Mostrando entradas con la etiqueta Formas de supervivencia: colaboracionismo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Formas de supervivencia: colaboracionismo. Mostrar todas las entradas

10/10/22

‘Mi objetivo era sobrevivir’: muchos ucranianos son acusados de colaborar con el ejército ruso... la retirada rusa ha dividido a las comunidades que buscan determinar quién colaboró ​​y quién no... “Ahora, la gente me ve en la calle y me señala con el dedo diciendo: ‘¡Él es!’”... “la gente está hablando de quién fue colaboracionista, quién trabajó para el enemigo”. Y añadió: “Ahora todo el mundo dice: ‘Eres un enemigo del pueblo’”

 "Los funcionarios rusos se acercaron a Ina Mandryka con una propuesta sencilla: si aceptaba abrir su escuela en una ciudad de un territorio ocupado y enseñaba en ruso, sería ascendida de subdirectora a directora.

Para Mandryka, fue una elección fácil. “Me negué”, contestó. “Enseñar el plan de estudios ruso es un crimen”. La escuela, con sus aulas adornadas con coloridas imágenes de jirafas y osos, permaneció cerrada.

Iryna Overedna, maestra de segundo grado en la ciudad de Izium, tomó una decisión diferente. “La maestra que hay en mí pensó: ‘Los niños deberían estar en la escuela’”, dijo Overedna. Además, explicó que necesitaba un salario para alimentar a su familia. Viajó a Kursk, en el suroeste de Rusia, para estudiar el nuevo plan de estudios.

Cuando las tropas ucranianas obligaron al ejército ruso a retirarse caóticamente en el noreste de Ucrania este mes, recuperaron pueblos y aldeas que habían estado bajo ocupación durante más de cinco meses. Al hacerlo, heredaron un dilema legal y ético que involucra algunos temas complicados: ¿Quiénes había colaborado con los rusos cuando tenían el control de los pueblos?

En muchos lugares, los rusos abandonaron tanques y sus propios muertos de la guerra, pero también dejaron las pruebas de posibles crímenes de guerra con fosas comunes y salas de tortura. Para miles de ucranianos, la ocupación se convirtió en un episodio sombrío de colaboración en tiempos de guerra, una acción punible bajo la ley ucraniana.

Pero la situación de muchas actividades no es necesariamente clara, porque están entrelazadas con la vida cotidiana. Las autoridades ucranianas, por ejemplo, no ven a los médicos, bomberos y empleados de empresas de servicios públicos como traidores porque sus trabajos se consideran esenciales para el funcionamiento de una ciudad. Pero los policías, los empleados del gobierno municipal y regional y algunos profesores que aceptaron trabajar bajo el plan de estudios educativo ruso se clasifican como colaboradores.

Los maestros plantean un dilema especial

Los funcionarios ucranianos han sido muy críticos con los maestros dispuestos a seguir la orientación rusa. Dicen que en una guerra destinada a anular la identidad y el idioma ucranianos, aceptar educar a los niños con un plan de estudios que niega la existencia de Ucrania como Estado es un crimen grave.

Hay una gran furia dentro del gobierno ucraniano contra los maestros que trabajaron con las autoridades rusas. Serhiy Horbachov, un funcionario del sistema educativo, dijo que los maestros que colaboraron deberían perder sus credenciales, como mínimo. “A estas personas no se les puede permitir trabajar con niños ucranianos”, dijo en una entrevista. “Será una historia muy difícil y dolorosa”.

Unas 1200 escuelas permanecen en los territorios ocupados. En su contraofensiva, el ejército ucraniano tomó el control de un área que incluía unos 65 planteles. Aproximadamente la mitad abrió el 1 de septiembre para enseñar el plan de estudios ruso, con unos 200 maestros, según dicen los fiscales ucranianos, pero cerraron las instalaciones en cuestión de días cuando el ejército recuperó esas zonas.

No todos serán arrestados, dijo en una entrevista Volodymyr Lymar, fiscal adjunto de la región de Járkov. Se evaluará a los maestros según el papel activo que desempeñaron en la preparación o promoción de la propaganda rusa para los niños, dijo, y se les impondrá el castigo correspondiente. “Para los maestros es un tema difícil”, dijo.

Izium, una ciudad de elegantes edificios de ladrillo del siglo XIX ubicados en acantilados con vista al río Siversky Donets, ahora está casi en ruinas. Cuando los soldados ucranianos la recuperaron, los residentes los recibieron con albóndigas caseras y abrazos. Incluso días después, muchos se sintieron tan aliviados por el final de la ocupación que lloraron describiendo la liberación de la ciudad.

Pero se enojaron por cómo ahora están siendo juzgados por las concesiones que hicieron para sobrevivir a la ocupación, e incluso por pequeños actos de cooperación con el ejército ruso. Su situación es una muestra de un problema más generalizado para los ucranianos a medida que liberan territorio: la división y la desconfianza que surge de las acusaciones de colaboración.

Algunos civiles en el norte de Ucrania ya han huido a través de la frontera a la ciudad rusa de Bélgorod, diciendo que temen represalias por parte de las autoridades ucranianas por trabajar en las administraciones de la ciudad. Otros dicen que las campañas agresivas en las redes sociales los han convertido en objetivos para sus conciudadanos.

Según los residentes de Izium, pocas semanas después de la invasión rusa en febrero, su adormecida ciudad provincial se había transformado en un mundo de horrores: los cuerpos yacían sin recoger en las aceras, los edificios estaban en ruinas y los soldados rusos patrullaban las calles. La gente se confinó en los sótanos para protegerse de los bombardeos.

Pronto, los residentes se vieron obligados a tomar decisiones incómodas.

“Cada persona eligió su destino”, dijo Oksana Hrizodub, una maestra de literatura rusa que se negó a enseñar para los rusos pero dijo que no juzga a quienes lo hacen. “Para las personas que estaban atrapadas aquí, es un asunto personal”, dijo.

La mayoría de los maestros huyeron del territorio antes de la ocupación o se negaron a enseñar el plan de estudios ruso, quedándose en casa sin un salario y sobreviviendo con vegetales en conserva de sus jardines o con la ayuda de los vecinos.

“Estaban presionando a algunos, pero no a todos” para que enseñáramos, dijo Svitlana Sydorova, profesora de biología, geografía y química en la ciudad de Balakliya que se negó a aceptar el programa ruso. “Algunos aceptaron colaborar por su propia voluntad. La policía debería resolverlo investigando cada caso individualmente”.

Otros se escondieron para escapar de las amenazas y presiones de los rusos. Iryna Shapovalova, profesora de inglés, dijo que durante la ocupación se quedó mayormente en casa y evitó llamar la atención. “Tuve suerte”, dijo. “Me escondía junto con mis hijos”.

Overedna, la maestra de segundo grado que accedió a regresar al trabajo, describió lo que caracterizó como pequeños pasos hacia la cooperación con los rusos. Los compromisos morales fueron menores al principio, dijo.

Primero, participó en junio en un proyecto respaldado por Rusia para limpiar los escombros de un centro comunitario, llamado Casa de la Cultura, para que los estudiantes de secundaria pudieran usarlo para un baile de graduación.

Ella y otros recibieron a cambio una “ración de trabajo”, un obsequio de comida, pero dijeron que no lo hicieron tanto por la ración como para darles a los adolescentes una pequeña sensación de normalidad y una celebración.

En el verano, la autoridad de ocupación rusa se puso en contacto con los maestros que habían limpiado la Casa de la Cultura para solicitarles que abrieran las escuelas en el otoño. Antes tendrían que viajar a Kursk para estudiar el plan de estudios. Decidió ir y reanudar la enseñanza.

