Este sangriento lunes
pasado, mientras aumentaba el número de palestinos muertos y heridos,
yo me hice la siguiente pregunta: ¿Qué habría hecho yo si fuera un joven
de 15 años en la Franja de Gaza?
No he tenidos dudas en mi respuesta: Habría ido a la
manifestación en las cercanías del muro de separación y habría
arriesgado mi vida y mis miembros cada minuto.
¿Cómo estoy tan seguro?
Muy fácil: eso es precisamente lo que hice a los quince años.
Por entonces pertenecía a la Organización Militar Nacional, el Irgún, un grupo clandestino armado considerado “terrorista”.
En aquella época, Palestina estaba bajo la ocupación
británica, que recibía el nombre de “mandato”. En mayo del 39 los
británicos promulgaron una ley que limitaba el derecho de los judíos a
adquirir tierras. Recibí la orden de estar a una cierta hora en un
determinado lugar de Tel Aviv cerca del mar para tomar parte en una
manifestación. Debía esperar un toque de corneta.
La corneta sonó y comenzamos a marchar por Allenby
Road, por entonces la principal arteria de la ciudad. Cerca de la
sinagoga principal alguien subió las escaleras y pronunció un encendido
discurso. Después continuamos marchando hasta el final de la calle,
donde se encontraban las oficinas de la administración británica. Allí
cantamos la Hatikvah (“esperanza” en hebreo), el himno nacional,
mientras los miembros de más edad prendían fuego a las oficinas.
De pronto llegaron varios camiones de soldados
británicos y sonó una andanada de tiros. Los británicos disparaban por
encima de nuestras cabezas. Salimos corriendo.
Al recordar el suceso 79 años después, he pensado que
los jóvenes gazatíes son más heroicos de lo que éramos nosotros. Ellos
no han salido huyendo. Han defendido el terreno durante horas, mientras
que el número de víctimas mortales ascendía hasta los 61 y los heridos
llegaban a los 1500, aparte de los 1000 afectados por el gas.
Este lunes, la mayoría
de las pantallas de televisión tenían la pantalla dividida en dos: en
un lado, los sucesos de Gaza y en el otro la inauguración de la embajada
estadounidense en Jerusalén.
En el centésimo trigésimo sexto año de la Guerra
entre sionistas y palestinos, esa pantalla partida describe la realidad
perfectamente: celebraciones en Jerusalén y baño de sangre en Gaza. No
tienen lugar en dos planetas diferentes, no suceden en dos países
distintos. Están apenas a dos horas en coche.
Las
celebraciones de Jerusalén comenzaron como cualquier evento sin
importancia. Un montón de hombres de traje, inflados de prepotencia que
celebraban no se sabe muy bien qué. La mudanza simbólica de una oficina
de una ciudad a otra.
Jerusalén es la manzana de la discordia. Todo el
mundo sabe que no habrá paz, ni ahora ni nunca, hasta que no se llegue a
un acuerdo sobre Jerusalén. Para cada uno de los palestinos, de los
árabes, de los musulmanes que hay en el mundo, ceder Jerusalén es
impensable. Desde Jerusalén, de acuerdo con la tradición musulmana,
comenzó la ascensión a los cielos del profeta Mahoma, después de que
atara su caballo a la roca que es ahora el centro de los sagrados
lugares. Tras La Meca y Medina, Jerusalén es el tercer lugar más sagrado
del islam.
Por supuesto, para los judíos, Jerusalén es el lugar
donde hace 2000 años se erguía el templo edificado por el rey Herodes,
un cruel tirano medio judío. Aún sigue en pie un muro exterior, al que
se adora bajo el nombre de Muro Occidental. Se le suele llamar también
Muro de las Lamentaciones, y es el lugar más sagrado para los judíos.
Los hombres de Estado han intentado hallar la
cuadratura del círculo y darle una solución al asunto. En 1947 el comité
de las Naciones Unidas que decretó la partición de Palestina en dos
Estados, uno judío y otro árabe, decisión que los líderes judíos
aceptaron con entusiasmo, sugería repartir Jerusalén entre ambos Estados
y constituirlo como una unidad separada dentro de lo que se suponía que
debía ser un tipo de confederación.
La Guerra de 1948 dio como resultado la división de la
ciudad; la zona oriental fue ocupada por el bando árabe, el reino de
Jordania, y la occidental se convirtió en la capital de Israel. Mi
modesta aportación consistió en tomar parte en la batalla por la
carretera de Jerusalén.
A nadie le gustó la división de la ciudad. Así que a
mis amigos y a mí se nos ocurrió una tercera solución, que hoy por hoy
acepta todo el mundo: mantener la ciudad unida a nivel municipal y
dividirla políticamente: la zona Oeste como capital del Estado de Israel
y la zona Este como capital del Estado Palestino. El líder de los
palestinos de Jerusalén, Faisal al-Husseini, heredero de una distinguida
familia palestina e hijo de un héroe nacional que murió en la misma
batalla en la que yo participé, no muy lejos de mi posición, apoyó
públicamente esta solución. Arafat me dio su consentimiento tácito.
Si el presidente Trump hubiera declarado Jerusalén
Oeste la capital de Israel y hubiera trasladado la embajada allí, nadie
habría movido un dedo. Al omitir la palabra “Oeste”, Trump ha prendido
un incendio. Quizá sin saber muy bien lo que hacía y seguramente sin que
le importara un comino.
Para mí el traslado de la embajada no significa nada.
Es un acto simbólico que no cambia nada. Cuando se alcance la paz, si es
que algún día se alcanza, nadie se acordará de las estupideces de un
presidente estadounidense casi olvidado. Inshallah.
