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17/7/19

Un niño con un arma puede doblegarle a usted y a cualquiera. De repente, descubren que sin armas no son nadie...

"(...) Leí «Chistes para milicianos», de Mazen Maarouf, y me sorprendió la facilidad con que los niños libaneses se adaptan a la guerra.

Desgraciadamente es así. Yo incluso diría que hay generaciones perdidas. La guerra del Líbano duró 15 años, y se calcula que esto son dos generaciones de milicianos, porque empezaban a 17-18 años, y siete años después ya se consideraban viejos y acabados. Mucha gente de ésta después sufre trastornos mentales y dificultades de adaptarse a la vida fuera de la milicia.

¿La paz les es difícil?

Claro, cuando tienen armas, tienen poder. Un niño con un arma puede doblegarle a usted y a cualquiera. De repente descubren que sin armas no son nadie. (...)"               (Entrevista a Tomás Alcoberro, Albert Soler, Diari de Girona, 11/07/19)

14/3/18

El placer de matar

"(...) Entre los muchos temas que fueron eclipsados este otoño por la tragicomedia de los puigdemones está la impresionante matanza realizada en Las Vegas por Stephen Paddock el pasado 1 de octubre: casi 60 muertos y medio millar de heridos en un tiroteo desde lo alto de un hotel sobre la muchedumbre que escuchaba un concierto. 

En cuando se descartó la hipótesis terrorista, muchos periódicos comentaron, perplejos, que el móvil era desconocido y desconcertante. De Paddock se supo enseguida que tenía licencia para la caza mayor en Alaska y apostaba continuamente en los casinos grandes cantidades de dinero.

Por las mismas fechas se supo que habían sido más de 100 las víctimas mortales del enfermero alemán Niels Högel, y no seis como al principio se pensaba. A diferencia de Pad­dock, que se suicidó tras la orgía, Högel fue detenido y juzgado, por lo que pudo explicar el móvil: lo hacía por aburrimiento.

 La forma de combatir este sentimiento era una serie de excitantes apuestas consigo mismo: inyectaba a los pacientes una dosis letal de fármacos y unos minutos después empezaba a aplicarles maniobras de reanimación. Cuando sobrevivían sentía un intenso placer, pero cuando perdía la autoapuesta y el paciente moría se sentía muy triste. 

Reconoció que actuaba básicamente en busca de emociones fuertes, de esa extraordinaria tensión que le producía la incertidumbre del desenlace. De paso, los éxitos que lograba en el deporte que él mismo había inventado le permitían presumir ante los compañeros por su habilidad como reanimador de pacientes gravísimos. Una vez descubierto, Högel decidió seguir una de las más potentes supersticiones contemporáneas: pidió perdón a los familiares de sus víctimas y aseguró que lo sentía mucho.

En las últimas décadas se ha publicado una ingente cantidad de testimonios sobre el placer de matar, al que las guerras suelen ofrecer barra libre. Libros como los de Joanna Bourke (Sed de sangre), Glenn Gray (Guerreros. Reflexiones del hombre en la batalla), James Hillman (Un terrible amor por la guerra) o Neitzel y Welzer (Soldados del Tercer Reich. 

Testimonios de lucha, muerte y crimen) han hecho fácilmente accesibles centenares de documentos, de los que unos pocos son aquí suficientes como muestra. 

Por ejemplo, el del soldado que describía a su novia la sensación de clavar la bayoneta en un cuerpo enemigo: “Cada uno al que le doy bajo las costillas me hace pensar en ti, querida, y eso fortalece mi brazo”. O el miembro del equipo de Patton que contaba: 

“Y hablando de cosas maravillosas, (…) lo más grande que he visto —y quizá también lo más hermoso y el espectáculo más satisfactorio que jamás he presenciado— fue un bombardero enemigo estallar en llamas por los aires junto con sus ocupantes al chocar contra la ladera de una montaña. Dios, fue magnífico”. O el piloto de guerra que presumía de sus hazañas: “Cuando uno se acercaba volando bajo, entonces ¡fiuuum, venga a disparar!, las ventanas hacían ruido y el tejado saltaba por los aires. 

(…) Una vez fue en Ashford. En el mercado, había una asamblea, montones de gentes que iban charlando, ¡vaya chorro que les cayó encima! ¡Qué divertido!”. Coppola sabía bien lo que hacía cuando filmó Apocalypse Now.

La ambivalente fama de Ernst Jünger procede en parte de la franqueza con que describió sus vivencias en la Primera Guerra Mundial: “Hervía con una rabia ciega que había tomado el control de mi ser y de todos los demás de una forma incomprensible. El abrumador deseo de matar daba alas a mis pies. (…) Un observador neutral quizás habría creído que nos hallábamos poseídos por un exceso de felicidad”.

Pero aunque dispongamos de una biblioteca entera con testimonios directos de excombatientes, parecen ser muchos más (no creo que existan estadísticas para saberlo a ciencia cierta) los que se refugian en un impenetrable silencio. Y testimonios como los citados obligan a preguntarse si el profundo silencio de muchos excombatientes se debe a que no quieren recordar el horror que vivieron o a que no quieren admitir ni ante sí mismos el extraño placer que sintieron al vivirlo.

