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6/8/24

La piel de naranja que unió para siempre a un preso de un campo de concentración franquista y la vecina que le ayudó... Cuando salió del campo de concentración de Albatera, José Antonio Urquijo tenía 22 años y pesaba 31 kilos... Carmen y Maruja, dos chicas del pueblo, pasaran por allí al bajar a lavar ropa para ganarse la vida. En aquella ocasión, iban comiendo una naranja y arrojaron las pieles al suelo: “Entonces vieron como los presos, entre ellos mi padre, se tiraron como locos a por ellas del hambre que tenían. A las jóvenes les impresionó tanto verles que empezaron desde entonces a dejarles allí algo de comer cuando podían”

 "Cuando salió del campo de concentración de Albatera (Alicante), José Antonio Urquijo tenía 22 años y pesaba 31 kilos. Las pésimas condiciones en las que los franquistas mantuvieron a los miles de presos que encerraron allí en 1939 marcaron a José Antonio, combatiente del Ejército republicano, para el resto de su vida. Nunca se olvidó del hambre y de la violencia, pero tampoco de la vecina del pueblo que, según él mismo decía, le devolvió la esperanza. Se llamaba Carmen Rubio.

Lo cuenta su hijo Enrique, que ha escuchado el relato en casa desde que nació y se lo sabe al dedillo. Todo empezó un día en el que los presos del campo de concentración, uno de los 300 que creó Franco por toda España, fueron obligados a salir fuera de la alambrada a trabajar. Era habitual que Carmen y Maruja, dos chicas del pueblo, pasaran por allí al bajar a lavar ropa para ganarse la vida. En aquella ocasión, iban comiendo una naranja y arrojaron las pieles al suelo: “Entonces vieron como los presos, entre ellos mi padre, se tiraron como locos a por ellas del hambre que tenían. A las jóvenes les impresionó tanto verles que empezaron desde entonces a dejarles allí algo de comer cuando podían”.

Pero esta es una historia de reencuentros. Y es que José Antonio y Carmen se volvieron a ver casi 40 años después y entablaron una amistad que duró siempre. Sin embargo, el fallecimiento de ambos hizo que las familias perdieran el contacto en los años 90. Ahora, gracias a las excavaciones que el arqueólogo Felipe Mejías está llevando a cabo en el campo de concentración, sus descendientes se han reencontrado.

Militante del PNV en la clandestinidad, José Antonio, natural de Bilbao, siempre decía que estar en Albatera “había sido lo más duro que le había pasado en la vida”, pero no fue el único centro de represión franquista en el que fue encerrado. Combatiente en el Frente del Norte durante la Guerra Civil, fue detenido por falangistas en Asturias y tras pasar unos días en la cárcel de Oviedo fue trasladado al campo de concentración de Santoña, luego al de Miranda de Ebro y posteriormente a un batallón de trabajadores de Toledo.

De allí pudo escaparse y combatir de nuevo, esta vez en Extremadura, pero viendo que el final de la contienda se acercaba decidió ir al puerto de Alicante como otros tantos republicanos ante los rumores que corrían de que desde allí podrían dirigirse al exilio y huir de la represión que, con toda seguridad, estaba por venir.

Sin embargo, aquello no salió bien, los pocos barcos disponibles ya habían zarpado y los franquistas acabaron deteniendo a los republicanos que no pudieron escapar. “Les llevaron en vagones de trenes de ganado al campo de Albatera, como hicieron los nazis. Allí la crueldad era absoluta”, cuenta Enrique, que especifica que a los presos les daban de comer una lata de sardinas y medio litro de agua para dos personas y dos días. “Mi padre contaba que llegaban a beber de las letrinas”, añade.

Le ayudaron a creer

El periplo represivo de José Antonio continuó tras salir de allí. Pasó por otro campo de concentración y otro batallón de trabajadores, le obligaron a hacer la mili y en 1947 fue encerrado de nuevo acusado de asociación ilegal y desórdenes públicos. Los años pasaron, pero Albatera y las naranjas de Carmen y Maruja siguieron en su memoria de una forma especial. “Cuando nos narraba todo esto siempre decía que tenía que encontrar a estas mujeres porque le dieron esperanza, le ayudaron a creer en medio de aquella desgracia, pero no sabía cómo hacerlo”, explica su hijo. Ocurrió a principios de 1975, cuando José Antonio viajó desde Bilbao hasta Albatera en busca de Carmen.

A ese otro lado, el lado de la familia de Carmen, esta es también la historia de su vida. Lo sabe bien su nieta Rosa, que recuerda cómo su abuela contaba “cuánto le impresionó ver que algo que todos tiramos, como las pieles de una naranja, se la comían con aquella desesperación”. La mujer, que creció en un hogar humilde y socialista, “apenas tenía para comer”, pero “siempre les intentaba dejar algo”. Rosa ha escuchado muchas veces el relato de cómo ella y José Antonio se reencontraron cuando el hombre apareció en la tienda de ultramarinos que sus padres tenían en el pueblo.

Allí le atendió su padre Salvador, yerno de Carmen, aunque su madre también estaba detrás del mostrador. “Cuentan que le dijo a uno de sus hijos emocionado: 'sí sí, es aquí, es su hija porque se parece a ella'”, narra Rosa. Acto seguido, sus padres le llevaron a ver a Carmen a casa. “Cuando salió se abalanzó sobre ella para abrazarla pero no le reconocía. Él le dijo 'tu a mí no me conoces porque peso casi 30 kilos más que entonces, pero yo no te he olvidado en la vida. Y ella se dio cuenta”. José Antonio y Carmen mantuvieron desde entonces un contacto estrecho; se llamaban, se escribían y junto a sus familias se visitaron varias veces más.

El reencuentro

Sin embargo, tras la muerte de Carmen en 1993 y de José Antonio en 2008, el hilo se perdió. Hasta ahora. El año pasado, Felipe Mejías, que lleva desde 2020 buscando fosas comunes y los restos del campo de concentración en Albatera, colgó en sus redes sociales un artículo publicado por El Español sobre la historia de ambos. Ya Enrique había ido a ver el campo en alguna ocasión y le había contado la historia al arqueólogo. Rosa vio entonces aquella publicación e identificó a su abuela: “Para mí fue una sensación increíble porque fue ver plasmado lo que yo había escuchado toda mi vida”, afirma.

A través de las redes sociales, Rosa y la pareja de Enrique entraron en comunicación, se dieron los teléfonos y retomaron el contacto. “Ha sido muy emocionante, para nosotros han sido y son como de la familia. Que en la vida tan dura que tuvo mi padre, hubiera alguien que se le acercara así y teniendo tan poco le ayudara hace que no podamos tener más que agradecimiento”, confiesa el hijo de José Antonio. Coincide Rosa, que destaca tener la sensación de que a ambas familias “les une algo muy especial” que sobrevive a los años y a sus protagonistas.

Ambos recuerdan con emoción una anécdota que a Salvador, el padre de Rosa, “se le quedó grabada a fuego”. Cuando José Antonio vio a Carmen por primera vez pidió que le llevaran a Albatera, donde nada más llegar se arrodilló y mirando a la tierra dijo “a ti te perdono, no a quienes me hicieron esto, pero a ti sí”. Tal era su conexión con el campo de concentración, que de uno de sus viajes se trajo tierra de allí, con la que en 2008 fue enterrado. Uno de sus hijos, Xabier, leyó en su funeral: “En su ataúd le acompaña un puñado de tierra del campo de concentración de Albatera. Albatera fue entre las 19 prisiones que pusieron a prueba su espíritu, la que más debilitó su cuerpo y más fortaleció sus convicciones”.           (Marta Borraz, eldiario.es, 03/08/24)

17/5/23

Campos de concentración: La dictadura franquista se empeñó en borrar el recuerdo de los más de 290 campos de prisioneros y fue tan efectiva a la hora de coser la boca de los vencidos que la mayoría de la población española desconoce su existencia... En estos días de primavera conmemoramos la liberación de los campos nazis. Aquí no hubo liberación: los presos que sobrevivieron a las torturas, a las sacas y a las muertes por hambre fueron enviados a la cárcel o a campos de trabajo... Frente al propósito de dar a los vencidos la identidad de animales, encerrándolos entre alambradas de púas, obligándolos a beber agua de los charcos, la resistencia, la obstinación en ser humanos... tres latas de conservas fueron convertidas en tazas, un preso del que no sabemos el nombre les fabricó un asa con alambre enrollado para evitar comer con las manos

 "Auschwitz, Mauthausen, Dachau, letanía de muerte que no necesita de explicaciones para ser reconocida. Mas tenemos nuestra propia letanía que para muchos nada dice: Albatera, Miranda de Ebro, Castuera, Jadraque.

Entre las evocaciones de los campos de concentración escojo la del poeta Paul Celan, cuyos padres murieron en el de Mijailovka, a orillas del Bug: “Llegado al recinto / del vestigio / inequívoco: / Hierba. / Hierba, / separadamente escrita”. El proceso de borrar de la memoria colectiva las estrategias de terror de los sublevados ha sido tan efectivo que para la mayoría de la población española el término campos de concentración sugiere únicamente los de la Alemania nazi. Fue una supresión por parte de la dictadura franquista, primero activa después implícita, ocultando el terror, los campos, las fosas, bajo estratos de silencio. 

