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19/10/18

Los suicidios...

"El régimen nazi creó una situación de anomia, un ambiente desprovisto de las normas sociales y valores morales tradicionales, en el que el suicidio a menudo servía la única forma de salir de una situación intolerable. (Suicide in Nazi Germany. Christian Goeschel).

No hay forma de probar si hubo una alta o baja tasa de suicidios en los campos de concentración nazis; se estima que el índice era mil veces mayor que fuera de ellos en tiempos de paz. Pero en Alemania las cifras de suicidios estuvieron disparadas desde el final de la Gran Guerra. Con la crisis de la República de Weimar, el suicidio era la salida de las clases medias y la pequeña burguesía que se vieron sumidas en la miseria.

 Una deshonra social. No era extraño que se suicidaran familias enteras, contó el historiador alemán Joachim Fest. En 1932, las cifras cuadruplicaban las de Gran Bretaña y doblaban las de Estados Unidos. En 1939, todavía había el doble de suicidios en Alemania que en Gran Bretaña. Oficialmente las autoridades alemanas registraron 214.409 suicidios entre 1918 y 1933.

En los campos de concentración, el gran trauma era la llegada. Un shock. Se humillaba a los prisioneros con un discurso de bienvenida en el que se les explicaba que valían menos que un perro. Llevaban días viajando hacinados, sin higiene. Al ingresar, se les requisaban sus pertenencias, se les tatuaba y se les rapaba la cabeza. Era una anulación, una despersonalización instantánea. Este impacto inicial, la pérdida de toda esperanza en pocas horas, llevó a suicidios masivos.

La adaptación a la nueva situación solo era posible si el prisionero alcanzaba el único estado de autodefensa posible: la apatía. Si reparaba en lo que estaba obligado a presenciar o en las actividades en las que tenía que participar, estaba perdido. Solo sobrevivía quien se concentraba en una sola cosa, sobrevivir cada día.

Según Victor E. Frankl, psicólogo austriaco que fue encerrado en campos de concentración por su origen judío, la desnutrición y la falta de sueño ayudaban a alcanzar ese estado de apatía. En algunos casos iba tan lejos que se perdía todo tipo de contacto con la realidad sin posibilidad de vuelta atrás. Quienes caían en ese estado eran los llamados Musselman, que se dejaban morir lentamente.

Además, otros sentimientos necesarios para sobrevivir en el campo, según Frankl, eran el resentimiento y la envidia hacia, por ejemplo, los internos que se encontraban en mejor situación o tenían privilegios. Eso ayudaba a seguir adelante, el rencor. Un psiquiatra estadounidense, Paul Chodoff, encontró que, incluso, asumir los valores de los guardias del campo era un mecanismo de adaptación que ayudaba a sobrevivir. Los que no se acoplaban a estas nuevas realidades y sus exigencias fueron los que se quitaron la vida.

Algunos se suicidaron y se lanzaban a la muerte cogidos  de las manos; el 14 de octubre de 1941, por ejemplo, la SS informó de que dieciséis judíos habían muerto «saltando a la cantera». Los hubieran empujado o no, los hombres de la SS eran culpables, una responsabilidad que se tomaban a la ligera. Cuando llegaron más convoyes de judíos a Mauthausen, los agentes de la SS bromearon, dando la bienvenida a su nuevo batallón de «paracaidistas». (Historia de los campos de concentración nazis, Nikolaus Wachsmann)

El grupo al que se pertenecía y la solidaridad que se establecía entre sus miembros también era fundamental. Los comunistas o los testigos de Jehová fueron grupos muy homogéneos. Además, según la teoría del suicidio, si la culpa de la frustración se puede dirigir a algo externo, es menos probable que se produzca el trágico desenlace. Primo Levi, que puede que se suicidase años después —aún no están confirmadas las causas de su muerte—, dijo que la lucha por la supervivencia diaria disminuía la probabilidad de quitarse la vida. Sumar un día vivo más a la hora de irse a dormir.

La información podía marcar la línea entre el suicidio o la supervivencia. Entre los que trabajaron en fábricas de armas y escuchaban noticias sobre la evolución de los frentes hubo menos suicidios. Y al revés, en los primeros compases de la contienda, las noticias de las conquistas nazis los aumentaron. 

El psiquiatra alemán Thomas Bronisch señala que cuando más suicidios hubo en Dachau fue con ocasión de los Juegos Olímpicos de Berlín, la anexión de Austria y Checoslovaquia y el pacto germanosoviético. La historiadora Kathryn Atwood apunta que los judíos que huyeron a los Países Bajos se suicidaron inmediatamente cuando estos territorios cayeron poco después en manos de Hitler.