Son varias actualmente las hipótesis que intentan explicar esos placeres crueles. Exponerlas requeriría bastantes páginas. Algunas son tan pintorescas que solo pueden haber nacido en los “cráneos previlegiados” de profesores universitarios en París o Chicago. Las razonables se pueden agrupar, muy esquemáticamente, en dos grupos.

El primero remite al sadismo como trastorno mórbido de un pequeño porcentaje de humanos. Es la hipótesis patológica, la que separa radicalmente a estos asesinos perversos de las personas sanas. 

A veces se confunde al sádico con el psicópata, pero este último mata sin placer, con la misma frialdad con que hace cualquier otra cosa, pues su característica definitoria es que ni siente ni padece. Sádico en cambio es quien obtiene un intenso placer al humillar, torturar o matar a otros.

El segundo grupo de hipótesis apuntaría al placer primordial de resucitar las huellas mnémicas que podría conservar nuestro paleoencéfalo desde los tiempos prehistóricos en que el homínido que todos fuimos disfrutaba la vivencia jubilosa del éxito en la lucha o en la caza, las dos actividades básicas de las que dependía la supervivencia. 

 Ese inconfesable placer sería algo así como el retorno del tatarabuelo troglodita que todos llevaríamos oculto en lo más hondo.

Dicen sus practicantes que es muy distinto el placer de la caza mayor y menor. Se habla menos de que para algunos la mayor (y más placentera) de las cazas parece ser precisamente la caza humana. Y no escasean los datos y documentos que lo ilustran. La prevención es lógica, pues ese tipo de experiencias límite no son fáciles de mirar directamente. 

 Y sin embargo, pese a la advertencia de Nietzsche, a veces es necesario mirar de frente al abismo, asumiendo incluso el riesgo de que el abismo nos mire. Porque si no lo hacemos podría ocurrir que acabemos cayendo ciegamente en ese desconocido abismo."            

 (José Lázaro. Profesor de Humanidades Médicas en la UAM, coautor de ‘El alma de las mujeres’ y codirector de www.deliberar.es, El País, 08/09/18)

9/12/13

Lo que encontré cuando volví fue que la adaptación al modo de vida de los demás era prácticamente imposible



"JIMMY THOMAS Marino mercante. Lo que encontré cuando volví, y he estado enfadado conmigo mismo desde entonces, fue que la adaptación al modo de vida de los demás, a la vida que yo había dejado, era prácticamente imposible, porque por mucho que odies estar en una guerra, las cosas a las que regresas parecen muy triviales.

 Oír hablar a las autoridades municipales sobre un nuevo lavabo público de caballeros y cosas así no parecen importar en absoluto. Y claro, esas cosas importan a la gente que te rodea, así que te callas y yo me callé durante un año.

 Debí de comportarme bastante mal. Soy muy consciente de ello y nunca lo he olvidado, y nunca dejaré de lamentarlo, porque creo que hice la vida bastante insoportable a la gente que me rodeaba. Pero es que no podía comunicarme.

 Había perdido la comunicación con la gente que había conocido todos aquellos años, porque había conocido a personas de naturaleza totalmente nueva, estábamos como cosidos juntos, metidos en algo común, creo que era eso.

 Muchas personas que conozco, cuando lo menciono, dicen exactamente lo mismo. Me daba pereza hablar con mi familia durante las comidas, no tenía ganas de nada, me levantaba, me iba y no regresaba durante horas. Creo que estaban muy afectados."

(Richard Holmes: Un mundo en guerra. Historia oral de la segunda guerra mundial, ed. Crítica, Barcelona, 2008, págs. 544/5)

29/11/13

Me pregunto cómo ha podido extenderse con tal celeridad esta mentalidad de caníbales, esta completa maldad...

“En el tren, 3 de abril de 1944


El tren marcha con mucho retraso, lo que se debe a los diarios ataques aéreos contra las vías y las estaciones. Lectura: los diarios de Byron y Les moeurs curieuses des chinois.

Junto a la ventanilla dos jóvenes oficiales de las tropas blindadas; uno de ellos se distingue por tener una buena cara. Sin embargo, hace ya una hora que van hablando de asesinatos. 

Uno de los dos quiso, en compañía de sus camaradas, hacer desaparecer en un lago a un francés sospechoso de espionaje; el otro defiende la opinión de que tras cada atentado contra nuestras tropas hay que llevar al paredón a cincuenta franceses:

—Así se acabarán pronto esas cosas.

Me pregunto cómo ha podido extenderse con tal celeridad esta mentalidad de caníbales, esta completa maldad, esta falta de corazón para con los demás seres, y cómo se explica esta rápida y general transformación en negros. 

En el caso de estos jóvenes es muy posible que no hayan sido ya afectados por ningún resto de moral cristiana, pero cabría aguardar que en su sangre se hubiera conservado el sentimiento de la vida caballeresca y del honor militar, o también el decoro de los antiguos germanos y su consciencia de lo justo. 

Pues de suyo no son tan malvados y su corta vida afronta de buen grado sacrificios que son dignos de admiración. Desearía que además del indubitable predicado «sin miedo» les correspondiese también el predicado «sin tacha». Pues, desde luego, sólo lo segundo hace que sea valioso lo primero.