A la violencia física —no en balde Mola en julio de 1936 establecía “hay que sembrar el terror”— siguió la violencia simbólica que persigue la aceptación por quienes la sufren. El temor cosió la boca de los vencidos. Ni se reconocía públicamente en voz alta la existencia de los campos, ni se hablaba de ellos en voz baja en la intimidad familiar. Lo sé bien, un tío mío estuvo en Albatera y solo supimos de ello en 2010. 

En consecuencia, la noción misma de campos de concentración franquistas era impensable; aún lo es para la mayoría. Según algunos historiadores la guerra no terminó en 1939, a la guerra regular siguió una irregular entre la dictadura y la resistencia armada republicana, la guerrilla, hasta 1952. Negar los campos, negar la guerrilla llamando bandoleros o atracadores a sus integrantes, ocultar la magnitud de la represión, arrojar los cuerpos de los asesinados en fosas comunes mezclados con otros cuerpos, son distintas facetas del discurso de los “25 años de paz”.

Sin embargo, la tozudez de las pruebas materiales evidencia una realidad incómoda: en España, según la investigación de Carlos Hernández de Miguel, hubo al menos 298 campos, unos creados con ese propósito, en campo abierto con barracones semejantes a los nazis y anteriores a ellos, otros en espacios reutilizados, plazas de toros, cuarteles o conventos, como Camposancos y San Marcos de León. Mal que pese a los negacionistas, los documentos franquistas no se recatan y los denominan campos de concentración. 

Durante décadas hemos contado con fuentes documentales y testimonios de presos y familiares, ahora tenemos además los vestigios inequívocos. Desde hace poco tiempo, pues la primera excavación arqueológica de un campo la llevó a cabo en 2010 Alfredo González Ruibal en el de Castuera, Badajoz, por donde pasaron entre 15.000 y 20.000 prisioneros hacinados en 80 barracones. Esto ha ocurrido 30 años después de las primeras excavaciones de campos nazis en los ochenta. 

Felipe Mejías ha excavado Albatera, un campo de gran contenido simbólico en el que penaron líderes republicanos e intelectuales como Tuñón de Lara o Eduardo de Guzmán, que en El año de la victoria nos dejó una estremecedora crónica de las vejaciones sufridas. La relación de vestigios inequívocos, evidencia del terror, es extensa, algunos ejemplos son el tamaño de los barracones que prueba el hacinamiento, la situación de las letrinas en un lugar visible que persigue la humillación, la pobrísima dieta que llevó a muertes por inanición, la ausencia o escasez de piletas, lo que impedía asearse y causaba que los presos fuesen literalmente comidos por piojos, chinches u otros parásitos y víctimas del tifus. 

En estos días de primavera conmemoramos la liberación de los campos nazis. Aquí no hubo liberación: los presos que sobrevivieron a las torturas, a las sacas y a las muertes por hambre fueron enviados a la cárcel o a campos de trabajo. El último campo en cerrarse fue el de Miranda de Ebro, el 13 de enero de 1947, quizá una buena fecha para un día que los conmemore.

Con todo la arqueología ha sacado también a la luz vestigios que revelan el empeño por mantener la dignidad: en Jadraque tres latas de conservas fueron convertidas en tazas, un preso del que no sabemos el nombre les fabricó un asa con alambre enrollado para evitar comer con las manos. Frente al propósito de dar a los vencidos la identidad de animales, encerrándolos entre alambradas de púas, obligándolos a beber agua de los charcos, la resistencia, la obstinación en ser humanos, haciendo eco a la pregunta de Primo Levi.

¿Por qué los campos de concentración franquistas no forman parte de nuestro imaginario colectivo? Es la suya, en palabras del arqueólogo Xurxo Ayán, una memoria ausente. El papel de la dictadura en borrar su recuerdo es innegable, pero Franco murió en 1975. Es necesario asignar fondos a las excavaciones, convertir en museos algunos campos emblemáticos, como se hizo en Alemania. Se lo debemos a los presos que sufrieron en ellos y sobre todo nos lo debemos a nosotros mismos como sociedad que no aparta la vista de su pasado."        (Marilar Aleixandre, El País, 13/05/23)

28/4/22

Las condiciones en los campos de concentración franquistas eran terribles, de hecho. Y lo eran innecesariamente. Más allá de su función práctica, había un claro deseo de castigar y humillar a los vencidos... los republicanos murieron por malos tratos, inanición, falta de cuidados o enfermedad. Muchos fueron simplemente asesinados. Miles perdieron la vida...

Guerra en la Universidad @GuerraenlaUni

Excavando el campo de concentración de Jadraque me he dado cuenta de que existe bastante confusión respecto a lo que son realmente este tipo de centros. Así que va un hilo para explicarlo.->

La gran mayoría identifica campos de concentración con nazis y los confunde con campos de exterminio, que es un tipo específico de campo de concentración. Y muy excepcional.->

De hecho, campos de exterminio nazis como tales hubo pocos: Bełżec, Sobibór, Majdanek, Treblinka, Auschwitz-Birkenau. Pero fueron muy efectivos: en estos centros se asesinó a tres millones de judíos en tiempo récord.->

Nota: si os preguntáis por qué digo tres millones de judíos, y no seis (la cifra del Holocausto), es porque a los otros tres millones los asesinaron a tiros o murieron en guetos, realizando trabajos forzados o en campos de concentración (no de exterminio).->

Frente a cinco campos de exterminio, los nazis construyeron casi 1.000 campos de concentración (Konzentrationslager). Su función era variada. En muchos de ellos se realizaban trabajos forzados con la idea de matar por el trabajo (Mauthausen).->

Pero además los nazis crearon otros centros de clasificación, eutanasia, tránsito, trabajos forzados y guetos para encarcelar, torturar, esclavizar y asesinar. Se incluyen dentro del concepto de "universo concentracionario". Fueron más de 40.000.-> https://jewishvirtuallibrary.org/how-many-conce

Resumamos: un campo de concentración NO es sinónimo de campo de exterminio, aunque en ellos se puede exterminar gente. Su tipología y función es diver ¿Qué es un campo de concentración entonces?->

Un campo de concentración es básicamente un centro de internamiento. Pero no un campo de prisioneros de guerra ni una cárcel, ambos sometidos a leyes nacionales ordinarias y tratados internacionales. Un campo de concentración es un espacio de excepción. (Gulag.) ->

Por eso en un campo de concentración se puede encerrar a civiles, a gente sin cargos ni sentencia firme, a oponentes políticos, a combatientes a los que no se les reconoce su estatus militar.->

Por eso los campos de concentración no son algo exclusivamente nazi. De hecho, existían antes de los nazis ¿Quién los inventó?->

El Ejército español durante la Guerra de Cuba (1896-1898). La idea era concentrar población en determinados sitios y tras una alambrada para evitar que apoyaran a la insurgencia o se unieran a ellos. Se les llamó "campos de reconcentración". ->

En los campos de concentración de Cuba, como después en los de Sudáfrica establecidos por los británicos, murieron miles de personas por enfermedad y hambre. Pero su objetivo no era exterminar a la población.->
Que el objetivo no sea exterminar no significa que a las autoridades les importe lo que pase con los internos. El hacinamiento, el hambre y los malos tratos son habituales. Los internos son el enemigo, aunque sean civiles. (Campo para boers en Sudáfrica, 1901.)->

Otra nota: los campos aparecen cuando se combinan dos ideas: 1) la idea de enemigo ideológico; 2) la idea de orden moderna (clasificación, tipología, limpieza social). Por eso surgen a fines del siglo XIX y no en época medieval.

Que el régimen franquista estableciera campos de concentración no tiene nada de raro. Lo hacían todas las dictaduras de la época y algunos regímenes liberales en sus colonias e incluso en casa (como EEUU con los japoneses en la II Guerra Mundial).->

La existencia de campos no era algo que la dictadura de Franco ocultara. Estableció casi 300, había un servicio que los gestionaba y miles de documentos donde se usa el término. Incluido el BOE.->

Los campos de concentración franquistas no eran campos de exterminio. Eran centros de clasificación. En ellos se decidía si los internos eran afectos o desafectos al régimen. De ahí iban a la cárcel, otro campo o una fosa común. O quedaban en libertad.->

Que no fueran campos de exterminio no significa que no muriera gente -como en cualquier otro campo de concentración. Por malos tratos, inanición, falta de cuidados o enfermedad. Muchos fueron simplemente asesinados. Miles perdieron la vida.->

Las condiciones en los campos de concentración franquistas eran terribles, de hecho. Y lo eran innecesariamente. Más allá de su función práctica, había un claro deseo de castigar y humillar a los vencidos. El discurso oficial es elocuente. Nada de perdón o reconciliación.->

A través de la arqueología es posible llegar a conocer muchas cosas sobre los campos de concentración franquistas: sobre el hacinamiento, el hambre o el maltrato a los prisioneros. Por eso los excavamos. Para saber más. También para honrar la memoria de sus víctimas.->

La arqueología de los campos de concentración es un tema de investigación bien asentado. Se han estudiado arqueológicamente campos de concentración de la Alemania nazi, la Rumanía comunista, la Guerra de Cuba o las dictaduras del Cono Sur. ->

Para saber más sobre los campos españoles, podéis leer los libros de Javier Rodrigo y @demiguelch.

