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30/3/17

Olvidó cómo eran los árboles después de décadas de reclusión en las cárceles franquistas

"«La tierra no es redonda: / es un patio cuadrado / donde los hombres giran / bajo un cielo de estaño». Sirvan estos versos para evidenciar la derrota de un poeta que se la juega en cada línea. Noble pugna a base de poemas que anhelan libertad desde el presidio y se quedan en mera redención. 

Digno intento de evasión como digno fue su autor, el poeta salmantino Marcos Ana, histórico preso político comunista que olvidó cómo eran los árboles después de décadas de reclusión en las cárceles franquistas. (...)

“Se suele hablar de la Guerra Civil pero no tanto de estos años de cárceles franquistas, se saben con nombres y apellidos los torturadores de aquella época pero no han recibido ningún castigo, nuestra Transición es así de selectiva”, se queja Campillo. 

 Frente a la impunidad de los verdugos el dramaturgo pone en valor la solidaridad de las víctimas y su compromiso con unos ideales: “Cuando hablas con los supervivientes de aquella época te das cuenta de las ganas que tenían de vivir, de la fuerza de ese comunismo primigenio que les hacía ayudarse para sobrevivir… Conformaron una auténtica comuna en la cárcel de Burgos y la cultura tenía un peso enorme como motor de cambio y esperanza”.

Partiendo de los testimonios de Marcos Ana y de otros presos políticos catalanes que compartieron su cautiverio como Lluís Martí Bielsa y Enric Pubill, y de Antònia Jover, nacida entre rejas, Campillo ha armado un libreto en el que relata el día a día de aquella Universidad de Burgos, como les gustaba calificar a esa terrible penitenciaria, reconvertida en academia gracias a los solidaridad y el amor por la cultura de aquellos reclusos.

Fue ese amor por el pensamiento lo que engendró A voz ahogada, el mismo que ahora revive bajo la dirección de Campillo y la interpretación de Mireia Clemente, Ramón Godino, Jordi Martí y Raül Tortosa, encargados de dar vida a los cinco protagonistas de esta historia que desde este martes y hasta el próximo domingo se podrá presenciar en el Teatro del Barrio."               (Juan Losa, Público, 27/03/17)

28/11/16

"Conocí, como tantos compañeros, la pérdida de la libertad. Sufrí la tortura, viví al borde de la muerte... podía haberme convertido en una bestia, pero al contrario, mi experiencia personal me llevó a la conclusión de que nunca sería capaz de ejercer la violencia contra nadie precisamente porque la he sufrido."

"Se hizo poeta en el lugar más hostil para los versos, una cárcel franquista donde toda la energía se iba en sobrevivir, donde no había paisaje al que mirar. 

Tituló uno de sus poemas más célebres y su biografía precisamente así: Decidme cómo es un árbol. Marcos Ana, el preso político que más tiempo pasó entre rejas, ha muerto este jueves en Madrid, a los 96 años. 

Él habría dicho que fue a los 73 porque solía descontarse esos 23 años que habitó las prisiones de la dictadura. Cada cumpleaños hacía esa diferencia: “Tengo 90 años de edad y 67 de vida; tengo 91, es decir, 68….” Nunca aparentó, en cualquier caso, los inviernos que llevaba encima. 

En una ocasión, a punto de dar una charla en la Cámara de los Comunes, en Londres, le confundieron con su intérprete, un profesor inglés y cojo. Al subir al estrado nadie reaccionó. La gente solo empezó a aplaudir cuando llegó el profesor. 

El público interpretó que el preso que más tiempo había pasado en las frías celdas del Régimen, el que había estado condenado a muerte, el que había sido torturado... era necesariamente el que caminaba con bastón y no aquel hombre alto que se había plantado en la tribuna en dos zancadas.

Con 15 años se había afiliado, como las 13 rosas, a las Juventudes Socialistas Unificadas. Luego se hizo del Partido Comunista. Quiso ir al frente, pero le mandaron de vuelta a casa por no tener edad suficiente. Ingresó en la cárcel con 19 y salió con 42, en 1961. 

Le acusaban de tres asesinatos en Alcalá de Henares por los que ya habían sido fusilados otros presos. En prisión se acostó muchas noches pensando que no llegaría a ver el día porque el Régimen había cometido la ridiculez de condenarle no a una, sino a dos penas de muerte. 

