sancta sanctórum de la oficialidad era otra de las cosas extrañas que nos estaban pasando ese día. Allí nos esperaba el oficial más antiguo, un teniente primero de avanzada edad, procedente de la escala de suboficiales. Teniente primero era un grado extinguido, darle ese grado era una forma de no ascender a capitán a ese advenedizo chusquero salido de la tropa y ascendido a fuerza de años (y supongo que de mucho esfuerzo; además, parecía buena persona).

También estaba, con uniforme de camarero, un soldado asignado al servicio de la sala de oficiales. Estaba sirviendo coñac en numerosos vasos, se entendía que eran para nosotros (creo que marca Soberano: era "cosa de hombres"). Pero estaba muy nervioso, la mano le temblaba y derramaba más coñac encima de la mesa que en los vasos: este chico también sabía de qué iba aquello.

Bien, a estas horas lo sabíamos seguramente todos los afectados. El oficial nos lo confirmó: nos había tocado un penoso deber, pero íbamos a cumplir con él como buenos soldados. Al fin y al cabo, íbamos a hacer justicia. Expósito había matado a dos mujeres indefensas y merecía la muerte. Primer argumento.

Por si alguien no lo tenía claro, la ejecución era inevitable, nos había tocado, y lo mejor que podíamos hacer, por el condenado y por nosotros, era acabar el asunto cuanto antes. Segundo argumento.

Y aún hubo otra argumentación: se tocó la pistolera y advirtió de que ninguno hiciera una tontería en el último momento, que él estaba atento, que tenía su pistola y que no vacilaría en utilizarla en caso necesario.

Se nos explicó el procedimiento. Íbamos a ir a marines, el campamento de instrucción de reclutas por el que habíamos pasado todos. Formaríamos, traerían al reo, se nos ordenaría: "Un paso al frente, carguen, apunten y disparen". Si acertábamos a la primera, no habría necesidad de repetirlo.

Si estaba herido, pero no muerto, él le daría el tiro de gracia. Cuando el oficial comprobara que estaba muerto, ya habríamos acabado.
No se debían fiar mucho de nosotros, pobres soldaditos, porque añadieron al pelotón a tres chusqueros, antiguos soldados reenganchados: un sargento primero, también de avanzada edad (a este no le habían dejado llegar ni a oficial), y dos cabos primeros de reenganche, de los más antiguos. Por lo menos tres balas profesionales que debían llegar a su destino. (...)

Me contaron la historia de Pedro Martínez Expósito, un soldado de la batería que estaba en prisión, esperando juicio, por asesinar a dos mujeres en un barrio de Gandía. La historia me sonaba algo, era una de las cosas más gordas que habían pasado recientemente.

El desgraciado había entrado a robar de noche en una casa, siendo sorprendido por una mujer mayor y su hija de 16 años. Asustado, las había golpeado hasta la muerte con una azada que había cogido del huerto de la misma casa.

Reacción desproporcionada para un botín ridículo: 347 pesetas. Esa desproporción, además de algunos informes médicos, que documentaban la insuficiencia mental del chico, fueron argumentados por el abogado defensor para intentar rebajar la gravedad de la condena.

Pero los jueces militares (el delito era civil, pero al ser un miembro del Ejército le juzgaban los militares) rechazaron los peritajes médicos, así como cualquier petición de clemencia, y dictaminaron condena a muerte, confirmada inmediatamente por el capitán general. De alguna forma, la sentencia estaba decidida de antemano. (...)


¿Qué hacer, cómo boicotear aquel acto indigno? Estuve considerando la posibilidad de montar un número, de negarme a disparar, de intentar que mi rechazo trascendiera, que cuestionara el acto. Si hubiera sido un reo de "delito político" quizá lo hubiera hecho, exponiéndome a un durísimo castigo.

Pero habría sido un acto militante que hubiera merecido la pena si se hubiera dado a conocer. En el caso de aquel pobre chico, en cambio, casi nadie hubiera entendido un acto de rebeldía contra la ejecución; eso, en el caso de que alguien se hubiera enterado de mi acto. El debate sobre la pena de muerte estaba muy lejos de estar de actualidad, y para todo el mundo, el responsable de un crimen tan horrible merecía morir.

Podría haber recurrido quizá a algún enchufe, alegar alguna enfermedad para hacer que me quitaran del pelotón: habían escogido gente de sobra, seguramente tenían prevista alguna baja. Por alguna razón no lo hice: quizá mi mala conciencia por ver morir a ese chico me castigaba a no eludir el odioso acto de la ejecución.

En el camino a marines, en el camión, nuestras caras eran muy largas. Nos pasábamos la botella de coñac, apurándola: yo había pedido permiso para llevármela de la sala de oficiales. Mis compañeros se repetían unos a otros los argumentos del oficial: "Se lo merecía, había matado a dos mujeres indefensas, era un acto de justicia...".

Yo callaba, no era cuestión de amargarles aún más la situación a mis compañeros, privándoles de una coartada moral. Ellos no se lo merecían.