(Ernst Jünger: Radiaciones II. Diarios de la segunda guerra mundial (1943-1948). Tusquets Editores, 2005. Págs. 226)

28/11/13

Compañerismo...



"SOLDADO SHEARER 

Veteranos de los Guardias Escoceses, establecimiento de Glasgow. Aunque nos encontrábamos apiñados como sardinas, estábamos tan preocupados por comer, dormir, combatir y seguir vivos que no teníamos tiempo para sostener la conversación que podemos sostener ahora, aquí sentados. 

Desde luego, yo no recuerdo haber hablado del resultado de la guerra o de si los alemanes tenían razón, o si nosotros estábamos en lo cierto, ni nada por el estilo. Quiero decir que allí nos limitábamos a vivir todos juntos el día a día como Dios manda, y era muy agradable."

(Richard Holmes: Un mundo en guerra. Historia oral de la segunda guerra mundial, ed. Crítica, Barcelona, 2008, págs. 543)

26/11/13

"Hay muchos soldados que sienten un gran placer destruyendo personas, arrasando cosas... Disfrutan disparando a todo lo que se mueva"

"DOCTOR GRAY:

Es la naturaleza humana, lo ves en jóvenes a los que les encanta romper ventanas para oír el tintineo de los cristales, pero hay muchos soldados que sienten un gran placer destruyendo personas, arrasando cosas y que matarían más allá de lo necesario. Disfrutan disparando a todo lo que se mueva.

 Creo que este aspecto de la naturaleza humana no se ha tratado suficiente-mente, y creo que es una de las causas de la guerra. No sé cuáles son los lí-mites, pero conozco a ciertos soldados, exterminadores, que son muy dife-rentes de los soldados normales, que sólo matan cuando es necesario, y que nunca se vuelven exterminadores.

Supongo que no es muy diferente del placer que sienten los cazadores que matan antílopes o ciervos. Lo he estu-diado como uno de los atractivos del combate, además de la concupiscencia del ojo y el atractivo de la camaradería. Amenaza a toda nuestra civilización y aquí, en Estados Unidos, tenemos ahora estas cosas en la vida civil. Creo que es un punto extremo de la naturaleza humana del que no se puede regresar unos minutos después para lamentarlo. 

Llega a gustar con el tiempo. Y si hablamos de exterminadores experimentados, como eran algunos de las SS, y me temo que también algunos paracaidistas nuestros, no se puede dar marcha atrás de repente y arrepentirse. No digo que estos individuos sean incurables ni nada por el estilo, pero tienden a ser muy siniestros.

 Yo los veía en el campamento de convalecientes: a veces les daba por agredir a los lugareños, tenían mala fama e incluso sus propios oficiales solían te-nerles miedo. No sé en el caso de los artilleros y los pilotos.

Los pilotos son individuos que matan a distancia, pero les gustan mucho los instrumentos, los bombardeos de precisión y todo eso. Pero cuanto más lejos se está del blanco, menos probable es que se comprenda en profundidad el daño que se causa con aquella arma.

 No somos capaces de imaginar lo que sentirán las personas que están a doscientos o trescientos metros de nosotros. Creo que la falta de imaginación es uno de los peores defectos de la humanidad."


(Richard Holmes: Un mundo en guerra. Historia oral de la segunda guerra mundial, ed. Crítica, Barcelona, 2008, págs. 546/7)

9/7/13

Personas que han estado juntas ante un peligro, desprotegidas, con penalidades, desarrollan sentimientos entre sí, una dependencia común que es muy fuerte

"DOCTOR GRAY 

Es algo menos que amistad, es una de las formas básicas de la vida en común, personas que han estado juntas ante un peligro, desprotegidas, con penalidades, desarrollan ciertos sentimientos entre sí, una dependencia común que es muy fuerte, una emoción muy intensa, en gran parte inconsciente, irreflexiva al menos, pero muy real. 

Este desertor ha perdido a su camarada y sentía que había perdido una parte concreta de sí mismo. 

No podría exagerar la importancia de la camaradería, es lo que entendemos por moral. En el ejército, los soldados se entrenan juntos, combaten juntos, comen y duermen juntos, comienzan a sentir que su yo es social y comunal, ya no se sienten contenidos dentro de su propia piel. 

Pueden recrear esta experiencia, y esas experiencias son algo que al menos yo evito como a la peste. Hay algo muy artificial al respecto; no sé si ha estado alguna vez en una convención de la Legión. Cincuentones calvos y barrigudos tratando de comportarse como lo hacían en la guerra y que no lo consiguen... es muy triste, lamentable. 

Quizá debería decirse que esta experiencia de camaradería es algo muy diferente de la amistad, es real, es intensa, pero es breve y está relacionada con el contexto de la experiencia. No se puede recrear; en la vida civil no puedes tener un compañero hasta después de mucho tiempo."

(Richard Holmes: Un mundo en guerra. Historia oral de la segunda guerra mundial, ed. Crítica, Barcelona, 2008, págs. 544)

5/7/13

Gran parte del atractivo de la guerra es sencillamente el atractivo de lo extravagante

"DOCTOR GRAY 

Hablo de la concupiscencia del ojo, una expresión bíblica que me gusta especialmente porque gran parte del atractivo de la guerra es sencillamente el atractivo de lo extravagante. Aunque en esto hay un elemento de belleza. 