También hubo suicidios provocados. El ejemplo que cita Bronisch es el de cuando los miembros de las SS asesinaban bebés, por ejemplo, estrellándolos contra un árbol. Las madres que lo presenciaban quedaban tan impactadas que podían suicidarse pocas horas después. Era un tipo de escena que se solía presentar cuando algún miembro de las SS estaba borracho y pretendía darle la bienvenida a Auschwitz a un convoy recién llegado.

La primavera de 1944, los de la Lager-SS asesinaron a varios miles de chiquillos de uno y otro sexo. En el campo principal de Kaunas, tal acción estuvo precedida por una fiesta infantil concebida a modo de tapadera por el comandante local. Las deportaciones subsiguientes fueron acompañadas de escenas terribles: los padres gritaban e imploraban a los de la SS mientras se llevaban a los menores. Hubo quien subió con sus hijos a los camiones para darles la mano mientras se dirigían al lugar en que iban a morir, y familias enteras que se suicidaron antes de que la SS pudiese dividirlas. (Historia de los campos de concentración nazis, Nikolaus Wachsmann)

Pero Frankl subraya que existió la figura del suicidio subversivo. El que se quitaba la vida porque quería morir sin autorización de las SS. Sin esperar a su sentencia de muerte. El tipo más conocido era lanzarse contra la alambrada electrificada. Según el testimonio de Morris Kesselman, un superviviente, contra las vallas se arrojaban «los más viejos, los más inteligentes». Para los más jóvenes y menos formados era más fácil resistir.

No obstante, la desesperación fue más común en situaciones menos escalofriantes. Sobre todo en los pogromos para detener a los judíos, es ahí donde más se suicidaron. Christian Goeschel piensa que para los judíos de la época, antes de la detención, llevar encima cianuro fue una cuestión de rutina, pese al tabú judío ante el suicidio. Matarse a uno mismo se convirtió en una salida aceptable dada la gravedad de la situación. En Austria, cuando se produjeron las deportaciones, se suicidaron cientos en pocos días, como explica Richard Evans en su trilogía sobre el Tercer Reich. Muchos lo hacían en el momento de recibir la carta con la orden de deportación. Cita el caso de la viuda del pintor Max Liebermann para dar las cifras globales:

La enterraron en el cementerio judío de Weissensee, donde el año anterior habían enterrado a ochocientos once suicidas frente a doscientos cincuenta y cuatro en 1941. Hasta cuatro mil judíos alemanes se suicidaron entre 1941 y 1943, solo en el último trimestre de 1941 el número ascendió a ochocientos cincuenta. 

Por entonces, los suicidios de judíos conformaban casi la mitad de todos los suicidios en Berlín, a pesar de que la comunidad judía superviviente era muy escasa. En su mayor parte, se trataba de ancianos, e ingerir veneno, el método más común, lo veían como una manera de hacer valer su derecho a poner fin a su propia vida cuando y como ellos querían, en lugar de morir asesinados a manos de los nazis. Algunos hombres se ponían las medallas por el servicio en la Primera Guerra Mundial antes de suicidarse.

Emil Fey, que se había destacado en la derrota del levantamiento nazi en Viena en 1934, se suicidó cuando se produjo la anexión de Austria, no sin antes matar a su mujer y a su hijo. Los austriacos no eran buenos nazis, dijo Alfred Pogar, pero sí eran excelentes antisemitas. Según Carl Zuckmayer, con los pogromos, las ciudades austriacas se convirtieron en «un cuadro del Bosco». Hasta Heydrich tuvo que llamar la atención a sus ciudadanos por sus desmanes. En el último cuatrimestre de 1941 se suicidaron ochenta y siete judíos en Viena, que se sepa, y doscientos cuarenta y tres en Berlín.

Entre los judíos de Viena abundaron los suicidios, porque muchos prefirieron morir a vivir gobernados por los nazis. William Shirer escribió que un amigo había visto como «un tipo de aspecto de judío» estaba en un bar y «poco después, se sacó del bolsillo una vieja navaja de afeitar y se cortó el cuello». Goebbels incluyó en su diario, el 23 de marzo de 1938, la siguiente nota cínica: «En el pasado, los alemanes se quitaban la vida. Ahora es al revés». (El Holocausto. Las voces de las víctimas y los verdugos, Laurence Rees).