Y llegamos al lugar del espectáculo, porque de un espectáculo se trataba. En la gran explanada de instrucción estaban formadas en cuadro todas las unidades militares, en una especie de L.

Nosotros nos colocamos en fila, en el ángulo de la L, esperando. Al poco, llegó una furgoneta de la Guardia Civil, conduciendo al reo. Estaban también su abogado y un cura. Más o menos, lo recuerdo así, porque nosotros teníamos que mirar al frente, pero mirábamos hacia arriba, hacia el cielo. Aunque, de vez en cuando, como de reojo, hacia abajo...

El abogado abrazó al reo, el cura le dijo algo... él no parecía enterarse mucho, parecía como drogado. También había un oficial, que le vendó los ojos. En medio del terrible silencio le oímos preguntar, con los ojos vendados: "¿Puedo arrodillarme?". El oficial, a su lado, parece que no le oyó, debía de tener también su parte de nervios.

Tuvo que repetirlo, le dijeron que sí, se arrodilló. Se retiraron todos: íbamos a intervenir nosotros.

Nos ordenaron dar un paso al frente, oímos los temidos "¡carguen!" y "¡apunten!". A la mitad de nosotros, a mí entre ellos, nos habían ordenado apuntar al pecho; a la otra mitad, a la cabeza. Yo desobedecí, apunté a la cabeza. Había decidido que, efectivamente, lo único que podía hacer por él era ayudarle a acabar cuanto antes.

Ya sé que no dependía solo de mí, éramos muchos, alguno le habría dado, mi bala no hacía falta. Tenía la opción de intentar evadirme, disparar al aire, como si yo no tuviera que ver con aquello, como si estuviera allí por casualidad, o junto a los otros soldaditos formados un poco más lejos, obligados también a presenciar el espectáculo.

Pero yo estaba allí, delante de Pedro, me habían obligado a hacerme cargo de su vida, o mejor dicho, a poner fin a su vida. Y, por él, por mí, aquello sería rápido. Creo que lo tenía decidido antes de que el oficial nos pusiera ante la disyuntiva, nos diera argumentos adecuados para todas las conciencias...

Porque, para mi desgracia, yo tenía mi propia opinión, independientemente de lo que me dijeran: aquello era un crimen público, alguien (quizá ni siquiera los jueces militares) había decidido que había que matarlo, que fusilarlo, sin apelación posible. Pensaba que a gusto habría cambiado a Pedro por más de un gerifalte de la dictadura franquista, incluso por aquellos oficiales de alta graduación que habían venido a presenciar el espectáculo por libre.

Oímos la orden más temida, la de "¡fuego!", y disparamos. Por una eterna fracción de segundo (entonces entendí perfectamente el significado de este manido recurso literario) pareció que el reo no caía (¿habríamos fallado todos?: imposible...). Pero no, con una lentitud extraña, cayó blandamente.

No recuerdo hacia dónde: volví a mirar al cielo. Cuando el oficial al mando del pelotón comprobó que estaba bien muerto (respiraría con alivio: se ahorraba dar el tiro de gracia) nos ordenó dar un paso atrás. Pero no nos sacaron de allí, aún no habíamos terminado: seguía el espectáculo.

Ahora vino lo más horrible de todo el show: con banda de música al frente (¡tachín, tachín!) hicieron desfilar a todas las unidades, a escasa distancia del cadáver. Y al llegar a su altura (y a la nuestra) ordenaban: "¡Vista a la derecha!".

Les obligaban a mirar, a reconocer el cadáver, a sentir que, si se portaban mal, ellos podían estar allí, en el lugar de Pedro. Porque de eso iba todo: una ejecución militar, el fusilamiento de un soldado, es un escarmiento colectivo, una demostración de fuerza dirigida a toda la tropa, una exhibición de poder del mando.

Un amigo mío, que estaba entre los que desfilaban, luego me contó: "Como soy un poco puta, yo sí que le miré bien, y tenía la cabeza reventada". No sé cuantas balas le dieron, no sé si entre ellas estaba la mía, yo sí sé que apunté a dar, pero no sé si fallé el tiro o maté a ese hombre.

Sin odio, más bien con simpatía, como una especie de eutanasia. Pobre consuelo, peor que el de mis compañeros, que podían considerarse colaboradores de la justicia, de la ley y el orden. Maldije mi lucidez que me impedía sentirme entre los buenos. Pero no, ellos no estaban mejor que yo, se les notaba. Conforme desfilaban, las unidades asistentes al acto iban saliendo hacia los camiones.

Nosotros salimos los últimos, cuando ya lo habían hecho todos, pero tuvimos que pasar por delante de la fila de camiones parados, el nuestro estaba al principio, para arrancar tenían que esperarnos. Los soldados, desde los camiones, nos miraban asustados, nosotros apenas mirábamos de reojo.

Poco o nada hablamos en el viaje de vuelta al cuartel. Nos esperaba un sábado noche y domingo en casa. No sé si alguno lo disfrutaría. Yo llegué a casa de mis padres, me acosté y dormí hasta bien avanzado el día siguiente. Y el lunes, al cuartel, a seguir la rutina.