 Finalmente, a él le conmutaron la pena, pero dio el último abrazo a muchos compañeros que no tuvieron la misma suerte. Dedico sus años de libertad a rendirles un homenaje permanente. “Marcos Ana no se ha mirado complacido en el espejo. Lo ha roto en mil pedazos para que en cada fragmento se vea el rostro de sus camaradas”, dijo el premio Nobel José Saramago.

Con sus compañeros de celda creó en la cárcel un periódico clandestino llamado Juventud. Daban clases y organizaban tertulias literarias sobre los libros prohibidos, que eran casi todos. Apoyándose en la parte de abajo del plato de la comida, Marcos Ana empezó a escribir poemas. Los sacaba clandestinamente de prisión. 

A veces, con la ayuda de un guardia. Otras, haciendo que un preso al que quedaban días para salir en libertad, los memorizara. Y empezaron a difundirse gracias a la ayuda de poetas en el exilio como Rafael Alberti, y de los comités de solidaridad con los presos políticos. 

Ahí fue cuando Fernando Macarro se convirtió en Marcos Ana, el seudónimo que escogió uniendo el nombre de sus padres: Marcos Macarro, que había muerto en un bombardeo en enero de 1937 -él mismo encontró el cadáver sobre la acera-, y Ana Castillo, que falleció en la navidad de 1943, después de que a su hijo le condenaran por segunda vez a muerte.

Y con todo, para Marcos Ana lo más difícil, como explicó muchas veces, fue adaptarse a la libertad. Sus ojos sufrían con la luz. Se mareaba en los espacios abiertos. Y fue al verse en la calle cuando supo que había perdido toda su juventud. Cuando se dio cuenta de que, a los 42 años, jamás había estado con una mujer. 

Con sus mejores intenciones, un amigo le llevó una noche a un cabaré, llamó a una chica, le metió 500 pesetas en el bolsillo y le dio las instrucciones: “Para que pases la noche con mi amigo”. “Se llamaba Isabel y era morena, de ojos grandes, hermosísima…”, recordaba a este diario el verano de 2015. Fue incapaz de tocarla. Al final, decidió contarle su historia. 

Marcos e Isabel pasaron la noche juntos, hablando. Cuando, al volver a casa, descubrió que le había vuelto a meter las 500 pesetas en el bolsillo, Marcos deshizo corriendo el camino hasta ella. Pero antes de llegar a su pensión, decidió que si aquel día pagaba arruinaría para siempre el recuerdo de la noche anterior. Entró en una floristería y pidió 500 pesetas en flores. En la tarjeta escribió: “Para Isabel, mi primer amor”.

No volvieron a verse, pero fue al leer ese episodio de su biografía cuando Pedro Almodóvar quiso convertir la vida de Marcos Ana en una película y compró los derechos de Decidme cómo es un árbol.

En París conoció a Vida Sender, hija de unos anarquistas aragoneses y futura madre de su hijo, Marcos. “La cárcel la viví como un militante, y hasta que no conocí el amor no me di cuenta de lo que me habían quitado. Cuando la vi pensé: 'Para esto he salido yo de prisión, para esto estoy yo en el mundo”, explicaba en la misma entrevista

 La convivencia no fue fácil. “Era como un toro”, recordaba ella. Un día le sentó y le dijo: “No quiero ser una segunda cárcel para ti”. "Me regaló otra vez la libertad", explicaba él. El amor dio paso a una amistad que les acompañó toda la vida. 

Les gustaba bajar a una terraza cerca de la casa de Marcos donde el poeta practicaba uno de sus pasatiempos favoritos: ver pasar a la gente e imaginar qué problemas tenían, en qué cosas irían pensando. "                     (Natalia Junquera, El País, 25/11/16)


 "Fueron tantos, que no cabían todos. Muchos aguardaron bajo la lluvia su turno para poder despedirse.  

El auditorio madrileño Marcelino Camacho se ha llenado esta tarde de gente que quería o admiraba a Marcos Ana, el preso político que más tiempo pasó en las cárceles franquistas, 23 años. Falleció el pasado jueves, ya cumplidos los 96, y pese a su avanzada edad, uno de los comentarios más repetidos en el homenaje de esta tarde ha sido la sorpresa que les había causado su muerte. (...)