Lo que llamó la atención de los nazis es que luego los judíos del gueto de Varsovia no se suicidasen en masa como los austriacos después del Anschluss. Primo Levi escribió en su trilogía sobre Auschwitz que era más fácil suicidarse después de sobrevivir al campo de concentración que durante la experiencia. Hubo muchos casos posteriores, algunos inmediatamente posteriores. Y señaló que tanto los historiadores soviéticos como los occidentales coincidieron al observar que hubo pocos durante la privación de libertad. Dio tres motivos.

 Uno, el suicidio es humano, no animal. Cuando vives como un animal, te puedes dejar morir, como un animal, pero no quitarte la vida. Segundo, la jornada estaba completa de principio a fin, no tenían tiempo de pensar. «Por la inminencia constante de la muerte faltaba tiempo para pensar en la muerte». Y tercero, no podían sentir culpa, algo que motiva el suicidio en algunos casos, porque ya estaban expiando con sufrimientos diarios.

La culpa llegaba después. Cuando se recordaba haber omitido socorro a otro interno más débil. Su petición de ayuda podía llegar a obsesionar toda una vida. «Recuerdo, también, y con desasosiego, que muchas más veces me alcé de hombros impacientemente a otras solicitudes, y precisamente cuando ya estaba en el campo hacía casi un año y había acumulado una buena dosis de experiencia: pero también había asimilado bien la regla principal de aquel lugar, que ordenaba ocuparse de uno mismo antes que de nadie», reconoció Levi.

En una entrevista a una médica que salvó muchas vidas, Ella Lingens-Reiner, publicada en Prisoners of Fear, de Victor Gollancz, dijo: «¿Cómo he podido sobrevivir en Auschwitz? Mi norma es que en primer lugar, en segundo y en tercero estoy yo. Y luego nadie más. Luego otra vez yo; y luego todos los demás». En este sentido, los testimonios de los judíos que tomaron parte en las tareas del campo, tales como colaborar en el gaseo y cremación de los otros prisioneros, dan prueba de ello.

Morris Venezia se siente aún más responsable por sus acciones y sostiene que «nosotros también nos convertimos en animales… cada día estábamos quemando cadáveres, cada día, cada día, cada día. Y llegas a acostumbrarte a ello». Cuando escuchaban los gritos que provenían de la cámara de gas «pensábamos que debíamos matarnos a nosotros mismos y dejar de trabajar para los alemanes. Pero incluso suicidarte no es tan sencillo». (Auschwitz. Laurence Ress).

Durante la guerra, en el ejército alemán se registraron mil ciento noventa y seis suicidios entre el 1 de abril de 1939 y el 30 de septiembre de 1941, según los datos de la Inspección de Sanidad militar (Heeressanitatsinspektion). Solo en septiembre de 1943, la cifra llegó a seis mil ochocientos noventa y ocho. Lo atestigua un telegrama enviado por Martin Bormann a Himmler quejándose por la alta tasa de suicidios dentro de la Wehrmacht. 

No obstante, William Craig en La batalla de Stalingrado pone en boca de Hitler la siguiente reflexión: «En Alemania, en tiempo de paz, de dieciocho a veinte mil personas se suicidan cada año y, sin embargo, nadie se encuentra ante una situación así. Y aquí hay un hombre [Paulus] que ve a cincuenta o sesenta mil soldados suyos morir defendiéndose bravamente hasta el final. ¿Cómo ha podido él rendirse a los bolcheviques?… Esto es algo que uno no puede entender del todo».

Lo escalofriante es la gran cantidad de gente que se suicidó llevándose a sus familias por delante. Lo de Magda Goebbels no fue un caso aislado. En el libro Suicide in Nazi Germany de Christian Goeschel se citan casos como el de una mujer que, tras el suicidio de su marido, mató a sus dos hijos y luego se cortó las venas. En la familia Böhm-Bawerk, el marido había huido y su mujer, su hermana y su hija se quitaron la vida. O el farmacéutico de Feldberg que mató a sus hijos y se quitó la vida después.

En los pueblos de la comarca se repetía la misma escena: soldados borrachos, aristócratas muertos. Una mujer había matado ella sola a tiros a quince miembros de su familia y se había suicidado arrojándose al agua.

La propaganda nazi fue tan intensa a la hora de inocular el miedo al Ejército Rojo que hubo una oleada de suicidios ante su llegada. Hay un libro cuya lectura es escalofriante. Después del Reich, de Giles MacDonogh, que cuenta cómo se abrió la veda contra los alemanes tras su derrota. Entre los nazis con responsabilidades, la oleada de suicidios fue de gran envergadura.