En la guerra, los soldados aprenden a experimentar una especie de éxtasis, que literalmente significa salir de uno mismo. Yo trato de pensar en ello desde el punto de vista de una contigüidad. Uno podía ser arrastrado, absorbido por un espectáculo, creo que especialmente en el sur de Francia, el terrorífico bombardeo. 

Cuando llegaban nuestros aviones, yo esperaba literalmente que la costa se despegara y se fuera mar adentro. Pero observar aquello era olvidar que tenías que meterte en lanchas de de-sembarco y salir corriendo hacia la orilla.

 Era un espectáculo horrendo al que creo que todo el mundo, incluido yo, se sentía arrastrado, así que nos olvidábamos por completo de nosotros mismos y, aunque no sea de ningún modo cierto que disfrutáramos, estábamos totalmente absorbidos, perdidos en el espectáculo."


(Richard Holmes: Un mundo en guerra. Historia oral de la segunda guerra mundial, ed. Crítica, Barcelona, 2008, págs. 542)

2/7/13

El amor y la guerra están indisolublemente unidos

"DOCTOR GRAY - Experimenté, tanto en Italia como en Francia, las paradojas más sorprendentes, el contraste entre las tragedias de la guerra y las insistencias del amor. 

Esta clase de contraste me hizo pensar que el amor y la guerra están indisolublemente unidos por mecanismos que no se han estudiado lo suficiente desde los antiguos griegos... los primeros documentos de la civilización occidental hablaban del matrimonio del amor y la guerra, de Afrodita y Ares. 

Las mujeres traían, especialmente en Italia y en Francia, pero también en Alemania, un elemento que contrastaba agudamente con la horrible experiencia del día y creo que muchas mujeres estaban muy emocionadas por aquella experiencia. Había en aquellos lances una ternura de la que carecíamos totalmente en nuestra experiencia militar ordinaria. 

Los dos se complementaban, a menudo hacía posible el avance diario de los soldados; no se podría exagerar la importancia del elemento que aportaban las mujeres. Muchas relaciones eran casuales, muchas un simple desahogo sexual, pero me impresionó un elemento más profundo que había, de ternura, de seriedad, dulzura, amabilidad. 

En aquellos tiempos estaba muy agradecido a las chicas por la alegría que aportaban a una existencia por lo demás sombría.


(Richard Holmes: Un mundo en guerra. Historia oral de la segunda guerra mundial, ed. Crítica, Barcelona, 2008, págs. 541/2)

24/6/13

¿Por qué los soldados del ejército israelí no "rompen el silencio"?

"Cuando los soldados israelíes admiten sus abusos pasados ​​con los palestinos, como hicieron de nuevo esta semana, los defensores de la ocupación a menudo preguntan: ¿Por qué no denunció esto al ejército en ese momento? Un ejemplo personal de por qué es una pregunta capciosa

Yo tenía 37 años, tres años y medio de inmigrante en Israel, reclutado por el ejército israelí para un mes de entrenamiento básico, y me encontré volcando un camión de la basura en el borde del huerto de una mujer palestina. Nos gritaba a mí y al otro recluta que hacía el trabajo en árabe y el conductor del ejército sentado en el camión le contestaba en árabe también a gritos. 

Le pregunté al otro recluta, un nuevo inmigrante de Marruecos, qué decía el conductor, aunque muy bien podía imaginar lo que estaba diciendo la mujer, y me tradujo: "Cállate y vuelve a tu casa, vieja puta". 

Esto fue en 1989 y formó parte de una limpieza en nuestra base militar cerca de Ramallah antes de la visita de un general. Al otro recluta y a mí nos enviaron con el camión para recoger los desechos grandes, los residuos voluminosos de la base que no caben en los cubos de basura y tirarla en otro sitio.

 El conductor nos llevó a la casa de esta mujer y nos dijo que arrojásemos la basura allí mismo, en el borde de la huerta, y así lo hicimos, sin hacer preguntas.

 A lo lejos, unos muchachos palestinos empezaron a gritar "manyak" y a lanzar piedras en nuestra dirección, ninguno estaba lo bastante cerca como para golpearnos, cautelosamente se quedaron bastante lejos-.

 Me sentí avergonzado, sabía que estábamos haciendo algo mal, y el otro soldado también lo sabía, pero vaciamos todo el cargamento de basura en el huerto de aquella mujer. No le dijimos una sola palabra al conductor malhumorado, y cuando regresamos a la base tampoco dijimos nada a nuestro comandante. 

Entonces mis ideas políticas no eran tan de izquierdas como ahora, pero estaban cerca; debería haber votado por Shulamit Aloni y el partido Ratz de Yossi Sarid, debería haber tomado parte en cada manifestación de Peace Now en el inicio de la primera intifada, yo estaba totalmente en contra de la ocupación. Pero al mismo tiempo sentía profundamente que era mi deber para con Israel y para mí mismo servir en el ejército como los demás. 

Lo intenté todo lo que pude en aquel mes de entrenamiento básico. Y la idea de informar a los oficiales del vertido de basura en el huerto de la mujer era algo que no estaba listo para sostener. No quería ser un "alborotador". No quería "delatar" a otro soldado. No quería protestar contra el ejército, quería ser parte de eso. 