4:20 p. m. · 26 abr. 2022
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11/4/22

Los arqueólogos del CSIC hallan un campo de concentración franquista intacto en la España vaciada... Más de 4.000 presos vivieron semienterrados, hacinados y mal alimentados en un monte de Guadalajara, en el que se conservan desde abril de 1939 los restos de aquel infierno

 "Hay tan poca gente que los corzos se dejan ver a las once de la mañana, sin miedo ni prisa al cruzar la carretera que en la siguiente curva perderá el asfalto y se convertirá en una pista de tierra. El último pueblo que hemos dejado atrás, muy próximo a la carretera de Barcelona, está vacío a la espera del verano. 

Por esta parte de La Alcarria no pasó ni Camilo José Cela en su famoso viaje. Está tan abandonada que no hay ni basura. Los únicos restos que nos encontramos son las latas de conservas que dejaron los soldados franquistas y pequeños vestigios de los prisioneros del campo de concentración que vivieron el último de sus días en este bosque de carrascas y quejigos.

En los mapas que señalan los 300 campos de concentración franquista no hay una localización exacta del de Jadraque, en Guadalajara. En el pueblo lo conocen, han jugado de niños en los barracones de piedra en los que vivieron los soldados del ejército de Franco. Son los únicos que quedan en pie, ensartados por las ramas de los árboles y los matorrales que crecen sin freno y esconden la memoria de la humillación y la represión.

Donde no era habitual ver a los vecinos era en los casi 30 túmulos que aparecen a ambos lados de un camino muy estrecho. En tiempos de máxima ocupación llegaron a albergar a más de 4.000 personas, que debieron de vivir en unas condiciones pésimas en estos agujeros horadados en el suelo. Son franjas que han sido tomadas por la vegetación y ahora descubiertas por el grupo de arqueólogos del Incipit-CSIC, liderado por Alfredo González-Ruibal y Luis Antonio Ruiz, con financiación para tres semanas de trabajo de la Secretaría de Estado de Memoria Democrática.   

Un crimen de guerra

No ha pasado el tiempo ni las personas y los restos se mantienen congelados sobre el terreno y debajo de la maleza. Ahora el equipo de ocho personas mueve tierra y arbustos para descubrir las condiciones en las que estuvieron desde 1937 los prisioneros. Los sublevados primero usaron a los reclusos republicanos capturados en el norte para levantar los barracones de los soldados franquistas, que luchaban en el frente de Guadalajara. Luego, entre marzo y abril de 1939 se convirtió en campo de concentración. Uno de cada 20 españoles estuvo prisionero en uno de ellos entre 1937 y 1939, cuenta Luis Antonio Ruiz. 

“Lo del campo de concentración no lo conocíamos”, dice el alcalde de Jadraque, Héctor Gregorio Esteban (PSOE). Fueron los investigadores locales Alfonso López Beltrán y Julián Dueñas quienes descubrieron las excavaciones en la tierra y los documentaron con un vuelo de dron. Una vez revisaron el Archivo General Militar de Ávila y los datos del Instituto Geográfico Nacional encontraron documentos que hablaban de la existencia en el monte de un puesto de mando, una central de transmisiones y un campo de concentración. Aquí hubo desde mayo de 1938 efectivos de la 74 División, el 131 Regimiento Bailén y la 73 División. Hasta marzo de 1939 hay censados un total de 4.338 prisioneros.

Es decir, fue un recinto militar durante la guerra y, a partir de 1939, un campo de concentración efímero e improvisado, usado para concentrar a los soldados que se rendían en masa. Cuentan los expertos que los barracones se acabaron a finales de 1938, cuatro meses antes de que acabara la guerra. “Es el inicio de un periplo infernal que podía extenderse durante una década o acabar con la muerte. A partir de este bosque entraban en una cadena operativa que les llevaba por cárceles o campos de trabajos forzados. Todos estos centros son las factorías donde se elimina al sujeto que no puede ser incorporado al nuevo Estado”, resume Alfredo González-Ruibal a este periódico.

“Este campo de concentración es una prueba de crimen de guerra, claramente. Aquí no se cumplieron las condiciones mínimas de tratamiento de los prisioneros de guerra. Estuvieron en zanjas, vivieron semienterrados, hacinados y mal alimentados. Si lo viéramos en Ucrania nos llevaríamos las manos a la cabeza”, asegura González-Ruibal. Vivían en madrigueras, rodeados por una cerca de alambre de espino. Nada que ver con la imagen popular de los campos del nazismo, organizados en barracones y calles trazadas. “Los tenían como si fueran ganado”, indica Luis Antonio Ruiz.   

Memoria intacta

Para el grupo de trabajo, el hallazgo es único porque se conserva intacto. Dicen que es difícil encontrar otro con una entidad material similar a la que hay en Jadraque. Se conservan trincheras, un campamento militar, un campo de trabajos forzados y el campo de concentración. Es un sitio de memoria, pero también de patrimonio. Apenas bastaría con clavar los carteles para museizar el lugar, bromean por el estado de conservación en el que se encuentra. Solo la voluntad política puede hacer realidad que este sitio no desaparezca.  

“Los restos que han quedado son de mucha identidad”, dice Ruiz, al que le llama la atención la falta de conocimiento que hay sobre los campos de concentración franquistas. “Fue un fenómeno masivo, prácticamente todo el mundo tenía uno a la puerta de su casa”, asegura el arqueólogo que está convencido de que en los próximos días irán apareciendo elementos decisivos para comprender cómo sobrevivieron a las inclemencias los presos en unas condiciones infrahumanas. El invierno de 1937 fue el más frío de los años treinta.

La causa del olvido, sostienen los arqueólogos, es el franquismo. “Tuvo muchos años para naturalizarse y para hacerse pasar por un régimen desarrollista de un autoritarismo blando. Luego, la Transición tampoco ayudó a denunciar el borrado de los hechos”, comenta Ruibal. Por si fuera poco, la represión de los vencidos en las poblaciones cercanas al campo de concentración no debió ayudar a mantener el recuerdo de un lugar infernal. Aquí se clasificaba a los prisioneros por su identidad política. Si eran leales, afectos al régimen o si había que fusilarlos. Los arqueólogos no esperan encontrar restos de cuerpos humanos porque los mataban en lugares apartados.  

Un lugar de silencio

En las fotografías aéreas que hizo la aviación norteamericana en los años cuarenta y cincuenta se observa un terreno bien diferente a la frondosa extensión que tenemos delante. En aquellas imágenes no hay ni rastro de la mancha verde que encontramos en los mapas actuales. La mayoría de los lugares traumáticos de la Guerra Civil fueron reforestados después de 25 años, invisibilizados y silenciados.

Además, lo normal es que estos espacios de represión se reciclen. No es el caso. Ha quedado congelado en el tiempo, escondido por el bosque que ha hecho el trabajo sucio y ha ocultado los crímenes. “La guerra pasó a ser un tabú. No querían hablar nada. Ayudó a que esto se olvidara”, dice el alcalde de Jadraque. 

Y después llegó el éxodo a las ciudades. El momento en que más población hubo en esta zona fue durante la guerra civil. La población se marchó y la memoria que resume la guerra y el inicio de la posguerra más terrible quedó envasada al vacío."                  (Peio H. Riaño  , eldiario.es, 5 de abril de 2022)

25/1/22

'Illote P, Barraca 16': las memorias del gallego que dibujó el horror en los campos de concentración franceses: "Cada mañana retiraban varios cuerpos rígidos envueltos en sábanas. Eran los cadáveres de los más débiles, ancianos o enfermos"... muchos de estos ancianos y enfermos "habían sido separados de sus familias al cruzar a Francia, abandonados a su suerte"... "Fuimos pioneros de ese turismo actual trashumante de playa"... "Se repartía una bolla de pan para cada 25 personas", relata

 "La vida de Santiago Rodríguez Salinas podría ser una historia más nacida de la Guerra Civil, pero en realidad es otra cosa. Santiago vivía con su madre Antonia en Madrid en1936 cuando se alistó al Frente del Ejército Popular. Las cosas no salieron como esperaba y, tras la caída de Barcelona, tuvo que cruzar la frontera francesa en un periplo que le arrastró por tres campos de concentración. Fue una experiencia tan amarga para él, que hasta más de cuatro décadas después, en 1985, poco antes de fallecer en Redondela (Pontevedra), no la plasmaría en unas memorias. 

 En el libro 'Illote P, Barraca 16' (editorial Galaxia), que acaba de publicarse de forma póstuma, Rodríguez Salinas relata las condiciones de vida deplorables de los exiliados en los improvisados campos de concentración franceses. Hacinados en barracones, carentes de ropa de abrigo y sin apenas alimentos ni agua potable, cada amanecer son testigos de escenas desoladoras. "Cada mañana retiraban varios cuerpos rígidos envueltos en sábanas. Eran los cadáveres de los más débiles, ancianos o enfermos ", describe con amargura en una parte de sus escritos, donde relata como muchos de estos ancianos y enfermos "habían sido separados de sus familias al cruzar a Francia, abandonados a su suerte". Algunos de ellos aparecen en los dibujos que Santiago realizaba en su encierro. Y entrelaza entre los recuerdos los dibujos que su autor fue haciendo desde su cautiverio. 