“¿Y si la ocupación dura años?”, dijo Overedna sobre su justificación. “¿Los niños no deberían ir a la escuela?”.

Ella dijo que no veía el plan de estudios ruso para segundo grado como particularmente politizado. Sí, estaba en ruso en vez de ucraniano y se le indicó que enseñara a dos poetas rusos, Kornéi Chukovski y Mikhail Prishvin. Por lo demás, “fue solo una conferencia de maestros”, como muchas otras a las que asistió a lo largo de los años.

“Mi objetivo era sobrevivir”, dijo. “Para sobrevivir al invierno tenía que comer. Para poder comer, tenía que trabajar. Y, para trabajar, tenía que ir a la conferencia”.

No solo fueron los maestros quienes se comprometieron con el ejército ruso realizando acciones grandes y pequeñas. Serhiy Saltivskyi recibió una “ración de trabajo” que incluía paquetes adicionales de pasta y latas de carne de res por transportar los cuerpos en su camioneta de carga

Al principio, los residentes enterraron a los muertos por bombardeos o por disparos de soldados rusos en tumbas poco profundas en patios y parques. Pero cuando llegó el clima cálido, los rusos pidieron que los cuerpos fueran trasladados a un bosque de pinos en las afueras de la ciudad, un sitio que ahora tiene más de 400 tumbas y que está siendo investigado por crímenes de guerra.

Saltivskyi defendió su papel en esos entierros, diciendo que no había hecho nada malo. “No se puede convertir el pueblo en un cementerio”, dijo. “Había mujeres y niños, y fue difícil, pero ¿quién más lo iba a hacer?”.

La “ración de trabajo” lo ayudó a sobrevivir, pero tuvo un costo después de la liberación. Es una señal de cómo la retirada rusa ha dividido a las comunidades que buscan determinar quién colaboró ​​y quién no.

“Ahora, la gente me ve en la calle y me señala con el dedo diciendo: ‘¡Él es!’”, dijo Saltivskyi.

Yelena Yevmenova, superintendente de un bloque de apartamentos en Izium, entregó una lista de todos los residentes del edificio a los rusos a cambio de ayuda humanitaria. Ella dijo que no se arrepiente, la gente necesitaba sobrevivir, dijo. “Que ahora nos acusen de comer carne enlatada rusa”, afirmó.

Overedna dijo que, en realidad, no instruía a los niños ucranianos en el plan de estudios ruso; la ofensiva ucraniana comenzó antes de que abriera su escuela.

Y no considera que su disposición a enseñar sea un delito. “Enseñar es mi vocación”, dijo en una entrevista en su apartamento, un espacio oscuro y desordenado lleno de cajas de productos enlatados. No hay electricidad y para preparar las comidas cocina en una fogata en el patio.

A pesar de las dificultades, dice que anhela volver a la normalidad del año escolar. “No puedo imaginarme sin estar en un salón de clases”.

También dijo que “la gente está hablando de quién fue colaboracionista, quién trabajó para el enemigo”.

Y añadió: “Ahora todo el mundo dice: ‘Eres un enemigo del pueblo’”."               (Andrew E. Kramer y

4/3/19

La judía que ayudó a la Gestapo en el Holocausto

"Takis Würger, escritor y periodista del semanario alemán Der Spiegel, es el autor del último superventas que ha generado una agria polémica en el mercado literario germano. Se titula Stella, nombre de la principal protagonista de la novela. Stella Goldschlag fue una judía alemana que estuvo al servicio del III Reich para denunciar y capturar a judíos alemanes que fueron enviados a los campos de exterminio. 

A Stella se la ha considerado destacada dentro del grupo de "informadores judíos de la Gestapo", la policía política nazi. Se estima que entregó a unos 300 judíos alemanes. Los nazis hicieron de Stella una colaboradora a base de, entre otras cosas, palizas, torturas, amenazas de muerte y coacciones. En último término, sus padres fueron apresados por los nazis y aseguraron a Stella que, a cambio de su colaboración, no terminarían en Auschwitz. Una promesa que no cumplieron. Sus padres fueron enviados a morir en aquel campo de exterminio en febrero de 1944. Antes, acabaron con igual destino su primer marido, el músico judío Manfred Kübler, y sus suegros. 

Pese a la muerte de sus padres, Stella siguió trabajando para el III Reich. Acabada la Segunda Guerra Mundial, tuvo que enfrentarse a tres procesos judiciales. En uno de ellos, un tribunal militar soviético la condenó en 1946 a diez años de cárcel y trabajos forzados. Después, se convertiría al cristianismo y al antisemitismo. En 1994, con 72 años, se quitó la vida. Saltó por la ventana de su apartamento de Friburgo (suroeste alemán). 

Se ha dicho que la suya es una de las historias "más grotescas" de la Alemania nazi. Esa historia es, precisamente, la que ha servido a Würger para escribir su novela. En realidad, la vida de Stella ya quedó relatada en los años noventa a cargo del periodista alemán Peter Wyden, un judío berlinés que fue en su día compañero de instituto.

Wyden y su familia tuvieron suerte suficiente como para poder gozar de un visado que les llevó a Estados Unidos antes de que comenzara el Holocausto. El periodista acabaría entrevistando y narrando la historia de su ex compañera de instituto en el libro Stella (Ed. Simon & Schuster, 1992). Tras ello, Wyden escribiría: "Me sentí sucio por sus palabras (…). 

Haber compartido la misma clase con Stella se convirtió en algo embarazoso, como haber tenido una cena alegre con un violador".
Takis Würger reconoce en ese volumen una "fantástica fuente" de información e inspiración para su Stella. Otra cosa es que su libro genere opiniones tan favorables como la que él expresa por el trabajo de Wyden. Desde que apareció su novela el pasado mes de enero, buena parte de la critica literaria se ha lanzado contra Würger. Su libro puede estar entre los que mejor se venden estos días en las librerías alemanas. Pero en su caso el éxito comercial está muy peleado con la crítica. 

Entre otras cosas, los críticos no perdonan a Würger recurrir al personaje que traslada la historia al lector. Se trata de Friedrich, un joven suizo que elige en 1942 Berlín como destino para viajar y vivir. Ese personaje es quien conduce el relato. Él se enamorará de Stella y hará amistades entre los SS de Berlín. La fortuna de la familia del joven permite a Friedrich vivir despreocupadamente pese a las estrecheces impuestas por de la Segunda Guerra Mundial.

"Yo no quería que mi amigo Tristan estuviera en las SS. No quería que Kristin [otro nombre que se atribuye a Stella, ndlr.] trabajara para un ministerio. Yo quería que los tres siguiéramos bailando", se lee a través del narrador del libro. En vista de la relación que desarrollan esos tres protagonistas de Stella, hay quien acusa a Würger de haber querido montar en pleno contexto de la Segunda Guerra Mundial y uno de los peores regímenes políticos que ha conocido Europa una relación de personajes a lo Jules, Jim y Catherine en la película Jules et Jim de François Truffaut.

 

"Una abominación, un ultraje, un insulto"


Jan Süselbeck, profesor de estudios alemanes en la Universidad de Calgary, en Canadá, escribía en el semanario Die Zeit una demoledora crítica según la cual Würger había escrito "una abominación" con "estilo de literatura infantil". En las páginas del Süddeutsche Zeitung, un artículo sobre Stella del critico literario Fabian Wolff llevaba por título: "Un ultraje, un insulto y una ofensa real". 
Julika Griem, directora del Instituto para Humanidades de Essen (oeste), llegaba a decir en la radio pública Deutschlandfunk que el volumen de Würger era "deprimentemente malo".

