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17/6/19

Viuda y madre de 10 hijos, la única mujer desaparecida en el conflicto de Irlanda del Norte

"En el conflicto del Úlster, que causó más de 3.500 muertos entre 1969 y 1998, también hubo desaparecidos. Dieciséis personas fueron secuestradas y asesinadas en lugares secretos, la mayoría por el IRA Provisional. Un libro investiga con técnica detectivesca el caso de la única mujer que figuraba entre ellas, madre de 10 hijos.

 Una tarde de principios de diciembre de 1972, un grupo de hombres y mujeres con el rostro cubierto irrumpió en el apartamento de Jean McConville, de 38 años, viuda y madre de 10 hijos, en Divis Flats, una sórdida torre de pisos en un barrio católico de Belfast. Sin mediar apenas palabra, los asaltantes obligaron a McConville a acompañarles. Ante el desconcierto de los niños (de entre 6 y 16 años), los secuestradores les aseguraron que su madre estaría de vuelta enseguida.

Pero Jean McConville no regresó ni hubo una gran movilización para buscarla, en un año atroz en el que los Troubles, como se denomina al conflicto de Irlanda del Norte, se cobraron cerca de 500 vidas. Sus restos mortales no fueron encontrados hasta 2003 en una playa de la República de Irlanda, sin que nadie haya sido condenado por su secuestro y asesinato.

En Say Nothing (libro que editará próximamente en español Reservoir Books), Patrick Radden Keefe, periodista de The New Yorker, reconstruye el rapto y asesinato de McConville, la única mujer desaparecida en las tres décadas que duró el conflicto de Irlanda del Norte, y a través de su caso, los horrores de un enfrentamiento antiguo cerrado con una paz incierta. Esta Semana Santa, cuando se cumplían 21 años del Acuerdo de Paz de Viernes Santo, Lyra McKee, joven periodista norirlandesa, moría alcanzada por disparos efectuados por militantes de uno de los grupos republicanos contrarios a esos acuerdos de paz. Desde 2006, un goteo de tiroteos y atentados menores deja su saldo triste en la provincia británica, con no menos de dos muertes al año.

Datos inquietantes, aunque las cifras estén muy alejadas de las que cosecharon los Troubles. En aquella guerra no declarada hubo más de 3.500 muertos, la mayoría civiles, pero también centenares de soldados británicos, policías y miembros de los diversos grupos paramilitares republicanos y unionistas. Patrick R. Keefe no ha dudado, sin embargo, al elegir entre todas las víctimas a McConville. “Jean es todo un símbolo”, explica por correo electrónico, “porque era una viuda, madre de 10 hijos que quedaron huérfanos. 

Y porque su historia aúna no solo las vidas de las víctimas, como sus hijos, sino las de los perpetradores del crimen, gente como Dolours Price y Brendan Hughes, y la del hombre que ordenó su asesinato, Gerry Adams. Así es que para mí el caso McConville era a la vez un crimen misterioso, que los lectores podían encontrar, con suerte, apasionante, y una lente a través de la que examinar las tres décadas del conflicto”.

El desamparo en el que quedaron los hijos de McConville fue total. Al desaparecer su madre —protestante convertida al catolicismo al casarse—, lejos de despertar piedad entre los vecinos del gigantesco bloque en el que vivían, se vieron acosados por rumores insidiosos que la describían como una informante de los británicos, una “chivata” a la que el IRA había dado “su merecido”. Pasadas las primeras semanas de caos en las que los mayores intentaron gobernar de alguna forma el hogar, los servicios sociales dispusieron el internamiento de los menores —solo una de las niñas pudo instalarse en casa de su abuela paterna— en orfanatos y centros religiosos.

 Lugares de pesadilla, cuenta Keefe en su libro, donde los castigos físicos eran constantes, y los abusos sexuales, una práctica tolerada. Estas experiencias infantiles dieron paso a vidas turbulentas en algunos de los McConville, jalonadas por consumo de drogas, pequeños delitos y constantes entradas y salidas de la cárcel. Distanciados por su trágica orfandad, a los McConville les ha unido la obsesión por limpiar el nombre de su madre y encontrar a sus asesinos.

Como Jean McConville, otras 15 personas fueron secuestradas sin dejar rastro en el Úlster durante el conflicto, en su mayoría por el IRA. Una práctica a la que recurrió también ETA. Y por razones parecidas: para borrar todo rastro de crímenes particularmente execrables o vergonzosos. Al contrario que el IRA, que reconoció en 1999 su responsabilidad en la desaparición de ocho personas, entre ellas McConville, ETA no ha admitido jamás el secuestro y asesinato de tres jóvenes gallegos desaparecidos en marzo de 1973 nada más cruzar a Francia, y a los que los etarras confundieron con policías, según la hipótesis de la investigación. 

O el de los dos jovencísimos policías destacados en San Sebastián que no regresaron nunca a sus puestos tras acudir a un cine de Hendaya, en 1976. Sus cuerpos, con huellas de tortura y sendos tiros en la nuca, fueron localizados, 14 días después de que se denunciara su desaparición, en una playa entre Biarritz y Bayona. En agosto de ese mismo año fue visto por última vez Eduardo Moreno Bergaretxe, Pertur, uno de los ideólogos de ETA. Su familia siempre ha mantenido que fue asesinado por un comando de la misma organización, pero nunca ha podido demostrarse.

Keefe, estadounidense e hijo de padre con raíces irlandesas, decidió contar la historia de McConville, muy conocida en sus detalles principales, al leer en 2013 el obituario que publicó The New York Times de la exterrorista del IRA Dolours Price. Lo que le fascinó del artículo fueron las menciones a la agria polémica suscitada ese mismo año por un archivo secreto custodiado en el Boston College con el testimonio oral de algunos de los terroristas de las distintas facciones que operaron en Irlanda del Norte durante el conflicto. 

Al hacerse pública la existencia de las grabaciones y el contenido acusatorio de algunas de ellas (en un libro y en una entrevista en un tabloide de Belfast), la justicia británica intervino, requisando el material y provocando el escándalo. El caso que había precipitado la intervención judicial era el secuestro y asesinato de McConville, en el que figuraban unidos por dolorosas y azarosas alianzas la propia víctima; el entonces dirigente de la Brigada de Belfast del IRA, Gerry Adams; uno de sus lugartenientes, Brendan Hughes, y Dolours Price, miembro del comando que la ejecutó.

Que unos archivos creados con fines académicos pudieran servir para llevar ante los tribunales a algunos de los protagonistas de los Troubles causó tal polémica que esa iniciativa del Boston College naufragó. Las grabaciones fueron, en muchos casos, devueltas a los entrevistados, y Keefe tuvo oportunidad de acceder a la transcripción de una entrevista con Price.

Price contaba en ella que, tras confesar su delito, McConville fue trasladada a Dundalk, en la República de Irlanda, donde la unidad local del IRA debía asesinarla. Algo falló, sin embargo. Tras una breve convivencia con la secuestrada, los activistas locales se declararon incapaces de cumplir las órdenes recibidas. De la tarea tuvo que encargarse el comando de los Desconocidos, al que Price pertenecía. Cada uno de los tres miembros que lo integraban disparó un tiro sobre McConville, colocada junto a un hoyo excavado ex profeso, pero Price aseguraba que el suyo se desvió intencionadamente del objetivo. Keefe apunta al final del libro una plausible hipótesis sobre quién realizó el disparo fatal sobre Jean McConville.

La supuesta actividad de espionaje de la joven viuda, que vivía con sus 10 hijos de los subsidios sociales como tantas familias en el Úlster, había sido objeto de un debate interno en el IRA en el que, según apunta el libro, Gerry Adams tomó la decisión de hacerla desaparecer. 


En Say Nothing, Price y Hughes, nacidos, como Adams, en hogares republicanos y con familiares vincu­lados al IRA, aparecen con toda la complejidad de sus biografías. Entregados desde muy jóvenes a la causa, capaces de enormes sacrificios y crueldades por ella. Indiscutibles verdugos, pero también víctimas. Keefe lo explica así: “Lo que intento demostrar, en parte, es que, si uno examina a la gente implicada en un acto de violencia —tanto a las víctimas como a los perpetradores—, ve que esa acción violenta sigue reverberando en sus vidas durante décadas. Y el trauma no solo lo padecen las víctimas, con frecuencia lo padecen también los perpetradores, gente que ha hecho cosas monstruosas en nombre de una causa”.

Tanto Hughes como Price terminaron por apartarse del IRA. Consumidos por los remordimientos, por el convencimiento de que la paz conquistada no merecía los sacrificios hechos, los años de cárcel (en el caso del primero), el sufrimiento de las huelgas de hambre, la vida en perpetua agitación. En el caso de Price, y aunque su muerte a los 62 años no fue catalogada como suicidio, la autopsia determinó que se debió a una mezcla de antidepresivos, antipsicóticos y sedantes.

Narrado como un relato periodístico y sin un átomo de ficción, el libro de Keefe se apoya en una sólida documentación, recogida en cuatro años de trabajo de campo entrevistando a periodistas, policías, estudiosos; consultando hemerotecas y archivos en Belfast, Reino Unido y Estados Unidos. Varios de los hijos de Jean McConville han colaborado con el autor para permitirle reconstruir su vida y su aciago final, pero su relato no siempre coincide con los datos obtenidos por Keefe. El autor lo considera normal. 

“Siempre que escribes una historia del pasado y tienes que basarte en la memoria de la gente, eres consciente de que los recuerdos se debilitan y confunden. Y eso es particularmente cierto en sucesos traumáticos porque los traumas, como han demostrado diversos estudios, pueden alterar la memoria. Por eso he trabajado como un detective, hablando con el máximo de gente que he podido, consultando registros de datos, contrastando al máximo declaraciones y hechos. He intentado presentar este relato de una manera que, lejos de confundir al lector, le deje claras las ambigüedades de la memoria y la dificultad de determinar los hechos exactos en sucesos de esta índole”.

Lo que no ha logrado Keefe es que otros protagonistas de la historia, como Adams, presidente del Sinn Fein —antiguo brazo político del IRA— entre 1983 y febrero de 2018, o Marian Price, hermana de Dolours y como ella antigua activista del IRA, aportaran al libro su versión. Ninguno de los dos se ajusta a ese perfil de terrorista traumatizado. Marian Price fue encarcelada en 2010 por prestar apoyo logístico para la comisión de un atentado a uno de los grupos desgajados del IRA disconformes con el acuerdo de paz. En los dos años que pasó en la cárcel, se dedicaba a hacer los crucigramas del diario británico Daily Mail, leer las novelas de Stieg Larsson y devorar capítulos de Downton Abbey.

Adams, que siempre ha negado su pertenencia al IRA, presentó no hace mucho un libro de cocina con el título humorístico The Peas Process, jugando con la similitud de sonido entre peas (guisante) y peace (paz), en el que detalla los platos con los que se alimentaban los negociadores republicanos en las largas sesiones que condujeron al acuerdo de paz de 1998. Detenido en 2014 por las revelaciones de sus excamaradas sobre el caso McConville, la justicia no encontró base para substanciar un proceso. En realidad, la relación de Adams con el IRA era un secreto a voces en Irlanda del Norte. Ya en 1972, el exlíder del Sinn Fein había participado en tanto que representante de la banda en las conversaciones de paz fallidas que se desarrollaron en Londres.

De las páginas de Say Nothing, Adams emerge como un personaje enigmático y calculador. El líder que, quizá, no empuñó un arma, pero ordenó asesinatos. El padre de familia que en su breve estancia en la cárcel rezaba el rosario a diario mientras planeaba atentados. El hombre que, tal y como denunció otro exmiembro del IRA, Richy O’Rawe, en un libro publicado en 2005 —Blanketmen—, impidió a los presos en huelga de hambre en 1981 aceptar un acuerdo con el Gobierno de Thatcher que satisfacía casi todas sus exigencias. Para entonces, Bobby Sands, elegido al Parlamento británico en las listas del Sinn Fein, y otros tres presos habían muerto ya. Tras la negativa de Adams, morirían seis más, sacrificados, de acuerdo con la tesis de O’Rawe, en aras de un mayor apoyo electoral al Sinn Fein.



“Gerry Adams es un enigma, es cierto, y sumamente fascinante”, reconoce Keefe. “Hay gente que lo ve como un santo que debería recibir el Nobel de la Paz, mientras para otros es el diablo. Yo creo que tanto los británicos como los americanos se dieron cuenta en determinado momento de que si había alguien capaz de llevar al IRA a la mesa de negociaciones y persuadirle de que abandonara las armas, ese era Adams. Y es indudable que merece todo el crédito por su papel en acabar con un conflicto espantoso”. Lo cual no impide, añade Keefe, “que sea una mentira andante. La historia que cuenta sobre su vida no se la cree nadie.

 Es un maestro de la propaganda, y le resulta de lo más natural la manipulación de su propia imagen política en la prensa. Para desempeñar el papel primordial que ha ejercido en establecer la paz, necesitaba mantener una cierta ambigüedad sobre su persona, y por eso se ha rodeado de gentes que repiten la mentira de que ha sido una figura exclusivamente política y que no ha estado nunca en el IRA. Por supuesto, para Hughes y Price, que le rendían cuentas en el IRA, que obedecían sus órdenes —como colocar bombas en lugares públicos, o asesinar y hacer desaparecer a gente como a McConville—, su insistencia en negar su militancia en el IRA resultaba profundamente indignante”.

Keefe reconoce haberse interesado siempre “por el mecanismo de negación social. El procedimiento por el que un individuo o una sociedad racionaliza y asume su participación en hechos violentos dándole una explicación lógica con la que es más fácil aceptarlos”. En el caso de los asesinos de McConville, la certeza de su culpabilidad justificaba el crimen, aceptado también por la parte de la sociedad norirlandesa que les apoyaba.

El libro de Keefe entronca con problemas todavía vivos en el Úlster. ¿Sobrevivirán los Acuerdos de Viernes Santo a la violencia de baja intensidad que sigue vigente? “En términos generales, pienso que el proceso de paz ha sido un éxito y que se mantendrá”, responde el autor de Say Nothing. “Pero, mientras hay una tendencia a pensar, al menos en Estados Unidos, que el proceso de paz ha sido un éxito total, lo que he descubierto en mis siete viajes a Irlanda del Norte es que la paz es muy frágil, y es una paz amarga”.                    (Lola Galán, El País Semanal, 16/06/19)

30/11/10

El narcisismo terrorista

"La mujer era huesuda y de mediana edad. Vestía con sencillez, pero algo en el porte anunciaba que estaba contenta con la evolución de su ser y eso era lo que desgranaba ante un auditorio poco propicio para el sentimentalismo.

Refirió cómo su jefe militar, por el que sentía veneración, decidió que abandonaban la actividad 'militar' y que la dejaron porque él llegó a esta conclusión. Su jefe fue asesinado, poco tiempo después, como un santo laico.

Mientras contaba alguna cosa bastante edulcorada sobre su vida como terrorista, rehusó utilizar la palabra terrorismo o definirse a sí misma así.

Ella hablaba de cuando hacía la guerra y, después, de cómo se transformó en lo que entonces mostraba al público.

El grueso de su intervención suponía una justificación exculpatoria de sí misma y de su grupo y utilizó la mayor parte de su discurso en la defensa de las tres o cuatro palabras detrás de las cuales podía encontrar blindaje y parapeto para evitar asomarse al abismo de horror que había creado en aquel tiempo, en el que mataba o ayudaba a matar, porque desde luego no aclaró ningún aspecto realista de la actividad del ejercicio de la violencia.

La guerra se hacía, haciendo la guerra. La paz se hacía, haciendo la paz. Y ella era estupenda, cuando hacía la guerra y cuando se le había ocurrido a su líder dejarlo. (...)

No tuvo ni un segundo, ni una palabra para recordar a las víctimas de su violencia. Sencillamente no existían en aquel discurso. ¿Dónde estaban los seres humanos a los que habían causado daño?

Hegel definió el terrorismo como la cara subjetiva de la virtud. Aquella mujer era una prueba viviente de ello. Consideraba que sus sueños habían sido más importantes que la vida de las personas que resultaron muertas o dañadas. Tras haber cambiado de actividad, el narcisismo continuaba. Escamoteó a la audiencia el pozo del dolor que había causado y saltando sobre todo ello, su ego aparecía como el marco de referencia de lo que era correcto o incorrecto.

El siquiatra Willard Gayglin es citado por Aarón T. Beck en su magnífico libro 'Prisioneros del odio' cuando afirma que «pocos seres humanos viven en el mundo real» y que «la mayoría viven en el mundo de sus percepciones».

La mujer quería que los demás vivieran en el mundo de su percepciones y se incomodó cuando alguien citó la palabra tabú: las víctimas. La sonrisa se le heló. " (Fundación para la Libertad, citando a Maite Pagazaurtundua, EL CORREO, 29/11/2010
)

19/11/10

El abandono de las armas

"Pero, ¿qué lleva a los etarras a renunciar a la militancia terrorista? ¿Cuáles son los motivos que les conducen al abandono de ETA? Un estudio empírico que he podido realizar, basado en entrevistas con más de 50 antiguos militantes que dejaron de serlo entre inicios de los setenta y finales de los noventa, permite discernir tres tipos.

En primer lugar, se encuentran aquellos cuya salida obedeció sobre todo a la percepción de cambios políticos y sociales.

En segundo lugar, quienes abandonaron a raíz de desacuerdos con el funcionamiento interno o con las prácticas operativas de la banda armada a la cual pertenecían.

En tercer y último lugar, entre cuantos fueron terroristas de pasamontañas y txapela hay individuos cuya renuncia se explica fundamentalmente como resultado de alteraciones sustanciales en sus respectivos órdenes personales de preferencias.

En general, el abandono basado en la percepción de transformaciones estructurales implica revertir el marco ideológico y las motivaciones de racionalidad instrumental presentes en la decisión de unirse a ETA.

La salida que deriva de un malestar con la organización terrorista supone una quiebra de, entre otros, los incentivos selectivos y las motivaciones identitarias que favorecieron en su día el reclutamiento.

Renunciar por razones personales presupone una disolución de las emociones y los estímulos afectivos que incidieron al ingreso o simplemente un momento diferente del ciclo vital.

Estos tres tipos de motivos para dejar atrás la militancia terrorista pueden combinarse de modo variable según individuos concretos, aun cuando en distintos periodos de tiempo predomine uno de ellos sobre los otros dos.

Así, hasta aproximadamente mediados los años ochenta del pasado siglo, la opción individual de abandonar la militancia en ETA estuvo sobre todo relacionada con la percepción de los procesos de democratización y descentralización territorial que culminaron con la aprobación del Estatuto de Autonomía para el País Vasco y las primeras elecciones al Parlamento de Vitoria, aunque también con sucesos como el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.

Entre quienes por entonces dejaron la organización terrorista, en su mayoría pero no exclusivamente integrantes de la facción denominada político militar, son recurrentes las alusiones a que "habían cambiado objetivamente las condiciones", a que "continuar con la lucha armada sería contraproducente" o a que se veía una "sociedad contraria".

Desde mediada la década de los ochenta, lo habitual entre quienes han puesto fin voluntariamente a su pertenencia a ETA es que, antes de tomar la decisión del abandono, estuviesen muy descontentos con la banda armada. Unas veces, debido al funcionamiento interno o al liderazgo.

En este sentido, los militantes que se han disociado a partir de esos años suelen referirse a "los derroteros que estaba cogiendo la organización", a que se preguntaban "¿a quién tenemos al mando?" e incluso a que empezaban a "tener miedo a la organización". Otras veces, el malestar con ETA obedecía a un desacuerdo con sus pautas de victimación. No son pocos, por ejemplo, los antiguos pistoleros que se cuestionaron el compromiso militante tras "circunstancias como fue lo de Yoyes, el tema Hipercor o el tema Zaragoza".

Empero, siempre hay una pequeña pero sin lugar a dudas significativa proporción de militantes etarras que deciden abandonar su implicación en actividades de terrorismo principalmente como resultado de alteraciones en su orden personal de preferencias.

Puede tratarse de que, como indica uno de ellos: "Me estaba cuestionando mi vida"; de que, en palabras de otro, se interrogaba a sí mismo por "cuándo podría ser una persona normal", o simplemente, según dos más, de estar "cansada" o de "que ya tienes otra edad".

También hay quien se planteó "no poder seguir así por la vida, haciendo daño a la gente que tengo al lado" o quien ha reflexionado sobre su militancia en ETA tras haber sido padre. En algún caso, la decisión de dejar la organización terrorista vino precedida de una "conversión" religiosa." (El País, opinión, 16/11/2010, p. 29)