Juan Diego Botto ha recitado, muy emocionado, el poema que da título a la autobiografía de Marcos Ana, Decidme cómo es un árbol. "Es un hombre que permitió que este país pudiera mirarse a la cara y sostenerse la mirada. Porque él es lo que este país debería haber sido", ha añadido el actor de origen argentino. (...)

 Cuando salió de la cárcel, en 1961, dedicó todos sus años de libertad a homenajear a sus compañeros presos, especialmente, a los que no lograron salir de la cárcel porque murieron antes de hambre,  de frío o fueron ejecutados por el Régimen.

La cantautora Lucía Sócam ha intepretado durante el homenaje un poema que Blas de Otero compuso para Marcos Ana cuando el poeta cumplió 22 años entre rejas. 

El ex fiscal anticorrupción Carlos Jiménez Villarejo ha leído sobre el escenario fragmentos de este discurso del poeta: "Conocí, como tantos compañeros, la pérdida de la libertad. Sufrí la tortura, viví al borde de la muerte... podía haberme convertido en una bestia, pero al contrario, mi experiencia personal me llevó a la conclusión de que nunca sería capaz de ejercer la violencia contra nadie precisamente porque la he sufrido.

 La única venganza a la que yo aspiro es ver triunfando algún día los nobles ideales por los que yo he luchado y por los que miles de demócratas antifranquistas perdieron su vida o su libertad".

Uno de los momentos más emotivos ha sido cuando el hijo del poeta ha recitado, junto al ataúd de su padre, sus versos. "El mejor homenaje que le puedo hacer es leer un poema suyo. Los he leído muchas veces, pero creo que él nunca me oyó".

 Durante una entrevista con este diario, Marcos Ana explicaba que el peor momento de su vida en prisión eran los días de visita, cuando veía a sus compañeros presos abrazar a sus niños. "A mí se me caían las lágrimas pensando que yo nunca iba a tener eso. Mi hijo ha sido, sin ninguna duda, el amor de mi vida", decía. 

Fue Vida Sender, hija de unos anarquistas aragoneses, la mujer que le permitió cumplir el sueño de ser padre tras salir en libertad, en 1961. Hoy, en el auditorio Marcelino Camacho, apretaba emocionada la mano de su hijo,  que también se llama Marcos, y es documentalista. (...)"       (Natalia Junquera, El País, 27/11/16)       


Obra y premios


De su etapa en prisión son los libros Poemas desde la cárcelLas soledades del muro. 
En 2007 publicó su biografía, Decidme cómo es un árbol (Umbriel-Tabla rasa).
En 2009, el Gobierno le concedió la medalla de oro al mérito en el Trabajo.
En 2011, obtuvo la medalla de oro al mérito en las Bellas Artes y publicó Poemas de la prisión y de la vida.
En 2013 publicó Vale la pena luchar, un libro escrito en el contexto de la crisis económica. Se lo dedicó "a la juventud".

22/11/16

Había superado miles de noches y de sacas, frío, hambre, torturas. Y allí estaba, de pie, para salir a mi vida... mis ojos adivinaban los recovecos donde quedaban mis compañeros y en los que se hacinaría el miedo, todavía durante varios años

"(...) Desde que salí de la cárcel, he tratado de vivir cada día al máximo, tal vez en un intento de recuperar aquellos años que me robaron.

Cuando obtuve mi anhelada libertad, algo tan normal como ir al campo, que tan deseoso estaba de ver, me producía un verdadero vértigo. No podía soportar un horizonte lejano, acostumbrados como estaban mis ojos a la verticalidad y a las distancias cortas. La inmensidad me revolvía el estómago y me producía vómitos. (...)

¿Cómo podía ser tan dura la libertad, cuando era lo que más deseaba? Un niño nace y se adapta a la vida de forma natural, pero estaba naciendo a los cuarenta y tres años en un extraño planeta, completamente nuevo para mí.
 Creo que fue el proceso más difícil que he tenido que superar en mi vida. Cosas como tocar la cabeza de un niño, pisar la hierba, mirar las estrellas sin miedo, estar con una mujer, me dejaban noqueado. Solamente estaba tranquilo en mitad de las calles, rodeado de edificios, o en el interior de una habitación.