Se le reprocha también haber caído en una representación kitsch del nazismo. No en vano, la edición dominical del Frankfurter Allgemeine Zeitung se preguntaba hace unos días a cuenta de Stella: "¿Qué es esta historia nazi para tontos?"

El libro aspira, según su editor, a "contar lo incontable". Eso, cuando a estas alturas se cumplen casi tres décadas de la aparición del volumen de Wyden. A su publicación en 1992 siguió la publicación de numerosos reportajes sobre Stella Goldschlag en prensa, además de un documental y hasta un espectáculo musical con el nombre de la famosa colaboradora judía del nazismo. 

En base también a la grandilocuente promesa del último libro sobre Stella, el diario izquierdista berlinés Tageszeitung se refería al de Würger como "un timo literario" en un artículo del autor Carsten Otte. Él lamentaba que el ruido generado por el libro haya desencadenado un debate que anime aún más las ventas de la novela. "Este libro tan flojo en tantos aspectos no ofrece una base adecuada para algo así", asegura. Pero esa, ni ninguna otra crítica, ha impedido que Stella siga entre los libros superventas de Alemania."                  (Aldo Mas, eldiario.es, 25/02/19)

21/1/19

“Soy el único judío nazi que conozco. Macabro, ¿no cree?”

"Cuando los alemanes capitularon ante los aliados, el joven Josef Perjell lloró la derrota. No volvió a ponerse el uniforme para luchar en el frente ni lucir la esvástica como miembro de las juventudes hitlerianas. Atrás quedó su convencimiento en la superioridad de la raza y el sueño de una Alemania fuerte que dominara Europa. Hasta ahí, lógico. 

Pero el esquema se viene abajo al enterarnos de que el verdadero nombre de aquel adolescente vencido era Solomon Perel. Y el asombro aumenta aún más cuando nos cuenta que la última vez que vio a sus padres fue en el gueto judío de Lodz (Polonia), de donde salió huyendo tras haberse grabado en la memoria la orden que le dio su madre: “¡Tú tienes que sobrevivir!”.

Cuando este miércoles, a sus 93 años, recordaba aquello en Madrid, la conclusión sobre su comportamiento resulta clara: “Fue un mecanismo de defensa…”. Lo comenta después de haber dado varias charlas invitado por los colegios alemán y suizo. Allí ha contado la historia de aquel chaval que entró en las garras del monstruo para no ser aniquilado por judío y que Agnieszka Holland llevó al cine en su película Europa Europa, basada en sus memorias.

Había salido huyendo de Alemania junto a su familia. Decidieron trasladarse a Polonia. Error. Cuando aquello se volvió una ratonera, él y su hermano mayor escaparon más al este, hacia la Unión Soviética. Pero la Wehrmacht no cesaba en el acoso de los judíos en ningún frente. Cerca de Minsk, tras una persecución salvaje –“no he visto nada igual en mi vida”, confiesa ahora–, los pusieron en fila para identificarlos antes de mandarlos con un tiro a la fosa común.

 “Un oficial me preguntó si era judío y yo respondí que no. No sé de dónde me salió aquella voz, con ese convencimiento. Pero se lo creyó y me salvé”. Poco después se encontraba de vuelta en Alemania, metido en las aulas de una escuela de Brunswick. Allí formaban el espíritu salvaje de las juventudes hitlerianas y allí quedó interno hasta ser reclutado para el frente.

Perel podría haber contado su historia fingiendo dotes de interpretación, como una obra maestra del disimulo. Pero cuando en los años ochenta lo confesó en su libro Tú tienes que vivir (Xorki) eligió la misma franqueza que adopta ahora: “Yo era un nazi convencido. El único judío nazi que he conocido… Macabro, ¿no cree? Me invadió la tristeza con la derrota, me creí el adoctrinamiento absolutamente. 

Confiaba en la superioridad de la raza, en la selección de las especies, en que el mundo debía pertenecer a los más fuertes y que el destino de los débiles era caer. Me sentía uno de ellos y me consideraban como tal. Hasta me avergonzaba de mis orígenes”.

De día ejercía de cachorro hitleriano. Por la noche, al desnudarse y tener que disimular ante otros su circuncisión, en el silencio del dormitorio, se acostaba con la conciencia y el fantasma de su verdadera identidad bajo las sábanas. ¿Se siente un traidor? “No, nunca. Yo obedecí la orden de mi madre. Le juré que sobreviviría y sigo aquí”.

Cuando terminó la guerra, el regreso a Salomón fue natural. Pasó dos años en Alemania hasta que en 1948 decidió emigrar a Israel, donde vive. “Oculté mi historia durante 40 años. No se lo conté a mi mujer ni a mis dos hijos. Pero tuvieron que operarme del corazón y antes decidí contarlo”. Pocos se lo echaron en cara: “Ni moderados ni ortodoxos”, dice. Le comprendieron y aún hoy le conocen bien en su país. “Alguno salió diciendo que antes se dejaba matar a llevar una cruz gamada. Es muy fácil pensar así cuando no corres peligro, pero si se hubieran puesto en mi lugar, ¿qué habrían hecho?”. 

Aun así, de alguna manera se siente extraño: “Cuando acudo a reuniones de supervivientes, me veo como un outsider. Yo no puedo compartir recuerdos de un campo de concentración con nadie, ninguna experiencia similar. Tampoco conozco a nadie que haya pasado por algo parecido, ni me invade el sentido de culpa del superviviente de los hornos que relataba Primo Levi. Creo que soy el único”.

 Hoy se considera libre de aquel delirio, aunque a veces su adiestramiento hitleriano le pese por dentro. “Incluso hoy, muy al fondo, noto restos de aquellos años. Escucho ecos del joven Josef”. Los suficientes como para preocuparse de las señales alarmantes que nota en Europa y por el mundo. “Existen muchas similitudes con aquella época. Los populismos apelan a la desesperación de la gente.

 También, al principio, la mayoría pensó que los seguidores de aquel excéntrico llamado Hitler nunca alcanzarían el poder. Lo consideraban como vemos a muchos líderes de extrema derecha hoy en el mundo, un loco. Y mire…”. Tampoco cree que la receta para combatirlo sea la ambigüedad. “Ni el centro. ¿Qué es el centro? Nada. Sólo se puede combatir el fascismo desde un compromiso de izquierdas. Pero sin violencia".                     (Jesús Ruiz Mantilla, El País, 17/01/19)

19/10/18

Los suicidios...

"El régimen nazi creó una situación de anomia, un ambiente desprovisto de las normas sociales y valores morales tradicionales, en el que el suicidio a menudo servía la única forma de salir de una situación intolerable. (Suicide in Nazi Germany. Christian Goeschel).

No hay forma de probar si hubo una alta o baja tasa de suicidios en los campos de concentración nazis; se estima que el índice era mil veces mayor que fuera de ellos en tiempos de paz. Pero en Alemania las cifras de suicidios estuvieron disparadas desde el final de la Gran Guerra. Con la crisis de la República de Weimar, el suicidio era la salida de las clases medias y la pequeña burguesía que se vieron sumidas en la miseria.

 Una deshonra social. No era extraño que se suicidaran familias enteras, contó el historiador alemán Joachim Fest. En 1932, las cifras cuadruplicaban las de Gran Bretaña y doblaban las de Estados Unidos. En 1939, todavía había el doble de suicidios en Alemania que en Gran Bretaña. Oficialmente las autoridades alemanas registraron 214.409 suicidios entre 1918 y 1933.