La culpa también obraba de modo indirecto. Fritz Haber, inventor del Zyklon-B, tuvo que ver en 1915 cómo su primera mujer, Clara, que también era química, se había suicidado con la pistola de su marido, «al parecer, avergonzada y horrorizada por el cariz que habían tomado sus investigaciones», detalló Philip Ball en Al servicio del Reich. También se suicidó su hijo Hermann, en 1946, debido a la obra de su padre, que era judío, por cierto.

El periodista Konstantín Símonov fue de los primeros en llegar al Tiergarten, en Berlín. Se encontró a los animales escuálidos del zoo entre los cuerpos de los SS que se habían suicidado. «En un cubículo encontró a un general de las SS muerto con la guerrera desabrochada y una botella de champán entre las piernas. Se había suicidado junto con su amante».

 El actor Paul Bildt se suicidó junto a veinte personas, entre ellas su hija, aunque él no tuvo éxito y les sobrevivió a todos doce años más. Para Michael Burleigh, autor de El Tercer Reich, se había ligado de tal manera a los hombres con su militancia que los suicidios fueron el único final concebible de la historia.

Con el hundimiento, la desgracia les llegó a las comunidades de alemanes fuera de Alemania. En Checoslovaquia hubo disturbios y algaradas exigiendo la expulsión de los alemanes. En el verano del 45, les pusieron brazaletes blancos con la letra «N» de Nemec (‘alemán’ en checo), les pintaron esvásticas en la espalda y tenían prohibido sentarse en bancos públicos, caminar por la acera o entrar en restaurantes, escribió Anne Applebaum en El telón de acero.

Al final, veinte mil tuvieron que dejar el país a la fuerza. Está registrado que en 1946 se suicidaron cinco mil quinientos cincuenta y ocho alemanes residentes en Checoslovaquia. En la ciudad de habla alemana Iglau (Jihlava en checoslovaco) se suicidaron mil doscientos alemanes cuando se produjo su caída. Antes de Navidad, la cifra había ascendido a dos mil. 

En Brüx (Most) se suicidaron entre mayo, junio y julio dieciséis alemanes al día, a menudo familias enteras. En Polonia, en Breslau, morían entre trescientos y cuatrocientos alemanes al día. Según MacDonogh, la cifra hubiese sido mayor de haber tenido los alemanes gas en la cocina. En Grünberg, en la Baja Silesia, se estima que se suicidó una cuarta parte de la población.

Si hubo un candidato al suicidio tras la ocupación soviética, eran las mujeres. Tras las violaciones a las que fueron sometidas sistemáticamente por las tropas soviéticas, en las que podían quedar embarazadas o contraer enfermedades venéreas, se suicidaban en masa. En los diarios de Ruth Friedrich, una amiga le dice: «Necesitamos suicidarnos, es indudable que no podemos vivir así». Había sido violada por siete soldados. En su libro, Goeschel explica que el suicidio de alemanes tras el final de la guerra fue algo «rutinario». 

Primero, por las políticas de terror de los nazis contra los propios alemanes conforme la guerra se acercaba a su final. Luego, por miedo a los soviéticos y, después, a consecuencia de los ultrajes a los que les sometieron estos.

En la Unión Soviética, el suicidio era considerado un comportamiento cobarde. Impropio de comunistas. Al principio, con la creencia de que podía prevenirse, hubo estudios y estadísticas, pero en 1920 fueron prohibidos, explican Karolina Krysinska y David Lester en Suicide in the Soviet Gulag Camps. En 1925, Yemelián Yaroslavski, miembro del Comité Central, manifestó que los suicidios se caracterizaban por una voluntad y carácter débiles de personas sin fe en la fortaleza del partido. En definitiva, el suicidio, entendido como un acto de libre voluntad y una elección del destino de cada uno, no se adecuaba a la mentalidad colectivista del sistema soviético.

En los gulag, que eran fundamentalmente campos antiélite, había muchos prisioneros con educación, por eso el shock de ingreso debería haberles afectado más. Sin embargo, según esta investigación, las principales causas de la muerte fueron las epidemias, de tuberculosis, neumonía o disentería, también las congelaciones y enfermedades relacionadas con el hambre o el trabajo en condiciones inseguras, pero el suicidio nunca tuvo una relevancia especial. 