El 17 de noviembre de 1961 salí en libertad. No recuerdo si hacía mucho frío. Tan solo quería disfrutar de que ya no estaba encerrado. Era un feliz inadaptado. Una nueva vida me estaba esperando. Entonces yo no era consciente de que la dirección del Partido Comunista tenía preparado un futuro para Marcos Ana fuera de España, donde consideraron que sería más útil.

—Prepárese para salir en libertad; después de comer, cuando se arreglen los papeles, podrá usted marcharse — me dijo el director de la prisión.

Franco había anunciado la libertad para todos los presos políticos que llevaran más de veinte años en la cárcel. Fue una especie de brindis al sol, pues del penal de Burgos, de los cuatrocientos sesenta y cinco presos que había entonces, solamente yo cumplía el requisito. Aquello fue el éxito de la generosa campaña mundial de Amnistía Internacional, entonces recién nacida.

Antes de salir, avisé a mi familia y me reuní con algunos compañeros para enviar el mensaje de mi libertad. Desde París, el aparato del partido se pondría en marcha para sacarme fuera de España.

Mi segunda madre, que es mi hermana mayor, Margarita, me esperaba fuera con el tío José y un pariente que tenía un taxi y que nos llevaría a Madrid. Nos abrazamos con fuerza; mi hermana no paraba de besarme, de tocarme, como si aquello fuera un milagro. Realmente lo era: había superado miles de noches y de sacas, frío, hambre, torturas. 
Y allí estaba, de pie, para salir a mi vida. Miré una última vez hacia atrás y, aunque el penal desde fuera no parecía tan siniestro, mis ojos adivinaban los recovecos donde quedaban mis compañeros y en los que se hacinaría el miedo, todavía durante varios años.

Margarita quería ir a Burgos a ver a algunos familiares, pero yo quise alejarme de allí enseguida, aunque la cárcel me seguiría aún como mi propia sombra. Entonces comencé a padecer los primeros episodios de inadaptación. A los pocos kilómetros tuvimos que parar. Estaba deslumbrado por la luz exterior y las emociones vividas: la despedida de los compañeros, el reencuentro, aquel mundo que pasaba por la ventanilla del coche.
 Comencé a sentirme mejor al atardecer. Por la noche me instalé en la casa de mi hermana en Alcalá de Henares. Charlamos hasta altas horas de la madrugada. No recuerdo si dormí bien, pero seguro que soñé con la cárcel. Las galerías de aquellas prisiones surgen todavía hoy en mi sueños más profundos, como una pesadilla.

Mi liberación tuvo una fuerte repercusión internacional. El Ministerio de Información y Turismo, dirigido entonces por Manuel Fraga, publicó un folleto: Marcos Ana, asesino. En él se recordaban las acusaciones de asesinato por las que me habían condenado a muerte. 
Aunque ya no hay por qué, quiero decir una vez más que nada de aquello era cierto, pues si hubiera sido así me habrían fusilado muchos años atrás y nunca me habría salvado de morir en el paredón del cementerio. Este libelo llegó a las embajadas de los paises que visité durante los últimos quince años del franquismo.

Sin embargo, a pesar de su enorme difusión, su rencor chocaba de frente con mi mensaje solidario. Se tradujo a todos los idiomas y sus calumnias me perseguían. Solamente la prensa más reaccionaria sigue tomando en serio aquella sarta de mentiras. Los presos políticos españoles, con remite desde la prisión de Burgos, indignados por las infamias, enviaron una carta a la opinión pública de todo el mundo.  (...)