 Su historia y la de su familia abarca todo el siglo XX, pero es una historia casi desconocida, salvo para las personas más cercanas. "Mi padre mantenía en casa un silencio absoluto sobre esta cuestión", explica a elDiario.es su hijo Eduardo Rodríguez 'Tatán', un actor que es una institución en el teatro en Galicia, sobre todo como fundador del histórico grupo de títeres 'Tanxarina'. 

 Nacido en Madrid en 1917, Santiago Rodríguez Salinas era hijo de una maestra republicana que lo tuvo de soltera y decidió darle sus mismos apellidos. Antonia, persona clave en el devenir de esta familia, decidió educar a Santiago en un ambiente de una clase media- alta de la época, estudiando en el Liceo Francés y en la Escuela de Artes y Oficios. Antonia convivía en Madrid con su compañero Alberto Marín Alcalde, intelectual de izquierdas y prestigioso crítico teatral de periódicos como 'La Vanguardia'. El golpe militar de julio de 1936 lo torció todo.

Integrado en el Frente del Ejército Popular en las batallas de Teruel y del Ebro, Santiago tiene que marcharse a Francia cuando Barcelona cae ante los fascistas. Allí comienza su nueva vida como refugiado en diversas playas francesas, convertidas en campos de concentración: "Fuimos pioneros de ese turismo actual trashumante de playa", escribe con ironía en su libro. El número de refugiados que llega en esos días desborda a las autoridades francesas, desconcertadas ante la avalancha de personas. Preveían 4.000 exiliados, y se calcula que llegan cerca de 500.000. 

 En sus memorias, Rodríguez Salinas cuenta el paso por los Pirineos en febrero de 1939, en pleno invierno, y su llegada a los campos de concentración de Saint Cyprien, Le Barcarès y, finalmente, Argelès-Sur-Mer, por el que se calcula que pasaron 100.000 refugiados españoles. Con humor a pesar de la debacle, Santiago describe la situación de estar tras una alambrada, sintiéndose "como animales en un zoológico, delgados debido al riguroso régimen dietético", ironiza en relación al hambre que pasaban. "Se repartía una bolla de pan para cada 25 personas", relata.

 Su encierro se desarrollaba a la par que el nubarrón político era cada vez más negro. Franco se asentaba en España, Francia declaraba la guerra a Alemania y posteriormente Hitler ocupa Francia. Cada día, el futuro se derrumbaba un poco más para todos los ex-combatientes.

"Éramos la masa del éxodo, sin depender de ningún partido ni sus asociados", se queja amargamente en sus memorias Santiago Rodríguez Salinas. "Mi padre no confiaba mucho en los comunistas, pues a muchos de ellos los veía con dudosos sentimientos de adhesión a la República", rememora su hijo Tatán, encargado con su hermana Carmen de custodiar la memoria familiar.

Muiñeiras y cante jondo en el campo de concentración

Rodríguez Salinas describe Argelès-sur-Mer como una gran ciudad donde "todo tiene sensación de provisionalidad". Los refugiados esquivan las penurias disputando partidos de fútbol o con actuaciones musicales "donde se escuchan desde cante jondo a muiñeiras", y en la que ofrecen sus servicios desde sastres, fotógrafos o barberos, "que utilizaban la navaja como si fuese una guadaña".

Su conocimientos de lengua francesa le permitieron conseguir un trabajo como ayudante de correos, clasificando las cartas entre los exiliados y sus familias. En el correo recibe una carta de su madre Antonia, donde le cuenta que su compañero Alberto Marín Alcalde ha sido hecho prisionero en Madrid, condenado a muerte y enviado al presidio de San Simón, en el fondo de la Ría de Vigo. Antonia decide entonces trasladarse a vivir a Redondela, para estar cerca de Alberto Marín.

 Las cartas de Antonia llegan a su hijo, pero otras no corren la misma suerte en el campo de concentración. "No encontrábamos al destinatario y no podíamos reenviarlas de vuelta a sus familias, porque podíamos ponerlos en peligro, por lo tanto las quemamos", escribe Santiago. Una decisión dolorosa, marcada por el temor y la prudencia. Allí comprueba también los donativos generosos de ayuda solidaria a los exiliados, como los enviados por el ilustre violonchelista Pau Casals, reconocido militante antifranquista.

De vuelta a España

Después de 16 meses de exilio itinerante por Francia, en 1940 los exiliados son metidos en un tren y entregados de nuevo a las autoridades franquistas. De regreso, acaba en otro campo de concentración en Reus, dos campos de batallones disciplinarios y una mili forzosa en Canarias. En total, casi siete años de castigo que el autor va desgranando en su libro 'Illote P, Barraca 16'.

 Hasta que Santiago Rodríguez Salinas llega a Redondela, para instalarse en esta localidad y estar al lado de su madre Antonia, la maestra republicana que vino para cuidar a su compañero Alberto, condenado a muerte y prisionero en San Simón. "Alberto Marín Alcalde era un intelectual de prestigio en la República y, como no tenía delitos de sangre, el Gobierno de Franco recibió un listado de firmas para liberarlo, incluso firmado por Antonio Machado", explica el actor Eduardo Rodríguez, 'Tatán'.

A Marín finalmente le conmutan la pena de muerte, es liberado y retoma su núcleo familiar en Redondela con Antonia y Santiago. Pero poco después se produce un amargo desencuentro entre la pareja que hará que sus caminos se separen. "Probablemente Alberto no se adaptaba a la vida del pueblo y necesitaba estar con sus trabajos en Madrid", resume Tatán.

 Antonia se queda en Redondela, y vive de impartir clases particulares en su casa, "puesto que jamás aceptó convalidar su título de maestra de la República e integrarse en el sistema de enseñanza franquista ", explica su nieto, con el que tuvo una relación muy cercana. Antonia imparte clases a muchos hijos de represaliados, con una metodología muy particular, "les recitaba a Lorca y arrancaba todas las hojas de los himnos franquistas y de la Falange que tenían las enciclopedias", explica Tatán.

Era una presunta vida apacible en el pueblo, pero en la que en el fondo todos tienen heridas internas que todavía supuran, y que llevan con resignado silencio. Santiago convive con su condición de vencido humillado y Antonia con la amargura de su ruptura con Alberto Marín Alcalde. Hasta que que en 1959 recibe la noticia de su muerte, que le afecta profundamente. "La abuela siempre mantuvo un enorme amor por Alberto. Él para nosotros seguía siendo de la familia", explica Tatán, que fue inscrito al nacer con los nombres de Eduardo Alberto, el segundo en homenaje a Marín Alcalde. 

 Santiago se asienta en Redondela, se casa y tiene tres hijos, uno ya fallecido. "Tuvo una fábrica de cepillos y varios oficios, era un buscavidas que hacía lo que podía para mantenernos", rememora su hijo Tatán. Mientras, seguía en contacto con los exiliados de ARDE ( Acción Republicana Democrática Española) en México, quienes le habían enviado una bandera republicana que guardaba oculta, quizá con la esperanza de volver a sacarla algún día y lucirla con orgullo en el balcón. Algunos de ellos eran también ex-combatientes que pasaran por los campos de concentración.

Cuando se jubila, y tras décadas de silencio, Santiago siente que no le queda mucho tiempo y en 1981 comienza a teclear sin desmayo su vieja máquina Olivetti. Fallece poco después, en 1985, a la edad de 68 años, tras dejar concluido el libro que ahora ve la luz. Su familia usó la bandera republicana que durante décadas ocultó en un cajón para envolver el féretro en el que lo llevaron a hombros camino del cementerio.

 Su madre Antonia todavía lo sobreviviría unos años más. Fue homenajeada por sus alumnas y alumnos, antes de fallecer en 1995 con 101 años en Redondela, el lugar en el mundo al que había llegado para cuidar a su compañero preso en la isla de San Simón, el represaliado Alberto Marín Alcalde.

Siempre, hasta que tuvo fuerzas y le dejaron, Antonia encendió cada noche una mariposa de luz flotando en aceite para recordar a quien fuera su pareja. Esa luz tenue con la que en los últimos años también recordaría a su hijo Santiago y que, seguramente, también representaba la nostalgia de lo que pudo haber sido y Franco y la Guerra Civil no dejaron que fuese."           (Alfonso Pato, eldiario.es, 21/01/22)

 

 

6/9/21

Una historia terrible entre las latas de conservas de Muros. Dos campos de concentración para presos del franquismo, situados en sendas fábricas de salazón de pescado, amedrentaron a esta población coruñesa y marcaron a las generaciones que lo vivieron, a pesar de que hoy han sido olvidados

 "Del amurallamiento de Muros no queda nada. Ni siquiera el nombre de esta villa gallega, estratégico enclave marinero de las Rias Baixas, refiere a la fortificación que le hicieron en el siglo XVI, sino a la natural protección y abrigo que le da el Monte Louro. Todo el espacio edificable entre Louro y el mar es Muros, cuyas casas se expanden de norte a sur en el interior de la ría. 