Según Solzhenitsyn, los suicidios eran «asombrosamente raros, quizá menos frecuentes entre los presos que entre la gente libre». De hecho, cita en su famoso libro el caso de suicidas que se ahorcaron el día de recobrar la libertad.

Ni siquiera a los fuertes les quedaba un medio para luchar contra el sistema penitenciario, como no fuera el suicidio. (…) Pero ¿es lucha el suicidio? ¿No es claudicación?¿Acaso no se debía a eso la asombrosa escasez de suicidios en el campo? En general eran muy pocos, aunque cada recluso recuerde probablemente algún caso de suicidio. 

Pero seguro que recuerda muchos más casos de evasión. ¡Evasiones sí había más que suicidios! (Los celosos defensores del realismo socialista pueden felicitarme: me inclino decididamente por la línea optimista (…) Incluso creo que, estadísticamente hablando, el porcentaje de suicidios en el campo era menor que en la vida normal. (Archipiélago Gulag)

Si había suicidios, solían ser entre extranjeros, especialmente los occidentales, gente «no acostumbrada como los rusos a hacer frente a los desafíos y dificultades de la vida», pensaba Solzhenitsyn. Ósip Mandelshtam, un poeta condenado por escribir un poema contra Stalin, observó que el suicidio era muy raro entre los delincuentes y más común entre los intelectuales.

 Echar a correr fuera de los límites del área de trabajo para ser disparado era una de las formas más comunes. Ahí Solzhenitsyn sí que escribió que los que echaban a correr hacia la estepa y eran abatidos a tiros, tenían «una orgullosa forma de suicidio». Y ese era el ejemplo de mayor resistencia a la autoridad que podía encontrarse en el campo.

En la documentación del NKVD aparecen casos como uno que tuvo lugar en el campo de Dritrovsky, en diciembre de 1935, donde unos prisioneros, tras un castigo de cuatro días sin comer, intentaron cortarse las venas. Figuraba un informe de la industria maderera que relacionaba la escasez de comida con el índice de suicidios. Si bien muchas veces este no era un castigo deliberado, sino consecuencia de problemas en toda la URSS.

 Elinor Lipper, que estuvo once años en Siberia, dio testimonio de que en los traslados hubo prisioneras que trataban de ahorcarse en el vagón, o en los barcos quien se lanzaba al agua para morir ahogado. En los hospitales, contó Lipper, los internos trataban de acelerar la muerte. También hubo casos de, sin más, dejarse morir, como los Musselman de los campos nazis.

Según Anne Applebaum, en su estudio Gulag: A History, la dignidad humana salvaba vidas. En el sentido de que mantenerse limpios y conservar rutinas como afeitarse cuando les era posible, ayudaba a los prisioneros a que no cayeran en la desesperación y acabasen matándose. Según explicó en su obra, algo que impedía el suicidio era la falta de intimidad. Había decenas de personas en cada celda. Tenían que defecar a la vista de todos. Cita casos de personas que, en mitad de la noche, intentaban suicidarse cortándose las venas con los dientes, pero eran delatados en el acto por algún compañero de habitáculo que permaneciera insomne.

El búlgaro Tzvetan Todorov escribió que, para los internos del gulag, el suicidio era una oportunidad para ejercitar el libre albedrío. Al suicidarse, uno cambia el curso de los hechos, explicó, aunque sea por última vez en la vida. «Los suicidios de este tipo son actos de desafío, no de desesperación».
Shalámov, un exprisionero de los campos de Kolyma, escribió una paradoja. Pensar en suicidarse le mantenía con vida. La conciencia de que había reunido fuerzas para quitarse la vida en un momento dado le daba voluntad de vivir. Fue mucho más frecuente la automutilación o autolesión. 

Lipper contó que algunos se envolvían un pie en trapos húmedos para que se les congelase. Otros se cortaban un dedo, se reabrían heridas, se rociaban con algún producto químico para quemarse la piel. Este tipo de conductas estaba muy perseguido, se consideraba sabotaje a la producción, y podía costar una sentencia de muerte. Pero lo que se observa en ellas es voluntad de vivir, lo contrario del suicidio, era sacrificar una parte del cuerpo para salvar el resto, opinaba Solzhenitsyn. 

