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6/9/23

La represión se saldó con el fusilamiento de 6 profesores en la comarca de Sanabria, aunque la depuración afectó a todos los maestros republicanos de plaza, interinos y en formación

 "El profesor y escritor Germán de Prada López abrió en Robleda la gira de presentación de su obra "El maestro en Sanabria. De las Misiones Pedagógicas a la represión franquista", una investigación sobre el procesamientos de los maestros en el partido judicial de Puebla de Sanabria. La represión se saldó con el fusilamiento de 6 profesores en la comarca, todos hombres, aunque la depuración afectó a todos los maestros republicanos de plaza, interinos y en formación.

La docencia se ejerció bajo las leyes educativas republicanas, de ahí que fueran conocidos como maestros republicanos al margen de su ideología, como precisó el investigador de Cervantes de Sanabria. Fue más fácil la persecución de los maestros en el medio rural que en las ciudades, donde la vida del docente no pasaba desapercibida a los vecinos del pueblo. Todos los profesores sufrieron la represión, empezando por ser sometidos a los informes preceptivos de la Comandancia de la Guardia Civil, el alcalde y el párroco, además de un "buen padre de familia" nombrado por el cura y el alcalde. Unos informes que abarcaban de lo profesional a lo familiar. El acusado tenía 10 días para presentar pliego de descargo. Los casos de maestros alistados en la bando sublevado pudo influir para reducir las penas. 

 La cárcel del castillo de Puebla era una prisión secundaria de reos preventivos, a la espera de juicio bien por un juez ordinario o un togado militar. En la cárcel coincidieron presos comunes con presos políticos como eran los maestros. El hambre en la posguerra aumentó los robos, hurtos y pillaje de comida. Hacinamiento y falta de comida marcan la vida penitenciaria en una cárcel reconocida como principal pero que sigue con los recursos y espacio de una secundaria.(...)"                (Araceli Saavedra, El Correo de Zamora,04/08/23)

1/12/22

Después de que los franquistas fueran incapaces de encontrar al padre, el sindicalista Isaac Cabo, se produjo el brutal asesinato de su mujer, Jerónima Blanco y Fernando Cabo, su hijo de tres años... Al pequeño Fernando lo asesinaron en un macabro juego de tiro al plato y a Jerónima la fusilaron estando embarazada de seis meses

 "El monumento 'Estela de los condenados II', del escultor Amancio González, rinde homenaje desde hoy a los republicanos asesinados en Ponferrada durante la Guerra Civil y la posterior represión franquista, cuyos cuerpos fueron arrojados sin identificación alguna a fosas comunes en la zona de Montearenas, a las afueras de la ciudad. El alcalde Olegario Ramón presidió un sencillo acto que contó con la presencia de familiares de las personas desaparecidas en este paraje, así como de representantes de la Corporación municipal y de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (Armh). (...)

La pieza de acero representa a una persona próxima a ser ajusticiada y se ubica en la glorieta que da acceso al cementerio de Montearenas. Esta nueva intervención artística sirve de continuación a la instalada hace ahora un año en el Patio de la Higuera del Museo del Bierzo, inmueble que en su día funcionó como centro de detención de prisioneros. Ambas esculturas rememoran el dramático periplo de quienes salieron de esa antigua cárcel para acabar sus días en una fosa común en la zona de Montearenas. (...)

Según la Plataforma de Víctimas de Desapariciones Forzadas por el Franquismo, cerca de 3.000 personas fueron represaliadas en la comarca durante la Guerra Civil y los años inmediatamente posteriores. Los últimos cálculos elevan por encima de las 1.120 las muertes violentas sucedidas en Ponferrada entre 1936 y 1951.

En los últimos meses, el Consistorio de la capital berciana ha intensificado sus esfuerzos para honrar la memoria de estas víctimas de la dictadura. (...)

El último de estos actos de memoria histórica tuvo lugar el pasado mes de agosto, cuando el Ayuntamiento descubrió una placa y un monolito en homenaje a Jerónima Blanco y Fernando Cabo, una joven madre embarazada y su hijo de tres años asesinados el 23 de agosto de 1936 por falangistas en un enclave próximo al barrio de Flores del Sil de la capital berciana. El homenaje tuvo lugar a la altura del número 340 de la avenida de Portugal, ante el lugar en el que, en el año 2008, se recuperaron parte de sus cuerpos.

El brutal asesinato de Jerónima y Fernando se produjo después de que los golpistas fueran incapaces de encontrar al padre, el sindicalista Isaac Cabo. Al pequeño Fernando lo asesinaron en un macabro juego de tiro al plato y a Jerónima la fusilaron estando embarazada de seis meses. Los cuerpos de ambos fueron abandonados y estuvieron tres días a la intemperie hasta que un hombre logró superar el miedo y los enterró.(...)"                 (leónNoticias, 05/11/22)

5/8/22

“Perdón” y “Paz”: la carta de una nieta de un represor franquista a las víctimas de su abuelo en un pueblo de León

  "Una cascada de dolores y perdones. Muchísimas décadas después. Eso es lo que una sencillísima carta manuscrita que ha aparecido en el pueblo de Santa Eulalia de Cabrera (municipio de Encinedo en la provincia de León) ha conseguido arrancar a raíz de reconocerse de manera por primera vez pública y directa algunos salvajes asesinatos de represión ocurridos en la comarca leonesa de la Cabrera, que fuera santuario de la primera guerrilla antifranquista de España, con el mítico Manuel Girón como uno de sus líderes.

La carta del perdón final, asumiendo aquellos crímenes siempre conocidos pero jamás aireados, está firmada por Gema Rodríguez Ballester. Ella ha querido hacer el esfuerzo que varias generaciones obviaron y escribir el reconocimiento de algunas muertes de la represión en la dura posguerra de esta comarca, repleta de violencia silenciada durante décadas. 

 En la puerta del Cabildo del pueblo, el punto donde de manera habitual se sitúan escritos y avisos oficiales o populares, ella pegó hace unas semanas una carta de su puño y letra que seguro que fue difícil de escribir. Decorada con unas flores, el texto reza así: 

 “Santa Eulalia. 7 de julio de 2022

Estas flores blancas son para el hombre y la mujer, cuyos nombres desconozco, vecinos de Santa Eulalia de Cabrera, que en los años 50 fueron torturados y asesinados a manos de mi abuelo, Benjamín Rodríguez Cañueto, y de su hermano pequeño, José Rodríguez Cañueto. Ambos emigraron a Sevilla, como una forma de huida, imagino.

A las familias de este hombre y esta mujer, en nombre de mi familia quiero decir:

“LO SIENTO”

Siento mucho todo lo que sucedió.

Siento mucho vuestro dolor.

Una pérdida así no se puede reparar pero con este gesto pretendo al menos reconocer la responsabilidad que mi linaje paterno tuvo en estos actos criminales.

Y pedir PERDÓN.

La guerra terminó. Que la paz sea para todos, para los que ya murieron y para los que seguimos vivos.

Que Dios tenga en su Reino a aquellas víctimas que tanto sufrieron sin comprender y a sus perpetradores, haciéndoles reflexionar sobre sus actos y haciéndoles restablecer el equilibrio en el continuum de la vida.

La Guerra terminó.

Paz para todos.

Si alguien encuentra esta carta y conoce a algún miembro de estas familias a las que me dirijo, le agradecería que les hiciera llegar estas palabras“

 No parecía conocer mucho los detalles pero sí el dolor que sin duda la actuación de sus propios familiares causó. Así, salió a la luz la historia de los Rodríguez Cañueto. Ahora se reconoce por fin que fueron ellos los artífices de la muerte de los vecinos Antonio León Carrera y Carmen Ballesteros Rodríguez un fatídico 23 de abril de 1951.

La traición que acabó con el mítico Girón

Tal y como relata y demostró en su libro 'El monte o la muerte' Santiago Macías, “mientras José fue uno de los autores materiales, su hermano Benjamín lo fue de forma intelectual, tanto para contactar con algunos miembros del último grupo guerrillero -que estaban al tanto de la operación- como señalando a los objetivos entre la población”.

Además de este episodio, también sale a la luz indirectamente una especie de demostración definitiva de que José Rodríguez Cañueto fue el artífice de la histórica traición por la que cayó El Girón, quien fuera desde 1936 la pesadilla de resistencia antifranquista en el monte para el régimen fascista de Francisco Franco.

Infiltrado en la última cuadrilla maqui de Girón, se ganó la amistad del líder y aprovechando una ocasión única le mató disparándole a bocajarro mientras desayunaba cerca de Molinaseca el 2 de mayo de 1951, desfigurándole la cabeza para causar confusión y enterrándole evitando que su sepultura se convirtiera en un referente de la lucha contra el dictador y su régimen de 40 años. Dicen que cobró 80.000 pesetas, una fortuna de la época.

Reacciones a la historia

Ahora, las simples líneas de Gema Rodríguez Ballester han desatado el perdón que reclamaban, en cascada. En el grupo de Facebook 'Cabreireses entusiastas', donde se compartió su escrito, ya son dos los familiares directos de los vecinos asesinados los que han reaccionado a los detalles de la historia.

Tere Franco afirma: “Soy nieta de Antonio León y aunque nada va a cambiar el dolor de mi abuela y de sus hijos me parece un buen gesto que desde aquí quiero dar las gracias”. Parecido mensaje que desde Francia ha escrito Carmina Cortes: “Hola. La mujer que mataron en Santa Eulalia era mi abuela Carmen Ballesteros. Gracias por reconocer públicamente el horror que cometió tu familia”, le replica ella a Rodríguez Ballester.

Para Santiago Macías, que arrojó tanta luz sobre hechos como estos, las de la emotiva carta “son unas palabras que no van a cambiar el pasado, pero honran a quien las ha escrito porque pocas veces se pueden ver cosas así”. Porque “para perdonar, alguien tiene que pedir previamente perdón”, zanja. Es así como la verdad, la historia y los sentimientos pueden ayudar a cerrar heridas."     (Carlos Domínguez, eldiario.es, 03/08/22)

27/5/22

En Cuevas huyeron, o murieron, casi la mitad de sus habitantes... hubo “un auténtico exterminio”... “Una familia eliminada, exterminada, en una operación despiadada y sistemática”... El tabuco se había convertido en cárcel. Por la noche venía algún vecino, convertido en verdugo, y violaba a la mujer que le apetecía

 "La Cruz del Cerro, en la carretera que une las localidades abulenses de Cuevas del Valle y Villarejo en plena Sierra de Gredos, está sembrada de matanzas. Desde octubre del 36, es una mezcla de arcilla, piñas y restos humanos que para encontrarlos no hay que escarbar muy hondo. Basta con escuchar las palabras que se liberan del silencio. 

En este paraje fue donde un día Francisco Fernández Blázquez, un lugareño sencillo y solitario, señaló el rosario del espanto. Caminó hasta la linde del bosque y trazó una circunferencia en el suelo siguiendo el dictamen de su memoria. “Aquí está enterrado mi padre”. En ese mismo lugar, sobre esa tierra negra en la que nunca se pusieron cruces, ni flores, ni una triste estela, Francisco revivió la infancia que le robaron. Porque si no, ¿para qué sirven los recuerdos?

Por fortuna, alguien registró el momento. Esa persona era Santos Jiménez, poeta de Cuevas del Valle que ha plasmado en un libro de relatos novelados, Covalverde, toda la amargura que la Guerra Civil sembró en esta localidad de la comarca del Tiétar. La imagen de Francisco trazando un círculo con el compás de su bastón no sólo certifica el impacto directo de un reencuentro íntimo, sino que revela con crudeza un episodio bárbaro que marcó a fuego la historia de este país e hizo trizas la cacareada reconciliación. La memoria es incómoda y el paso del tiempo, desalentador.

Tras un largo camino contra la burocracia y la ingratitud, la sociedad Aranzadi pudo al fin acometer la exhumación el pasado mes de abril, gracias a la financiación de la Secretaría de Estado de la Memoria democrática, a través de la Federación Española de Municipios y Provincias. Años después de aquella estampa de emoción. A la excavadora no le costó mucho desbrozar el cementerio oculto. Siguiendo indicaciones de los antropólogos-forenses, Paco Etxeberria y Fernando Serrulla, y la historiadora Lourdes Herrasti, cavaron en el punto marcado por Francisco y localizaron dos fosas. En la primera, aparecieron los restos de dos varones entrelazados, arrojados uno sobre otro, como escombro humano. En la otra, el cuerpo de una mujer joven, no más de 27 años, con el cráneo reventado, las manos maniatadas y una pierna flexionada, como si antes del último estertor hubiera intentado una carrera desesperada a ninguna parte. Tristísimo y brutal. Los testigos apesadumbrados, los herederos de aquella infamia manifiesta, trataban de disimular las lágrimas que provocaban los fantasmas de la imaginación.

Así que cuando se le pregunta a Santos Jiménez por los testimonios que durante años fue rescatando de sus conversaciones con gente que habita estos campos del Tiétar no sólo es Francisco quien habla sino también Domingo, Marcela, Eladio, Segundo, Isidoro. Y muchos más. Infinitamente más. En Covalverde, relata: “Soterrado en esa historia estaba su padre, como lo estaban decenas de vecinos. Tal vez por eso quería nombrar a los muertos, mancomunar los recuerdos. Pero hay algo mucho más entrañable. Guardaba en su memoria los nombres y quería compartirlos. Creía, con razón, que no bastaba con que cada familia supiera los suyos, disminuyendo y atenuando las monstruosas dimensiones que tuvo la represión nacionalista”. Es por Francisco Fernández, el solitario silencioso que derrotó al olvido.

Y, quizá, también por personas como Aurora Fernández, 56 años, covachera de nacimiento, bibliotecaria e investigadora vocacional. Un día, Santos le entregó el listado de represaliados de Cuevas del Valle con el que trabajaba para escribir su novela y preguntó por un nombre que no encajaba en la genealogía del pueblo: Andrés García. “Aquí hay muy pocos ‘Garcías’, que son de la parte alta de Ávila, de La Moraña, y los que hay son de la familia de mi padre. Así que indagué y descubrí que era el hermano de mi bisabuelo León. Más tarde, rastreé expedientes, libros de sesiones municipales, cartas y, sobre todo, registros civiles que habían permanecido ‘ocultos’ durante más de 80 años y encontré que también fusilaron a un tío abuelo mío, Alejo García; a otro abuelo, Desiderio Fernández; y a mi bisabuelo paterno, Regino Felipe Fernández”. Un pedazo de historia personal que animó a Aurora a ir más allá y construir una enorme base de datos con la genealogía de familias enteras eliminadas que ha servido al catedrático de Historia Enrique Guerra para escribir junto a ella Al sur de Gredos. Cuevas del Valle 1936-1950, el más exhaustivo trabajo que se ha publicado sobre la Guerra Civil en el Valle del Tiétar.

En este voluminoso libro aparecen contabilizados 47 fusilamientos extrajudiciales de republicanos, o sospechosos de serlos, entre octubre y noviembre de 1936. Y, aunque el historiador no se atreve a emplear el término ‘genocidio’ para explicar lo que ocurrió en Cuevas, no duda en considerar que hubo “un auténtico exterminio”. La prueba de cargo que aporta es el caso de la familia Castelo Blázquez. Los falangistas buscaban a Patricio, un joven miliciano al que acusaban de haber participado en el fusilamiento de 10 derechistas el 19 de agosto del 36. Al no encontrarle, decidieron apresar a su hermana Marcela, a la que fusilaron el 2 de octubre en el paraje de la Cruz del Cerro. “A falta de la confirmación de ADN, ella puede ser la joven de la fosa exhumada”, añade. En el año 39, al fin capturaron a Patricio “y lo arrojaron a un barranco que allí llaman ‘Pozo de la Luz’”. Al padre de ellos, Víctor Castelo Montesinos, se le llevaron al ayuntamiento “y le propinaron tal paliza que falleció a consecuencia de los golpes”. Un hermano de Marcelo y Patricio murió en el frente. La madre, Antonina Blázquez, fue fusilada en Navarredonda, al lado del Parador de Gredos. “Una familia eliminada, exterminada, en una operación despiadada y sistemática”, concluye Enrique Guerra. Y el parte de bajas lo sufrieron en cada familia. Sin excepciones.

En Cuevas huyeron, o murieron, casi la mitad de sus habitantes. Y los que sobrevivieron quedaron sumergidos en la parálisis de la dictadura por un instintivo mecanismo de autodefensa. “Pero, escucha, muchos todavía guardan aquellas sensaciones. El espíritu. Los sentimientos. Son valiosos y amargos, como fue el caso de mi propio padre, que vivió el resto de sus días marcado por aquellos episodios”, revela Santos Jiménez. “Rara vez tocan este tema y, cuando lo hacen, es con extrema cautela”, añade el poeta que narra la historia como una crónica literaria de largo aliento. El dolor como prueba de la vida pasada. No existe otra manera de hacerlo.

Hace un día espléndido de primavera en Cuevas del Valle. La brisa que viene del Puerto del Pico acaricia el pelo de Aurora, que empieza a hablar. A contar cosas de aquel mundo terrible y enigmático. Cómo los anarquistas fusilaron en agosto del 36 a diez derechistas del pueblo. Cómo un mes después llegaron los golpistas y les devolvieron su identidad trasladando sus cuerpos acribillados desde una zanja maltrecha del camino a un mausoleo construido en el cementerio con los honores de los triunfadores. “Afortunadamente encontré mucha documentación porque en Cuevas  tuvimos un secretario muy minucioso. Calcaba las respuestas de las correspondencias que llegaban, algunas de ellas de la Guardia Civil. Esto me permitió saber exactamente el número de personas que fueron fusiladas desde el inicio de la represión, en septiembre-octubre del 36, hasta el retorno de los huidos en 1950”, apunta.

Así pudieron precisar el nombre de la primera víctima inocente, un chico de 15 años llamado Juan Fernández Gómez, el hijo de un miembro del comité municipal que los falangistas no pudieron apresar. “Lo fusilaron el 9 de septiembre de 1936  en el entorno de Venta Rasca y lo enterraron junto a otros vecinos del pueblo”. Lo dice Santos Jiménez y así lo recoge en Covalverde, después de las largas conversaciones mantenidas con supervivientes y herederos de aquel tiempo funesto. No fue el único acto inhumano. Lo que vino semanas después fue aún más siniestro. Los franquistas se ensañaron con decenas de vecinos. A medio camino entre Cuevas y Arenas de San Pedro, en la cuesta de la Parra, los acribillaron a tiros. Separaron a los varones de las mujeres y los niños y los exterminaron. Allí mismo. Más de una veintena de hombres. Al lado de la carretera, junto al muro de una finca. A otros en Venta Rasca, en las Añadillas o en los alrededores del Parador de Gredos. Los enterraron. Hay cuatro estelas que aún recuerdan a los fusilados de derechas: una entre Cuevas y Mombeltrán, otra al comienzo de la cuesta de La Parra, la tercera en el Puerto del Pico y la última entre Cuevas y Villarejo del Valle. Pero ninguna que conmemore a los que no eran de derechas. “Para ellos, el silencio”, apostilla Santos Jiménez, “porque hablar podía ser peor que la guerra. Era el miedo a la denuncia”.

Es la parte que sortean hoy quienes relativizan cuatro décadas de franquismo. Pero con esa pesada carga crecieron los hijos de Cuevas y de todos los pueblos españoles. Durante años vivieron de esa manera. Aprendiendo a temer. Al cacique, a la bandera, al caudillo, a la difamación y a sus propias ideas. En la escuela enseñaban eso. A temer. Lo cuentan las mujeres porque suelen ser ellas quienes lloran a los muertos en las guerras. Así fue también en la española.

Muchas mujeres de la posguerra fueron unas narradoras excepcionales, pero tan importante como escucharlas cuando hablaban era cuando se quedaban en silencio. Sus recuerdos son distintos a los de los hombres. Ellas son los detalles, los matices, los sentimientos. “Las aldeas que quedaron en la guerra eran femeninas porque no había hombres. O los habían matado o habían huido”, dice Aurora. Santos Jiménez narra en Covalverde el testimonio de una mujer a partir de los sufrimientos que le describió y sus vivencias. El relato eleva la temperatura ambiental ante la crueldad extrema: “Mi madre murió cuando yo era pequeña; mi padre, en los días de la huida, montó en un camión y se largó del pueblo. Me quedé sola en casa. Vino a buscarme Cuasimodo con otro hombre. Me metieron en el sótano de una casa. Allí había más mujeres. El tabuco se había convertido en cárcel. El habitáculo era tan pequeño que el olor de nuestros excrementos lo llenaba por completo. Por la noche venía algún vecino, convertido en verdugo, y violaba a la mujer que le apetecía”. Aquello pudo ser peor que el frente de guerra.

Entonces, se hace un silencio indómito en casa de Santos porque aquel episodio está clavado en la memoria del pueblo. Fue un lugar temible que pocos se atreven a contar. Aurora escarba en los recuerdos más turbios de Cuevas y exclama. “Las autoridades franquistas solo tenían que atravesar la estrecha calle. Estaba en frente de la sede donde se reunían, en un sótano de las Juventudes de Acción Popular y falangistas que sólo tenía un pequeño ventanuco con rejas que aún se conserva”, relata. Otra herida de la guerra, otra lección para las mujeres. Tenían que aprender a ser cariñosas, débiles y delicadas. A ellas les daba miedo pronunciar en voz alta lo que habían padecido. Es comprensible que muchas pasaran el resto de sus días sin hablar. Tan solo miraban el escenario del mundo.

No se sabe con exactitud cuántas fueron sometidas a semejante brutalidad durante tantos años pero ese pavor se extendió por el pueblo y tuvo consecuencias en el resto de la población, como otra tortura añadida. Sin embargo, en ese desconocimiento de la vida no murió la valentía. “Recuerdo cuando presentamos el libro Al Sur de Gredos en Cuevas con Enrique Guerra. Al terminar, fui a casa de mi madre y la encontré sentada en una silla, encogida sobre sí misma, aterrada. Al verme entrar por la puerta, se levantó emocionada y exclamó: ¡Hija! Y me abrazó”, rememora Aurora Fernández.

La vida se construye de las voces de la calle, de lo que uno escucha en su infancia, en casa, en la taberna y en los caminos. Casi al final de Covalverde, Santos Jiménez escribe: “No, los vecinos no vimos alejarse la guerra mientras nos sacudíamos sus restos para volver a convivir. La guerra se metió dentro de nosotros y tardaríamos muchos tiempo en desprendernos de las vísceras de centinelas, de verdugos, de víctimas, de torturados, de prostituidas y de toda la podredumbre que rebosan las contiendas. Fango pringoso que enturbia la memoria”.

Hoy se preparan en Cuevas para hacer un homenaje a todos, quizá un día pongan el nombre de Francisco Fernández en una estela de madera cerca de la tumba de su padre. Sería el pequeño consuelo de saber dónde están los muertos y convertirlo en un lugar de memoria. Una forma de cerrar el luto. Quedan por identificar varias decenas de ellos."        (Gorka Castillo  , CTXT, 22/05/2022)

8/3/22

La historia de los Rojo: Un par de hombres se acercaron a la casa de los Rojo en busca de otro hermano más, Cuando lo vieron le dijeron que se anduviera con ojo no fueran a volver a por él, que le tenían ganas. Ese niño tenía 12 años y era mi padre. Ese miedo se le quedó de por vida... "Siempre que aparecía un cadáver, mi abuelo iba a ver si eran sus hijos"

 "Ardón es un pequeño pueblo leonés situado cerca del camino de Santiago, en zona de río, entre chopos, puentes y veredas. Allí crecieron en los años treinta los hermanos Rojo, y allí los dos mayores empezaron a trabajar en una tejera. El 21 de septiembre de 1936, día de San Mateo, Jesús y Francisco Rojo, de 16 y 18 años, estaban en plena faena trabajando cuando su hermano pequeño acudió a avisarles de que un grupo de guardias y falangistas había entrado en el pueblo y los buscaba. 