 Muros tiene su Praia de Castelo, su rúa do Castelo y hasta un gran almacén de materiales de construcción llamado Castillo de Muros, pero no tiene castillo. Y eso que lo hizo el primer marqués de Cerralbo, antepasado –de aquella manera– del que da nombre al museo madrileño. La encañonada fortaleza estaba donde ahora hay una lonja. Tampoco está ya el fortín que desde la cima del Monte Louro les defendía de los piratas. 

 Ni la batería de cañones delante de lo que los vecinos llaman el taller da Seat, donde ahora hay un cruceiro que dice "Sálvanos Señor Que Perecemos". Para colmo, su Archivo Municipal ardió cuando las tropas napoleónicas arrasaron Muros en 12 horas.  

 Muros tuvo pero no siempre retuvo. Su último episodio de esplendor le llegó en el siglo XIX, con más de 30 fábricas de conservas de pescado instaladas en sus alrededores. En 1909, en la salida sur de Muros hacia Carnota, Joaquín Vieta Ros, catalán —como muchos otros industriales asentados en la zona—, instaló su exitosa fábrica de salazón. Habilitó un embarcadero y hasta se hizo construir su propio velero, que hoy sigue a flote

Un siglo después, en ese mismo edificio se seguían envasando sardinas, bajo la marca Conservas Leocadia. Solo fueron unos meses, entre 1937 y 1938, pero en mitad de ese periodo entre las latas de Vieta y las de Leocadia se inscribe la memoria terrible de uno de los campos de concentración de Muros.

 A pesar de que en su momento estos campos no se ocultaron, más bien al contrario, sirvieron a la represión con ánimo ejemplarizante, dejando una "fuerte huella en la memoria local", según el historiador Pedro Pablo Fermín Maguire, a día de hoy "extraña su existencia". La memoria de la industria conservera se comió la memoria histórica. En 2015, los muradanos lloraron el derribo de la factoría Leocadia, que muchos llamaban simplemente la fábrica de Daniel, y añoraron sus míticas latas de caballas y sardinitas, repintadas con los mismos colores de la bandera española. Era el edificio más nuevo de los tres que formaban el pequeño complejo.

En aplicación de la Ley de Costas se revirtió su uso y ahora no hay más que un hueco, con un solado de color rosáceo. En cambio, a su lado, se mantiene en pie el que fuera hogar de los propietarios, una bonita casa de dos plantas que data de 1909. Junto a ella, también queda en pie, semiderruida, la fábrica antigua de Vieta, el lugar que concretamente se usó para la represión franquista. En un futuro próximo se pretende levantar ahí un hotel y restaurante, o esa es la intención de los nuevos propietarios, a pesar de que está dentro de la zona de servidumbre de la demarcación de costas.

Como sardinas en lata

Encuadrando, delimitando, recordando las antiguas torres defensivas, se situaron también ambos campos de concentración. En la parroquia de Serres, en realidad pegando a Muros, al norte, había una fábrica más grande, Anido, propiedad de la familia Romaní, que prensaba unas célebres sardinas. Era un complejo formado por dos edificios. Uno de ellos, el que da al mar, es hoy el restaurante de bellas vistas Casa Anido. Entre ambos edificios, un patio, donde se realizaban las tareas de envasado. Pero en 1936, el patio se usaba para hacer formar a los prisioneros.

 Fermín Maguire tuvo la oportunidad de hablar con una muradana llamada Fina do Artilleiro, que conocía ambos campos porque la guerra le pilló siendo ella jovencita. Fina recuerda que los presos de Anido dormían sobre un manto de paja colocado sobre los píos, que eran los depósitos de dos por dos metros, separados por paredes de 20 centímetros y de unos tres metros de profundidad, donde se hacía el salazón del pescado. "Hombre, todavía tenían suerte… no pasaban tanto frío", le dijo Fina a Pedro. Y así dormían unos junto a otros.

Hace unos años, Pedro Fermín definió el campo de concentración franquista como "el equivalente al CIE de ahora": personas encerradas en un lugar que dicen que no es una prisión pero que lo parece, sin ser acusadas de nada pero presumiéndoles culpabilidad. El historiador explica que, en Galicia, donde hubo una fuerte represión aunque no hubiera guerra, los campos de concentración se instalaban en lugares donde en los años inmediatamente anteriores había habido de efervescencia política, sindical y cultural del galleguismo. Para amedrentar. Se buscaban ubicaciones que no estuvieran escondidas, sino que hubieran estado presentes en la vida social y cultural del pueblo, porque la concentración busca ser un castigo ejemplarizante. Aunque hoy los hayamos olvidado, en su momento los campos de concentración no pudieron estar más presentes.

Lugar de escapadas

Francisco Abeijón también recogió los pocos recuerdos que se esfumaban en Muros, a medida que los más viejos desaparecían. Quedaban los que, de niños, habían acompañado a sus madres a llevar alimentos a los presos de Anido. No porque tuviesen allí a sus familiares, sino por solidaridad, esperando que otras mujeres, en otros pueblos, en otros campos, también la demostraran con sus propios maridos presos. Abeijón hizo una investigación en el Archivo Municipal de Muros, resurgido tras las cenizas, y gracias a una carta del alcalde pudo saber que en noviembre de 1937, entre ambos campos sumaban 1.300 presos, más del 10% de la población del municipio.

"Los antiguos campos de Muros siguen invisibles", admite Pedro Pablo Fermín Maguire desde Brasil, donde reside. Una búsqueda geolocalizada en Instagram arroja en la pantalla del teléfono un mosaico de imágenes tomadas en los últimos días donde visitantes y veraneantes se bañan en un mar cristalino, navegan por la ensenada como los antiguos corsarios, se retratan en las estrechas calles de piedra, toman impresionantes panorámicas desde el Monte Louro, posados al atardecer, al amanecer, a las fuentes de pulpo, a los platos de cigalas. "De escapada", escribe una mujer bajo su selfie. En una de esas capturas, una joven camina bajo una bóveda de piedra. El texto que la acompaña dice esto de Muros: "Ha vivido ataques de piratas, fue destruido por las tropas de Napoleón, reconvertido por empresarios catalanes y ahora enclave turístico. Si por un momento te quieres imaginar que eres Jack Sparrow, este es tu sitio".        (Elena Cabrera, eldiario.es, 18/08/21)

20/4/21

El infierno de los republicanos españoles exiliados en el norte de África

 "Marzo de 1939. Hace más de un mes que Cataluña cayó en manos de las fuerzas franquistas. Cerca de medio millón de refugiados republicanos españoles huyen por el Norte, en lo que aún hoy sigue siendo la migración más importante de la historia en una frontera francesa. 

Pero la retirada no es el último capítulo de la Guerra Civil española: en el sudeste de la península ibérica, los últimos bastiones republicanos caen uno tras otro. Las hostilidades culminan en el “cuello de botella de Alicante”. Sin poder huir por Valencia ni por el sur de España, que ya estaba en manos de los franquistas, los milicianos y civiles republicanos se ven obligados a tomar el mar.

Desde Alicante, varios miles de personas embarcan de emergencia rumbo al puerto más cercano, Orán. La flota republicana proveniente de Cartagena llega a puerto en Argel, antes de ser desviada, con 4.000 personas a bordo, hacia Bizerta, en Túnez. En total, en pocos días probablemente hayan llegado a las costas de África del Norte entre 10.000 y 12.000 españoles, tal vez más, según algunos testimonios. 

 Recluidos por la Tercera República Francesa

Si bien un puñado de republicanos son recibidos por sus allegados en Orán, que posee una fuerte comunidad hispánica, a partir del 10 de marzo de 1939 el gobierno de la Tercera República Francesa que administra África del Norte le pone un freno a su llegada. Desde hace un año, los decretos-leyes Daladier regulan la entrada de refugiados: clasifican entre “la parte sana y dedicada al trabajo, y los indeseables de la población extranjera”, imponen arrestos domiciliarios y reclusiones en centros de internamiento… El mismo esquema será retomado en Argelia, Marruecos y Túnez.

Mientras el alcalde de Orán celebra con gran pompa la victoria franquista, una parte de los republicanos son mantenidos por la fuerza en embarcaciones convertidas en barcos-prisiones. Quienes logran desembarcar permanecen en carpas, sobre todo en el muelle distante de Barranco Blanco. Eliane Ortega Bernabeu, cuyo abuelo estaba a bordo de uno de esos barcos, el Ronwyn, relata:

Estaban totalmente aislados, apartados de los habitantes. Sin embargo, algunos oraneses venían a ayudarlos, les traían comida, que subían a bordo de los navíos utilizando cuerdas. En cambio, otra parte de la población no quería recibir a esos españoles, porque les preocupaba la enorme cantidad que eran. El alcalde de la ciudad, el padre Lambert, era amigo de Franco. Contribuyó enormemente a crear un clima de temor en la población.

En el puerto de Orán, la situación se eterniza: miles de republicanos permanecerán allí más de un mes, en condiciones de insalubridad y subalimentación total.

 Trabajos forzados

En Túnez, los marinos y los civiles de la flota republicana también son apartados de la población. Rápidamente son enviados en tren hacia el centro del país y a campos de internamiento, sobre todo el de Meheri Zebbeus. En Argelia, luego de desembarcar, los refugiados también son llevados a campos de internamiento: “Había civiles, obreros, sindicalistas encerrados detrás de alambre de púa, y bajo la amenaza constante de las bayonetas”, señala Eliane Ortega Bernabeu.