En los campos de concentración, el gran trauma era la llegada. Un shock. Se humillaba a los prisioneros con un discurso de bienvenida en el que se les explicaba que valían menos que un perro. Llevaban días viajando hacinados, sin higiene. Al ingresar, se les requisaban sus pertenencias, se les tatuaba y se les rapaba la cabeza. Era una anulación, una despersonalización instantánea. Este impacto inicial, la pérdida de toda esperanza en pocas horas, llevó a suicidios masivos.

La adaptación a la nueva situación solo era posible si el prisionero alcanzaba el único estado de autodefensa posible: la apatía. Si reparaba en lo que estaba obligado a presenciar o en las actividades en las que tenía que participar, estaba perdido. Solo sobrevivía quien se concentraba en una sola cosa, sobrevivir cada día.

Según Victor E. Frankl, psicólogo austriaco que fue encerrado en campos de concentración por su origen judío, la desnutrición y la falta de sueño ayudaban a alcanzar ese estado de apatía. En algunos casos iba tan lejos que se perdía todo tipo de contacto con la realidad sin posibilidad de vuelta atrás. Quienes caían en ese estado eran los llamados Musselman, que se dejaban morir lentamente.

Además, otros sentimientos necesarios para sobrevivir en el campo, según Frankl, eran el resentimiento y la envidia hacia, por ejemplo, los internos que se encontraban en mejor situación o tenían privilegios. Eso ayudaba a seguir adelante, el rencor. Un psiquiatra estadounidense, Paul Chodoff, encontró que, incluso, asumir los valores de los guardias del campo era un mecanismo de adaptación que ayudaba a sobrevivir. Los que no se acoplaban a estas nuevas realidades y sus exigencias fueron los que se quitaron la vida.

Algunos se suicidaron y se lanzaban a la muerte cogidos  de las manos; el 14 de octubre de 1941, por ejemplo, la SS informó de que dieciséis judíos habían muerto «saltando a la cantera». Los hubieran empujado o no, los hombres de la SS eran culpables, una responsabilidad que se tomaban a la ligera. Cuando llegaron más convoyes de judíos a Mauthausen, los agentes de la SS bromearon, dando la bienvenida a su nuevo batallón de «paracaidistas». (Historia de los campos de concentración nazis, Nikolaus Wachsmann)

El grupo al que se pertenecía y la solidaridad que se establecía entre sus miembros también era fundamental. Los comunistas o los testigos de Jehová fueron grupos muy homogéneos. Además, según la teoría del suicidio, si la culpa de la frustración se puede dirigir a algo externo, es menos probable que se produzca el trágico desenlace. Primo Levi, que puede que se suicidase años después —aún no están confirmadas las causas de su muerte—, dijo que la lucha por la supervivencia diaria disminuía la probabilidad de quitarse la vida. Sumar un día vivo más a la hora de irse a dormir.

La información podía marcar la línea entre el suicidio o la supervivencia. Entre los que trabajaron en fábricas de armas y escuchaban noticias sobre la evolución de los frentes hubo menos suicidios. Y al revés, en los primeros compases de la contienda, las noticias de las conquistas nazis los aumentaron. 

El psiquiatra alemán Thomas Bronisch señala que cuando más suicidios hubo en Dachau fue con ocasión de los Juegos Olímpicos de Berlín, la anexión de Austria y Checoslovaquia y el pacto germanosoviético. La historiadora Kathryn Atwood apunta que los judíos que huyeron a los Países Bajos se suicidaron inmediatamente cuando estos territorios cayeron poco después en manos de Hitler.

También hubo suicidios provocados. El ejemplo que cita Bronisch es el de cuando los miembros de las SS asesinaban bebés, por ejemplo, estrellándolos contra un árbol. Las madres que lo presenciaban quedaban tan impactadas que podían suicidarse pocas horas después. Era un tipo de escena que se solía presentar cuando algún miembro de las SS estaba borracho y pretendía darle la bienvenida a Auschwitz a un convoy recién llegado.

La primavera de 1944, los de la Lager-SS asesinaron a varios miles de chiquillos de uno y otro sexo. En el campo principal de Kaunas, tal acción estuvo precedida por una fiesta infantil concebida a modo de tapadera por el comandante local. Las deportaciones subsiguientes fueron acompañadas de escenas terribles: los padres gritaban e imploraban a los de la SS mientras se llevaban a los menores. Hubo quien subió con sus hijos a los camiones para darles la mano mientras se dirigían al lugar en que iban a morir, y familias enteras que se suicidaron antes de que la SS pudiese dividirlas. (Historia de los campos de concentración nazis, Nikolaus Wachsmann)

Pero Frankl subraya que existió la figura del suicidio subversivo. El que se quitaba la vida porque quería morir sin autorización de las SS. Sin esperar a su sentencia de muerte. El tipo más conocido era lanzarse contra la alambrada electrificada. Según el testimonio de Morris Kesselman, un superviviente, contra las vallas se arrojaban «los más viejos, los más inteligentes». Para los más jóvenes y menos formados era más fácil resistir.

No obstante, la desesperación fue más común en situaciones menos escalofriantes. Sobre todo en los pogromos para detener a los judíos, es ahí donde más se suicidaron. Christian Goeschel piensa que para los judíos de la época, antes de la detención, llevar encima cianuro fue una cuestión de rutina, pese al tabú judío ante el suicidio. Matarse a uno mismo se convirtió en una salida aceptable dada la gravedad de la situación. En Austria, cuando se produjeron las deportaciones, se suicidaron cientos en pocos días, como explica Richard Evans en su trilogía sobre el Tercer Reich. Muchos lo hacían en el momento de recibir la carta con la orden de deportación. Cita el caso de la viuda del pintor Max Liebermann para dar las cifras globales:

La enterraron en el cementerio judío de Weissensee, donde el año anterior habían enterrado a ochocientos once suicidas frente a doscientos cincuenta y cuatro en 1941. Hasta cuatro mil judíos alemanes se suicidaron entre 1941 y 1943, solo en el último trimestre de 1941 el número ascendió a ochocientos cincuenta. 

Por entonces, los suicidios de judíos conformaban casi la mitad de todos los suicidios en Berlín, a pesar de que la comunidad judía superviviente era muy escasa. En su mayor parte, se trataba de ancianos, e ingerir veneno, el método más común, lo veían como una manera de hacer valer su derecho a poner fin a su propia vida cuando y como ellos querían, en lugar de morir asesinados a manos de los nazis. Algunos hombres se ponían las medallas por el servicio en la Primera Guerra Mundial antes de suicidarse.

Emil Fey, que se había destacado en la derrota del levantamiento nazi en Viena en 1934, se suicidó cuando se produjo la anexión de Austria, no sin antes matar a su mujer y a su hijo. Los austriacos no eran buenos nazis, dijo Alfred Pogar, pero sí eran excelentes antisemitas. Según Carl Zuckmayer, con los pogromos, las ciudades austriacas se convirtieron en «un cuadro del Bosco». Hasta Heydrich tuvo que llamar la atención a sus ciudadanos por sus desmanes. En el último cuatrimestre de 1941 se suicidaron ochenta y siete judíos en Viena, que se sepa, y doscientos cuarenta y tres en Berlín.

Entre los judíos de Viena abundaron los suicidios, porque muchos prefirieron morir a vivir gobernados por los nazis. William Shirer escribió que un amigo había visto como «un tipo de aspecto de judío» estaba en un bar y «poco después, se sacó del bolsillo una vieja navaja de afeitar y se cortó el cuello». Goebbels incluyó en su diario, el 23 de marzo de 1938, la siguiente nota cínica: «En el pasado, los alemanes se quitaban la vida. Ahora es al revés». (El Holocausto. Las voces de las víctimas y los verdugos, Laurence Rees).