De modo que allí
estaban. Un puñado de prepotentes don nadies israelíes, estadounidenses y
de ambos lados, celebrando su fiestecita mientras corrían ríos de
sangre en Gaza. Mientras seres humanos morían a docenas y eran heridos a
millares.
La ceremonia comenzó como una cínica reunión que se
volvió rápidamente grotesca y acabo siendo siniestra. Nerón tocando el
arpa mientras arde Roma.
Después del
último abrazo y el último cumplido, especialmente a la hermosa Ivanka,
Gaza seguía siendo lo que es: un enorme campo de concentración, con
sobrepoblación hospitalaria, escasez de alimentos y medicinas, agua
potable y electricidad.
Se ha lanzado una ridícula campaña publicitaria a
escala mundial para contrarrestar los efectos de la condena a escala
mundial. ¿Un ejemplo? El cuento de que los terroristas de Hamas han
ordenado a los gazatíes jugarse la vida en la manifestación, como si a
alguien se le pudiera ordenar eso.
O el cuento de que Hamas ha pagado 50 dólares a cada
manifestante.
¿Arriesgaría el lector su vida por 50 dólares? ¿Lo haría
alguien?
O el cuento de que los soldados israelíes no han
tenido más remedio que matar a los manifestantes porque estaban
escalando el muro. Nadie ha hecho tal cosa. La enorme concentración
militar israelí lo habría impedido fácilmente sin disparar un solo tiro.
Sin embargo, en los días previos hubo una noticia que pasó desapercibida: Hamas había ofrecido discretamente una hudna de diez años. Una hudna es un armisticio sagrado que no puede romperse. Nuestros remotos predecesores, los cruzados, firmaron muchas hudnas con sus enemigos árabes durante su estancia de 200 años en Tierra Santa.
Los líderes israelíes se apresuraron a rechazar la oferta.
Así que, ¿por qué se ha ordenado a los soldados
disparar a matar? Es la misma lógica que hay detrás de los infinitos
gobiernos de ocupación a lo largo de la historia. Aterrorizar de tal
forma a los “nativos” que terminen por rendirse. Sin embargo, ay, los
resultados han sido siempre los opuestos; los oprimidos se han vuelto
más duros y más determinados. Eso es lo que está sucediendo ahora.
Bien puede suceder que en el futuro veamos este lunes sangriento como el
día en que los palestinos recuperaron el orgullo nacional, la voluntad
de rebelarse y luchar por su independencia.
Es extraño, pero al día siguiente, el aniversario de
la Nakba, el día central de las protestas, solo murieron dos
manifestantes. Los diplomáticos israelíes en el extranjero, enfrentados a
la indignación mundial, seguramente han enviado mensajes de SOS. Está
claro que el ejército israelí ha cambiado las órdenes. Se han utilizado
medios no letales, y han sido suficientes.
Mi consciencia no me permite terminar el presente artículo sin una nota de autocrítica.
Yo habría esperado que los escritores israelíes
firmaran una atronadora carta conjunta de condena mientras tenía lugar
la masacre. No ha sucedido.
La “oposición” política se ha comportado de manera
despreciable. Ni una palabra por parte del Partido Laborista. Ni una
palabra de Ya’ir Lapid. Al menos la nueva líder del Meretz, Esther
Sandberg, ha boicoteado la celebración en Jerusalén. Lapid y los
laboristas ni eso.
Yo habría esperado que nuestras docenas de
organizaciones por la paz se unieran en un dramático acto de condena que
levantaría al mundo entero. No ha sucedido. Quizá es que estaban en
shock.
Al día siguiente, los magníficos chicos y chicas de
los movimientos por la paz se han manifestado frente a la sede del Likud
en Tel Aviv. Han participado unos 500. Muchos, muchísimos menos de los
que se manifestaron hace unos años contra la subida del precio del
requesón.
En pocas palabras, no hemos cumplido con nuestro deber. Me acuso a mí mismo tanto como a los demás.
Debemos prepararnos para la próxima atrocidad. ¡Debemos organizar un movimiento de masas ya!
Sin embargo, la guinda de la tarta ha sido la maquinaria de lavado de cerebro que se ha puesto en marcha. Hace siglos que no veo algo semejante.
La práctica totalidad de los así llamados
“corresponsales militares” se han comportado como agentes de propaganda.
Día a día han ayudado a extender las mentiras y falsedades del
ejército. El público no ha tenido más remedio que tragarse sus mentiras
palabra por palabra. Nadie les ha ofrecido versiones alternativas.
Lo mismo es cierto para casi todos los medios de
comunicación, presentadores de programas, locutores y corresponsales. Se
han convertido en mentirosos del gobierno por voluntad propia.
Seguramente a muchos de ellos se lo han ordenado sus jefes. No estamos
precisamente ante un capítulo glorioso en la historia del periodismo.
Después del día de la masacre, cuando el ejército se
enfrentaba a la condena global y ha tenido que detener el fuego, matando
“solo” a dos manifestantes desarmados, todos los medios israelíes han
coincidido en tildar semejante acto de contención de gran victoria
israelí.
Israel ha tenido que abrir el puesto fronterizo para
permitir el paso de alimentos y medicinas a Gaza- Egipto ha tenido que
abrir su frontera con Gaza para aceptar la entrada de muchos cientos de
heridos que necesitan cirugía y otros tratamientos.
El Día de la Vergüenza ha pasado. Hasta la próxima vez." (© Uri Avnery, Publicado en Gush Shalom , en m'sur, 20/05/18)
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