17/10/18

Irma Grese, el ‘ángel’ exterminador de Auschwitz que asesinaba a mujeres y niños

"Ha sido descrita como la peor mujer de todo el campo. No había crueldad que no tuviese relación con ella. Participaba regularmente en las selecciones para la cámara de gas, torturando a discreción. En Belsen, continuó con el mismo comportamiento, igualmente público. Su especialidad era lanzar perros contra seres humanos indefensos”. 

Estas graves acusaciones recogidas en las actas del juicio de Bergen-Belsen en 1945, corresponden a Irma Grese, guardiana y supervisora de los campos de concentración nazis en Auschwitz, Bergen y Ravensbrück, que martirizó a cientos de sus reclusas hasta causarles la muerte. Irónicamente la apodaron El ángel de Auschwitz , apelativo que a ella particularmente le enorgullecía.

Durante la celebración del litigio Grese mantuvo una actitud que oscilaba entre la indiferencia y el desprecio. Las decenas de testimonios confirmando su perversión y sadismo provocaban en ella una apatía aún más profunda. A pesar de su corta edad, tan solo tenía 22 años, el 13 de diciembre de 1945 fue condenada y ejecutada en la horca por los aliados.

Irma Ilse Ida Grese nació en la localidad alemana Wrechen el 7 de octubre de 1923 en el seno de una familia desestructurada. Su padre, Alfred Grese, un lechero disidente del Partido Nazi se había quedado viudo después de que su mujer se suicidase en 1936. Dos años después de la muerte de su madre, Irma decidió dejar los estudios. Nada le motivaba.Tenía quince años y el único interés que mostraba era su especial fanatismo por la Bund Deutscher Mädel (Liga de Muchachas Alemanas), que su padre no aprobaba.

Aún así, antes de iniciar su carrera como guardiana nazi, la joven trabajó en una lechería, en una granja y en un hospital e intentó, aunque sin éxito, graduarse como enfermera. Fue tras su paso como limpiadora en una clínica en Hohenlychen donde su director, el doctor Karl Gebhardt -acusado de realizar experimentos quirúrgicos a prisioneros de los campos de concentración de Ravensbrück y Auschwitz y juzgado en el Doctor’s Trial de Nuremberg- quien la animó a que no decayera.

Si hay un rasgo que caracteriza a Irma Grese y que supo aprovechar muy bien es el de la belleza física. La suya era excepcional. Rubia de ojos claros y de dulzura aparente, su rostro escondía una personalidad sombría y tétrica que hacía estremecer a todo aquel que se acercase a ella. Muchos la admiraban como si de una actriz de cine se tratase. Se pasaba horas y horas delante del espejo y se ufanaba de estrenar constantemente ropa nueva que mandaba tejer y coser a su modista.  

Llegó a tener los armarios atiborrados de vestidos procedentes de las casas más importantes de París, Viena, Praga, Ámsterdam y Bucarest. Tal era la atención que generaba a su alrededor e, incluso, entre los propios presos que un superviviente de Kalocsa llegó a afirmar: “Hubo una mujer bellísima llamada Grese que iba en bici. Miles y miles de personas permanecieron allí arrodilladas en un calor sofocante, y ella se deleitaba mirándonos”.

Nada debía interponerse entre Grese y su futuro en las dependencias de las SS, ni siquiera ser madre y formar una familia. La propia Olga Lengyel, deportada judía que logró salvarse de las garras de la muerte, ratificaba en su libro Los hornos de Hitler que cuando Irma se quedó embarazada ordenó a otra confinada, una antigua doctora húngara llamada Gisella Perl, que le practicase un aborto. Esta temía tanto a Grese que la ayudó y aunque le prometió pagarle un abrigo a cambio de su silencio, la prenda jamás llegó a sus manos.

Quizá esa frialdad fue el motivo por el que en marzo de 1942 y a la edad de 18 años, finalmente Irma Grese lograse entrar como voluntaria en el campo de Ravensbrück, tras un intento previo fallido. Allí empezaría su entrenamiento.