Lo que llamó la atención de los nazis es que luego los judíos del gueto de Varsovia no se suicidasen en masa como los austriacos después del Anschluss. Primo Levi escribió en su trilogía sobre Auschwitz que era más fácil suicidarse después de sobrevivir al campo de concentración que durante la experiencia. Hubo muchos casos posteriores, algunos inmediatamente posteriores. Y señaló que tanto los historiadores soviéticos como los occidentales coincidieron al observar que hubo pocos durante la privación de libertad. Dio tres motivos.

 Uno, el suicidio es humano, no animal. Cuando vives como un animal, te puedes dejar morir, como un animal, pero no quitarte la vida. Segundo, la jornada estaba completa de principio a fin, no tenían tiempo de pensar. «Por la inminencia constante de la muerte faltaba tiempo para pensar en la muerte». Y tercero, no podían sentir culpa, algo que motiva el suicidio en algunos casos, porque ya estaban expiando con sufrimientos diarios.

La culpa llegaba después. Cuando se recordaba haber omitido socorro a otro interno más débil. Su petición de ayuda podía llegar a obsesionar toda una vida. «Recuerdo, también, y con desasosiego, que muchas más veces me alcé de hombros impacientemente a otras solicitudes, y precisamente cuando ya estaba en el campo hacía casi un año y había acumulado una buena dosis de experiencia: pero también había asimilado bien la regla principal de aquel lugar, que ordenaba ocuparse de uno mismo antes que de nadie», reconoció Levi.

En una entrevista a una médica que salvó muchas vidas, Ella Lingens-Reiner, publicada en Prisoners of Fear, de Victor Gollancz, dijo: «¿Cómo he podido sobrevivir en Auschwitz? Mi norma es que en primer lugar, en segundo y en tercero estoy yo. Y luego nadie más. Luego otra vez yo; y luego todos los demás». En este sentido, los testimonios de los judíos que tomaron parte en las tareas del campo, tales como colaborar en el gaseo y cremación de los otros prisioneros, dan prueba de ello.

Morris Venezia se siente aún más responsable por sus acciones y sostiene que «nosotros también nos convertimos en animales… cada día estábamos quemando cadáveres, cada día, cada día, cada día. Y llegas a acostumbrarte a ello». Cuando escuchaban los gritos que provenían de la cámara de gas «pensábamos que debíamos matarnos a nosotros mismos y dejar de trabajar para los alemanes. Pero incluso suicidarte no es tan sencillo». (Auschwitz. Laurence Ress).

Durante la guerra, en el ejército alemán se registraron mil ciento noventa y seis suicidios entre el 1 de abril de 1939 y el 30 de septiembre de 1941, según los datos de la Inspección de Sanidad militar (Heeressanitatsinspektion). Solo en septiembre de 1943, la cifra llegó a seis mil ochocientos noventa y ocho. Lo atestigua un telegrama enviado por Martin Bormann a Himmler quejándose por la alta tasa de suicidios dentro de la Wehrmacht. 

No obstante, William Craig en La batalla de Stalingrado pone en boca de Hitler la siguiente reflexión: «En Alemania, en tiempo de paz, de dieciocho a veinte mil personas se suicidan cada año y, sin embargo, nadie se encuentra ante una situación así. Y aquí hay un hombre [Paulus] que ve a cincuenta o sesenta mil soldados suyos morir defendiéndose bravamente hasta el final. ¿Cómo ha podido él rendirse a los bolcheviques?… Esto es algo que uno no puede entender del todo».

Lo escalofriante es la gran cantidad de gente que se suicidó llevándose a sus familias por delante. Lo de Magda Goebbels no fue un caso aislado. En el libro Suicide in Nazi Germany de Christian Goeschel se citan casos como el de una mujer que, tras el suicidio de su marido, mató a sus dos hijos y luego se cortó las venas. En la familia Böhm-Bawerk, el marido había huido y su mujer, su hermana y su hija se quitaron la vida. O el farmacéutico de Feldberg que mató a sus hijos y se quitó la vida después.

En los pueblos de la comarca se repetía la misma escena: soldados borrachos, aristócratas muertos. Una mujer había matado ella sola a tiros a quince miembros de su familia y se había suicidado arrojándose al agua.

La propaganda nazi fue tan intensa a la hora de inocular el miedo al Ejército Rojo que hubo una oleada de suicidios ante su llegada. Hay un libro cuya lectura es escalofriante. Después del Reich, de Giles MacDonogh, que cuenta cómo se abrió la veda contra los alemanes tras su derrota. Entre los nazis con responsabilidades, la oleada de suicidios fue de gran envergadura.

La culpa también obraba de modo indirecto. Fritz Haber, inventor del Zyklon-B, tuvo que ver en 1915 cómo su primera mujer, Clara, que también era química, se había suicidado con la pistola de su marido, «al parecer, avergonzada y horrorizada por el cariz que habían tomado sus investigaciones», detalló Philip Ball en Al servicio del Reich. También se suicidó su hijo Hermann, en 1946, debido a la obra de su padre, que era judío, por cierto.

El periodista Konstantín Símonov fue de los primeros en llegar al Tiergarten, en Berlín. Se encontró a los animales escuálidos del zoo entre los cuerpos de los SS que se habían suicidado. «En un cubículo encontró a un general de las SS muerto con la guerrera desabrochada y una botella de champán entre las piernas. Se había suicidado junto con su amante».

 El actor Paul Bildt se suicidó junto a veinte personas, entre ellas su hija, aunque él no tuvo éxito y les sobrevivió a todos doce años más. Para Michael Burleigh, autor de El Tercer Reich, se había ligado de tal manera a los hombres con su militancia que los suicidios fueron el único final concebible de la historia.

Con el hundimiento, la desgracia les llegó a las comunidades de alemanes fuera de Alemania. En Checoslovaquia hubo disturbios y algaradas exigiendo la expulsión de los alemanes. En el verano del 45, les pusieron brazaletes blancos con la letra «N» de Nemec (‘alemán’ en checo), les pintaron esvásticas en la espalda y tenían prohibido sentarse en bancos públicos, caminar por la acera o entrar en restaurantes, escribió Anne Applebaum en El telón de acero.

Al final, veinte mil tuvieron que dejar el país a la fuerza. Está registrado que en 1946 se suicidaron cinco mil quinientos cincuenta y ocho alemanes residentes en Checoslovaquia. En la ciudad de habla alemana Iglau (Jihlava en checoslovaco) se suicidaron mil doscientos alemanes cuando se produjo su caída. Antes de Navidad, la cifra había ascendido a dos mil. 

En Brüx (Most) se suicidaron entre mayo, junio y julio dieciséis alemanes al día, a menudo familias enteras. En Polonia, en Breslau, morían entre trescientos y cuatrocientos alemanes al día. Según MacDonogh, la cifra hubiese sido mayor de haber tenido los alemanes gas en la cocina. En Grünberg, en la Baja Silesia, se estima que se suicidó una cuarta parte de la población.

Si hubo un candidato al suicidio tras la ocupación soviética, eran las mujeres. Tras las violaciones a las que fueron sometidas sistemáticamente por las tropas soviéticas, en las que podían quedar embarazadas o contraer enfermedades venéreas, se suicidaban en masa. En los diarios de Ruth Friedrich, una amiga le dice: «Necesitamos suicidarnos, es indudable que no podemos vivir así». Había sido violada por siete soldados. En su libro, Goeschel explica que el suicidio de alemanes tras el final de la guerra fue algo «rutinario». 

Primero, por las políticas de terror de los nazis contra los propios alemanes conforme la guerra se acercaba a su final. Luego, por miedo a los soviéticos y, después, a consecuencia de los ultrajes a los que les sometieron estos.