Traigo esto a colación en relación con un comentario del suplemento de fin de semana del periódico Yedioth Ahronoth del columnista Yoaz Hendel, que sirvió brevemente como director de Relaciones Públicas de Bibi Netanyahu.

 Explica su "problema personal" con Breaking the Silence, que la semana pasada publicó más testimonios de soldados del ejército de cómo ellos y sus compañeros habían abusado rutinariamente de palestinos. El problema de Hendel es que los soldados no informaron de los abusos del ejército de inmediato, mientras estaban en servicio:
Cuando ocurren violaciones, se espera que el soldado o el comandante tomen medidas para evitar los abusos de los que informan. Esta es su responsabilidad personal y nacional ...El ejército israelí no puede tolerar el abuso de los inocentes ni el silencio de los soldados cuando ocurren las violaciones... Todo lo que se requiere de un soldado con el fin de corregir la situación es informar de las [violaciones] en el sistema a los oficiales al mando, [o] a la Fiscalía Militar.
Este es un ataque común a los soldados que pasan años antes de que puedan reconocer públicamente las cosas terribles que vieron e hicieron a los palestinos: "¿Por qué no informan de inmediato al ejército?" 

Como si Hendel y compañía no lo supieran. Un soldado de 20 años que sirve en Cisjordania no se va volver contra sí mismo, sus compañeros o sus jefes a causa de actos de crueldad o brutalidad que se cometen contra los palestinos. Es prácticamente impensable. Rompiendo el Silencio, Hanna Deutsch dijo a Yedioth lo que era el deber de la ocupación según un oficial de 21 años de edad de la Brigada Nachshon:
El orgullo de la unidad allí es muy fuerte y es difícil plantear la más mínima crítica. Todos estamos íntimamente adoctrinados, sin límites, y no pensar y mantener la boca cerrada. Una vez le pregunté a mi jefe si podía dar un poco de agua a unos pocos presos palestinos que estaban sentados atados al sol. Me lanzó una mirada de desprecio y nunca volví a atreverme a abrir la boca. Me volví indiferentes al sufrimiento de la gente, e incluso si hubiera querido decir algo, no lo hice. Por instinto me quedé callado.
Por supuesto que guardó silencio. Todos lo hacen. También yo que no era un joven recluta maleable, tenía 37 años, manifestante de izquierda, no me atreví a abrir la boca sobre el pequeño acto de humillación que me hicieron llevar a cabo contra la mujer palestina. 

Los soldados de servicio no rompen el silencio. Cuando son jóvenes, tienen por lo general demasiado lavado el cerebro para darse cuenta de que incluso están haciendo algo malo a los palestinos que están bajo su control. Es sólo cuando se hacen mayores y están fuera de ese entorno que sostiene el ejército como un culto, cuando probablemente son capaces de enfrentarse a la verdad acerca de las cosas que vieron e hicieron, y encontrar el valor para hacerla pública. 

Cuando Hendel, los voceros del ejército y otros tratan de socavar el testimonio estos soldados diciendo que debería haber informado al ejército en "tiempo real", están tratando de callarlos ahora como el ejército lo hizo entonces. Los defensores de la ocupación pretenden no saber esto, pero su pretensión es transparente."      (Larry Derfner972mag, Rebelión, 21/06/2013)

18/11/12

Algunos soldados hablan de excitación, placer incluso. “La experiencia es muy intensa, no hay nada comparable a que te disparen"

"Le observo las manos, delicadas, de dedos finos —en el anular la alianza le queda grande, y también el reloj, un viejo modelo clásico, en la muñeca—. Me cuesta imaginar esas manos manejando un arma tan mortífera como la ametralladora M-240 B de 7,62 milímetros (12 kilos y medio, casi un millar de balas por minuto), la que usaba en Irak. Es zurdo, le pregunto si eso es una desventaja para usar armas. Enrojece. “En este mundo ser zurdo es malo para todo”. (...)

Kevin Powers (Richmond, Virginia, 1980), pese a los tatuajes, no se ajusta en absoluto a la idea que puedes tener de un veterano de guerra estadounidense. Tímido, tranquilo, reflexivo, de rasgos finos y apariencia delicada, tiene una voz suave y unos bonitos ojos marrón verdoso que miran con sensibilidad e inteligencia. Además es poeta. 

 Powers, que sirvió un año en Irak (2004- 2005) como ametrallador en una unidad de infantería, ha escrito una (primera) novela excepcional sobre la contienda en la que participó, Los pájaros amarillos (Sexto Piso, 2012), aplaudida unánimemente por la crítica anglosajona, que la elevan a la categoría de clásico, y saludada por Tom Wolfe, nada menos, como “el equivalente de Sin novedad en el frente en las guerras árabes estadounidenses”.