En los numerosos campos, la mayoría de los cuales se encuentra en territorio argelino, se aplica la misma legislación que en la metrópoli. Peter Gaida, historiador alemán y autor de varias obras sobre los campos de trabajos forzados y los republicanos, explica:

Los exiliados son considerados como peligrosos para la defensa nacional, están obligados a ofrecer prestaciones a cambio del asilo: una parte de ellos va a los campos de internamiento, la otra a las Compañías Trabajadores Extranjeros (o CTE).

 Se trataba de prestaciones legales, ya que Francia estaba en guerra y los franceses también eran requisados.

En Argelia, las mujeres, los niños y también los inválidos fueron enviados a varios campos: Carnot (Orleansville) o Molière eran los más conocidos. Los combatientes iban a Boghar y Boghari, donde eran alistados para satisfacer las necesidades de mano de obra de la potencia ocupante. Su fuerza de trabajo fue utilizada principalmente para renovar caminos en la región de Constantina y para explotar las minas de carbón y de manganeso en el sur de Orán.

El transahariano, un viejo sueño colonial

Los dirigentes de la Tercera República Francesa deciden entonces conectar las minas de Kenadsa, situadas al sur de Orán, con los ferrocarriles marroquíes. Dos mil republicanos españoles y miembros de las Brigadas Internacionales integran la Compañía General Transahariana para construir las vías en el desierto. En su libro Camps de travail sous Vichy (Campos de trabajo bajo el gobierno de Vichy, editorial Les Indes Savantes, que se publicará en francés en junio de 2021), Peter Gaida publica el testimonio de uno de ellos, internado en el campo de Colomb-Béchard, en Argelia:

Nos enviaron a cuatro kilómetros del oasis para quitar la arena de una enorme duna petrificada de más de 2.000 metros de largo. La temperatura era asfixiante, más de 40º a la sombra, el agua era escasa y estaba caliente. Así comenzaron las disenterías, las crisis de paludismo, los vómitos y los fuertes dolores de cabeza.

 Luego del armisticio del 22 de junio de 1940, el gobierno de Vichy en el poder pone en marcha un viejo sueño colonial: la edificación de un ferrocarril estratégico, el transahariano, también llamado Mediterráneo-Níger. La idea es conectar las colonias de África del Norte con las de África occidental, o más bien, las capitales de ambos imperios coloniales, Argel y Dakar. Vichy emprende entonces la construcción de un enlace ferroviario de 3.000 kilómetros en pleno desierto. Pero los objetivos son múltiples: la cuestión también es transportar tropas militares, materiales y carbón explotado en Marruecos. Además, existe un proyecto en África Occidental para irrigar el río Níger y crear un cultivo de algodón gigantesco, para que Francia pudiera independizarse de los británicos. Para ello se necesitaba un ferrocarril que llegara hasta Argel.

Se trataba de una obra colosal, y estaba dividida en tres fases: la construcción de un eje Orán-Gao, bordeando el Níger; un segundo eje de Gao a Bamako, y un tercero que llevaría la línea ferroviaria hasta Dakar.

El horror de los campos

La mano de obra es ideal: las Agrupaciones de Trabajadores Extranjeros (Groupements de Travailleurs Étrangers, GTE, sucesores de los CTE) disponen de un marco legislativo represivo, una sutil alianza entre el colonialismo y el fascismo. En Marruecos, Túnez y Argelia se crean campos de internamiento. Pero los republicanos españoles no son los únicos que serán enviados a las diferentes construcciones: “Desde los campos franceses, como el de Vernet, serán deportados a los de África del Norte, en barco, anarquistas y comunistas franceses, miembros de las Brigadas Internacionales y personas con perfiles muy diversos. Para Vichy, ‘se trata de boca inútiles y de brazos necesarios’”, explica Peter Gaida.

 Además, varios miles de judíos son excluidos del ejército francés y asignados a las Agrupaciones de Trabajadores Israelitas (Groupements de travailleurs israélites, GTI). “En los campos también hay norafricanos, principalmente líderes de movimientos nacionalistas en Túnez y en Argelia. Así que hay una población bastante mixta, e incluso hay rastros de judíos alemanes y de yugoslavos”, comenta Gaida.

En la región de Orán, los detenidos políticos considerados como peligrosos son internados en los campos de Djelfa, Djeniene Bourezg o Hadjerat M’Guil. “En total hay seis campos dedicados a la represión”, comenta Eliane Ortega Bernabeu. “Son campos de la muerte, como los llamaban los republicanos internados. Entre 1940 y 1942, en Berrouaghia, todos los indicadores que hemos podido registrar demuestran que fallecieron al menos 750 personas de hambre, de frío o de las sevicias”.

Los reclusos sufren castigos, vejámenes y torturas. “El campo de Meridja [en Argelia] cerró después de que los republicanos hicieran una huelga de hambre para protestar contra los actos de tortura. En realidad, fue reabierto por Vichy un poco más al norte, con el nombre de Ain el-Ourak”, continúa Eliane Ortega Bernabeu. La construcción del transahariano, por su parte, se interrumpe: solo se construirán 62 kilómetros de vías.

En Túnez, las condiciones en los campos parecen apenas más clementes que en Argelia o en Marruecos. La mitad de las 4.000 personas que llegaron en 1939 volvieron a España, luego de una promesa de amnistía formulada por Franco. Victoria Fernández, hija de un republicano español exiliado en Túnez, relata:

“Según mis investigaciones, luego de su vuelta a España, fusilaron por lo menos a 25, y los otros vivieron en condiciones extremadamente difíciles. De los 2.000 que permanecieron en Túnez, una parte importante fue enviada a campos en la región de Kasserine, donde trabajaron en plantaciones hortícolas y de árboles frutales, o para diversas empresas.

 En numerosas ocasiones se han reportado maltratos, sobre todo en la región de Gabès. “Además, enviaron a 300 marinos republicanos al desierto, al sur del país. Politizados y refractarios, eran aún más indeseables que los otros”, continúa Victoria Fernández. Paralelamente, unos 5.000 hombres tunecinos de confesión judía serán asignados a trabajos forzados, en distintos campos, cerca de las primeras líneas.

Liberación de Francia, asistencia al frente de liberación nacional

El desembarco de los aliados en África del Norte en noviembre de 1942, conocido con el nombre de Operación Torch, reconfigura la situación: la incertidumbre se instala en el gobierno francés, y los generales Henri Giraud y Charles de Gaulle se disputan el control de Argelia y de Marruecos. En Túnez ingresa la Wehrmacht, que permanecerá seis meses: “Durante ese período de ocupación alemana, una parte de los republicanos españoles huyeron hacia Argelia, los otros intentaron disimular su identidad. Los que fueron atrapados fueron enviados a los GTE, en la región de Kasserine”, explica Victoria Fernández.

Otros republicanos hacen el camino inverso desde Argelia y Marruecos. Peter Gaida escribe:

Les proponen firmar un contrato de trabajo, volver, o tomar las armas. Así que muchos se alistan en las fuerzas vinculadas a la Francia Libre, y atacan a las fuerzas alemanas en Túnez. Luego de la partida de la Wehrmacht del país, algunos desembarcan en Sicilia, y volvemos a encontrar rastros suyos en las fuerzas de la Francia Libre en Provenza. De modo que, luego de ser refugiados de la Guerra Civil Española, de haber sido internados por la Tercera República y de haber sido trabajadores forzados bajo el gobierno de Vichy, terminan combatiendo por la liberación de Francia. Un destino pocas veces valorado, del que son víctimas y a la vez héroes.

 En 1943, una parte de los republicanos españoles partió hacia Casablanca, antes de embarcar para México o América del Sur. “Otros se quedaron, como mi familia. En realidad, pensaban que Franco terminaría siendo depuesto, dormían con la valija debajo del colchón”, recuerda Eliane Ortega Bernabeu. Su nacimiento en Orán en 1954 coincide con el comienzo de la guerra de liberación nacional en Argelia:

No soy una pied-noir, en primer lugar porque es un término colonial, pero también porque no soy francesa. Soy una española de Orán. Los republicanos llevaban consigo los valores democráticos, así que se oponían firmemente al colonialismo. Para ellos, la explotación de un pueblo por otro era un horror. Mucho más tarde, me di cuenta de que mi padre pagaba su cuota en el Frente Nacional de Liberación. Él y los otros veían la pobreza de los indígenas, la explotación, la tortura. Automáticamente se adhirieron a su combate.

 Los españoles que quedaron en Túnez terminaron yéndose, principalmente debido a problemas económicos. La última ola dejará el país tras la muerte de Franco, cuando España reconoció su servicio en la Marina.

Del paso de los republicanos en el Magreb subsisten lápidas, muy pocos textos, muchas zonas de sombra por iluminar. Peter Gaida, Eliane Ortega Bernabeu, Victoria Fernández y muchos otros siguen juntando incansablemente los fragmentos de esa historia. Una manera de darles a las víctimas de los campos un reconocimiento que, 80 años más tarde, todavía se hace esperar."           (Laurent Perpigna Iban, InfoLibre, 16/04/21)

8/4/21

José Epita Mbomo. El electricista que saboteó a los nazis y salvó a sus amigos. Víctima y héroe en una Europa espeluznante. Un obrero corriente que ocultó una vida épica a su propia familia.