En la Unión Soviética, el suicidio era considerado un comportamiento cobarde. Impropio de comunistas. Al principio, con la creencia de que podía prevenirse, hubo estudios y estadísticas, pero en 1920 fueron prohibidos, explican Karolina Krysinska y David Lester en Suicide in the Soviet Gulag Camps. En 1925, Yemelián Yaroslavski, miembro del Comité Central, manifestó que los suicidios se caracterizaban por una voluntad y carácter débiles de personas sin fe en la fortaleza del partido. En definitiva, el suicidio, entendido como un acto de libre voluntad y una elección del destino de cada uno, no se adecuaba a la mentalidad colectivista del sistema soviético.

En los gulag, que eran fundamentalmente campos antiélite, había muchos prisioneros con educación, por eso el shock de ingreso debería haberles afectado más. Sin embargo, según esta investigación, las principales causas de la muerte fueron las epidemias, de tuberculosis, neumonía o disentería, también las congelaciones y enfermedades relacionadas con el hambre o el trabajo en condiciones inseguras, pero el suicidio nunca tuvo una relevancia especial. 

Según Solzhenitsyn, los suicidios eran «asombrosamente raros, quizá menos frecuentes entre los presos que entre la gente libre». De hecho, cita en su famoso libro el caso de suicidas que se ahorcaron el día de recobrar la libertad.

Ni siquiera a los fuertes les quedaba un medio para luchar contra el sistema penitenciario, como no fuera el suicidio. (…) Pero ¿es lucha el suicidio? ¿No es claudicación?¿Acaso no se debía a eso la asombrosa escasez de suicidios en el campo? En general eran muy pocos, aunque cada recluso recuerde probablemente algún caso de suicidio. 

Pero seguro que recuerda muchos más casos de evasión. ¡Evasiones sí había más que suicidios! (Los celosos defensores del realismo socialista pueden felicitarme: me inclino decididamente por la línea optimista (…) Incluso creo que, estadísticamente hablando, el porcentaje de suicidios en el campo era menor que en la vida normal. (Archipiélago Gulag)

Si había suicidios, solían ser entre extranjeros, especialmente los occidentales, gente «no acostumbrada como los rusos a hacer frente a los desafíos y dificultades de la vida», pensaba Solzhenitsyn. Ósip Mandelshtam, un poeta condenado por escribir un poema contra Stalin, observó que el suicidio era muy raro entre los delincuentes y más común entre los intelectuales.

 Echar a correr fuera de los límites del área de trabajo para ser disparado era una de las formas más comunes. Ahí Solzhenitsyn sí que escribió que los que echaban a correr hacia la estepa y eran abatidos a tiros, tenían «una orgullosa forma de suicidio». Y ese era el ejemplo de mayor resistencia a la autoridad que podía encontrarse en el campo.

En la documentación del NKVD aparecen casos como uno que tuvo lugar en el campo de Dritrovsky, en diciembre de 1935, donde unos prisioneros, tras un castigo de cuatro días sin comer, intentaron cortarse las venas. Figuraba un informe de la industria maderera que relacionaba la escasez de comida con el índice de suicidios. Si bien muchas veces este no era un castigo deliberado, sino consecuencia de problemas en toda la URSS.

 Elinor Lipper, que estuvo once años en Siberia, dio testimonio de que en los traslados hubo prisioneras que trataban de ahorcarse en el vagón, o en los barcos quien se lanzaba al agua para morir ahogado. En los hospitales, contó Lipper, los internos trataban de acelerar la muerte. También hubo casos de, sin más, dejarse morir, como los Musselman de los campos nazis.

Según Anne Applebaum, en su estudio Gulag: A History, la dignidad humana salvaba vidas. En el sentido de que mantenerse limpios y conservar rutinas como afeitarse cuando les era posible, ayudaba a los prisioneros a que no cayeran en la desesperación y acabasen matándose. Según explicó en su obra, algo que impedía el suicidio era la falta de intimidad. Había decenas de personas en cada celda. Tenían que defecar a la vista de todos. Cita casos de personas que, en mitad de la noche, intentaban suicidarse cortándose las venas con los dientes, pero eran delatados en el acto por algún compañero de habitáculo que permaneciera insomne.

El búlgaro Tzvetan Todorov escribió que, para los internos del gulag, el suicidio era una oportunidad para ejercitar el libre albedrío. Al suicidarse, uno cambia el curso de los hechos, explicó, aunque sea por última vez en la vida. «Los suicidios de este tipo son actos de desafío, no de desesperación».
Shalámov, un exprisionero de los campos de Kolyma, escribió una paradoja. Pensar en suicidarse le mantenía con vida. La conciencia de que había reunido fuerzas para quitarse la vida en un momento dado le daba voluntad de vivir. Fue mucho más frecuente la automutilación o autolesión. 

Lipper contó que algunos se envolvían un pie en trapos húmedos para que se les congelase. Otros se cortaban un dedo, se reabrían heridas, se rociaban con algún producto químico para quemarse la piel. Este tipo de conductas estaba muy perseguido, se consideraba sabotaje a la producción, y podía costar una sentencia de muerte. Pero lo que se observa en ellas es voluntad de vivir, lo contrario del suicidio, era sacrificar una parte del cuerpo para salvar el resto, opinaba Solzhenitsyn. 

Los que sí lo pasaron realmente mal y contemplaban con frecuencia quitarse la vida, según el Nobel, fueron los comunistas convencidos que iban a parar al gulag:

Zosia Zalesskaia, una polaca de la nobleza, que había entregado toda su vida a la «causa del comunismo» trabajando en el Servicio Secreto soviético, trató de suicidarse tres veces seguidas durante la instrucción: se ahorcó, la descolgaron; iba a cortarse las venas, se lo impidieron; saltó a una ventana del séptimo piso, el adormilado juez de instrucción tuvo tiempo de sujetarla por el vestido. Tres veces la salvaron para fusilarla luego.

En El siglo soviético, de Moshe Lewin, se cita la obra The year 1937, de Oleg Jlevniuk, que puso de manifiesto que en la etapa del Gran Terror hubo múltiples formas de resistencia. Y una de ellas fue una oleada de suicidios. Para la propaganda, el suicidio de un sospechoso probaba su culpabilidad, pero no lograron reducir el índice de personas que se quitaban la vida. 

Todas las medidas fueron infructuosas: «Los suicidios se contaban por millares. En 1937, se produjeron solo en las filas del Ejército Rojo setecientos ochenta y dos casos. Un año más tarde, la cifra aumentó hasta ochocientos treinta y dos, sin contar los casos en la marina. Estos suicidios no siempre eran actos desesperados cometidos por personas que se sentían impotentes; también eran valientes manifestaciones de protesta».

No en vano, según Ian Grey, el suicidio llegó a preocupar a Stalin. No solo porque lo cometiera su mujer, Nadezhda, sino porque le parecía una forma de traición. De hecho, en 1945, Vasili Chernishev, director del Gulag, envió un memorándum a todos los campos quejándose del comportamiento de los guardias, entre los que había detectado, por supuesto, altas tasas de suicidio."               (Álvaro Corazón, El País, Jot Down)

15/9/16

Le explica que desde que han aparecido las pintadas contra él en el pueblo ya no puede saludarle porque “le traería problemas... y el Txato le responde: "¿Alguna vez te han dicho que eres un cobarde?"

"(...)  PREGUNTA. Hay un momento en ‘Patria’ en el que Joxian se encuentra con el amenazado y luego asesinado Txato, que hasta entonces ha sido su mejor amigo. Le explica que desde que han aparecido las pintadas contra él en el pueblo ya no puede saludarle porque “le traería problemas”, pero que le saludará con el pensamiento. Y el Txato le responde: "¿Alguna vez te han dicho que eres un cobarde?". ¿La historia de ETA es una historia de matones y cobardes y poco más?