Dotada de un extraño lirismo que hace pensar en La delgada línea roja, la película de Terrence Malick —trazadoras sobre campos de jacintos entre la niebla del Tigris, “la guerra intentó matarnos en primavera (…) era paciente y le daba igual que te amaran muchos o ninguno”— , sin dejar de mostrar todo el salvajismo y la atrocidad del combate, Los pájaros amarillos narra a saltos, yendo adelante y atrás, en Irak, en el campamento de instrucción en Nueva Jersey, en los hogares en Virginia, y en la base en Alemania, la peripecia del soldado John Bartle, de 21 años, que ha prometido a la madre de un camarada de 18, Murphy, cuidar de él. Un empeño en el que —se revela desde el inicio— fracasa. (...)

¿Por qué fue a Irak? “Bueno, estaba en el ejército, mi unidad fue, tenía que ir. Cuando me alisté no estábamos en guerra. Luego sentí que tenía la obligación, con respecto a mis compañeros”. ¿Y por qué se alistó? “No hay una respuesta sencilla. Era muy joven, tenía 17 años, en EE UU no es raro hacerlo, mi familia no tenía muchos recursos y el ejército te financia los estudios; mi padre fue soldado en Vietnam, mi abuelo en la II Guerra Mundial. No se si volvería a hacerlo”.

Estuvo en el ejército ocho años. Uno en Irak. En la tercera brigada de la segunda división de infantería. Dice que fue un reto porque de manera natural no encajaba en la vida militar y la adaptación le fue difícil. En Irak protegía a una unidad de desactivadores de bombas —un reflejo de esa tarea aparece en la novela en el episodio del cadáver bomba amarrado a un puente—.

Powers sirvió en Mosul y Tal Afar, escenarios representados en la novela en la ficticia Al Tafar. ¿Estuvo bajo el fuego? “Sí”. ¿Podría explicarlo? “Me disparaban, balas, cohetes, morteros; patrullas, avances retiradas, emboscadas, no sé qué quieres que te cuente”. ¿Qué sentía en combate? Powers se mira las manos. 

“He tratado de describir la realidad de las circunstancias. Es algo muy intenso pero a la vez transmite una fuerte sensación de irrealidad. Ves lo grave de la situación, pero la aceptas. El área que controlas es muy pequeña, hay mucho azar alrededor. Tienes que dejar mucho al destino”. 

¿Hay espacio para pensar? “En realidad no, es una experiencia eminentemente física, hasta que vuelves, entonces piensas mucho”. Algunos soldados hablan de excitación, placer incluso. “La experiencia es muy intensa, no hay nada comparable a que te disparen.

 El nivel en que tus sensaciones se incrementan es brutal. Parte de la dificultad al volver es saber que nunca experimentarás nada tan fuerte. Nunca te sentirás tan vivo”. ¿Bajo el fuego eres consciente de la posibilidad inminente de muerte? “Sí, ves a gente que muere. 

Pero es más después, al acabar, entonces te llega de golpe la sensación del peligro que has pasado. En pleno combate no tienes el pleno control consciente de tu cuerpo, responde pero sin pensar. Hay miedo, por supuesto”. El entrenamiento ayudará. “Exacto, en el fondo todo es para eso”.

¿Mató a alguien? Powers se mira las manos. “No lo sé”.. Pero disparó a gente… “Sí”. ¿Es una cuestión de pudor?, ¿le produce vergüenza? “Sí, posiblemente. ¿Cómo describirlo? Quizá sea un rasgo para proteger la cordura el no ser consciente de si has matado". Algunos estarían orgullosos, se vanagloriarían. 

“Puede, seguro. No en mi entorno, no vi a nadie jactándose. No vi a nadie disfrutando de la guerra. Esa parte oscura. En uno de mis personajes, el sargento Sterling, hay algo de ese lado”. ¿Hacer literatura de la guerra no traiciona su esencia, no la embellece e intelectualiza de alguna manera?

“No, es como mirarla al microscopio, ves partes que no habías visto. Escribir de la guerra no es traicionarla sino destilarla, con los detalles la iluminas”. ¿Qué opina de la guerra? “Es producción masiva de muerte. 

Algo que solo puede inspirar repulsión. No creo que se pueda malinterpretar mi novela en ese aspecto”. ¿Y no es eso antipatriótico? “No, yo amo a mi país, y contar la verdad es un acto patriótico, no quiero que mis conciudadanos sacrifiquen sus vidas por intereses políticos, en Irak o en Afganistán. 

No me considero una persona política pero para mí es obvio que la versión que nos daban de lo que pasaba y lo que pasaba en realidad no coincidían. Empezando por las inexistentes armas de destrucción masiva iraquíes y siguiendo por la absurdidad de que los iraquíes representaran un peligro para los Estados Unidos”.  (...)

Es consciente de que no se librará nunca de la guerra, pero cree que la experiencia, aunque no se la recomienda ni desea a nadie, tiene algún elemento positivo: “Entiendes de verdad qué frágil y preciosa es la vida, aunque eso no es exclusivo de la guerra, una enfermedad o cualquier otro suceso traumático también te lo puede enseñar”        (El País, 27/10/2012)

25/2/11

"Lo único que recuerdo de aquel momento eran sus ojos, de un azul glacial, como los de mi hermano. ¡No era posible que O'Neill estuviera muerto!"

"Cuando se tiene esta frase: "la mala noticia es que no dormiremos mucho esta noche, pero la buena es que mataremos a unas cuantas personas", hay que lograr publicarla. No importa tanto que uno sea escritor como que esté implicado hasta las cejas en las guerras de Irak o Afganistán. (...)