Como digo, salí de la cárcel virgen y mártir. Había entrado con diecinueve años y sin conocer a una sola mujer de forma íntima. A veces las miraba embobado cuando caminaban por la calle y las seguía durante un ratito. Para mí eran algo completamente nuevo. Hay una mujer, Isabel, que me ayudó mucho en este trance. 
Un día, paseando por la calle, me encontré con José Luis, el hijo de los dueños de la tienda donde había trabajado de dependiente hasta que empezó la guerra. Se mostró muy contento de verme. Me llevó a tomar algo y, después, me invitó a visitar un cabaret. Al principio me pareció que aquello no era muy moral. Pero la excitación que me produjo la invitación ganó la partida. 
En el cabaret había mujeres bailando con muy poca ropa, iban de acá para allá, charlando con otros hombres. Mi amigo me avisó entonces de que tenía que marcharse, pues llegaba tarde a una cena que había organizado en su casa. Se alejó un instante de mí y regresó con una mujer muy joven y atractiva.
 Le dio un sobre con dinero y le dijo: «Esto es para que pases la noche con mi amigo». Yo estaba un poco bloqueado ante la presencia de aquella hermosa mujer que me invitaba a que fuésemos a un hotel. Entonces, aterrorizado, le dije que prefería pasear un poco, ir despacio, y no me quedó otra que contar la verdad: aquella era mi primera vez. 
Ella, conmovida, me tomó de la mano y salimos a pasear. Me invitó a cenar en un lugar de la Plaza de España y me escuchó como quien atiende a un niño contar sus miedos. Fue muy cariñosa. Finalmente fuimos a un hotel del centro, creo recordar que en la calle Echegaray. Volví a avisarle, lleno de inseguridad:

—No sé qué hacer ahora. 

Y ella, acariciándome, me dijo:

—No te preocupes, que tú no tienes que hacer nada. 

Pasamos la noche juntos. A la mañana siguiente ella trajo chocolate con churros para desayunar. Me dejó en la chaqueta el sobre con el dinero y una nota: «Para que vuelvas esta noche». Estuve pensándolo todo el día. Deseaba que pasasen las horas, pero finalmente no fui. No quería romper la magia de aquella primera noche juntos. 
Al día siguiente, caminando por la calle, pasé por delante de una floristería y entré. Gasté las quinientas pesetas que había en el sobre en un enorme ramo de flores. Fui al hotel y le dejé el ramo junto con una nota: «Para Isabel, mi primer amor». 

Aunque su cariñoso recuerdo me visita con frecuencia, nunca volvimos a vernos. 

Todos los días, a una determinada hora, tenía que estar en casa para recibir una llamada del aparato del partido, que trabajaba para sacarme de España. Una mañana, un hombre de rostro amable vino a buscarme. Intercambiamos una consigna y me hizo saber que una pareja joven me esperaba en un coche en la calle. 
Emprendimos el viaje, que transcurrió tranquilo. Al llegar a la frontera, en Irún, nos desviamos de la carretera unos kilómetros, me entregaron un pasaporte falso y me aleccionaron sobre las posibles preguntas que podrían hacerme los agentes.
 Intentaron enseñarme a pronunciar el nombre francés que aparecía en el pasaporte, pero no podía decirlo con naturalidad, no se me dan bien los idiomas. Así que la mujer me puso una bufanda y me dijo que me hiciera el enfermo.

—No hay necesidad de que hables. 

Muy tranquila, cuando llegamos a la frontera entregó los pasaportes y dijo al agente de aduanas: 

—Tenemos prisa, mi marido está muy enfermo. 

Así crucé la frontera española y entré en Francia, mi futuro hogar en el exilio hasta la llegada de la democracia española. Entonces, por primera vez, me sentí liberado. Se disipó el miedo. Podía hablar, moverme y salir y entrar sin reparar en que alguien estuviese al acecho. Era una sensación nueva. 
Paré a dormir con la joven pareja en un hotel cuando ya nos habíamos alejado lo suficiente de España. Tiempo después descubrí que aquella aguerrida mujer se llamaba Lolita, Dolores Sánchez. Y el chófer era su marido.

En París, formalmente documentado como refugiado político, empezó una vorágine. Mi vida pública marcaría el rumbo de los años venideros. 

Mi acto de bienvenida a París tuvo lugar en la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura). Me presentó el gran poeta Louis Aragon, acompañado de Michel Schuwer, secretario de la Conferencia de Europa Occidental por España. Acudieron muchos firmantes del llamamiento a favor de la amnistía.  (...)