Los que sí lo pasaron realmente mal y contemplaban con frecuencia quitarse la vida, según el Nobel, fueron los comunistas convencidos que iban a parar al gulag:

Zosia Zalesskaia, una polaca de la nobleza, que había entregado toda su vida a la «causa del comunismo» trabajando en el Servicio Secreto soviético, trató de suicidarse tres veces seguidas durante la instrucción: se ahorcó, la descolgaron; iba a cortarse las venas, se lo impidieron; saltó a una ventana del séptimo piso, el adormilado juez de instrucción tuvo tiempo de sujetarla por el vestido. Tres veces la salvaron para fusilarla luego.

En El siglo soviético, de Moshe Lewin, se cita la obra The year 1937, de Oleg Jlevniuk, que puso de manifiesto que en la etapa del Gran Terror hubo múltiples formas de resistencia. Y una de ellas fue una oleada de suicidios. Para la propaganda, el suicidio de un sospechoso probaba su culpabilidad, pero no lograron reducir el índice de personas que se quitaban la vida. 

Todas las medidas fueron infructuosas: «Los suicidios se contaban por millares. En 1937, se produjeron solo en las filas del Ejército Rojo setecientos ochenta y dos casos. Un año más tarde, la cifra aumentó hasta ochocientos treinta y dos, sin contar los casos en la marina. Estos suicidios no siempre eran actos desesperados cometidos por personas que se sentían impotentes; también eran valientes manifestaciones de protesta».

No en vano, según Ian Grey, el suicidio llegó a preocupar a Stalin. No solo porque lo cometiera su mujer, Nadezhda, sino porque le parecía una forma de traición. De hecho, en 1945, Vasili Chernishev, director del Gulag, envió un memorándum a todos los campos quejándose del comportamiento de los guardias, entre los que había detectado, por supuesto, altas tasas de suicidio."               (Álvaro Corazón, El País, Jot Down)

27/11/17

“Auschwitz era un lugar de muerte en el que cada uno se aferraba a la vida”

"A la frívola pregunta de si el infierno existe, Magda Hollander-Lafon (Záhony, Hungría, 1927) responde que sí, porque estuvo. Pero a diferencia de las supuestas almas condenadas entre las llamas de las creencias religiosas, ella volvió de entre las reales: las de los hornos crematorios de los campos de la muerte

Entre mayo de 1944 y abril de 1945, su cuerpo —un desecho— y su mente —un búnker— pasaron por cinco infiernos sucesivos: Auschwitz-Birkenau, Walldorf, Ravensbrück, Zillertal y Morgenstern. Otros tantos siniestros mojones dentro de la Solución Final orquestada por Hitler, Himmler, Heydrich y Eichmann: el genocidio organizado de casi seis millones de judíos de toda Europa.

Magda escribe libros, libros estremecedores y a la vez luminosos como Cuatro mendrugos de pan, recientemente publicado en España por Editorial Periférica. Lleva 40 años viviendo en las afueras de la ciudad francesa de Rennes. Allí recibió a EL PAÍS con café, pastas y muchas ganas de contar su historia. Increíble si no fuera porque ocurrió.




Pregunta. Lleva años contando su experiencia en Auschwitz a estudiantes de instituo y universitarios. ¿Cómo reaccionan?

Respuesta. No se trata solo de contarles mis cosas, porque aquello resulta intransmisible. Además, si yo me pongo a contar mis batallitas, puedo desanimar a un regimiento. Lo que hago es tratar de convocarles a la vida, dinamizarles interiormente. Nuestros jóvenes son un regalo de la vida, pero nadie se lo dice nunca. Sé de lo que hablo, habré hablado ante unos 16.000. Le he dado muchas vueltas a cómo dar testimonio.

P. ¿Y a qué conclusión llegó?

R. Elaboré unos cuestionarios, que son distribuidos entre los alumnos y ellos escriben ahí por qué quieren escuchar estas historias. Mire, se los voy a enseñar… [Magda Hollander-Lafon se levanta y se dirige a un salón, abre un armario enorme y ahí están: montañas de clasificadores y carpetas con las preguntas y respuestas que los alumnos le han dado durante tantos años]. Ahora estoy trabajando en un libro sobre esto.

P. ¿Cómo se titulará ese libro?

R. Tu vida y tu devenir están en tu mano. Es un mensaje para que no vuelva a ocurrir aquello. Hay que cuidar la memoria.

P. Blindar la memoria es lo que hace usted en Cuatro mendrugos de pan. “Una meditación sobre la vida, no sobre la muerte”, avisa al principio. ¿Es esa la lección que extrajo, vivir la vida como si cada día fuera el último?