Su nueva tarea como administrativa en la Oficina de Trabajo del Tercer Reich no hizo las delicias de su familia; más bien, al contrario. Su padre estaba tan furioso con ella que la echó de casa tras aparecer vestida con el uniforme de las SS durante un permiso. La muchacha había experimentado una transformación significativa.

Ravensbrück, con capacidad para 20.000 prisioneras, se había convertido en su nuevo hogar. Fue allí donde aparte de ocuparse de la “administración” del centro, se familiarizó con las arduas labores que se practicaban en el recinto. En aquel lugar se formaba a todo el personal femenino, cerca de 3.500 mujeres, que después pasaban a supervisar otros campos. De aquí salieron guardianas tan sádicas como Ilse Koch, Hidelgard Neumann, Dorothea Binz o María Mandel.
Crímenes y depravaciones

Tras este periodo de aprendizaje, en marzo de 1943 Grese fue trasladada a Auschwitz y asignada al Konzentrationslager (KL) de Birkenau, donde en un primer momento realizó labores de control de provisiones, manejo de correo y de la Strassenbaukommando, el comando de la unidad de carreteras. Aún no había cumplido los veinte años y su carrera seguía en ascenso. En otoño de ese mismo año Grese fue nombrada SS Oberaufseherin (supervisora) con un sueldo de 54 marcos al mes, unos 28 euros.

La alemana era la segunda mujer de más alto rango en el campamento después de María Mandel , lo que suponía que estaba a cargo de unas 30.000 reclusas de origen judío, en su mayoría polacas y húngaras.

Las nuevas responsabilidades de la joven nazi incluían el control directo de las presas, así como la selección de las condenadas a la cámara de gas. Bien es cierto que, durante su juicio y haciendo gala de un cinismo auténticamente brillante, Irma siempre negó este hecho señalando que solo tuvo noticias de dichas ejecuciones en masa por boca de las propias reas. “Los prisioneros tenían que formar de a cinco. Era mi deber que lo hicieran así. Entonces, venía el Dr. Mengele y hacía la selección”, declaró durante el juicio de Bergen-Belsen.

Los múltiples testimonios de las supervivientes se acumulaban para describir con todo lujo de detalles las barbaridades realizadas por la denominada Ángel de Auschwitz, Bestia Bella o perra de Belsen. Estos calificativos tan solo hicieron acrecentar su mala fama en todo el campo.

El ángel, según contaron los supervivientes, se paseaba por los pabellones con su uniforme impecable, su pelo rubio milimétricamente colocado, unas pesadas y relucientes botas altas, un látigo y una pistola. Durante su recorrido la acompañaban sus perros, siempre hambrientos y furiosos, que Irma utilizaba a su gusto. Una de sus diversiones era lanzar a estas fieras contra las reclusas para que fueran devoradas.

Otro de sus modus operandi consistía en asesinar a las internas pegándoles un tiro a sangre fría. También utilizó un látigo trenzado para destrozar los pechos de las mujeres, preferiblemente judías y con buena figura, hasta causarles la muerte. Una de las internas llegó a declarar: “Ella la golpeó en la cara con los puños y, cuando la mujer cayó al suelo, se sentó sobre ella. Su cara se volvió azul...”.

Las cautivas eran tratadas como meros conejillos de indias, cualquier ensayo médico valía si con ello se conseguía impartir un sufrimiento extremo. Todo era lícito, sobre todo si era para uso y disfrute de la guardiana nazi. “Llegó a sacar los ojos a una niña al pillarle hablando con un conocido a través de la alambrada”, aseguraba un superviviente de Técsö. Y es que los abusos sexuales y las vejaciones a los más pequeños constituían sus prácticas habituales.

Actualmente, no se conoce con exactitud el número concreto de asesinatos que la Bestia podría haber infligido en el galpón C del campo de Birkenau, las investigaciones apuntan a un promedio diario de treinta crímenes. La capacidad de su pabellón era de 30.000 reclusas.