En mitad de aquella incesante actividad seguía intentando adaptarme a la vida, con sus momentos extraños y traumáticos. Esta difícil puesta en marcha fue especialmente complicada con las mujeres, cuya presencia seguía removiendo mis complejos e inseguridades más profundas. 
La cultura masculina de la época poco me ayudaba a solventar mis dudas y bloqueos. Bravucones y llenos de mofa, al oír mi historia, los hombres lo único que hacían era ensalzar sus hazañas y conquistas, y aquello me hacía aún más inexperto y pequeño a su lado. 
Puede parecer una tontería, pero para mí no lo fue. Yo era entonces un torpe sentimental que con cuarenta y tres años no sabía desenvolverse bien con las mujeres. Mi aprendizaje tuvo lugar a fuerza de anécdotas. (...)

Poco a poco, tras la libertad, me fui convirtiendo en un hombre normal, es decir, logré adaptarme a la vida. Pero nunca dejé de pensar en los presos que continuaban en las cárceles. En lugar de encontrar refugio en la familia y desquitarme con ellos del tiempo perdido, mi decisión fue ponerme en marcha: llamé a las puertas de todo el mundo llevando el mensaje de aquellos que había dejado atrás. Nunca me sentiré libre si hay un hermano prisionero. Ni entonces, ni ahora. 
Por eso he seguido viajando a aquellos lugares donde no hay libertad: al Sáhara, a Palestina, siempre bajo la bandera de la solidaridad, para conocer la situación de otros pueblos. Mi experiencia me ha hecho ser muy sensible a cualquier tipo de injusticia, pero no es necesario pasar por la cárcel para sentir que todos formamos parte de lo mismo y que la justicia debe repartirse tanto aquí como en cualquier lugar del mundo.

Marcos Ana
Vale la pena luchar"                   (Búscame en el ciclo de la vida, 17/11/16)

15/11/13

"Había sacas todos los días menos los sábados, que los verdugos iban a misa los domingos"

"(...) ¿Cómo es vivir en la cárcel?

No es igual estar ahí por un delito común, que la gente tenía otras cosas que hacer, y que muchos terminaban suicidándose. Nosotros, los presos políticos, estábamos organizados. Teníamos hasta nuestro periódico clandestino y éramos como un universo dentro del universo aquel. Lo difícil era cuando estabas en celdas.

Además, los guardianes practicaban la filosofía de los haraganes y como nosotros poníamos mucha pasión en todo lo que hacíamos les ganábamos la partida siempre. Cuando te castigaban, que yo he estado muchas veces castigado, por la mañana te quitaban el petate y te mojaban el suelo para que no pudieras tumbarte y tuvieras que estar de pie, en una celda en la que solo podías dar seis pasos hacia delante y seis hacia atrás.

Y por la tarde te daban el petate, pero no lo cargaban los guardias sino unos presos que tenían esa función. Así que, por el costado del petate abrían una pequeña raja y allí metían algún papel (que tenía que estar muy manoseado, porque nuevo hace mucho ruido), o comida… 

Pero vamos que había mucha unidad entre nosotros y teníamos la certeza de que estábamos allí por una causa justa. Éramos felices. Como todo en la vida, si estás seguro de lo que haces y de por lo que lo haces, todo va bien.

¿Había torturas dentro de la cárcel?

Sí, sí. A nosotros no tanto. De hecho los presos políticos nos ocupábamos de que no se lo hicieran a los comunes, que a pesar de todo nos tenían como referentes. Les impresionaba nuestra vida, nuestra manera de ser… Pero a los presos comunes cuando estaban revueltos sí que los torturaban.  Y nosotros hacíamos muchas veces plante, para que no se repitiese.

Además, muchos eran chicos jóvenes que estaban allí por haber robado un pan y cuatro cositas. Así que nos ocupábamos de ellos y cuando salían de la cárcel estaban aleccionados por nosotros. 

A lo mejor a los dos años nos volvíamos a encontrar dentro con alguno que había vuelto pero por trabajos ilegales. O sea, que en lugar de mirarlos con desprecio o autosuficiencia les enseñábamos y los  tratábamos con mucho cariño.

¿A usted lo torturaron?

Sí, varias veces. Recuerdo una anécdota… Esto para que veas que las mujeres tienen mucho más coraje y son mucho más impetuosas que nosotros. Una vez me llevaron a torturar junto con tres compañeros. También estaban torturando como a unas seis mujeres. Yo sí aguanté pero mis compañeros no pudieron resistir las torturas y se doblegaron. 