R. Justo es esa. Pero no solo hoy. Incluso allí, en los campos de concentración, todo el mundo quería vivir, se aferraba a la vida. ¡Tantas personas —niños, jóvenes, adultos, ancianos— desaparecieron…! Pero hasta el último aliento quisieron seguir viviendo. Auschwitz-Birkenau era un lugar de muerte en el que cada uno se agarraba a la vida.

P. ¿Nunca quiso suicidarse, poner fin al infierno?

R. Si sentías una sola vez que ya no merecía la pena vivir, todo estaba perdido. Así que huías de esa tentación. Yo siempre había sido muy rebelde, odiaba las injusticias. Cuando odias significa que estás vivo, como cuando amas o cuando sufres. Yo, en Auschwitz, quería vivir pero lo que me permitió hacerlo fue darme cuenta de que iba a morir. Y lo acepté. Y a partir del momento en que llegas a la conclusión de que vas a morir, tienes como una sensación de que la vida se hace sitio en ti.
P. No estoy seguro de entenderle…

R. En ese momento todos los miedos se van. Y cuando todos los miedos se van te entran unas fuerzas enormes de vivir.

P. ¿Sabía que era tan valiente?

R. ¡Qué va! Pero eso no viene de la cabeza, sino de ese instinto de supervivencia, de la formidable intuición de vida que hay en todos nosotros. Un día salíamos de los barracones, íbamos con los cuerpos en carne viva. De pronto, no sé por qué, supe que íbamos directos a la cámara de gas. Me dije: “Magda, se acabó”. Pero sin que nadie me viera, me pasé a la otra fila, donde la gente estaba en mucho mejor estado. La otra fila fue directa a la cámara de gas.

P. Jorge Semprún escribió sobre sobre Büchenwald: “No rozamos la muerte, la vivimos desde dentro”. ¿Lo comparte?

R. Sí. Estuvimos dentro de la misma muerte, fuimos muertos vivientes. Y yo me sigo preguntando: ¿Por qué los judíos? No tengo respuestas. Pero le digo una cosa: Dios está en peligro cada vez que los judíos están amenazados.

P. ¿Cree que los nazis quisieron exterminar a los judíos porque se creían Dios?

R. Claro, ¿qué persiguen los grandes dictadores? Ponerse en el lugar de Dios. Los nazis tenían el poder de vida y de muerte sobre nosotros. ¿Qué les molestaba? Que se decía que éramos el pueblo elegido. Eso les provocaba celos y envidia. Éramos peligrosos.

P. ¿Qué es ser judío?

R. Creer en alguien que está por encima de ti. No. Creer en alguien que está contigo. Un judío es alguien que tiene fe. Cuidado, no es lo mismo creer que tener fe; puedes creer hoy en algo y mañana ya no. Pero la fe es distinta, te habita. Y lo digo yo, que vengo de una familia judía que ni siquiera era practicante. Yo, que llegué a odiar a Dios cuando era joven.

P. ¿Por qué lo odió?

R. Pues porque cuando mi madre y mi hermana pequeña rezaron, él no vino a salvarlas.

P. Perdón por esta pregunta, ni siquiera sé si tengo derecho a hacerla. ¿Cómo recuerda el momento en que aquella celadora de Auschwitz señaló con el dedo el humo de la chimenea y le dijo que allí estaban su madre y su hermana?

R. Claro que tiene derecho a hacerla. ¿Sabe? No pienso en ello todos los días. Pero mi madre y mi hermana están siempre ahí, y creo que todo este trabajo con los jóvenes que sigo haciendo, es por ellas. Eso da sentido a mi vida, que es lo que persigo.

P. ¿Qué fue lo que la salvó?

R. Me salvó la bondad de algunas personas. Y hacerme preguntas. Aun en los peores momentos yo me hacía preguntas sin parar, hablaba sola, le hablaba a mi cuerpo, a mis pies, a mis manos, y cuando los guardianes nos pegaban casi no sentía los golpes.

P. ¿Qué piensa hoy cuando come pan? ¿Se acuerda de aquellos trozos de pan mohoso?

R. ¡Mire! [se acerca a la alacena y saca una enorme barra de pan de molde]. Solo compro de este, porque tiene la misma forma que aquel. Lo cortaban en ocho trozos y nos daban uno a cada una para todo el día. ¡Cómo lo saboreábamos! Pero ahora lo tengo entero para mí sola (risas). Nos robábamos el pan. Nos quitábamos todo.