 Cuando llegaron a su casa, manchados de barro por haber estado colocando tejas, los falangistas no les dejaron ni lavarse y los condujeron directamente a la plaza del pueblo, donde ya había otros arrestados: Eliseo García, Juan Farto, de 32 años, Matías Yusta y José Rey del Amo. Los guardias anunciaron que también buscaban a Verilino del Amo, de 19 años, y Alejandrino Fernández. Algún vecino dijo que ambos estaban trabajando en la carretera de León, y los emplazaron a presentarse en el campo de concentración de San Marcos de León antes de las cinco de la tarde. 

 Un par de hombres se acercaron a la casa de los Rojo en busca de otro hermano más, que se encontraba con su tía en esos momentos. "Cuando lo vieron le dijeron que se anduviera con ojo no fueran a volver a por él, que le tenían ganas. Ese niño tenía 12 años y era mi padre. Ese miedo se le quedó de por vida", cuenta María Jesús Rojo.

 En la plaza maniataron a los detenidos de dos en dos y los subieron al vehículo mientras varias madres lloraban. "Mi abuela lloró, gritó, suplicó de rodillas que dejaran a sus hijos con ella. Mis tíos le decían: ‘Madre, no llore, no hemos hecho nada, ¿qué nos va a pasar? No se preocupe, que vendremos luego’. Nadie de la familia los volvió a ver nunca más, ni vivos ni muertos".

 María Jesús se emociona relatándolo en su casa de Ardón, en el mismo lugar donde vivieron sus abuelos, sus tíos y su padre. El mismo lugar donde se instaló el miedo y el silencio tras el arresto de aquellos dos hermanos. "Eran unos críos", musita. "Aquello marcó a mi abuela de por vida".

Verilino del Amo y Alejandrino Fernández fueron avisados de la orden y la cumplieron. Acudieron al campo de concentración de San Marcos en León y nunca más se supo de ellos. Cayetana del Amo, hermana de Verilino, dejó escrito antes de morir todo lo ocurrido, tal y como lo narró durante años a quien quisiera escucharla. "Me entregó en 2002 sus anotaciones, para que no se perdieran", explica María Jesús. 

 En ellas Cayetana relataba que aquel 21 de septiembre del 36 su madre le dio a su hermano Verilino, de 19 años, un traje para que fuera a San Marcos "curioso, hijo, que a los otros pobres ni lavarse les dejaron" y cómo Alejandrino besó a sus hijos "tan pequeñitos y a su mujer, tan joven y se le saltaban las lágrimas". También describió en sus notas cómo durante el arresto la madre de los Rojo "reaccionó con llantos desgarradores y gritos. Imposible para ella contener ese dolor tan profundo; le mandaban retirar con soberbia, diciendo que estaba loca. Claro que estaba loca, loca de dolor, porque le arrebataban el corazón de sus hijos".

En otro cuaderno explica que su primo Leocricio Santos fue quien llevó a su hermano Verilino y a Alejandrino al campo de concentración de San Marcos: "Mil veces se paraba en el camino. Con mucho dolor los entregó en San Marcos, y nosotros esperando día tras día, buscando, buscando y todo nuestro empeño nulo. Vivo para contarlo. Imposible que esta herida cicatrice".

De todos los detenidos en Ardón aquel septiembre de 1936 solo volvió Matías Yusta, "que era ya un hombre mayor y que se salvó porque lo vio un guardia civil que lo conocía y habló con alguien y lo soltaron". Ese guardia le recomendó que regresara al pueblo por donde no le viera nadie, así que volvió siguiendo la orilla del río. "Ya en Ardón contó a mi familia que Francisco Rojo, mi tío, el de 16 años, había pedido un poquito de agua en el campo de concentración de San Marcos porque tenía sed y que un guardia le contestó: ‘Para lo que vas a durar, no te hace falta’".

"Que quede constancia de lo que les hicieron"

En la casa de los Rojo esperaron durante mucho tiempo el regreso de los dos hermanos. "Cada vez que alguien contaba que habían aparecido cadáveres en algún lugar, mi abuelo iba a ver si eran sus hijos. También el padre de Cayetana y ella misma acudían en busca de Verilino del Amo", cuenta María Jesús. Nunca llegaron a conocer su paradero final. "Se dijo que quizá los habían echado al Pozón de Villalobar, donde fueron a parar algunos. También se señaló Villadangos, donde en esos días aparecieron varios cuerpos, pero los habían quemado y eran irreconocibles".

María Jesús es una de tantos familiares que estos días de atrás participaron activamente en la exhumación de la fosa de Villadangos. No faltó ni un día. Coordinada con el resto, se encargó de llevar café diario al equipo de voluntarios de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH). Al contrario que la mayoría de las familias involucradas en ese proceso, no tiene la certeza de que sus tíos terminaran sepultados allí. "Pero es una de las posibilidades más sólidas y, en todo caso, acompañar a las otras familias y compartir todos estos meses que llevamos juntas empujando por ello ha sido muy sanador", cuenta.

Hace ya varios años contactó con la ARMH para contar la historia de sus tíos. En la ficha de la asociación, escribió: "Lo que queremos es encontrar a nuestros hermanos, padres, tíos y darles el reconocimiento que se merecen como seres humanos, enterrarlos dignamente. Y si eso no es posible, que al menos quede constancia de que fueron vilmente asesinados, de que existieron realmente y dejaron de vivir porque alguien decidió que así fuera, porque sí, porque no pensaban como ellos. Eran realmente inocentes. Tan inocentes que creyeron que eso bastaba. Podían haber escapado, pero no lo hicieron. Se merecen algo mejor que el olvido".

 La ARMH ha logrado exhumar diez de los 71 cuerpos sepultados en el cementerio de Villadangos, a donde vecinos de la localidad trasladaban los cadáveres desde el monte donde entre septiembre y noviembre de 1936 fueron fusiladas al menos 85 personas, según las actas de defunción. Varios historiadores de la provincia calculan que se produjeron más de cien ejecuciones en esa zona.

Los arqueólogos han podido observar que la fosa encontrada esta semana en el cementerio continúa por debajo de panteones construidos en los años noventa, por lo que es imposible acceder a esa parte, donde podría haber restos de los otros 61 cuerpos. Esas obras se ejecutaron a pesar de que varias familias de los desaparecidos llevaban años yendo a Villadangos para colocar flores y manifestar su interés por la ubicación de la fosa.

 Por eso la ARMH y familiares de los desaparecidos han solicitado al Ayuntamiento y a la Junta vecinal de la localidad permiso para colocar una placa en recuerdo de los asesinados. Piden instalarla "en el lugar donde en 1936 algunos vecinos de Villadangos tuvieron el valor de llevar los cadáveres desde los lugares donde fueron fusilados, para que fueran enterrados dentro del cementerio".

A la espera de la respuesta –cuando solicitaron permiso para la exhumación la Junta vecinal lo llevó a votación–, María Jesús expresa el alivio que siente al imaginar esa placa con el nombre de sus dos tíos, "que nunca llegaron a ser tíos en realidad, porque se quedaron para siempre en esos 16 y 18 añines".                 (Olga Rodríguez, eldiario.es, 04/03/22)

4/3/22

"Era el mejor maestro, sabía muchas cosas y casi siempre ganaba en los exámenes de la inspección de enseñanza, porque sus alumnos eran los mejores. Cuando vinieron a por él, varios niños nos pusimos delante del coche, para que no se lo llevaran. Pero nos echaron. Tendríamos ocho años"

 "Varios carpinteros, industriales, jornaleros y sindicalistas, un cartero, un pescador, dos maestros, un abogado poeta o un practicante son algunas de las personas que fueron fusiladas y sepultadas en la fosa más grande de Villadangos del Páramo. 