Cuando nos llevaban de vuelta a la cárcel, en una camioneta, me acuerdo que, antes de bajarme, una de las mujeres me abrazó y me dijo: “Muy bien, compañero, has resistido. Te has portado como una mujer“.

¿Se puede decir que hubo genocidio durante todos los años que duró el régimen franquista?

Claro, claro. Yo he visto sacar cada noche a un grupo de compañeros para ser fusilados. Dentro de la cárcel éramos unos 1.200 o 1.300 pero llegaban siempre nuevas hornadas de presos condenados a muerte. Y había sacas todos los días menos los sábados, que los verdugos iban a misa los domingos y no podían, pero durante el resto de la semana si. Era de lo más tremendo. 

Yo también estaba condenado a muerte y… lo pasaban peor, claro, los que se iban para ser fusilados, pero era muy duro también darle un último abrazo a un compañero, que lo querías, que había convivido contigo… (...)

¿Hoy el miedo ha desaparecido?
No, claro que sigue habiendo miedo. Yo tengo una chica que trabaja conmigo, una colaboradora, que me cuenta que cada día que sale a la calle su madre le dice: “hija mía, no te comprometas que mira lo que le pasó a tu abuelo“, porque lo fusilaron en la Guerra Civil. Y ese miedo aún lo tienen muchas familias que piensan que las cosas pueden volver a cambiar. (...)"                      (Entrevista a MARCOS ANA, 13/11/2013)

7/4/09

La venganza, la tortura...

"La guerra terminó para el poeta y escritor Marcos Ana (Alconada, Salamanca, 1920) un día antes. Para él y otros 20.000 republicanos que se habían apiñado en el puerto de Alicante confiados en huir de la derrota en algún barco amigo. Cuando comprobaron que por mar se acercaban dos minadores y el crucero Canarias y que por tierra les apuntaban las ametralladoras de los italianos de la División Littorio, cundió la desesperación y la amargura en aquella ratonera. "Había gente que se saltaba la tapa de los sesos delante de nosotros y otros que se tiraban al agua", rememora. Había quien proponía desplegar una resistencia numantina, pero finalmente se impuso el desarme. Marcos Ana, hasta entonces instructor político en la 8ª División, desmontó su pistola y la arrojó al mar para evitar entregarla.

Los rojos, inofensivos ya sin armas, desfilaron hacia el campo de Los Almendros. Allí amanecen el 1 de abril de 1939 Marcos Ana, su hermano Fabricio y dos compañeros más. "El fin de la guerra me sorprende comiendo tallos tiernos y flores. Para nosotros estaba acabada, no necesitábamos el famoso parte", cuenta. Hambrientos, los republicanos devastan aquel campo como una plaga de langostas. Trituran hierba, flores, cáscaras de almendras. Aun así, Marcos Ana hace hincapié sobre un hecho, que recoge en su biografía Decidme cómo es un árbol (Umbriel): la visita de unos reporteros italianos para filmar su desesperación. "Nos tiraron pan al suelo, pero algunos compañeros dieron voces para que no lo cogiéramos. Prevaleció la dignidad al hambre", cuenta.

Los Almendros fue un encierro de tránsito. En pocos días, Ana, su hermano y sus amigos fueron encerrados en un vagón de mercancías rumbo al campo de Albatera. Comían, dormían, meaban y cagaban en el mismo sitio, encerrados con una alambrada y vigilados por guardias que les vendían puñados de alfalfa a cambio de relojes y chaquetas. A las necesidades físicas elementales se sumaba la inseguridad ante la supervivencia: grupos de falangistas llegados de todas partes examinaban a los presos para seleccionar a los rojos que conocían y llevárselos.

El joven Marcos Ana se hizo pasar por menor de edad y huyó. En Madrid permaneció escondido por su familia hasta el 28 de abril, tras ser delatado por un antiguo camarada con el que había contactado con la idea atolondrada de poner en pie la resistencia. Comenzó entonces una carrera infinita de torturas ("lo que más utilizaban era el apaleamiento frenético y repetido con fustas y vergajos de toro hasta dejarte macerado todo el cuerpo y seguir después, día tras día, golpeando sobre las llagas"), condenas a muerte y cárceles, que le convertirían en el preso político más veterano y símbolo internacional de la lucha contra la represión." (El País, Domingo, 04/04/2009, p. 8)