"Había experimentado antes cientos de ataques aéreos en mis entrenamientos. Pero esto era de verdad... Tres, dos, uno... La cuenta atrás del impacto de las bombas y, de repente, vuelan por los aires dos camiones repletos de talibanes. Sólo quedó metal retorcido y pedazos de carne quemada junto a la carretera". (...)

"Cuando estén bajo el fuego, ninguno de estos hombres dudará en disparar contra el enemigo", relata Fick. "En la Segunda Guerra Mundial, cuando los marines desembarcaban en las playas, muchos de ellos nunca disparaban un solo tiro. Dudaban. Pero estos tipos no".

Y termina Fick preguntándose: "¿Han visto lo que han hecho con ese pueblo [iraquí]? Lo han jodido totalmente, lo han destrozado; estos chicos no tienen ningún problema en matar". (...)

"No se trataba de un ejercicio o una película", dice Craig M. Mullaney, licenciado en West Point y autor de The unforgiving minute. "Aquéllos eran soldados de verdad con sangre de verdad a quienes sus familias esperaban en casa".

Mullaney reconoce que, en parte, escribió el libro como catarsis para superar la muerte de un hombre bajo su mando, el soldado O'Neill. "¿Qué hice mal?", se cuestiona el capitán del Ejército cuyo grupo cayó en una emboscada de Al Qaeda en la frontera entre Afganistán y Pakistán.

"Lo único que recuerdo de aquel momento eran sus ojos, de un azul glacial, como los de mi hermano. ¡No era posible que O'Neill estuviera muerto!". (...)

"sentándome en el Internet-café de la base y con los oídos todavía pitándome por cualquiera que hubiese sido la experiencia de ese día, me ponía a teclear como un loco", describe Buzzell, a quien convencieron para unirse a la guerra diciéndole que en el Ejército se estaba mejor "que en un jodido Club Med de vacaciones".

La guerra le costó al soldado Buzzell su matrimonio y le ha dejado en herencia un diagnóstico de estrés postraumático que le evitó ser enviado a Irak en un segundo turno.

Pero ni su libro ni los de sus antiguos compañeros de filas son un alegato contra la guerra. De hecho, muchos de ellos la apoyan y la defienden. Nunca la cuestionan. Sólo la relatan." (El País Semanal, 07/03/2010, p. 12 ss.)

2/9/10

El placer de la guerra

"He venido hasta aquí en este final de agosto achicharrante siguiendo el rastro de un aviador, Juan Ramoneda Vilardaga, piloto de monoplazas Polikarpov I-16 Mosca, que voló desde Santa Oliva en misiones de caza. De Ramoneda (Ripoll, 1916-Barcelona, 2005) se acaban de editar sus extraordinarias memorias inéditas de guerra ¡Muera la muerte!, España 1936-1939 (Lectio Ediciones), por las que merece pasar a formar parte de la selecta escuadrilla de nuestros aviadores favoritos. (...)

Nuestro hombre, un valiente que se creía antihéroe, que tenía un envidiable porte chulesco a lo Brando y le daba a la ratafía, fue piloto de la legendaria 1ª escuadrilla de moscas cuyo emblema era Betty Boop. "La vida es para vivirla y para gozarla en toda su intensidad", escribe el aviador comunista, que califica la Guerra Civil de "maldita guerra española". De lo insólito de su tono da fe el que al hablar de sus victorias lo hace sin regodearse: "Pude contemplar en diez ocasiones (con bastante seguridad) cómo un avión enemigo caía incendiado a causa de las ráfagas que yo le había disparado".

Y sin hurtar ni un ápice de lo terrible del asunto: "A los pilotos que tripulaban aquellos diez aviones no sé, al final, qué les ocurrió. Desearía, de verdad, que todavía vivieran los diez pero por desgracia creo que la mayor parte de aquellos infelices murieron de la manera más horrible que quepa imaginar... quemados vivos". (...)

No crean que tenía una visión idealizada de la guerra aérea, peliculera, de pañuelitos en el cuello, barones rojos (bueno, rojos sí), arrebatadoras antiparras y caballerosidad. No: los combates en el cielo son "una bestialidad", una mezcla de odio, ira y sadismo, y atracción por el peligro.

Ramoneda cuenta la ocasión en que vio a un camarada de veinte años que desde la barbilla a los ojos tenía un agujero monstruoso. "Me dije a mí mismo que nunca volvería a visitar a un compañero en un hospital con la cara quemada. De lo contrario no sé si hubiera tenido los cojones suficientes para volver a coger un avión e ir al frente".

Pero el señor de los moscas también experimentó el lado más maligno de la caza aérea: sentir "la transformación del ser civilizado en bestia incontrolada" que dispara con saña las cuatro ametralladoras de su avión rociando mortalmente el fuselaje del aparato enemigo; la "alegría de contemplar su lento descenso", el "morbo" de observar que el rival no salta en paracaídas, que "se va a dar el batacazo". Un relámpago de fuego: "El final de tu enemigo, que se joda".