 "El guineano se formó como mecánico de aviones y se casó con una blanca en Murcia en 1936. En el exilio dirigió un grupo local de la Resistencia francesa, fue deportado a Neuengamme y sobrevivió a un bombardeo británico sobre barcos de prisioneros en el Báltico. Una investigadora de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona ha descubierto su paso por el campo de concentración. Esta es su biografía, reconstruida por EL PAÍS.

 José Epita Mbomo fue guineano, español y francés. Mecánico de aviones en los años en que de verdad se asaltaron los cielos. El primer negro que, en 1936, se casó con una blanca en Cartagena (quién sabe si en España). Un republicano derrotado que aprovechó su trabajo como electricista en Francia para sabotear redes e instalaciones de la Wehrmacht. 

Un deportado al campo de concentración de Neuengamme que ayudó a salvar, que la familia sepa, tres vidas. Un superviviente de la masacre del Cap Arcona, el barco alemán que los británicos bombardearon el 3 de mayo de 1945 como si allá dentro fuese el mismísimo Hitler en lugar de 4.500 presos agónicos evacuados de campos del Tercer Reich. 

Un hombre pudoroso que apenas compartió sus dos guerras con sus cinco hijos, que le interrogaban sobre el origen de las cicatrices de su espalda sin demasiadas respuestas. Un militante del comunismo cuando se vivía como una religión y que rompió el carné durante la invasión soviética de Checoslovaquia. Desde que abandonó la isla guineana de Corisco en 1927, asistió en fila privilegiada a lo mejor y lo peor del siglo XX. Víctima y héroe en una Europa espeluznante. Un obrero corriente que ocultó una vida épica a su propia familia.

 José Epita Mbomo nació el 15 de agosto de 1911 en Ibanamai, en la isla de Corisco, entonces parte de la colonia española de Guinea. Allí acude a la escuela que gestionan religiosos claretianos que castigaban a sus alumnos a arrodillarse sobre garbanzos, contaría años después a su hijo Andrés. 

Vive con su tía Esperanza. El 6 de enero de 1927 aterrizaron en la isla tres hidroaviones de la Patrulla Atlántida, una misión militar y científica que buscaba sacar pecho en la carrera de los cielos y recoger información para cartografiar la costa occidental africana. La exitosa expedición regresa con dos adolescentes guineanos a bordo de los barcos de apoyo: José Epita Mbomo y José Friman Mata.

 Ambos se emplearán en la base de Los Alcázares (Murcia) y tendrán biografías en paralelo hasta 1939. Friman se reintegrará al taller militar murciano. Epita Mbomo se refugia en Francia y empezará otra guerra. Años después, en 1956, interrogan a Friman sobre su antiguo compatriota en un proceso puesto en marcha por la dictadura para escudriñar en sus antecedentes. Le perdió la pista en el exilio, contó.

 Un paréntesis sobre la Patrulla Atlántida. El siglo XX se estrenó con la fiebre del cielo. Los aeroplanos se convirtieron en el arma del futuro. Las guerras los desarrollaron a toda mecha: el primer bombardeo español (artefactos alemanes de 10 kilos arrojados sobre el poblado de Ben-Karrik en el norte de África) fue en 1913, una década después del primer vuelo a motor. 

Los países rivalizaban por volar más horas y más lejos. Una de las aventuras españolas que tendrá más eco exterior es el raid de tres hidroaviones Dornier Wal desde Melilla hasta Guinea (más de 15.000 kilómetros ida y vuelta en 121 horas y 25 minutos). Su jefe, el comandante Rafael Llorente Sola, recibió por ello el trofeo Harmon de la Liga Internacional de Aviadores, el mismo año que también se premió a Charles Lindberg por su solitaria travesía aérea de EE UU a Francia.

 En el Archivo Histórico del Ejército del Aire, consultado por EL PAÍS, se conservan unas 800 fotos tomadas por la Patrulla Atlántida y el informe redactado por Llorente en 1944: “La mayor parte de los territorios a recorrer no habían sido volados por nadie, por consiguiente no había que contar con aeródromos ni bases de aprovisionamiento o talleres de reparación y se hizo preciso situar en los puntos de etapa bidones con la gasolina necesaria y unos motores de repuesto en Canarias, Monrovia y Fernando Poo”.

 Apadrinados por el comandante Llorente, los guineanos se integran en el taller de la base aérea de Los Alcázares. Epita, desde el 4 de abril de 1927, según el Diario Oficial del Ministerio de la Defensa Nacional del 28 de octubre de 1938, donde figura su ascenso como asimilado a teniente. En ese antiguo pueblo de pescadores transformado con la llegada de los aviadores, Epita y Friman se convierten en delanteros del Club Deportivo Alcázares. Hay referencias a ambos en crónicas de periódicos como La Verdad o El Liberal en 1932 y 1933, localizadas por Javier Castillo, director del Archivo General de la Región de Murcia.

 Antes de que la guerra dinamitase la felicidad, Epita estrenó 1936 a lo grande. El 1 de enero se casa, como siempre había soñado, con una mujer blanca: Cristina Sáez, una cartagenera brava que desafía la hostilidad ambiental por su relación con un negro. La expectación por el enlace fue tal que la prensa madrileña envió periodistas a entrevistar a la pareja. Estampa publicó un reportaje de Javier Sánchez-Ocaña que merece ser leído de principio a fin. Aquí, un par de párrafos:

“-¿Se oponía su familia al noviazgo?

-No, mi familia no se mezcló jamás en nada. Desde el primer momento mi madre me dijo: ‘Tú verás lo que haces, hija. Tú eres la que has de vivir con él. Si te casas, piénsalo bien…´ Mi hermano tampoco se opuso nunca. Era muy amigo de Pepe y le apreciaba mucho. Pero, en cambio, las amigas y los parientes lejanos no me dejaban vivir. A todas horas estaba escuchando lo mismo: “¡Huy, Dios mío, casarse con un negro! ¡Pero si te sobran los pretendientes blancos, muchacha! ¿Y no te dará miedo, por las noches, cuando estéis a oscuras?”.

 En ese artículo José Epita viste el uniforme laboral de la base y Cristina Sáez un quimono que le da un toque de modernidad más propio de Los Ángeles que de Los Alcázares. O tal vez esa modernidad era la atmósfera de la época antes de ser arrasada por las bombas.

La pareja se había conocido en 1934 durante un baile de Carnaval en el casino del barrio de San Antón, donde la entrada de Epita conmocionó. “¡Un negro, un negro! ¡Ha entrado un negro en el baile! La orquesta cesó de tocar y las buenas madres de familia llamaron enérgicamente a su lado a las muchachas, que corrían alocadamente por el salón”, revivía Cristina Sáez dos años después. “Parecía que se lo iban a comer y yo me indigné al ver aquellos aspavientos. 

‘¡Qué gente más salvaje!’, les dije a mis amigas. ‘¿Qué tendrá de particular un negro?’. ‘Huy, yo no bailaría con él’, dijo una de ellas. ‘Ni yo’, añadió otra. ‘¿Y tú, bailarías con él?’, me preguntó mi hermano. ‘Yo, sí’, le contesté. Entonces mi hermano, que ya le conocía, le llamó para presentármelo: ‘Mira, Pepito, esta es mi hermana Cristina. Puedes bailar con ella…”.

Y bailaron y se hicieron novios y los jóvenes del barrio agredieron a Epita por salir con una blanca y las amigas afearon a Sáez por salir con un negro y rompieron y ella se fue a Madrid y él fue a buscarla y decidieron casarse. Una historia de amor, vaya. Cuando se casan en Cartagena, una muchedumbre les aguarda a la salida de la iglesia del Sagrado Corazón. Son el comandante Rafael Llorente y su esposa María Teresa Flores quienes firman las invitaciones para la boda de su “ahijado” José Epita.

 Faltaba poco para el golpe de Estado. “El aeródromo de Los Alcázares se mantuvo fiel a la República, que había creado allí una escuela de formación de pilotos. Era una base con un ambiente muy progresista, a diferencia de la de San Javier, que pertenecía a la Marina y donde casi todos los oficiales se sublevaron. El 19 de julio de 1936 los mandos y tropas de Los Alcázares tomaron la base de San Javier”, explica Javier Castillo, coautor de la obra Los Alcázares en blanco y negro (2006) junto a Juan Francisco Benedicto Martínez, y que prepara una exposición en el Archivo General de la Región sobre los 400 deportados murcianos a campos nazis.

En enero de 1939 Cristina Sáez, sus dos hijos y su madre, María Contreras, viajan de Los Alcázares a Cataluña en el taxi de su hermano. Han perdido la guerra y la familia organiza la evacuación a Francia. Se alojan unos días en la casa de Elvira Sagrera, una solidaria mujer de Banyoles (Girona), que lamentará por carta en mayo el desencuentro familiar: “El 29 de enero vino Pepe, que se disgustó mucho porque se habían marchado (...) Los nacionales debían estar muy cerca. Durante su permanencia hizo diligencias para averiguar su paradero y le dijeron que estaban en un hospital o en un asilo en Francia”.