Todos procedían de la ciudad de León o de otros pueblos de la provincia en los que no hubo frente de guerra porque el golpe militar triunfó casi de inmediato. Fueron arrestados por sus ideas, algunos por militar en partidos de izquierda y sindicatos, otros por ser maestros o masones, por haber intentado evitar el golpe de Estado en su localidad, por no haber expresado apoyo al mismo o por alguna desavenencia pasada con gente del nuevo régimen.

La mayoría pasaron antes por el campo de concentración de San Marcos u otras prisiones de la zona y fueron fusilados sin juicio ni sentencia. El modo de operar de las fuerzas golpistas para practicar este tipo de asesinatos era trasladarlos a algún pueblo donde nadie los conociera y matarlos. De ese modo se aplicaba una deshumanización añadida, pues se convertían en cadáveres sin nombre, sin identidad: son los desaparecidos por el franquismo. Hubo decenas de miles en todo el país.

En Villadangos, tras los disparos nocturnos entre septiembre y noviembre de 1936, un grupo de vecinos acudía al monte en busca de los cadáveres para trasladarlos al área del cementerio, donde llegaron a acumularse, en la fosa más grande, hasta 71 cuerpos, uno de ellos de una mujer. Antes de sepultarlos redactaban descripciones en las actas de defunción, con la firma del juez Pedro Arias, entre otros. Los mayores del lugar aún recuerdan aquello: "Cuando era niña un día vi un par de carretillas con bultos tapados con mantas, que llevaban en dirección al cementerio. De repente me di cuenta de que de una de ellas asomaba una pierna. Eso no se olvida", recordaba recientemente una vecina.   

El cartero y sus mensajes desde el campo de concentración

Parte de los asesinados en Villadangos fueron quemados, para evitar que sus cadáveres pudieran ser reconocidos. Aun así la descripción en varias actas, así como la recolección de objetos de las víctimas, ayudaron a la identificación de algunos por familiares y conocidos en los días y semanas siguientes. Es el caso del maestro Toral, cuya historia se contó en estas páginas hace unos días, o el de los seis de Mansilla de las Mulas. También el de Federico Sacristán, cartero de la ciudad de León y padre de nueve, "quien muchas veces tenía que leer las cartas a sus destinatarios porque no sabían leer", cuenta su nieta Elisa a elDiario.es.

En septiembre de 1936 Federico fue trasladado a Villadangos desde el campo de concentración de San Marcos atado a otro hombre, quien se dio cuenta de que llevaban las esposas sueltas y propuso correr cuando parara el camión. "Pero mi abuelo no corrió, no tuvo fuerzas. Su compañero sí lo hizo y se salvó. Tiempo después visitó a la familia y lo contó".

Otro nieto del cartero Federico, José Sacristán, guarda varias cartas enviadas por su abuelo desde San Marcos antes de ser asesinado. En ellas el cartero solicitaba a su esposa "mantas, jabón, toalla, tabaco, una peseta", nombraba a presos conocidos con los que se cruzaba –"vi a Bernardo el cojo y a Domingo"–, enviaba cariño y ya en las dos últimas, cuando probablemente percibía su final, pedía a sus hijos mayores "que sean buenos hijos y miren por su madre y hermanitos", y a los pequeños les solicitaba "que me tengan presente y sus oraciones, que yo no les olvido". 

El maestro de San Cipriano

Sixto Rodríguez, otro de los fusilados, es uno de los al menos dos maestros que fueron sepultados en Villadangos. Impartía clases en San Cipriano del Condado, donde fue detenido a pesar de que algunos alumnos intentaron impedirlo. Uno de ellos, Olivio Llamazares González, aún vive, y lo recuerda así:

"Era el mejor maestro, sabía muchas cosas y casi siempre ganaba en los exámenes de la inspección de enseñanza, porque sus alumnos eran los mejores. Cuando vinieron a por él, varios niños nos pusimos delante del coche, para que no se lo llevaran. Pero nos echaron. Tendríamos ocho años". 

Los seis de Valencia de don Juan

Marcelino Quintano Fernández, Jesús Luengo Martínez, Víctor Pérez Barrientos y Urbano González Soto, concejales socialistas de Valencia de don Juan, también fueron fusilados en Villadangos, así como los ugetistas Frideberto Pérez Manovel y Moisés Rodríguez Martínez, de la misma localidad leonesa. La hermana de Urbano González, con diez años cuando lo mataron, aún vive: "Me acuerdo como si fuera hoy mismo", cuenta a su nieta, Carmen Méndez.

"A mis 46 años he escuchado muchas veces la historia de boca de mi abuela, su hermana. Siempre me cuenta que Urbano murió inocente, como todos, porque es lo que eran, pobres inocentes: un obrero no podía resurgir, era imposible, y se encargaron de que así fuera", señala Carmen. "También me ha contado que en los tres días en los que estuvo en la cárcel ella iba a llevarle el desayuno y él le daba un beso entre las rejas, y cómo su madre gritaba rota de dolor cuando se lo llevaron. Él había trabajado en Francia, tenía unas ideas muy distintas a lo que se esperaba de él en aquel momento en España y aprovecharon la mínima para llevárselo".

Moisés Rodríguez había trabajado como minero en Matarrosa del Sil y participado en las huelgas de 1934. Su nieta, Belén Carnicero, resalta la importancia de intentar encontrarlo, "sea cual sea el resultado". "A mi abuelo le gustaba mucho leer, y por las tardes en vez de ir al bar se sentaba a la puerta de su casa y leía. Y me parece precioso. Mi madre, mi hermana y yo hemos heredado ese amor por la lectura".

Jesús Germán Luengo, nieto del pescador Jesús Luengo, sabe retazos de su abuelo por gente de Valencia de don Juan, que lo calificaba como "un honesto trabajador y persona que se preocupaba por la igualdad social. Su padre también era pescador y músico aficionado, tocaba en fiestas populares y regentaba un salón de baile que se usaba para charlas educativas y para enseñar a leer a mujeres jóvenes. Ningún mal hicieron a nadie por aleccionar a los más humildes".

Para este nieto "esta búsqueda tiene importancia porque supone impulsar lo que todos sus hijos intentaron en sus vidas y no pudieron". 

Los de Vegas del Condado

Rufino Juárez y Epifanio Llamazares Cármenes (en la foto que encabeza este reportaje), de Vegas del Condado, también fueron fusilados en Villadangos. "Mi abuelo Epifanio tenía ocho hijos y además había acogido a dos sobrinas porque habían quedado huérfanas. Fue recaudador de impuestos, industrial, zapatero y representante del fondo de garantía agraria La Previsora del Porvenir. Era de Unión Republicana. La historia de mi familia es, como la de casi todas las que estamos en esto, de silencio y mucho dolor. Ahora tengo la esperanza de que aparezca al menos uno de las decenas que fueron sepultados ahí", cuenta Amparo, su nieta.

Rufino Juárez, hijo del desaparecido Rufino Juárez, murió hace pocos meses buscando a su padre. Se había reunido con el alcalde de Villadangos para rogarle celeridad en el proceso, pero este optó por apoyar una votación de la Junta vecinal para decir sí o no al proyecto de exhumación. Aquel referéndum sobre un derecho esencial supuso un dolor añadido para Rufino.

Su hija Merche, nieta del desaparecido, ha tomado el testigo: "Mi padre tenía dos años cuando lo mataron y creció con esa sensación del desamparo de ser huérfano, de que su madre tiraba por todo. Para mí el hecho de que tantas familias nos hayamos unido en este proyecto, con tanta positividad, me permite seguir esa búsqueda que mi padre inició hace tanto tiempo".  

También están sepultados en Villadangos Gerado Vega Baca, practicante en San Andrés del Rabanedo y padre de dos hijos; Eduardo Prieto, natural de Celadilla, residente en Navatejera y padre de cuatro hijos; y Jesús Agustín Prieto, de San Martín del Agostedo, quien pasó un tiempo escondido antes de ser apresado. Su hijo Isidro, nacido en 1936, todavía vive.

Otro de los desaparecidos es José Honrado Jánez, de Zuares del Páramo, agricultor, ganadero y comerciante nacido en 1900, detenido por falangistas y conducido con otros seis hombres en un camión a Villadangos, donde fue fusilado. Tenía cuatro hijos, el mayor de nueve años y el pequeño de cinco.