RESPUESTA. En parte, sí. Pero lo que yo ofrezco al lector es una ficción, ese episodio en concreto me lo he inventado. Eso no quiere decir que fuera imposible, porque en ese caso yo no lo hubiera introducido. Y a continuación extrapolamos, cometemos el error de Don Quijote que ataca el Teatro de Títeres por considerar que la ficción es real. 

En esa sociedad vasca en la que imperaba la violencia, y no me refiero solo a la violencia más llamativa, a la que llegaba a los periódicos, sino también a otra de tipo más cotidiano, hubo una gama muy amplia de comportamientos. Esos comportamientos no interesan a la historiografía por ser subjetivos y quedar fuera de su potestad. Esa es la mía, la del escritor de novelas. Yo estoy llamado a indagar en la condición humana desde la palabra escrita. 

Y la condición humana no se puede describir sin tener también en cuenta los comportamientos de las personas, lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace. Así, una novela no responde a la pregunta de qué pasó —que también—, sino a la de ¿cómo se vivió aquínbsp;Y el lector se pone entonces en la situación de preguntarse: ¿qué habría hecho yo? (...)

P. Por cierto que la 'omertá' que durante tantos años se enseñoreó del País Vasco pareció afectar también a la literatura sobre lo ocurrido, impresionantemente escasa para tan graves sucesos. Apenas un puñado de páginas, algunas de ellas escritas por usted. ¿Los escritores vascos pagaron su propio impuesto revolucionario con silencio? ¿Fueron tan cobardes como los demás?

R. Es que ese colectivo de escritores vascos no existe, no forman un grupo homogéneo. Existen vascos que escriben. De hecho, se supone que el escritor es aquel que se va a expresar desde una perspectiva propia. Si no lo hace, no está cumpliendo con su tarea. Y así lo que escriben unos se completa con lo que escriben otros. Ha habido escritores cómplices con el terrorismo, es evidente, han puesto su escritura al servicio de una causa.

 Es muy difícil dar frutos valiosos desde esa perspectiva, entre otras cosas porque no es la perspectiva de un hombre libre. Y después naturalmente ha habido miedo. Cómo no lo va a haber entre agresiones y asesinatos. A mí no me gusta juzgar desde la posición de uno que vive lejos a los hombres concretos que sufrieron esta situación.

 También es cierto que los escritores necesitamos un recorrido mayor que, por ejemplo, los periodistas que narran la actualidad. Pero nosotros introducimos en nuestros hábitos la humanidad completa, que decía muy perspicaz Ernesto Sábato. Conseguir esto no está al alcance de cualquiera. Uno lo intenta y puede fallar. De manera un tanto exculpatoria, entiendo que los escritores hayamos sido los últimos en llegar.

 Pero nosotros estamos llamados a dejar las palabras perdurables. Cuando nuestro testimonio tiene calidad estética, se convierte en universal. Recuerdo que cuando yo veía el 'Guernica' en los libros de texto con 10 años, ya me hacía una idea concreta de quiénes habían sido los malos durante la Guerra Civil. El hecho estético es irrebatible.

P. A propósito de la Guerra Civil. ‘Patria’ arranca con el final de la violencia armada y con la negativa de una viuda a aceptar el olvido como pilar fundamental de los nuevos tiempos. Se me ocurre una analogía con las víctimas la Guerra Civil. Los del bando nacional pudieron llorar a los suyos, mientras que los del republicano tuvieron que enjugar sus lágrimas durante cuatro décadas. ¿Las víctimas de ETA pueden hoy en Euskadi llorar en paz?

R. Las heridas todavía están abiertas y supurantes. Se siguen produciendo homenajes a presos de ETA liberados y en el pueblo los reciben con música y ceremonias de ensalzamiento. Puedo imaginarme que a una persona a la que le hayan matado al padre ese tipo de escenas le reproduzcan el dolor.

Que no haya atentados, sin duda alivia, aunque no tenemos la garantía de que no se vayan a volver a producir. Pero en la sociedad se nota que se han perdido la crispación y el miedo cerval que había hace unas décadas. Si a esta situación se le puede llamar 'paz'... 

No sé, no tengo prisa por ponerle un calificativo a la situación actual, en la que sí veo un deseo natural de distanciarse de aquella violencia. Un deseo natural que no es propiamente vasco, se da en todas las sociedades en las que ha habido conflictos sangrientos.

P. Pero su punto de vista es esperanzador. No vamos a destriparle al lector el final de la novela, pero apunta a un final positivo que sí parece un trasunto de su propia esperanza.

R. No quiero trivializar el concepto de la esperanza. Algo positivo hay al final de 'Patria', es cierto. Recuerdo que una víctima del terrorismo me acompañó en la presentación de ‘Los peces de la amargura’ y al final me amonestó porque no dejé un hueco a la esperanza. Esta fue una lección muy importante para mí. 

Negar la esperanza  es negar cierto triunfo que la víctima se reserva para sí. Yo he aprendido mucho hablando con las víctimas, me han dado grandes lecciones. Cené una vez con un grupo de víctimas y, vaya, si no me hubieran dicho lo que eran, habría pensado que era una despedida de soltera. No paraban de reír.

 En aquel ambiente en el que no tenían que explicar nada, porque todas habían compartido un mismo destino, había alegría, risas. Yo, que todavía era inmaduro, no lo comprendía, pensaba que debían vivir en un funeral constante. Hasta que aprendí que esa alegría era algo que no se habían dejado arrebatar por sus agresores.  (...)

P. Su perfil del etarra encaja en esa categoría de Arendt que señala la banalidad del mal. El terrorista, lejos de ser heroico o especial, no era más que el bruto del pueblo, el mismo chaval envenenado de testosterona y odio que disparaba perdigones a los perros. El problema de esta tesis es que resulta demasiado atractiva para los que nos consideramos inteligentes. Si eras inteligente, inquieto, leído, etc, ¿estabas completamente a salvo de caer en las redes de ETA? O de otra manera, ¿lo estuvo usted?

R. No, no, no, yo estuve tan expuesto como otros jóvenes vascos de mi edad a la doctrina, a la presión grupal, pero por determinadas razones no caí. Pero otros chavales de mi barrio cayeron y entraron en aquella espiral de la que ya no se podía salir. De ETA no se podía salir vivo. Me pongo a pensar qué salvó al muchacho vasco inmaduro con las hormonas alteradas que yo era. 

¿Por qué no fui de ETA? Tal vez por haberme criado en una ciudad donde el control sobre la gente es mucho menor que en un pueblo, donde te quedas sin amigos. Luego pienso también en la base cristiana de mi juventud, que reconozco desde mi ateísmo actual. La idea de que uno tiene que hacer el bien a los demás, la empatía con aquel que sufre. Y por supuesto viajar, conocer otros mundos, otras sensibilidades.  

P. Es un tema manido, pero ¿por qué cree que en los lugares donde anida el nacionalismo la Iglesia católica suele ser uno de sus principales valedores? ¿Son la religión y el nacionalismo ramas del mismo árbol?

R. Don Serapio es uno de tantos curas, aunque también hubo curas con escolta. Pero es cierto, como bien mostraba un reportaje demoledor de Antena 3, que el 70% del clero vasco es nacionalista.

P. Su novela se titula ‘Patria’ y la patria parece en ella el virus maligno que envenena todo lo demás, desde la convivencia a la amistad.