 Epita cruza a Francia el 6 de febrero de 1939. Su hija Esperanza descubrió la fecha en una libreta donde su padre anotaba asuntos laborales. Hace una semana decidió examinarla de nuevo y encontró lo que siempre había estado ahí y no había visto: las idas y venidas de su padre por campos de internamiento franceses (Saint-Cyprien, Argelès-sur-Mer, Gurs, Septfonds…) durante diez meses de 1939.

El 6 de diciembre se incorpora a una empresa de Burdeos. Otra guerra se echaba encima y la especialización del español debía de ser apreciada. En algún momento la familia se reagrupa. “No sabemos cuándo se junta de nuevo con mi madre”, señala Esperanza Mbomo. No debió ser fácil a pesar de que ambos pasan por los mismos campos y duermen sobre la arena de Argelès-sur-Mer.

La familia se instala en Mérignac, en el departamento de la Gironda. Epita trabaja de electricista para una compañía contratada por la base aérea de la localidad. En 1942 se suma a un grupo mixto de la Resistencia conocido como Francotiradores y Partisanos Franceses del Sur/Guerrilleros Españoles. Ese año vuelan un garaje de las tropas motorizadas alemanas en Burdeos y destruyen el cable subterráneo que unía el aeropuerto de Mérignac con las unidades de la Wehrmacht de la costa atlántica. 

“No puedo asegurarlo, pero es probable que él haya participado en todo eso”, señala su nieto, Yván Mbomo, que en esta revisión del legado de su abuelo está descubriendo a un comunista de convicciones tan firmes que antepone la lucha por sus ideas a la protección de su vida y la de su familia. El 1 de abril de 1942 el electricista español se convierte en el jefe del grupo local de la Resistencia, a las órdenes de Julian Comme, que años después certifica que Epita participó en actos de sabotaje y propaganda con “disciplina y amor para liberar Francia”.

El 28 de marzo de 1944, cuando ya había nacido su tercer hijo, le detiene la policía francesa.

 

Le deportan con otros 200 españoles al campo de concentración de Neuengamme, al sur de Hamburgo, donde ingresa el 24 de mayo de 1944. Es el preso 31.635. “Fue deportado por motivos políticos, no raciales”, destaca Alicia Pérez Comesaña, la investigadora de la Universitat Rovira i Virgili (URV) de Tarragona que descubrió su paso por el campo gracias al convenio con los Archivos Arolsen de Alemania, que le permite el acceso a una gran base de datos de víctimas del nazismo. “Hasta ahora se conocían siete presos de raza negra en Neuengamme, todos miembros de la Resistencia contra los alemanes. Ahora sabemos que, al menos, eran ocho”.

 A pesar de que las SS destruyeron casi toda la documentación sobre los 100.000 internados en el complejo, está saliendo a la luz nueva información. “Por Neuengamme pasaron más de 500 españoles. Además de José Epita, desde la URV hemos identificado a otros deportados españoles hasta ahora desconocidos”, afirma.

Tanto Alicia Pérez Comesaña como el historiador Antonio Muñoz Sánchez, que investiga sobre los trabajadores forzados españoles del Tercer Reich, consideran que su oficio pudo contribuir a su supervivencia. “Mientras que muchos de sus compañeros españoles fueron asignados a comandos repartidos por todo el norte de Alemania para realizar tareas durísimas y agotadoras, Epita se quedó en Neuengamme y trabajó con toda probabilidad en una de las empresas de armamento que allí se instalaron, y donde los trabajadores especializados eran muy apreciados y tratados con menor dureza”, apunta la investigadora. 

“El hecho de ser negro”, puntualiza Antonio Muñoz, “pudo incluso jugar a su favor. En su racismo alocado, los nazis veían a los escasísimos deportados de origen africano como seres exóticos, y por ejemplo los ponían a trabajar de camareros.”

Y eso ocurrió con Epita, que se desempeñaba como mecánico (o electricista) de día y camarero de noche. “Ahí podía coger restos de comida, pan podrido, patatas y cosas así para sus compañeros”, relata Esperanza Mbomo. Su hermano Andrés recibió testimonios que lo corroboraban: “He conocido a tres de sus amigos del campo que, por separado, me contaron lo mismo. ‘Tienes un padre extraordinario, si él no nos hubiera dado comida cada día, ahora estaríamos muertos”. 

A veces el menú de supervivencia incluía ratas, según rememora Rafael Mbomo, otro de sus hijos. El meticuloso obrero salva la vida en una ocasión porque demuestra que no es el autor de piezas defectuosas, ya que firmaba las que producía con sus iniciales. Una de las pocas historias de Neuengamme que él mismo contó a la familia.

Puede que José Epita caminase en una marcha de la muerte o viajase en un hacinado vagón de mercancías desde Neuengamme hasta Lübeck (unos 70 kilómetros) cuando los nazis vacían el campo a finales de abril de 1945. Le internan en el Cap Arcona, un crucero alemán de lujo reconvertido en prisión flotante que en 1942 albergó el rodaje de una película en versión nacionalsocialista sobre el Titanic. Visto el final del crucero, un sarcasmo histórico.

 “Para los prisioneros, hacinados en las bodegas, no había ninguna clase de víveres, ni retretes, ni agua. Cuando las SS abrían las escotillas bajaban ollas grandes de sopa, pero no había tazones ni cucharas y gran parte de la comida caía al suelo de la bodega, mezclándose con los excrementos que se incrementaban con rapidez”, relata el historiador Richard J. Evans en El Tercer Reich en guerra (Península).

 El 3 de mayo de 1945, la escuadrilla 263 de la RAF lo bombardea junto a otros navíos fondeados en la bahía báltica y causa una de las mayores tragedias marítimas de la historia. El barco se incendia. Las SS habían retirado el material salvavidas y cortado las mangueras contraincendios. En el agua los náufragos luchaban a muerte (literalmente) por algo a lo que aferrarse para acabar pereciendo igualmente a causa de las heridas, la hipotermia o simplemente por agotamiento”, escribió el capitán del Ejército del Aire Rafael Morales en un artículo dedicado al hecho en la Revista General de la Marina

“Se ha dicho que la RAF ocultó a sus pilotos durante décadas la verdad sobre la naturaleza real de los objetivos hundidos y la identidad de las víctimas, y debe de ser cierto, porque en la historia oficial británica no se mencionan estos extremos”, añadía en el artículo. Tampoco en obras canónicas como La Segunda Guerra Mundial (Pasado & Presente), de Antony Beevor, o ensayos más especializados como Combate moral (Taurus), de Michael Burleigh, se refleja el fatal error de la RAF, que han escudriñado más las historiografías alemana y francesa.

De los 4.500 presos del Cap Arcona solo sobreviven 350. Uno de ellos fue José Epita Mbomo.

 A su familia le contó que se salvó porque sabía nadar. Y apenas contó más, ni del barco, ni del campo, ni de la Resistencia ni de la Guerra Civil porque fue siempre un hombre comedido. Siguió la pauta de otros supervivientes de catástrofes históricas, que envolvieron en silencio sus traumas. “Mi padre era un hombre callado que no decía nada sobre esas cosas que hoy podemos ver en documentos”, sostiene Andrés Mbomo.

Epita hizo lo que tenía que hacer, incluido sabotear a los alemanes o salvar la vida de sus amigos en el campo de concentración, sin vanagloriarse de las cosas buenas ni recrearse en las malas.

Acabada la guerra regresó a Mérignac con Cristina Sáez y sus hijos. Trabajó hasta su muerte en la empresa de electricidad Forclum. En 1956 la Dirección General de Seguridad de la dictadura pide informes sobre sus antecedentes: “Por interesarlo la Dirección General de Marruecos y Colonias, ruego a V. I. ordene me sean facilitados cuantos antecedentes y datos consten en esa sección referentes a JOSÉ MBOMO, hijo de José y Catalina Buambuha, tribu benga”, se lee en el expediente que se conserva en el Archivo Histórico del Ejército del Aire consultado por EL PAÍS. 

La fecha, según su nieto Yván Mbomo, coincide con el momento en que se tramita el cambio de nacionalidad y apellido de la familia (de Epita a Mbomo) ante la administración francesa. “En ese momento mis abuelos quieren evitar que sus hijos mayores, que habían nacido en España, tuviesen que cumplir el servicio militar o ser declarados desertores”, señala.

 En 1968 rompió el carné comunista mientras veía en televisión a los tanques soviéticos aplastando la Primavera de Praga. Al año siguiente regresó por primera vez a España. Pasó agosto junto a su mujer en Cartagena. Se reencontró con amigos, se conmovió. A la vuelta a Francia le diagnosticaron un linfoma de Hodgkin. Falleció el 19 de diciembre de 1969 en un hospital en Burdeos. La República francesa le concedió honores póstumos como resistente en 1975. Cuando su hija Esperanza le preguntó por las cicatrices de la espalda, Epita no aclaró su origen. Aunque dijo algo:

“No debemos olvidar jamás, pero perdonar, sí. Yo he perdonado”.            (Tereixa Constenla, El País, 21/02/21)