Con Ramoneda he conocido el "pipí del miedo", el que se hace antes de subir a la carlinga para despegar; la forma en que un instructor ruso te llamaba gilipollas, el afán de pillar a un rutilante Messerschmitt 109 (tumbó cuatro, y seis Fiats), y lo que es participar en una batalla de cazas: aviones que caen trazando estelas de humo como el cabello al viento de una mujer, otros entrando en barrenas rapidísimas, paracaídas que se abren "como una gran flor con su brillante seda bajo los rayos solares". (...)

Ramoneda, aunque rudo, escribe en su libro cosas como: "Todo lo que incluía el hecho de volar era bello". Y recuerda con aérea felicidad las locas acrobacias y la manera en que en Kirovabad las avutardas les seguían durante los vuelos de entrenamiento y jugaban con los aviones como delfines del cielo." (El País, 28/08/2010, p. 49)

11/6/09

Mirando la guerra como una película de guerra



Un "marine" estadounidense lanza una granada durante la batalla de Hue, en la guerra de Vietnan, febrero, 1968 (foto don McCullin, El País, Domingo, 13/07/2008, p. 17)

"Un anónimo informante canadiense coincidía con ellos al relatar sus experiencias durante la II Guerra Mundial, cuando, según contó, tuvo ocasión de usar su ametralladora contra 30 alemanes a bordo de un submarino, como si se tratara de "una de esas películas en las que uno ve a los soldados avanzar hacia la cámara y, justo antes de chocar contra ella, se les ve pasar a izquierda y derecha, izquierda y derecha".

En Nam. The Vietnam war in the words of the men and women who fought there (1982), un operador de radio de 18 años confesaba que le encantaba estar "en la zanja y ver a la gente morir. Era tan feo como suena: sencillamente, me gustaba mirar sin importar qué ocurría, recostado, con mi taza de chocolate caliente en la mano. Era como una gran película".

O, como cuenta Philip Caputo, matar vietcongs podía ser divertido porque era como ver una película: "Mientras una parte de mí realizaba una acción, otra parte de mí miraba desde la distancia". En lugar de centrarse en los cadáveres mutilados, los soldados que eran capaces de imaginarse a sí mismos como héroes cinematográficos sentían que eran guerreros eficaces. Semejantes formas de disociación resultaban psicológicamente útiles en el campo de batalla. Al imaginarse a sí mismos participando en una fantasía, los hombres conseguían encontrar un lenguaje que les evitaba tener que hacer frente al horror indescriptible no sólo de morir, sino también de causar la muerte." (Joanna Bourke, "El síndrome John Wayne, El País, Domingo, 13/07/2008, p. 16/7)

El placer del combate...

"Aunque el acto de matar a otra persona en el campo de batalla puede provocar una oleada de angustia nauseabunda, es capaz igualmente de suscitar sentimientos de placer intensos. William Broyles es uno de los muchos soldados combatientes que han expresado esta ambigüedad. En 1984, este ex marine, que había sido además director del Texas Monthly y de Newsweek, exploró algunas de las contradicciones inherentes al relato de las historias de guerra.

Con la familiar voz autorizada de "alguien que estuvo allí", Broyles afirmó que cuando se interrogaba a los soldados combatientes acerca de sus experiencias de guerra, éstos, por lo general, respondían que no querían hablar del asunto, con lo que daban a entender que "lo detestaban tanto y era tan terrible", que preferían mantenerlo "enterrado". Eso, sin embargo, no era tan cierto, comentaba Broyles: "Creo que la mayoría de los hombres que han estado en la guerra tendrían que admitir, si son honestos, que en el fondo también les encantó".

¿Cómo, se preguntaba, podía explicarse eso a la familia y los amigos? Incluso entre compañeros de armas se trataba de una cuestión sobre la que se tendía a ser cauteloso: las reuniones de veteranos eran en ocasiones incómodas precisamente debido a que en cualquier circunstancia resultaba difícil aceptar los aspectos alegres de la carnicería. Describir el combate como algo de lo que se podía disfrutar era prácticamente admitir que se era un bruto sanguinario; reconocer que el alto al fuego decisivo causaba tanta angustia como la pérdida de un gran amor sólo podía inspirar vergüenza.

Con todo, reconocía Broyles, había decenas de razones por las que el combate podía resultar atractivo, e incluso placentero. La camaradería, con la asimilación agridulce del yo dentro del grupo, apelaba a alguna necesidad humana profunda y fundamental.

Y luego (en contraste con ello) estaba el impresionante poder que la guerra confería a los individuos. Para los varones, combatir era el equivalente masculino de parir: "La iniciación en el poder de la vida y la muerte". (...)

En muchos sentidos, la guerra sí parecía un deporte (el juego más excitante que existe, creía Broyles), uno que al llevar a los hombres hasta sus límites físicos y emocionales era capaz de proporcionar una profunda satisfacción (para los sobrevivientes, se entiende).

Broyles vinculaba la felicidad que producía el deporte de la guerra con los placeres inocentes de los niños que juegan a los indios y los vaqueros, gritando "¡bang, bang!, ¡estás muerto!", o con la tensión irresistible que los adultos experimentan al ver películas de guerra en las que géiseres de sangre falsa salpican la pantalla mientras los actores caen al suelo masacrados." (El síndrome de John Wayne. El País, Domingo, 13/07/2008, p. 16/7)