¿Algo había cambiado en nosotros? ¿Nos había marcado de por vida nuestra participación en este fusilamiento? Supongo que sí, desde luego, no nos podía dejar indiferentes. Algo me ha amargado la vida, sin duda, no lo he contado mucho. Solo en algunas circunstancias, entre amigos íntimos, cuando se hablaba de la mili, me venía el tema a la cabeza y me apetecía soltarlo.

Muchos de mis amigos y familiares, en cambio, no conocían esta parte de mi historia. No es que me avergüence, ni mucho menos me enorgullece, pero sí que me duele. Imagino que les pasará lo mismo a los demás que participaron en aquello, aunque seguramente han podido olvidar mejor."         (El País, 08/01/2012)

"El 14 de abril de 1971, Vicente Torres salió de su casa en un día de niebla espesa para empezar como voluntario su mili. Una mili que le ha perseguido durante toda su vida. Una mili que espera poder arrinconar en alguna esquina recóndita de su memoria con la publicación de su historia.

 Son muchos los compañeros de luchas, los vecinos de Benimamet y los alumnos de sus clases de urbanismo en la Universidad Politécnica de Valencia que se sorprenderán al conocer el episodio del fusilamiento en el que participó.(...)

 Pregunta. Si pudiera rebobinar, ¿qué haría?, ¿volvería a actuar del mismo modo?

Respuesta. Sí, haría lo mismo. Mi visión del mundo es la misma. ¿Qué podía hacer? No podía salirme; el oficial al mando iba sellando todas las alternativas. Éramos un instrumento, una máquina. Eso iba a pasar hiciéramos lo que hiciéramos; no había margen.

Vicente Torres lleva cuarenta años cargando con el peso de aquel episodio, sometido a un tira y afloja interior, atrapado entre la necesidad de contarlo y la de no remover las cosas más de lo necesario.

Nunca contó con la coartada mental de otros de sus compañeros de pelotón, que al menos pensaban que habían hecho lo justo, ajusticiar a un asesino. Torres ya era por aquel entonces un militante de la izquierda revolucionaria. (...)

Torres es hoy doctor en Economía y profesor asociado de la Universidad Politécnica de Valencia, donde imparte clases de urbanismo. También ejerce de consultor en temas de medio ambiente urbano. Tras acabar su mili, trabajó durante 20 años como administrativo, vivió en Francia, en Inglaterra.

En 1992 encaró el doctorado. Tras militar en la izquierda revolucionaria y formar parte, entre otros, del Front Obrer de Catalunya, fue sindicalista "protestón" y activo miembro del movimiento ecologista. Una de sus últimas batallas fue contra la implantación del AVE. Cree en el desarrollo sostenible. Siempre fue rojo. Participar en aquel fusilamiento del franquismo le generó una herida que aún hoy sigue abierta. (...)

Fue el último soldado fusilado en España. Después de él, en 1974, fueron ejecutados Salvador Puig Antich y Heinz Ches; y ya en 1975 se produjeron los últimos fusilamientos de miembros de ETA y del FRAP. Pero en esos casos ya no era el Ejército el que fusilaba, sino la policía armada y la Guardia Civil, según explica el propio Torres.

P. ¿Cómo vivió el resto de la mili después de la ejecución? ¿En algún momento llegó a sentirse culpable?

R. Yo no tuve sensación de haber cometido un crimen. Tenía la sensación de que había vivido un crimen. Yo no me sentía culpable. Era una putada haber tenido que participar en aquello, pero se trataba de un hecho objetivo que iba a ocurrir conmigo o sin mí. Me tocó a mí como le podía haber tocado a otro.

Tal vez sea una manera muy personal de vivir las cosas, o muy defensiva, pero es mi carácter: lo que es inevitable, procuro que no me amargue; y dedico mis esfuerzos a aquello que puedo evitar.

P. Cuenta usted en su texto que podría haber alegado enfermedad para no participar en aquello, ¿por qué no recurrió a esa fórmula?

R. Es difícil de averiguar. Me podría haber escaqueado, pero tampoco iba con mi carácter. O la montaba o lo asumía. Y si no me tocaba a mí le iba a tocar a otro.

P. Usted menciona en su texto opciones que le hubieran permitido escapar a ese momento y sin embargo no escogió aquellos caminos. Podría haber disparado al aire, pero al final optó por no hacerlo. ¿Por qué?

R. Nunca me lo he planteado. El hecho tenía que pasar. Lo único que podía hacer era librarme yo de estar allí en medio. Para mí lo grave es lo que le pasaba a ese chico. Lo que me pasara a mí no tenía importancia. En el último momento pensé qué podía a hacer por él. Pues mira, que no sufra.

Yo sabía lo que ocurría en España. Sabía que el régimen mataba y que le tocaba ejecutarlo a gente que lo hacía obligada. Eso era lo monstruoso del sistema: el Ejército recurría a una serie de ritos y procedimientos que convertían a las personas en máquinas obedientes que habían de cumplir al pie de la letra los reglamentos; si se salían, lo iban a pagar caro."                (El País, 08/01/2012)

No hay comentarios: