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7/6/21

Sabemos que Estados Unidos está superando la pandemia de COVID-19 cuando el ritmo de los tiroteos masivos en el país vuelve a la “normalidad”. El vínculo letal entre los tiroteos masivos y la violencia de género está claro

 "Sabemos que Estados Unidos está superando la pandemia de COVID-19 cuando el ritmo de los tiroteos masivos en el país vuelve a la “normalidad”. Hasta el 2 de junio se han registrado 244 tiroteos masivos en Estados Unidos en 2021. 

Esa cifra representa entre uno y dos tiroteos por día. No se sabe cuándo ni dónde ocurrirá la próxima masacre, pero sí se tiene la certeza de que ocurrirá. Y luego otra, y otra. Como resultado de esta gran cantidad de situaciones en las que ocurren tiroteos masivos en Estados Unidos, el país tiene ahora datos y estadísticas relacionados con estos crímenes, que muestran una correlación entre los tiroteos masivos y la violencia intrafamiliar. La mayoría de los hombres que perpetran los tiroteos masivos (los hombres cometen al menos el 97% de esos incidentes) también tienen antecedentes de violencia en el hogar. 

Esta información, junto con la implementación de medidas sensatas y de aplicación efectiva para controlar la posesión de armas de fuego podrían ayudar a detener la epidemia de tiroteos masivos que azota a la sociedad estadounidense y salvar muchas vidas de mujeres que están en riesgo de sufrir violencia a manos de sus parejas.

Era la madrugada del 26 de mayo y los trabajadores de la instalación de trenes ligeros de la Autoridad de Transporte del Valle de Santa Clara, en la ciudad de San José, en California, preparaban los trenes que debían entrar en funcionamiento en la mañana. El empleado Samuel Cassidy, de 57 años, llegó a la instalación ferroviaria. Una hora después comenzó a disparar desenfrenadamente y mató a nueve de sus compañeros de trabajo antes de quitarse la vida. 

Cassidy llevaba consigo tres pistolas y unos 32 cargadores, algunos de ellos prohibidos en el estado de California. Las autoridades registraron su casa y encontraron allí otra decena de armas. Las pistolas que usó el tirador para perpetrar la matanza estaban todas correctamente registradas y habían sido compradas de manera legal.

Cecilia Nelms, la exesposa de Cassidy, le dijo al periódico The New York Times que él le había repetido varias veces que quería matar a sus compañeros de trabajo. “Ojalá pudiera matarlos”, decía. Nelms y Cassidy se divorciaron en 2004, después de diez años de matrimonio. Durante ese tiempo, Cassidy se volvió cada vez más propenso a tener arrebatos de ira incontrolable hacia su esposa. En 2009, Samuel Cassidy solicitó una orden de restricción contra una ex novia. En su comparecencia ante el tribunal, la ex novia de Cassidy se defendió de las acusaciones en su contra y detalló las ocasiones en las que él la había violado y otras en las que había intentado hacerlo. La mujer también describió episodios de cambios de humor y violentos estallidos de rabia relacionados con el consumo de alcohol de Cassidy.

Julia Weber, directora de implementación de la organización Giffords Law Center y experta en políticas sobre violencia doméstica, dijo a Democracy Now!: “El vínculo que existe entre la violencia con armas de fuego y la violencia intrafamiliar es particularmente letal. […] Más de un millón de mujeres en Estados Unidos son sobrevivientes de ataques con armas de fuego perpetrados por sus parejas masculinas. Al menos unas 600 mujeres al año son asesinadas por sus parejas como resultado de la violencia con armas de fuego. Eso significa que muere una mujer por ese motivo cada 14 horas, más o menos”.

La Giffords Law Center es una organización cuyo objetivo es prevenir la violencia con armas de fuego. Fue cofundada por la excongresista Gabby Giffords, quien recibió un disparo en la cabeza en la ciudad de Tucson, en el estado de Arizona, mientras se reunía con electores en el estacionamiento de un centro comercial el 8 de enero de 2011. Giffords pudo sobrevivir, pero sufrió lesiones cerebrales que aún continúa tratando de superar. Ese día, el atacante mató a seis personas e hirió a otras doce.

Julia Weber describió algunas de las acciones que ayudarían a evitar que los perpetradores de violencia intrafamiliar cometan actos de violencia masiva: “Debemos quitarles las armas a las personas a las que se les ha prohibido poseer armas. Debemos asegurarnos de que se verifiquen los antecedentes de todos los compradores de armas del país, de manera que cada vez que una persona que tiene prohibido adquirir armas o municiones efectivamente no pueda hacerlo. También debemos hacer un trabajo mucho mejor para abordar la misoginia y la violencia de género desde el principio; debemos ser conscientes de que el prejuicio de género puede generar un daño real”.

Un estudio reciente realizado por investigadores de la Universidad de Indianápolis concluyó que “los maltratadores de género masculino que matan a sus parejas con armas de fuego tienen muchas más probabilidades de quitarles la vida a otras personas también”. La investigación también compendia algunos hallazgos anteriores que muestran que “la presencia de un arma de fuego en el hogar aumenta hasta cinco veces el riesgo de muerte en situaciones de violencia de género”.

En 2020, el medio Bloomberg News publicó un estudio que analizó 749 tiroteos masivos y que concluyó que el 60% de esos tiroteos fueron perpetrados durante un acto de violencia intrafamiliar o por un hombre con antecedentes de violencia doméstica. Bloomberg News también descubrió que los tiroteos cometidos por personas que ejercen violencia de género provocan un mayor número de muertes.

La pandemia de COVID-19 obligó a que una infinidad de mujeres quedaran atrapadas en sus casas a merced de sus abusadores, lo que provocó un aumento de las llamadas a las líneas telefónicas que atienden a las víctimas de violencia doméstica. La pandemia también generó un aumento en la compra de armas. El grupo de investigación Small Arms Analytics informó que solo en 2020 se vendieron más de 26 millones de armas en Estados Unidos, un país que ya contaba con más de 300 millones de armas.

Para acabar con los tiroteos masivos es necesario dar dos pasos fundamentales: el primero, negar a los hombres que golpean y abusan de las mujeres en el hogar la libertad que disfrutan actualmente para comprar y poseer armas; el segundo, tomar en serio la violencia contra las mujeres, fortaleciendo las leyes y las instituciones que las protegen de sus abusadores."             (Amy Goodman y Denis Moynihan, Democracy now, 04/06/21)

17/9/20

En los últimos 15 años, más de 300.000 mexicanos ha tenido que huir de sus casas por el avance del crimen organizado. Horas después del entierro de Sigifredo Ponce, más de 70 familiares del difunto huían del pueblo en el que vivían en una caravana de camionetas. Para salvar la vida, los Ponce la empacaron a toda velocidad... la caravana de camionetas de los Ponce emprendió la huída por caminos secundarios

 "Horas después del entierro de Sigifredo Ponce, más de 70 familiares del difunto huían del pueblo en el que vivían en una caravana de camionetas. A la salida del funeral, los militares los habían parado para aconsejarles que se fueran. 

Hacía semanas que algunos vecinos les advertían que Sigifredo no sería el último Ponce asesinado. Hasta el cura del pueblo les rogó que se marcharan de allí. Cada vez que la familia había denunciado a los narcotraficantes, la consecuencia había sido un homicidio o un secuestro.

Para salvar la vida, los Ponce la empacaron a toda velocidad. Lo primero que hizo Alejandra, una de las hijas de Sigifredo, fue una maleta con la ropa de su padre. Una de sus tías llenó el equipaje de bikinis porque quería creer que el destierro no sería más que unas vacaciones forzadas. 

 Los jefes de familia agarraron las actas de nacimiento, los papeles de sus propiedades y malvendieron las mercancías de sus tiendas. A Gretel, la nieta de Sigifredo, la bautizaron de urgencia. “Yo no quiero que este angelito se muera sin los sacramentos, por el amor de Dios”, le rogó su madre al sacerdote.

Aquel 13 de marzo de 2013, el crimen organizado terminó de destruir el legado que la familia había construido durante décadas en el desierto.

La huida puso fin a la primera travesía de la familia Ponce, la que cuatro generaciones atrás los había llevado a fundar, junto con otros colonos, Estación Conchos, un pequeño pueblo en el estado de Chihuahua, en el norte de México, que llegó a tener más de 1.600 habitantes. Aquellos ‘vencedores del desierto’, como los llama la mítica regional, quienes se establecieron en esa región a comienzos de la década de 1930, se convertirían en prósperos rancheros y comerciantes.

Cuando la riqueza era apenas promesa de futuro, el padre del difunto miraba todos los días un almanaque de un rancho estadounidense que tenía algunas de las cabezas de ganado más cotizadas. El rancho se llamaba ’El Sueño’ y, con el paso del tiempo, él poseería su propio ‘El Sueño’. 

A la cría y exportación de ganado hacia Estados Unidos le siguieron otros negocios: abrieron hasta nueve tiendas en la zona y algunos miembros de la familia habían plantado enormes extensiones de nogales, su seguro de jubilación. Pero hacía tiempo que en Estación Conchos las familias de colonos, forjadas en el trabajo del campo, estaban siendo fagocitadas por las nuevas familias, que habían encontrado en la violencia y el tráfico de drogas una manera de prosperar.

A principios de los ochenta, las fronteras entre narcotraficantes y autoridades comenzaron a borrarse en el pueblo: unas familias emparentaron con otras, los compañeros de escuela saludaban años después como capos o sicarios y el dinero ilegal surtía el comercio legal. Estación Conchos forma parte de una de las rutas para que la droga producida en México llegue a Estados Unidos y en la sierra vecina siempre hubo plantaciones de marihuana. Pero no fue hasta principios de esta década que las consecuencias de aquel negocio que se repartían varias familias se convirtió en el día a día del pueblo. 

Aquella comunidad en la que los niños rompían el tedio en un pequeño arroyo o esperando la llegada de La Bestia —el tren de mercancías al que se suben los migrantes para cruzar el Río Bravo—, y los adultos apostaban en las peleas de gallos y las carreras de caballos, ya no existía: empezaron a aparecer colgadas narcomantas, se impuso el toque de queda y los asesinatos, secuestros y extorsiones se convirtieron en la norma. Los cuatreros y las pistolas habían dado paso a hombres armados con fusiles AK-47.

La historia de los Ponce es la historia de la transformación de un país. Los relatos de los desplazados por la violencia siempre empiezan con un hombre armado, pero detrás de las balas y las amenazas no está solo el tráfico de drogas. En Chiapas, en los últimos 25 años, comunidades enteras se han desplazado por el paramilitarismo que nació para combatir al zapatismo y desde entonces ha oprimido a la población indígena; en Guerrero, por la minería de oro; en Oaxaca, por la disputa de tierras entre pueblos vecinos de escasos recursos o por conflictos políticos de caciques locales. Mientras la violencia en México se convertía en una herramienta para resolver problemas y conquistar territorio y riquezas, para cientos de miles de mexicanos como los Ponce, sus hogares se volvieron el lugar del que tenían que huir.

El asesinato de Sigifredo Ponce era el tercero que la familia sufría en tres años. Antes habían muerto dos de sus sobrinos, los hermanos Gerardo y Jonathan. Ana Luisa, la viuda de Sigifredo, nunca ha podido ver hasta el final el vídeo de las cámaras de seguridad de uno de los minisupermercados de la familia que muestra cómo, dos días antes del sepelio de su esposo, un cliente habitual llega al establecimiento acompañado de dos sicarios.

Aquella madrugada de marzo de 2013, la caravana de camionetas de los Ponce emprendió la huída por caminos secundarios. Cuando hizo su primera parada, los más jóvenes de la familia googlearon “lugares más seguros para vivir en México”, una búsqueda que hoy arroja más de 76 millones de resultados en un país donde, en menos de quince años, 300.000 personas han muerto asesinadas y más de 60.000 están desaparecidas. Los Ponce se dirigieron a cualquier lugar lejos de casa. Los descendientes de aquellos ‘vencedores del desierto’ se convirtieron en desplazados por la violencia. La familia comenzaba su segunda travesía.

‘Olvídate de los demás’

‘El Sueño’ es hoy un rancho con un portón oxidado. Sobre el pasto, en lugar de vacas, están los restos de dos coches calcinados. En la cocina de Dora Ponce, la mujer que se encargaba de las facturas del teléfono y la luz en Estación Conchos, cuelgan, raídos, los almanaques de las tiendas hasta 2012. La fachada blanca del supermercado de Víctor Ponce todavía está manchada por el hollín de un incendio y agujereada de balas de alto calibre. El rancho de Víctor, como el de su padre, está abandonado. El día que mataron a su hermano Sigifredo, los sicarios llegaron hasta allá y asesinaron a cuatro trabajadores. Mientras en su pueblo natal el apellido Ponce se convertía en ruina, cada uno de los 75 familiares exiliados empezó a vivir en un limbo legal y emocional. El duelo por la muerte de Sigifredo quedó eclipsado por la supervivencia y la impunidad.

“Lo que se perdió ya no se puede recuperar, pero lo material es lo de menos. Ya no hay paz mental. Y no te pueden hacer una transfusión de paz”, dice Jacob Ponce, que perdió a dos hijos.

Siete años después de que se refugiara en un hotel de carretera, la familia que huyó unida se ha desperdigado por el centro y el norte del país. Hay quien cruzó por un tiempo a Estados Unidos para limpiar casas, otros vendieron chorizos de puerta en puerta, alguno intentó restablecerse en la ciudad y volvió al campo para trabajar en una tierra ajena. Los que tenían ahorros para un futuro tranquilo los gastaron en las urgencias del presente: abrir una pequeña tienda de ropa o de abarrotes, alquilar un techo bajo el que sobrevivir.

La violencia arrancó a los Ponce de su lugar en el mundo como lo ha hecho con decenas de miles de mexicanos, pero ni siquiera son una estadística. Aunque el Gobierno ha reconocido el desplazamiento interno forzado en México en abril del año pasado, todavía no existe una cifra oficial. La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH), organización no gubernamental que acompaña jurídicamente el caso de la familia Ponce, calcula, a través de un recuento de desplazamientos masivos, que desde 2006 se han desplazado al menos 338,405 personas. Los datos de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública son muchos peores: entre 2011 y 2018, en promedio, más de un millón 300 mil personas al año han cambiado de lugar de residencia para protegerse de la delincuencia.

Las autoridades federales les ofrecieron a los Ponce cambiar de identidad y, aunque se negaron a borrar su apellido, inventaron una vida. En un país marcado por el relato del narcotráfico, unos rancheros del norte que se mueven en camionetas son sospechosos: Ana Luisa les aconsejó a sus tres hijos que, si les preguntaban por su padre, dijeran que era divorciada. Porque si sabían que su padre había sido asesinado, las habladurías de que eran familia del Chapo Guzmán no pararían. Jacob Ponce solicitó una audiencia con Javier Corral, entonces senador por el Estado de Chihuahua, pero nunca fue recibido. Años después, cuando Corral se convirtió en Gobernador de Chihuahua, los Ponce le preguntaron: “¿Por qué no nos atendiste?”. Jacob recuerda que les respondió: “Porque pensaba que sí estaban involucrados”. A los Ponce los investigaron minuciosamente. Después de sufrir tres asesinatos, un secuestro, amenazas y el exilio forzado, sólo una persona que cometió delitos en contra de la familia cumple condena.

Con el paso de los años, el miedo se convirtió en trauma. La familia no solo se alejó geográficamente. Aunque exigen justicia unidos, aquellas carnes asadas que reunían a más de cien personas en el pueblo se convirtieron en llamadas de teléfono esporádicas. “Tu familia ahora son tus padres y tus hermanos. Olvídate de los demás”, le dijo una prima a la hija de Víctor Ponce, el hermano que vive más aislado. Una noche en su exilio en un pequeño pueblo fronterizo entre dos estados, Víctor culpaba a los narcotraficantes y al Estado. Pero en un momento de la conversación se levantó de la mesa llorando, preguntándose si quizá, si él hubiera hecho algo diferente, los Ponce todavía vivirían en su pueblo.

’Ellos todo lo saben’

Cuando era niño, Víctor Ponce dormía con Sigifredo en la misma cama. “Éramos como gemelos”, recuerda. Pero no pudo acudir al funeral de su hermano. El día que la familia huyó en caravana, él ya se encontraba lejos.

La historia de violencia de los Ponce comenzó en 2010 con el secuestro de su hijo, que lleva el mismo nombre que él, pero al que todos llaman “el Gordo”. Un domingo, sus padres le pidieron que tirara la basura de la tienda porque habían observado que algunos empleados ponían mercancía en las bolsas para robarlas camino al basurero. Antes de que pudiera cumplir con el encargo, unos hombres lo subieron a una camioneta. Horas después, Víctor Ponce recibió una llamada en la que le pedían un rescate de 10 millones de pesos (casi medio millón de dólares).

Los días siguientes, cuando Víctor Ponce estaba en casa, se encerraba en un cuarto con una negociadora de la policía. Cuando salía, iba a preguntar a sus conocidos en el narcotráfico. “Ellos todo lo saben”, dice. En aquel año de secuestros y balaceras, si alguien necesitaba información, la mejor fuente era el propio crimen. Aunque Víctor Ponce estaba convencido de que alguno a los que les pedía ayuda tenía a su hijo. En las llamadas, los secuestradores daban detalles de la zona que solo un lugareño conocería. Víctor y la negociadora consiguieron negociar un rescate menor y al Gordo lo liberaron al tercer día, descalzo, a seis kilómetros de la casa familiar.

No sería la última vez que una camioneta de hombres armados se cruzaría en su camino. El pueblo criminal ya había colonizado al pueblo ranchero. En 2010 se cumplía el cuarto año de la guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón. Mientras el entonces presidente militarizaba el país y hablaba de carteles, la violencia en Estación Conchos tenía apellidos: Pichones, Arreola, Gandarilla. El pueblo, como muchas partes de México, vivía a merced de las disputas y pactos entre criminales y autoridades, bajo unos códigos muy alejados del discurso de buenos y malos de Calderón.

 

Víctor Ponce es uno de los muchos mexicanos provenientes de zonas violentas que, en comparación con la situación actual, tiene cierta nostalgia de los ‘viejos narcos’. Él fue compañero de escuela de los Arreola y admite que su relación era “fuerte, fuerte” antes de que se convirtieran en los “meros meros”. Recuerda que fue en una celebración de un 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe, auspiciada por los Arreola, cuando empezó a sentir miedo. En medio de la fiesta se enteró de que habían matado a un hombre del pueblo por tener la misma camioneta que un enemigo. Los sicarios, que disparan antes de preguntar, confundieron el objetivo.

La relación de los Ponce con los Gandarilla, en cambio, era poco amistosa. Unos representaban los viejos valores de los colonos del desierto; los otros, el ascenso rápido de los nuevos tiempos. Los Gandarilla llegaron a la región en los años 70 y desde entonces empezaron las tensiones. Los problemas arrancaron con pequeñas peleas de bar y acabaron con los Ponce expulsados del pueblo. De lo que más se arrepiente Víctor Ponce es de haber hecho un negocio con Félix Gandarilla. Un día, cuenta, un sicario se le acercó para decirle que Félix Gandarilla lo esperaba en su rancho. Allí, este le ofreció un negocio: le pidió que le prestara unos 50,000 dólares y le dijo que se los pagaría con unas 200 cabezas de ganado. Pero pasado el tiempo, lo único que recibió a cambio Víctor Ponce fue una jaula de ganado robado. Cuando protestó, un sicario le amenazó con una pistola para que se callara. El siguiente año y medio, los Ponce hicieron su vida siempre mirando por los espejos retrovisores de su camionetas. Hasta que llegó el 2013.

El 8 de febrero de ese año, el Gordo consiguió escapar de un segundo intento de secuestro cuando viajaba en su camioneta. Su primo Jonathan, que estaba en el asiento del copiloto, murió en ese incidente. Víctor Ponce todavía conserva la camioneta de su hijo con los impactos de bala. Jonathan acabó tan desfigurado que lo enterraron en un ataúd cerrado. Víctor comenzó a hablar con las autoridades: señaló los puntos que, como todo el mundo sabía en el pueblo, eran de almacenamiento y venta de droga. Pero un sábado, el 16 de febrero, recibió una llamada de un amigo: “Los Gandarilla van por ti, te van a matar”. Su familia hizo las maletas inmediatamente. Antes de marcharse, Víctor Ponce llamó a Sigifredo: “¿Sabes qué? Pienso que este pedo es conmigo. A lo mejor retirándome yo se va a calmar toda esta cosa”.

Tres semanas después mataron a Sigifredo.

‘¿Por qué todo me quitan, mamá?’

Un mediodía de noviembre de 2018, Jaime Ponce apuraba una lata de cerveza en el cementerio de Estación Conchos. Su rostro fibroso parecía inexpresivo: se quedó un momento en silencio, pensativo, mirando la tumba de su hermano Sigifredo. “Nos faltó malicia”, murmuró unos segundos después, en su primera visita en cinco años al lugar, “nos faltó malicia”. Al lado está enterrado su padre. Uno de los pocos consuelos de los Ponce en los últimos tiempos es que el patriarca de la familia murió antes de que tuvieran que huir del pueblo. La matriarca sí se desplazó y, antes de morir, pidió que la sepultaran lejos porque no quería descansar en una tierra que ya no sentía suya. “Lo peor es que después de toda una vida de trabajo, de que la gente sepa quién eres, de ayudar, la palabra de un malandro (delincuente) vale más que la tuya”, se lamentaba Jaime.

 Unas horas antes, sentado en la cocina de su casa entre fotos familiares, decía que desde el asesinato de su hermano ha vivido con el piloto automático. Primero fue a El Paso, Texas, para pedir asilo político. Después fue al centro del país y de ahí al sureste para acompañar a uno de sus hijos, pero se volvió a mudar cuando se enteró de que ahí, en el centro neurálgico del turismo de masas, muchos negocios también estaban extorsionados. Hace un tiempo regresó a Chihuahua, donde pasa los días sentado delante de la tienda de su hija haciendo guardia. “Yo no me recupero, ya perdimos. Pero ellos (los hijos) tienen que aprender a vivir en la derrota”.

A los Ponce, como a muchos de los desplazados por la violencia en México, les traumatiza la comparación entre el pasado y el presente, entre lo que pudo ser y lo que es. Pero esto no les afecta a todos de la misma manera.

Los más viejos, como Jaime, conviven con la sensación de derrota, de un esfuerzo de toda una vida sin recompensa final. Les queda la fe en la vida eterna, la resignación y una vaga esperanza de justicia. (En marzo de 2019, a partir de un amparo presentado en el caso de la familia Ponce, un tribunal se pronunció sobre la facultad que tiene la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas para reconocer y registrar a la familia como víctimas de violaciones a derechos humanos debido a su situación de desplazamiento).

Los del medio han rebobinado su vida para construirla nuevamente desde donde habían empezado siendo jóvenes. Ana Luisa, por ejemplo, ha abierto una pequeña tienda de abarrotes en una ciudad en el centro del país, donde lo único que le recuerda a la de Estación Conchos son los frijoles norteños que vende en el mostrador.

Los veinteañeros han tenido que dejar la despreocupación de una vida cómoda y la ambición de crecer el legado de las generaciones anteriores: una de las hijas de Sigifredo ahora es maestra de escuela y su hijo trabaja en la construcción. Los niños preguntan por qué y sus padres no saben cómo explicarles por qué abandonaron su casa, ni por qué mataron a su abuelo y a sus primos. “¿Por qué todo me quitan, mamá?¿Por qué?”, recuerda Claudia Ponce que le preguntó su hija un día en el que uno de sus hermanos le había quitado un carrito de juguete. “Nunca había hecho un berrinche así. Yo pensaba ‘¿Qué le está pasando a mi hija? Esta no es mi hija’”.

Lo que sí saben los adultos es que, cuando el crimen organizado se apodera de una comunidad en México, para salvar la vida solo hay tres opciones: huir, unirse a ellos o armarse. La denuncia, muchas veces, acaba en tragedia, como ocurrió el 4 de noviembre del año pasado cuando nueve miembros de la familia Lebarón, tres mujeres y seis niños, fueron asesinados en la frontera entre el estado de Chihuahua y Sonora. “En un principio yo quería matarlos a todos con mis manos, pero reflexioné y dije: ‘No puedo hacerlo, porque ellos están bien protegidos y nosotros no somos así’. Y entonces dije: ‘Tengo todavía tres hijas, nietos y un hijo’”, recordó Jacob Ponce en su exilio.

El día que lo entrevistamos, una parte de la familia se había reunido para visitarlo en el pequeño pueblo donde ha conseguido un trabajo de funcionario. Vive solo en una casa modesta, sin apenas decoración, donde se refugia cada noche porque, igual que en su pueblo de origen, al atardecer es terreno de sicarios. En la cocina Jacob ayudaba a Noemí, una de sus sobrinas, a preparar la comida. Había ido al mercado y preparado con esmero la reunión familiar, que no se producía hacía demasiado tiempo. Cuando estaba con su familia Jacob bromeaba y sonreía, pero en su cuarto, en soledad, languidecía al hablar del pasado:

“Ahorita acaban de escuchar a Noemí decir que podemos celebrar aquí Navidad y eso le calienta un poquito el corazón a uno. Pero yo no soy de festejar nada. A Gerardo lo mataron a garrotazos como a un perro, luego a Jonathan. Gerardo nació el 24 de diciembre, Jonathan el 23. ¿Y Sigi? También el 23. Yo lo que quisiera es borrar diciembre del calendario”.                   (José Luis Pardo, Alejandro S. Inzunza, El País, 07/09/20)

7/3/18

Cristina Fallarás rompe el silencio impuesto en su familia, nacional y republicana, tras la guerra civil. "No sabía quién era. Me robaron una parte de mi pasado"

"(...) a Presentación le matan a su hombre y tiene que sacar adelante ella sola a sus dos hijos. Limpiará baños, los baños del teatro, y extenderá la mano para que el público del teatro —el teatro de Félix el Chico, el tramoyista, el que se llevaron de su casa a culatazos, el de la tapia del cementerio de Torrero— le alcance unas monedas. Vestirá a coristas. Trabajará como una esclava. Y, sobre todo, estará callada.

- Su padre se casó con la hija del militar asesino de su abuelo, y usted se crio en esa familia. La heredera de la víctima y del verdugo...
- Ahora soy heredera de ambos. Hasta hace poco sólo era heredera de uno. Yo soy hija y nieta del franquismo: de la riqueza, del expolio, del dolor infligido, de la comodidad que brindaba crecer y vivir con los ganadores… No me di cuenta de esto cuando me desahuciaron, porque mi compromiso social viene de mucho antes. Aunque es cierto que su elaboración teórica tiene que ver con mi empobrecimiento radical. Hasta que no tuve nada que perder, no pude enfrentarme a ello.

- ¿Ha tenido alguna vez la sensación de que fue secuestrada por el enemigo? O sea, por sus abuelos nacionales, los ganadores.
- No. Yo soy los enemigos. Tengo la soberbia de los enemigos. Tengo el arrojo de los enemigos. Tengo la confianza en mí misma que me ofrece haber pertenecido a quien ganó. Mi conflicto no es de clase, sino teórico, práctico y político. Yo soy el enemigo.

- La úlcera del bando nacional.
- Exacto [guiña el ojo; a veces, Fallarás también arquea la ceja, como la abuela María Josefa cuando sonreía]. Yo soy al que me enfrento.

- ¿Se ha sentido alguna vez culpable por el asesinato de su abuelo Félix?
- No. Es que mi abuelo Félix no existía. De hecho, acaba de nacer. No es que me hurtaran a un abuelo, es que jamás lo eché de menos. Si no construyes la idea de un abuelo, no te duele su ausencia.

- En su honor, ¿fomentaría, impulsaría o aprobaría una ley que perjudicase a sus abuelos maternos?
- Yo estoy a favor de eso sin la memoria de ningún abuelo, y llevo tiempo practicándolo. Incluso le daría la bienvenida a una medida que me perjudicara a mí misma. Yo estoy a favor de una ley que me quitara las propiedades que pudiera recibir en cualquier momento. ¿Me explico? Yo soy heredera de eso.

Otro pequeño detalle, que encierra un mundo: cuando Félix Fallarás —el hijo del cabecilla de la UGT que cae en la tapia de Torrero, ante un pelotón de fusilamiento entre el que se contaba su abuelo materno— se presenta a la Jefa, la que sería su suegra, María Josefa, ésta le pregunta: "Y tú, hijo, ¿cuánto ganas?". No le pregunta cuánto tiene, porque tener, ya tiene ella, y porque sabe que él nada tiene. No es lo mismo tener que ganar; la riqueza vieja, que la nueva riqueza; lo heredado, que lo sudado.

El sudor huele.

El empleado le dice lo que gana en el banco, donde había conocido a la que será su esposa, y la futura suegra le responde: "Con eso mi hija no tiene ni para papel higiénico". Fallarás cuenta tanto en tan poco: hay fogonazos en la novela que esbozan en un par de líneas la historia de media España, no importa cuál.

Escribe Cristina en el libro: "El joven Félix Fallarás quería casarse con la hija de la Jefa y el coronel, qué osadía, quería casarse él, un hijo del hambre, un hijo de la muerte merecida, un nieto del teatro y el socialismo".

Capuletos y montescos. Flamencos y tarantos. Una ocurrencia boba que la autora desecha. “Mis padres deciden dejar de pertenecer y se agarran el uno al otro de tal modo que lo que yo heredo como hija es el mandato de ser contra viento y marea”.

Claro, pero el pasado…

“Mis padres se aman con un amor esférico, absoluto, compacto, inabarcable… Mi hermana y yo hemos conseguido a duras penas rebotar contra él”.

Pasa que no hay pasado. No hay memoria. Apenas silencio. ¿Hemos dicho ya que el libro trata precisamente de eso? Cristina hace sonar la bocina:

“Un abuelo rico y fascista. Un hijo de la represión, del asesinato, de la pobreza y del socialismo. Ninguno de ellos sabe cuál es la historia del otro”.

- ¡Silencio, se rueda!
- ¿Cómo se explica si no que arrasaran con los logros de la República, que hubiese una guerra, que durante cuarenta años no pasara nada y que en los siguientes cuarenta no se haya recuperado lo anterior? ¿Cómo se explica? Los mataron a todos. Las mataron a todas. Arrasaron la inteligencia y el pensamiento de España. ¡Tierra quemada! Y lo que una hace es cerrar las piernas para que no te rompan el coño. Tienen cojones estos [piiiiiiiii] del PP y del franquismo para darnos luego a leer a Machado y a Lorca...

- Doble victoria: la de la guerra y la del mutismo.
- Triple victoria: la de la guerra, la del silencio y la de la democracia. ¿Qué está pagando el PP con nuestro dinero? ¡Una mierda está financiando el partido! Está destinando nuestro dinero a las empresas del Ibex, que siguen siendo franquistas: Villar Mir, Martín Villa… No nos engañemos: seguimos pagando el franquismo cuarenta años después. (...)

- ¿Cree que se hablaba o se habla más de lo que pasó en la guerra civil en las familias nacionales que en las republicanas?
- Me importa un pito la guerra civil. El problema no es la guerra civil, sino la construcción del franquismo y de la democracia franquista, que nos obliga a interpretar los últimos cien años como una guerra civil. ¡No, compañero, no! La guerra civil sólo duró tres años. Y luego ya no hubo hombres: ni maestros, ni científicos, ni políticos, ni empresarios, ni nada.

- Pero su familia paterna callaba, mientras la materna contaba batallitas.
- La familia de mi madre lo contaba todo entre risas. No les importaba reconocerse como asesinos o criminales, porque hay un orgullo básico y ni siquiera lo consideran crimen. De mi padre heredé el silencio, y este libro es un acto para que mis hijos no lo vuelvan a heredar.

Pese a todo —pese a quien pese, decía Aznar—, en la novela no se juzga a nadie. “Ni a las personas, ni sus intimidades, aunque sí juzgo la construcción política que nos hurta una parte de lo que somos y, con ello, asesina una parte de nosotros”.

“Yo no violento nada. En este libro no hay revolución”.

Cuando escribió la última palabra, “vivos”, se lo entregó a sus padres y les dijo: “Si no queréis que lo publique, inmediatamente lo quemo”. Los libros de Cristina arden mal.  (...)

- Los hijos y nietos del franquismo heredan el sufrimiento de sus padres y abuelos, según Clara Valverde. Llega a través de la periodista Elena Cabrera tanto a ella como a su libro Desenterrar las palabras. Transmisión generacional de la violencia política en el siglo XX del Estado español. En él, describe que esos hijos y nietos son víctimas de adicciones, anorexia, inseguridad, miedos, suicidios... ¿Explica eso sus demonios?
- Claro. Aunque mis demonios son injustificables. ¿Me agarro a eso porque soy nieta o me aprovecho de ello? Ahí hay un juego. Yo me he drogado hasta las cachas, como todos los de mi generación. 

Yo he vivido situaciones de violencia imperdonables, y las he permitido. Yo he sufrido agresiones sexuales imperdonables, y las he permitido. Y mi generación moría en los billares, debajo de la mesa con la chuta en el brazo. Puedo agarrarme a eso para justificarlo, pero me niego a frivolizarlo. Desde que escribí esta novela, no permito la frivolidad ni el cinismo sobre aquello que nos ha convertido en basura.

 Porque somos basura. Ahora mismo, estamos tomando esta copa y pergeñando una entrevista en un diario de izquierdas porque vivimos en un pequeño mundo blanco, masculino, obeso y triste, en cuyas fronteras agonizan millones de personas. Y mientras bebemos, no nos preocupa eso.  (...)

- En definitiva, salió a buscar a sus muertos para no matarse, para saber quién era, para ver si esa pesquisa sanaba. ¿Pero sanar de qué?
- De lo mío [risas]. Llevaba muchos años haciéndome daño. Tenemos dos daños básicos: uno es un daño íntimo y el otro, compartido. He tenido una cierta tendencia a la autolesión: no a hacerme rajitas en el brazo, sino a la humillación y a la infravaloración. 

De hecho, casi todas las mujeres de mi generación lo tenemos, porque si no no habría sido tan brutal el machismo contra nosotras. Y luego hay una construcción generacional de la autolesión, porque nosotros nos matábamos alegremente. 

Yo me he encontrado con chicos muertos con la chuta en Zaragoza, en San Sebastián, en… A mi pareja no le queda ningún amigo vivo de su quinta. Los que no se cargó la heroína, los remató la cocaína. ¿Por qué no nos hemos preguntado qué es eso?

- ¿Y su herida? ¿Está cicatrizando?
- Ya no está. ¡Ya no está! Ya no está… Y si estuviésemos en la película Drácula, de Bram Stoker, dirigida por Francis Ford Coppola, a todos los miembros de mi familia y a sus allegados empezarían a cicatrizarle sus heridas sin darse cuenta: ¡ssssssssh! 

Hay algo boscoso y vegetal que presta su humedad a los campos secos donde nada podía curarse. Y este relato lo cura, porque no es un relato burdo, ni culpabilizador, ni que juzgue a nadie. Todo relato se consigue para pertenecer, y yo pertenezco a este relato."            (Entrevista a Cristina Fallarás, Henrique Mariño, Público, 01/03/18)

5/11/12

Unos padres matan a su hija rociándola con ácido en Pakistán

"Un matrimonio ha matado a su hija de 15 años rociándola con ácido porque el padre sospechaba que le gustaba un chico. 

Sucedió a principios de esta semana en una comarca remota de la Cachemira paquistaní, pero no se conoció hasta este jueves, cuando la policía detuvo a los padres e informó del delito. 

El incidente vuelve a poner de relieve una forma de violencia machista especialmente repugnante que causa 1.500 víctimas anuales en una veintena de países. Su prevalencia en Pakistán quedó reflejada en el documental Saving Face, ganador del Oscar de este año.

“Los padres han confesado; sospechaban que la chica tenía relaciones ilícitas con un chico”, declaró Raja Tahir Ayub, un oficial de la policía de Khoi Ratta, citado por la agencia France Presse. (...)

Ayub explicó a la BBC en urdu que el padre montó en cólera cuando vio a su hija Anusha “mirando a dos chicos” que pasaban en una moto delante de su casa, el pasado lunes. Estaba convencido de que la muchacha tenía contacto con uno de ellos. 

Según otro relato, incluso les habría sorprendido hablando. En cualquier caso, un grave desliz para la estrecha mentalidad patriarcal que predomina en las zonas rurales de Pakistán, donde el subdesarrollo y la falta de educación hacen que prevalezca una moral más propia del Medievo que del siglo XXI.

 Que una mujer rechace casarse con el candidato elegido por sus padres, o se relacione con alguien que no hayan aprobado, se considera una deshonra para la familia.

 “Zafar metió a su hija en casa, la golpeó y entonces la roció con ácido ayudado por su esposa”, relató el policía. Pero a pesar de las graves quemaduras que le causaron, los padres no la llevaron al hospital hasta el día siguiente. Anusha murió esa misma noche, según ha confirmado el director del centro, donde ingresó “en estado crítico”, con quemaduras en el 70% del cuerpo. “No había forma de que hubiera sobrevivido”, ha dicho el médico."        (El País, 02/11/2012)

4/11/10

Un crimen entre paquistaníes por una boda forzada alarma a Italia

"El suceso ocurrió el domingo en Novi, un pequeño pueblo cercano a Módena, en el norte de Italia. Un hombre de origen paquistaní, Ahmad Kahn Butt, obrero, de 53 años, ayudado por su hijo de 19 años, asesinó a su esposa, Begum Shnez, de 46 años, golpeándola con un ladrillo en la cabeza cuando esta intentaba defender a la hija de ambos durante una violenta discusión familiar, provocada al parecer por el rechazo de la joven, llamada Nosheen, a aceptar un matrimonio concertado. La chica se encuentra en coma por las heridas sufridas. Los agresores fueron detenidos. (...)

Las mujeres atacadas se rebelaron, señala la derecha, contra una tradición integrista que en Pakistán obliga a las hijas y mujeres a cumplir sin rechistar el destino elegido para ellas por la familia o el clan. En la diáspora, los hombres, joven y viejo, seguían creyendo en los "valores del país de los puros"; Nosheen y su madre aceptaban y defendían los valores vividos y aprendidos en Occidente. Los cuatro se encontraban en el mismo país. Pero eran ya dos mundos distintos. (...)

Según contaron los vecinos, el agresor y su hijo Uamir, obrero como su padre, increparon a la joven, de 20 años, porque esta se negaba a casarse con el hombre designado por su padre. Durante la riña, Uamir golpeó a su hermana con un palo en repetidas ocasiones. La madre intentó proteger a Nosheen y su marido reaccionó asestándole un golpe mortal con el ladrillo en la sien. Según la autopsia, Begm Shnez recibió seis golpes "propinados con enorme violencia" y falleció al poco de llegar al hospital. (...)

La brutal pelea sucedió en el pequeño huerto de la casa familiar, ante los ojos de otros dos hijos, de cuatro y seis años. La quinta hija del matrimonio, de 14 años, se encontraba fuera de la casa en ese momento. Numerosos vecinos paquistaníes (hay muchos inmigrantes de ese país en la zona agrícola e industrial del norte de Módena) rodearon enseguida el lugar invitando a los italianos a no acercarse, diciendo: "Es solo una pelea familiar". (El País, 07/10/2010, p. 30)