"A mi abuela siempre la vi como si estuviera en una eterna espera, nunca fue viuda, fue esposa de desaparecido", cuenta la nieta de José Honrado, Begoña Chacón. "Desde pequeña fui interiorizando aquella situación, diciéndome que si un día había posibilidad de indagar y de recuperar sus restos, lo haría. Lo considero una deuda familiar, y pienso que también lo es de la sociedad".

El director de instituto

Sin tanta certeza sobre su paradero final como en los casos mencionados, varias familias más participan en el impulso de la búsqueda en Villadangos, porque algunos indicios señalan que sus abuelos podrían haber sido fusilados allí, aunque hay relatos que los ubican en otras zonas. "Pero tenemos que intentarlo y acompañar al resto", indica Patricia Curiel, sobrina de Eugenio Curiel, director del instituto de Astorga desde 1933 y concejal en Valladolid, quien fue asesinado con su amigo el catedrático de latín y sacerdote Bernardo Blanco en octubre de 1936.

"Cuando mi padre Luis se estaba muriendo nos reunió a mi madre y a sus cuatro hijos y nos dijo: ‘Hijos míos, tengo que pediros un favor y es que encontréis a mi hermano Eugenio’. Él siempre lo buscó. Me contaba mi primo que incluso una vez compró una azada, un pico y una pala para recorrer aquellos montes y cuando mi madre le dijo que eso era imposible, él contestó: ‘Cavaré cerros y valles y no pararé hasta que lo encuentre’. Ese es el reflejo del amor que tenía hacia Eugenio, un hombre que luchó por los pobres, por las mujeres, por los más vulnerables y de quien toda la familia está orgullosa".  

El abogado poeta

También están pendientes de la excavación de Villadangos los nietos de José Álvarez-Prida y su sobrina, la historiadora María Rosa de Madariaga Álvarez-Prida. José Álvarez-Prida, abogado, ensayista y poeta, amigo de algunos integrantes de la Generación del 27, fue acusado de extremista y "agente secreto del Socorro Rojo". Enseñó durante unos años lengua y literatura españolas en la Universidad de Sofía (Bulgaria), su puesto dependía del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) y viajaba con pasaporte diplomático.

En el campo de concentración de San Marcos sufrió malos tratos y vejaciones. Tenía 35 años, dejó esposa –Albina Carrillo Laredo– y dos hijos de dos y cuatro años. Su amigo el poeta Gerardo Diego le dedicó un poema, Retrato de José Álvarez-Prida. Algunos de sus versos decían así:

No le temáis. Su indómita melena, si se eriza,


La desmienten sus ojos tan dóciles y humanos.

Rostro de león heráldico, de piedra crespa y riza,

No temáis al león, os lamerá las manos.


De versos y de pájaros vedle siempre en acecho.

Cuando los prende vivos, no los ata ni encierra.

Los pule, los calienta en lo íntimo de su pecho,


y al aire los devuelve, libres sobre la tierra.

Su sobrina María Rosa de Madariaga escribió un artículo sobre él hace unos años en El País, bajo el título Dónde están nuestros muertos, en el que contaba retazos de su interesante vida y el dolor de la familia por su desaparición: "Su único delito era ser de izquierdas".

Su nieto Emilio señala que su búsqueda es "un deber moral, buscarlos dignifica no solo su persona, sino la sociedad como tal. Hablamos de una cuestión básica de derechos humanos"

El mantel con un mapa

Serapio Pedrejón de la Fuente también es buscado por su familia. Era hojalatero en el depósito de máquinas de la Estación Norte de León, fue representante político y sindical (PSOE y UGT) y tuvo dos hijos.

"En el relato familiar mi abuelo era una persona que defendía a la gente contra las injusticias, vivía encima del restaurante Besugo de León, el propietario de la vivienda subía injustamente el alquiler y él salía en defensa de los vecinos ante ello. Su búsqueda es importante, por mi abuela, por todos. Su hermano Arturo tenía un mantel con el mapa de España y siempre lo miraba y decía: '¿Dónde estará mi hermano?'. Él y su hermana murieron queriendo encontrarlo, sufrieron el abandono, la huida –porque tuvieron que irse– y para mí sería un orgullo poder decirles desde aquí que lo hemos encontrado", cuenta su nieta Ángeles.

Otros identificados

Además de los nombres aquí mencionados, las actas de defunción elaboradas por los vecinos de Villadangos en el mismo 1936 indican que otros de los allí sepultados son: Fulgencio Mateo Rey, natural de Valdevimbre; Feliciano Alvarez Alvarez, de Sahagún, quien tenía cinco hijos menores; Narciso Robles González, de Villamarco, con tres hijos menores; Eladio Quiñones Blanco, de San Cristóbal de la Polantera, que dejó seis hijos; Marcelino Rodríguez Olano, de Folgoso de la Ribera; Máximo Moraix Llamas, con cuatro hijos; Ignacio Barrientos Ruano, de San Andrés de Rabanedo; Julián León Canal, de Oncina y Herminio Puente Suárez.

También fueron enterrados en esa fosa varios jóvenes procedentes de Alija de los Melones (ahora Alija del Infantado): Matías del Río Pérez, Vicente Fernández, Luciano Llamas Astorga, Marcelino Rabanal, José Pérez Alija, Francisco Ferrero Lera y Teófilo Pérez Aparicio, casi todos jornaleros.

Según los documentos de 1936 suscritos por el juez, otros trece hombres fueron enterrados en una fosa en Fojedo del Páramo, pedanía de Villadangos. Dos de ellos pudieron ser identificados: Máximo García Ramos, natural de Navianos de la Vega, y Benigno Esteban, también de Navianos, quien tenía cinco hijos. Además hay un buen número de fichas sin nombre, bajo el epígrafe de "desconocido", ya que nunca se pudo encontrar pistas sobre la identidad de esos cadáveres. En total, ochenta y cinco actas de defunción en aquellos fatídicos meses de septiembre, octubre y noviembre de 1936. Ahora, con el inicio de la excavación por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, se podrá saber si sus restos siguen allí."                    (Olga Rodríguez, eldiario.es, 25/02/22)

2/5/18

El 'topo' no quería salir de su escondrijo porque esperaba represalias. No tanto por parte de la Guardia Civil, como de vecinos concretos, porque temía a quienes habían participado en ejecuciones y seguían campando a sus anchas

"Santiago Marcos Marcos fue enterrado en vida dos veces. La primera sepultura, cuando estalló la guerra civil y temió por su vida, duró veintidós años. La segunda se prolongó hasta su muerte, aunque más que una reclusión fue un exilio interior, un retiro existencial, un destierro en el olvido.

El poeta topo quería editar sus versos antifranquistas escritos bajo tierra, pero una vez fuera el mundo exterior le dio la espalda. Cuando llegaron los reconocimientos a quienes se habían ocultado durante años para evitar la represión, él no existió para los libros ni para las películas. La otra losa.

Santiago era maestro republicano. Valladolid, territorio nacional. “En esa zona no hubo guerra, pues fue ocupada militarmente por los sublevados. Aunque no se le conoce militancia, estaba en la órbita del PSOE. Al ver cómo sus correligionarios eran perseguidos, decide esconderse, pese a que no se había resistido al alzamiento ni entrado en combate”, explica el poeta lucense Claudio Rodríguez Fer, quien terminaría rescatando su figura del pozo de la desmemoria. “No había hecho nada. Sin embargo, tenía miedo de las insidias y las acusaciones falsas”.

Su padre, Claudio Rodríguez Rubio, había sido su amigo de la infancia. Cada mañana, los hermanos Santiago, Nilo y Marcos —sí, el matrimonio Marcos Marcos no tuvo reparos en bautizar a uno de sus hijos con igual nombre— partían de su casa a lomos de una bestia, lo recogían en un pueblo vecino y seguían haciendo camino hasta la escuela. “La distancia era tan grande que, de tanto ir y venir, se forjó una gran amistad”.

