El presidente de Uruguay, José Mujica, en su casa de Rincón del Cerro.
“Se ha dicho de ella que es una casa modesta. Falso. Es pobre”, afirma
el autor del texto. / Jordi Socías
"(...) José Mujica Cordano, el dueño de la perra tullida, contaba 80 años de
los que 15 había estado preso por su pertenencia al Movimiento de
Liberación Nacional Tupamaros. Tenía en su curriculum de
guerrillero dos fugas y en su cuerpo seis heridas de bala. Detenido por
última vez en 1972, no volvería a ver la luz hasta 1985.
Entró, pues,
con 37 años y salió con 50. Durante ese tiempo, conoció en las cárceles
de la dictadura vejaciones sin límite. Desnudo, con las manos y los pies
atados a una especie de somier o parrilla, le habían aplicado la picana
hasta abrasarle los genitales y la lengua. La picana, siendo uno de los
instrumentos preferidos de los militares, no era el único, ni el más
sofisticado.
Alcanzó asimismo justa fama el consistente en obligar a
caminar al preso por una cornisa situada en un sexto piso, por ejemplo,
con una capucha en la cabeza, haciéndole sentir el vacío bajo sus pies.
Estaba la “bañera” también, el ahogamiento con paños empapados de agua,
las simples palizas y, en fin, el hambre, el aislamiento, los perros…
Cada cárcel tenía su especialidad.
Según relata Walter Pernas en Comandante Facundo,el
ahora presidente de Uruguay, que había perdido los dientes en el
trascurso de las palizas que le atizaban de forma habitual, llegó a
comerse el papel higiénico y el jabón, además de las moscas que acudían a
su celda (con frecuencia un simple agujero) atraídas por el olor a
mierda que despedía el preso.
Había chupado, con sus encías desnudas, en
busca de un poco de calcio, los huesos que le arrojaban sus carceleros
después de que los perros los hubieran limpiado. Bebió su propia orina,
durmió durante años sobre suelos de cemento, expuesto a fríos
intolerables y a calores asfixiantes.
Había pasado semanas o meses sin
ver la luz, años sin hablar con nadie que no fueran las ratas o los
insectos que convivían con él o le hacían visitas. Perdió la noción del
espacio y del tiempo, deliró, adelgazó hasta ser capaz de contar cada
uno de los huesos de su esqueleto. Se cagaba y se meaba encima porque,
fruto de los golpes, las balas y la deficiente alimentación, sufría
problemas renales y digestivos.
Cuenta el aludido Walter Pernas que no
podía caminar erguido, como un hombre, y que en los momentos de mayor
deterioro físico y psíquico los militares llevaban a sus hijos a la
cárcel para que vieran a la bestia y la insultaran. Viajó, en fin,
varias veces hasta el borde mismo de la muerte de donde regresaba
alucinado, con los ojos hundidos y sin masa muscular sobre la que
sostenerse.
Lo llevaban y lo traían de una prisión a otra, de un agujero
a otro, como un saco de mercancía inmunda, arrojándolo sin
contemplaciones sobre la caja del camión militar y sacándolo de ella a
patadas.
Conocedores de su diarrea crónica y de sus problemas urinarios,
los carceleros desoían sus súplicas para que lo condujeran al retrete.
Fruto de su constancia, y de la de su madre, logró, al cabo de los años,
que le dejaran poseer un orinal del que no se separaba y que se
convirtió increíblemente, con el paso del tiempo, en el símbolo de una
victoria moral sobre sus secuestradores.
Abandonó la cárcel abrazado a
él, convertido ya en una maceta de flores. Apenas llevaba cuatro días
libre, cuando pronunció un discurso político en el que resultaba
imposible encontrar un vestigio de resentimiento. La naturaleza, suele
decir, nos ha puesto los ojos delante para que miremos al frente. (...)" (
Juan José Millás
, El País Semanal, 24 MAR 2014)
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