R. Absolutamente, el nacionalismo siempre pone un filtro. Siempre es tradicionalista, medieval, romántico, sacraliza la tierra. Y llevado a la política, el nacionalismo es muy peligroso.  (...)"                  (Entrevista a Fernando Aramburu, Público, 14/09/16)

20/1/14

‘¿Por qué está vivo?’ Pero yo soy de los que no se asustan fácilmente. ‘¿Y por qué está vivo usted?’», le repliqué

"(...) Lanzmann ha estrenado su última película y, como comprenderás, me ha faltado tiempo. Mi interés por este hombre crece a cada paso. Su mezcla rara de potencia y sensibilidad. Cuando la que fue su amante Simone de Beauvoir se refirió a Shoah como la Guerra y Paz de nuestro tiempo creo que sabía lo que decía. 

Lanzmann tiene una espalda poderosa, imprescindible para echarse encima las obras formidables (también sus memorias) que ha consumado. Pero su fuerza está al servicio de la verdad afinada, difícil, y del detalle sensible y delicado. Tolstoi, sí. 

Toda esa virtud resplandece en El último de los injustos, la película que protagoniza Benjamín Murmelstein, un dirigente de los Consejos Judíos en Viena y en Praga que sobrevivió al nazismo. La película es un cabo que quedó suelto de Shoah. Mientras estaba empezando a trabajar en su ópera magna, Lanzmann mantuvo durante una semana de 1975 largas conversaciones con el Injusto. 

Pero ese material no llegó a formar parte de la película. No he logrado hacerme una idea muy clara del porqué. Esta circunstancia le da un particular atractivo secundario: vemos al cuarentón Lanzmann trabajando en directo para su Shoah, y fumando como una chimenea, y lo vemos luego, casi 40 años después, protagonizando escenas inconmensurables como la de la reconstrucción del asesinato de otro dirigente judío, Eppstein, en el siniestro muro de los fusilamientos del campo de Terezín.

El azar ha hecho que coincidieran los estrenos de la película Hannah Arendt, de Von Trotta, y la de Lanzmann. Es un azar feliz y polémico. Dos de los asuntos claves de El último de los injustos implican a Arendt, que es también citada por Murmelstein durante la larga conversación con Lanzmann. El primer asunto alude a Eichmann.

Murmelstein maldice el perfil que Arendt traza del jefe nazi en su célebre crónica del juicio, Eichmann en Jerusalén, es decir, aquel funcionario banal que cumplía órdenes sin pensar. El Eichmann de Murmelstein es, por el contrario, un nazi avezado, que participó en La Noche de los Cristales Rotos. 

Y un corrupto y un asesino, ambas cosas, como ahora se dice, perfectamente proactivas: si cumplía órdenes eran, sobre todo, las que él mismo se dictaba. Murmelstein insiste más de una vez en el argumento de autoridad que fundamenta su punto de vista. Él conoció al diablo; lo trató y negoció con él.

 Y fue, entre otras cosas, el que hizo de Eichmann un conocedor de la cuestión migratoria, preparándole la documentación que el nazi le requería con una urgencia, a veces, amenazante.

El otro asunto clave afecta a la propia función de Murmelstein como dirigente de Consejo Judío.

 Las acusaciones de Arendt contra esos consejos que negociaban con los nazis la vida y la hacienda de los miembros de la comunidad supusieron una novedad sobre un asunto hasta aquel momento tabú y levantaron una enorme polémica en su tiempo.

 Murmelstein (injusto por oposición a esos justos, tipo Schindler, que salvaron vidas) encara las acusaciones desde el principio por el camino recto, refiriendo la conversación que tuvo con un policía checo, poco después de ser detenido cuando ya las tropas aliadas controlaban Praga.

«Soy el último», dice Murmelstein. «Es extraño ser el último. Cuando me interrogaron por primera vez, en la prisión de Pankratz de Praga en 1945, la pregunta que me hicieron fue: ‘¿Por qué está vivo?’ Pero yo soy de los que no se asustan fácilmente. ‘¿Y por qué está vivo usted?’», le repliqué. «Entonces vio que no me podía intimidar».

Pero lo más impresionante respecto a las acusaciones de que fue objeto Murmelstein sucede al final mismo de la película. Elegantemente, en tercera persona, pero sin vacilar y mientras pasean por lo que parecen ser las inmediaciones del foro romano, Lanzmann le pone la luz sobre los ojos:

–Gershom Scholem pensó y escribió que Murmelstein merecía ser colgado por el pueblo judío…

La respuesta de Murmelstein, fría, precisa, generosa, es la propia de un hombre que dice la verdad.

– Scholem fue un gran erudito. Hace 40 años, publiqué la Geschichte der Juden. Entonces aún se llamaba Gerhard Scholem. Y escribí en la introducción que la obra de Gerhard Scholem ofrecía una nueva visión de determinados aspectos de la historia judía. 

Y no he cambiado de opinión. Es un gran erudito (…) Gerhard Scholem, que sabe tanto sobre la cábala y sobre mística, tiene que escribir sobre historias modernas y decir tonterías sobre Murmelstein… 

También podría decirle eso, pero no lo voy a hacer. Lo que sí le digo es que un gran erudito como él dispone del sistema científico y debe investigar. Debe investigar las fuentes. Y sobre Murmelstein hay fuentes. El archivo de la Cruz Roja. El juicio de [Karl: jefe del campo de Terezín] Rahm. El juicio de Murmelstein. Y, aún más evidente, el juicio de Eichmann. 

Y si se hubiera examinado la figura de Murmelstein en esas actas, digamos que Gerhard Scholem tendría que haberse replanteado su sentencia de la horca. Además de que no lo entiendo. A Eichmann lo condenaron a la horca, a muerte, y Scholem protestó en contra de su ejecución. Y a mí, que me absolvieron, me quería ejecutar. Es un poco caprichoso lo de este señor con la horca, ¿no cree?».

La película de Lanzmann, grande y libre, es otra de sus largas y profundas zancadas en busca de la verdad. Su conclusión es demoledora y tajante, impropia de estos tiempos entre chien et loup. O se es un asesino o no se es. O se es Eichmann o se es Murmelstein. (...)"                     (EL MUNDO 18/01/14, ARCADI ESPADA, en Fundación de la Libertad)

6/12/13

Los policías judíos iban de uniforme, con gorra de visera y bandas amarillas. Constantemente proferían maldiciones y su arma era el látigo



“Primero entraremos en la comisaría de la OD, la policía judía, ubicada dentro del complejo femenino. El comisario era Chilowicz, y su lugarteniente, Finkelstein. Ambos fueron asesinados junto a sus familias unos meses antes de la destrucción del campo. Los policías judíos iban de uniforme, con gorra de visera y bandas amarillas. 

Constantemente proferían maldiciones y su arma era el látigo, que nunca soltaban. Con ayuda de ese látigo imponían obediencia. Su tarea consistía en conducir a su propia gente a las selecciones y las «acciones». Ayudaban a los agentes de las SS a reunir a los prisioneros y a vigilarlos. 

A cambio tenían el privilegio de dormir con su esposa en una celda especial que se cerraba por dentro, ración doble de sopa más consistente y una barra de pan con mermelada. 

Una vez, cuando estaba entregando un mapa del campo a Chilowicz, sus hombres trajeron a un prisionero vestido con ropa de calle: camisa blanca, corbata y un par de zapatos con cordones. Al parecer había intentado escaparse. Chilowicz le golpeó, le pateó el estómago y gritó: “Mirad bien a este loco.” 

Estudié de soslayo a la victima desamparada y me pareció perfectamente normal. Miré la ropa rayada que el resto de nosotros llevábamos y me pregunté quiénes eran los locos.”    

(Joseph Bau: El pintor de Cracovia. Ediciones B. S. A. 2008, pág. 171/3)