Claudio dejó San Miguel del Valle, un pueblo zamorano de la comarca de Tierra de Campos donde su progenitor tenía un molino, y se empleó en Benavente. Luego se trasladó a Valladolid, ejerció como mecánico y se casó por primera vez, pero la guerra sólo le trajo infortunios.

Su mujer y el esperado hijo mueren en el parto. También pierde el trabajo por secundar la huelga general contra la sublevación de 1936. Afiliado al sindicato UGT, convocante del paro junto a la CNT, siente miedo y al terminar la contienda se emplea en una fábrica de harinas en Galicia. “El objetivo era salvar la vida, pero también huir de los recuerdos pésimos de Valladolid, donde había fallecido su esposa y sus amigos habían sido encarcelados o asesinados”, rememora Rodríguez Fer.

 Mientras Claudio trata de pasar desapercibido en una aldea cercana a Lugo, hasta el punto de que vive en la propia fábrica, Santiago pasa sus días oculto en una bodega del coto de Solaviña, en el municipio vallisoletano de Roales de Campos. Allí escribirá cien poemas sobre la guerra civil española y la mundial, que encuentran eco únicamente en sus hermanos, quienes trabajan la tierra, crían animales y difunden bulos sobre el desaparecido: que se ha ido, que ha huido al extranjero, que se ha muerto… Sin embargo, él sigue bajo tierra, donde sobrevive a un incendio causado por una tormenta, pero no a la fractura de su brazo derecho tras caerse por las escaleras en 1958.

“Al principio, piensan en curarlo ellos mismos. No obstante, ante la posibilidad de perderlo o de que se le gangrene, deciden llevarlo al médico y le piden que no desvele su identidad. En cambio, el doctor les dice que tiene que dar parte, porque tenía incluso más miedo que ellos”, recuerda Claudio Rodríguez Fer. Santiago es detenido por la Guardia Civil, mas como no había ninguna orden en su contra, es puesto en libertad. “Era un caso fuera de tiempo, pues no pesaba ningún tipo de acusación sobre él, ni había orden de búsqueda de busca y captura. Judicialmente, no existía”. Y socialmente, tampoco, aunque tras ver la luz intentó salir de su madriguera poética.

Una carta relata su partida a Francia: “Apenas dado de alta, marché a París, para entrevistarme con el presidente del Gobierno de la República en el exilio, don Félix Gordón Orvás. Los motivos del viaje: no vivir en España mientras prevaleciera la dictadura franquista. Y publicar mis obras poéticas. Pero nadie me prestó la ayuda que yo esperaba y en pos de la que me decidí a hacer un viaje tan costoso y desventurado. Se limitaron a decirme que había equivocado el camino, pues me convendría mucho más ir a México. Tuve que volverme a casa con más rabia que ganas de marchar a México”.

La misiva marca uno de los hitos de la correspondencia con Claudio padre, a quien sucedería su hijo a la pluma. Rodríguez Fer mantuvo una fructífera relación epistolar durante los años setenta y ochenta con el emparedado, quien ya libre volvería a chocar con otros muros: “En París trasladé de la memoria a las cuartillas varios poemas. Gustaron mucho a los exiliados, pero me dijeron que eran demasiado fuertes. Yo les dije que bueno, que sí, pero que eran más fuertes todavía los pistoletazos y los palos que la Falange propiciaba a los socialistas embastanados”.

El poeta lucense acudió a su encuentro en la finca de Roales, donde los hermanos practicaban una economía de subsistencia: además de sembrar cebada para la industria cervecera, cultivaban una huerta y salían de caza. Santiago tampoco pudo publicar durante la democracia el poemario inédito Desde mi escondrijo, aunque Claudio hijo se encargó de recuperar su figura en O muiñeiro misterioso (Tórculo), un libro de recuerdos sobre su padre editado en 2005, cuando se cumplía el centenario de su nacimiento.

Dos décadas atrás, en 1984, también había dejado su huella en una semblanza publicada en el diario Liberación, donde relataba las vicisitudes que atravesó “un hombre que ha padecido calumnia, persecución e injusticia” para intentar cobrar infructuosamente una pensión digna. En otra de las cartas enviada a sus amigos gallegos, el entonces octogenario le echaba la culpa de no haber cotizado los suficientes años a la guerra, “motivadora de mis veintidós años de extinción y de sepultura, durante los cuales mi nombre permaneció encasillado en la lista de los muertos”.

 Santiago Marcos sólo consigue ver publicados algunos poemas sueltos en octavillas. El propio Rodríguez Fer se encarga de imprimir en hojas volanderas una quintilla que apela al voto progresista en las inminentes elecciones de 1979. Tras ocho lustros de búnker sectario, / despótico, execrable y asesino, / votar para la izquierda es necesario, / y elegir para alcalde a un proletario / seguidor de Gaspar y Secundino. O sea, “un poema recordativo a la memoria de estos dos auténticos mártires de la Libertad”: Gaspar Fernández y Secundino Chamorro, alcalde de Roales de Campos y secretario de la Casa del Pueblo, respectivamente, “ambos asesinados a raíz del movimiento franquista”.

Rodríguez Fer destaca que sus textos no tengan un “carácter acusatorio”, aunque la razón viene de lejos: “Nunca cita los nombres de los asesinos, lo que no es una prueba de ignorancia, sino de miedo. Muchos padres, hermanos y esposas de asesinados murieron por reivindicar el nombre de sus seres queridos y por denunciar a los autores de los crímenes. Esa losa de silencio y ocultamiento fue tendida por los vencedores, pero también mantenida por los vencidos a causa del temor que sentían”.

Jesús Torbado, coautor junto a Manu Leguineche de Los topos, explica que la intensidad de la búsqueda de los republicanos escondidos fue aminorando a partir de 1945, sobre todo cuando la Guardia Civil no consideraba peligrosos a los huidos. Es más, cree que algunos ni llegaron a ser perseguidos, si bien la casuística es amplia y diversa. En el libro, publicado por Argos Vergara en 1977 y reeditado por Capitán Swing en 2010, los periodistas recogen el testimonio de una veintena de escondidos durante la posguerra, entre quienes no se encuentra Santiago. “En bastantes casos, su temor era injustificado. Tenían un miedo enfermizo, aunque algunos podrían haber salido sin que les pasara nada. Sucedió con buena parte de ellos, quienes tras presentarse ante la Guardia Civil pudieron irse a su casa”.

Muchos, cree Torbado, no deberían haberse escondido, pues a su juicio no corrían riesgos. “Pero el miedo es libre”, añade el periodista leonés, consciente de que los rumores atenazaban a los topos. ¿Por qué Santiago se enterró en vida? ¿Y, sobre todo, por qué perpetuó su sepultura hasta que un accidente lo obligó a abandonar el refugio? “Era maestro, y los maestros republicanos estaban señalados”, apunta Rodríguez Fer, quien recuerda que vio cómo algunos de sus paisanos y dirigentes socialistas locales habían sido paseados.

 “Cuando lo detienen, no hay nadie que testifique en su contra, ni siquiera por haberse resistido a la sublevación. Sin embargo, él siempre insistió mucho en las envidias de los vecinos”, añade el poeta lucense. “No se puede reducir la represión franquista a las envidias, porque fue orquestada militar y políticamente. Es decir, por encima de las rencillas personales había una voluntad liquidacionista por parte de los sublevados. No obstante, conocemos abundantes casos en los que hubo gente acusada falsamente por envidia, una violencia excedentaria a la programada por el propio Ejército rebelde”.

El propio Torbado, en el prólogo de Los topos, también se pregunta por qué no salieron antes de sus escondrijos, al tiempo que relata las represalias que sufrieron algunos. “Poseemos algunas informaciones que explican lo que ocurría a quienes se entregaban o a los que eran capturados. Aunque sería revelador, es ciertamente imposible evaluar los muertos en sus escondites o el destino de los que fueron detenidos en ellos”. Y, tras recordar el trágico destino de algunas víctimas, concluye: “Este miedo queda perfectamente claro y debidamente justificado, aunque la salida de algunos de los topos fuera recibida por cierta Prensa con el alborozo de un espectáculo ridículo”.