Las fieras de Belsen

Auschwitz-Birkenau no fue el único campo de concentración que padeció el encarnizamiento de Irma Grese. Durante un breve lapso de tiempo -de enero a marzo de 1945-, la joven regresó nuevamente al campamento de Ravensbrück para después ser enviada a Bergen-Belsen, cerca de Hannover, Alemania.

Durante la madrugada de la rendición, del 14 al 15 de abril de 1945, el comandante Josef Kramer negoció la entrega con los británicos. Mientras tanto y con el recinto de Bergen-Belsen aún en manos alemanas, el personal de vigilancia disparó contra varios prisioneros que intentaban escapar. A primer hora de la mañana, los aliados llegaron y se encontraron con un personal teutón en hilera, pulcramente uniformado, impecable e implacable y, entre ellos, a una glacial Irma Grese de mirada arrogante.

Tras los portones del campo de concentración les esperaba el tifus, la disentería, la lepra, el hambre, la miseria, la locura y sobre todo muertos, miles de muertos. La desgracia humana campaba a sus anchas en aquel recinto.

Los barracones repletos de cadáveres sembraban el horror de un ejército británico que no podía hacer otra cosa que amontonar los cuerpos en unas gigantescas fosas construidas al efecto. Aunque la mayor parte del personal del campamento se había escapado el día anterior, ochenta de los miembros del personal se mantuvieron en sus puestos con el fin de ayudar a los británicos. Los alemanes acataron sus órdenes sin pestañear.

El 17 de abril por la mañana, Irma Grese fue fotografiada aún en las instalaciones de Belsen junto a Kramer. Su aspecto, aunque bastante desmejorado, aún irradiaba cierta altivez. Dichas fotografías, que cruzaron el mundo a través de la prensa internacional, ocuparon las primeras páginas de todos los periódicos, siempre con el mismo titular: Las Fieras de Belsen.

Tras su detención, Grese fue juzgada junto con el comandante de Bergen-Belsen, Josef Kramer y otros cuarenta oficiales en septiembre de 1945. Estaban acusados de cometer crímenes de guerra y tenían varios cargos de asesinato y malos tratos a los prisioneros de los campos de concentración de Bergen-Belsen y Auschwitz. Después del arresto, se procedió al registro de su vivienda. Allí se encontró el horror a modo de trofeos: pantallas de varias lámparas hechas de piel humana. Ella misma se había encargado de despellejar y asesinar con sus propias manos a tres presos judíos.

Desde un primer momento, la Aufseherin se convirtió en la estrella indiscutible del proceso judicial en Lüneburg (Alemania). Cada día los niños coreaban su nombre al llegar, mientras ella sonreía de forma coqueta. La prensa seguía con entusiasmo la vista y centraba toda su atención en la más joven de los acusados.

Pero una vez que la guardiana entraba en la sala, su proceder cambiaba por completo. Ésta oscilaba entre la indiferencia y el desprecio. Se mostraba ausente y distraída, garabateaba dibujos en una libreta, se desentendía de los testimonios en su contra y sus declaraciones fueron de una sobriedad extrema plagadas de “no”, “no sé” y “nunca vi nada de eso”.

Aún siendo condenada, Grese negó todos los cargos de asesinato que se le imputaban, jamás renegó de la ideología nazi e, incluso, llegó a entonar los cantos marciales de las SS en la víspera de su ejecución.

En el 54º día del juicio, la nazi fue declarada culpable por cometer crímenes de guerra en los campos de Bergen-Belsen y Auschwitz. Según el Tribunal, aún siendo responsable del bienestar de los prisioneros violó las leyes y costumbres en tiempos de guerra y participó en maltratos de algunas personas causándoles incluso la muerte. El veredicto: morir en la horca.

El viernes 13 de diciembre de 1945 a las 9:34 de la mañana, Irma Grese se dirigió a la sala de ejecuciones en compañía de su verdugo, el británico Albert Pierrepoint. Al entrar, contempló durante unos instantes a los funcionarios que allí se encontraban y después subió los escalones hasta la trampilla tan diligente como pudo. Sus últimas palabras fueron: “Schnell!”(¡rápido!). Tenía 22 años."                         (Mónica G. Álvarez, La Vanguardia, 07/09/18)

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