Santiago Marcos Marcos nació en 1904, estudió Magisterio en León y ejerció en varias localidades de la provincia, hasta que lo sorprende el alzamiento. Oculto en la bodega de la casa familiar, Marcos y Nilo trabajan la tierra para que su fruto alimente al hermano. El mayor, Vicente, había emigrado a Bilbao y fue el primero en morir. Le siguió Nilo, el benjamín, que tenía carné de conducir y ejercía de cordón umbilical con las localidades de la comarca. Marcos y Santiago resistieron en el coto, ayudados por un vecino que ejercía de correo. Hasta que la vejez los obligó a dejar atrás la Solaviña e irse al pueblo, donde una señora los acoge en su casa a cambio de un dinero, como si se tratase de una pensión.

Sus poemas, en los últimos años, abordaron el amor, la amistad o la familia, aunque también denunciaron el abandono del campo. En paralelo, la correspondencia con los Claudios abundaba en las cosechas de trigo, maíz y cebada, así como en los destrozos causados por el mal tiempo. Sin embargo, Rodríguez Fer guarda todavía las cartas más combativas y los poemas antifranquistas, incluido el Autoepitafio para su postrer morada, donde en pleno 1984 se pregunta si la persecución continuará una vez muerto: ¿Seré en el futuro otra vez calumniado / aun debajo de este mármol sepulcral? Curiosamente, el texto que le entregó a un amigo para que se lo imprimiese venía acompañado de una jaculatoria de corte religioso, escrita por aquel, que llamaba a vivir en la tierra de un modo que garantizase el pasaporte hacia el cielo. El poeta topo no tardó en corregir a mano que él no creía “en Dios ni en la existencia de un Gran Paraíso”.

Santiago no cejó en su empeño de publicar sus poemas antifranquistas escritos en su topera. Aunque no daba nombres de los verdugos, apunta hacia el autor intelectual en el soneto Al cabecilla Franco, a quien acusa de sembrar de “sangre y lágrimas” una “España que nublaste de tristeza”: Proclive al atropello y la venganza, / corto de razón, largo de torpeza, / provocaste con suma ligereza / la guerra, la invasión y la matanza. Y en Valderas Rojo, un sentido homenaje a las víctimas del pueblo leonés, desciende en el escalafón: Tus asesinos más destacados, / los señoritos, algún labriego, / guardias civiles y ensotanados.

También están presentes en sus más de diez mil versos los represaliados en su provincia: Surgió la muerte que tumba. / Y en torno a Valladolid, / por cada mil, una tumba, escribe en El perfecto caballero Don Federico Landrove. Una elegía al diputado socialista condenado a las tapias por auxilio a la rebelión, donde denuncia el “cólérico y salvaje Alzamiento Clerical”. También le dedicó versos a Dolores Ibárruri, a Julián Grimau y a otros antifranquistas.

Hoy le llegó el turno a Enrique Ruano, / inmolado en Madrid, en pleno día / y en poder de la inculta Policía / guardaespaldas del vástago hitleriano. Un poema que denota “la resignación y el lógico hartazgo acumulativo”, según Ana Domínguez Rama, quien analiza los versos de Franco y Ruano Casanova en el libro Enrique Ruano: memoria viva de la impunidad del franquismo (Editorial Complutense). “La poesía es breve y concisa, con una alusión al pecado original del franquismo (según la expresión de Ángel Viñas al aludir a la ayuda clave del nazi-fascismo en la victoria de Franco en la Guerra Civil), una condición y naturaleza que el poeta Marcos rescata en su composición, a modo de denuncia y posiblemente también como reflejo de un trauma que duraba ya tres decenios”, reseña Domínguez Rama.

Un amante de los clásicos que, según Claudio Rodríguez Fer, evitaba a los autores contemporáneos para que sus composiciones permaneciesen inmarcesibles: “Santiago se basa en la tradición, con metáforas de base real y uso de la quintilla, el romance o el soneto”. Quería sonar a siempre, no a ahora.

A veces, Santiago firmaba sus estrofas como Un campesino del Norte de Castilla. Rodríguez Fer recuerda que, ya octogenario, se presentaba de esta guisa: “Maestro, poeta, hombre-topo durante un cuarto de siglo, y superviviente —por chiripa— de la cruel matanza inspirada, desencadenada y mantenida contra el pueblo español por el déspota más inhumano e indigno de cuantos pisotearon y empobrecieron a España a través de los siglos”.

Subsistió con una magra pensión, pese a reivindicar la jubilación propia de un “maestro nacional”, como se encargaba de señalar en el remite de sus cartas. “Resulta que en España, para asesinar a un maestro de izquierda no es preciso que cuente con un determinado número de años de servicio: solamente con que sea maestro basta para matarlo”, le escribe al vate gallego. “Pero cuando lo que procede es concederle una pensión que le resarza de los múltiples infortunios, pérdidas y vejaciones que hubo de soportar mientras le perseguían… ¡Ah!, entonces es cuando concienzudamente se dedican a escudriñar cuántos años de servicio tiene”.

Después de más de dos décadas agazapado, Santiago se siente abandonado y desamparado como una “res perdida”. Su encierro ha sido dramático, si bien la libertad está siendo frustrante. Al menos, ya en casa de la señora de Roales, logra autoeditar el poemario Mi lira canta. ¡Escucha!, donde luce su profusa barba blanca, aunque no le daría tiempo a ver publicada su segunda parte. “Su vida es kafkiana”, apunta Rodríguez Fer. “Sufre la espera de algo que no está previsto que vaya a llegar, como tampoco la posibilidad de ser buscado y detenido, o de que le pase algo si es arrestado. Resulta profundamente dramático en lo íntimo, pero queda claro que él no quería salir de su escondrijo porque realmente esperaba represalias. No tanto de una manera oficial, por parte de las autoridades o de la Guardia Civil, como de vecinos concretos, porque temía a quienes habían participado en ejecuciones y seguían campando a sus anchas”.

A ese miedo enquistado aluden Jesús Torbado y Manu Leguineche en Los topos, como refleja este caso extremo: “Todavía en el año 69, treinta después del fin de la guerra, aparecía en Málaga uno de estos vagabundos políticos, Ángel Pomeda Varela, que había pasado todo ese tiempo vendiendo corbatas por la costa andaluza con papeles falsos”. Y comparan las historias relatadas en el libro con la del soldado japonés Hiroo Onoda, “que pasó treinta años en la isla filipina de Lubang esperando el fin de la guerra mundial”. Eso sí, matizan ambos periodistas, había algo en lo que diferían sus historias: el miedo que sintieron en penumbra los republicanos.

 “Santiago y sus hermanos eran muy buena gente”, afirma el alcalde de Roales de Campos, José Manuel Moreno Fermoso, quien reconoce que el paso del tiempo ha barrido su hazaña. “En el pueblo apenas ha quedado recuerdo de él. Era soltero y sin descendencia, por lo que no ha habido nadie que rescatase su figura”, añade Moreno, desconocedor de la labor de salvamento emprendida por Rodríguez Fer. “Eran muy desconfiados y no se fiaban de nadie, porque les habían pasado todas esas cosas… Sin embargo, cuando Santiago falleció, fue bastante gente del pueblo al entierro. Su final fue triste para él y para todos nosotros”, reconoce el alcalde.

Una ceremonia laica acorde a la hoz y el martillo que figuran en su lápida. “Los visité algún verano y, antes de morir, me pidieron que su tumba luciese el símbolo comunista”, recuerda Moreno, quien gobierna el Ayuntamiento desde 1983 bajo las siglas del PP. “Decidí cumplir con la promesa y fui bastante criticado, pero había que hacerlo, porque ya había sufrido bastante”, confiesa. Un consuelo post mortem que no había llegado con el fin de su encierro, porque su caso pasó sin pena ni gloria, como si no existiese, concluye Rodríguez Fer: “Excluirlo del libro Los topos fue su segunda tumba”. A la tercera, al fin, fue la vencida. Puede descansar en paz."                     (Henrique Mariño, Público, 27/04/18)