P. Hasta que aquella mujer le dio los cuatro mendrugos de pan que da título a su libro…

R. Debía de ser un domingo por la tarde, el único momento en que no trabajábamos. Salía del barracón y entonces la vi, tumbada y casi ya sin mirada. Pensé: “Se va a morir pronto”. Me llamó con un gesto. Me dijo: “Eres joven y tienes que vivir para contarle al mundo lo que está pasando aquí”. Abrió sus manos y vi los cuatro trozos de pan con moho. Me dijo: “Cómetelos”. Y fue un banquete.

P. ¿Ha perdonado?

R. No tengo nada que perdonar porque nadie me ha pedido nunca perdón. Pero tuve que perdonarme a mí misma cuando volví del campo de concentración.

P. ¿Tuvo remordimientos por estar viva?

R. Sí, claro que sí… ¿por qué yo sí y otros no?, me decía. Y fue en aquellos momentos cuando quise morir, no cuando estaba en Auschwitz. Pero un día me dije que no podía seguir concediéndole a Hitler, 30 años después, el poder sobre mi vida."       (Entrevista a Magda Hollander-Lafon, superviviente de Auschwitz, Borja Hermoso, El País, 24/11/17)

28/4/17

Él se lo cuenta todo, la sirena que oye a lo lejos como acompañando la ardua labor que lleva a cabo, la cama dura, el hambre angustiosa, la inspección de los piojos “y el kapo que me ha golpeado en la nariz y me manda a lavarme porque sangraba“

"Tal vez una de las razones por las que el superviviente del Holocausto de origen italiano vivió hasta la década de 1980 - a diferencia de sus homólogos de habla alemana, que rápidamente se quitaron la vida - se debió a que escribió en su lengua materna. Sin embargo, finalmente, el famoso autor sufrió el mismo destino.

Cuando estaba en Auschwitz, el autor judío-italiano Primo Levi tenía una pesadilla recurrente que relata en su libro “Si esto es un hombre” (1947). Regresa a casa; su hermana, amigos y desconocidos lo rodean y escuchan su historia. Y él se lo cuenta todo, la sirena que oye a lo lejos como acompañando la ardua labor que lleva a cabo, la cama dura, el hambre angustiosa, la inspección de los piojos “y el kapo que me ha golpeado en la nariz y me manda a lavarme porque sangraba“.

En el sueño, Levi experimenta un placer corporal, inexpresable en palabras, al estar en casa, entre amigos, compartiendo con ellos todos los detalles de su sufrimiento diario en el lager (campo de concentración) - hasta que se da cuenta que sus amigos le escuchan sin ningún interés, algunos de ellos incluso conversan entre si; al final, su hermana se levanta y se va, imperturbable.

 “Una pena desoladora nace en mí en ese momento, al igual que ciertos dolores apenas recordados de mi primera infancia. Es el dolor en su estado puro, no atemperado por un sentido de la realidad y por la intrusión de circunstancias externas, como el que hace llorar a un niño“, escribe.

Para escapar del dolor causado por la indiferencia de sus amigos y familiares cuando les relata su historia, Levi se despertaba cada vez a la realidad, a su litera de madera en Auschwitz, que en aquellos momentos encontraba más soportable que la realidad de sus sueños.

Después de la liberación y de su regreso a casa en 1945, Levi hablaba y hablaba y hablaba. Habló en escuelas, dio conferencias ante diversos públicos, y sostuvo conversaciones interminables destinadas a la prensa y la radio, hasta sus últimos días.

 Transmitir su sufrimiento a los demás en la primera persona, de forma directa, constituía una especie de nudo doble: Por un lado, hizo posible que el mundo de los campos continuase marcando su vida. Por otro lado, la repetición de cada detalle en su memoria hizo posible que exorcizase el dybbuk (el alma en pena de los muertos) que llevaba dentro y rescatarse de la pesadilla recurrente.

Este es el enfoque de las obras de Levi que no son de ficción, entre ellas “Si este es el hombre”, un relato de su año en Auschwitz; “La tregua”, que relata su liberación y regreso a casa; y, finalmente, “Los hundidos y los salvados”, publicado un año antes de su muerte en 1987. 

Esta trilogía de memorias (publicada en castellano por El Aleph editores, con traducción de Pilar Gómez Bedate) ayudó a Levi a atravesar el vacío del desierto de la indiferencia, donde vagó durante unos 40 años, desde el día en que fue liberado del campo hasta el trágico final de su vida en un vulgar edificio de apartamentos en el Turín en el que nació y vivió, y del que saltó hacia su muerte una mañana, cuatro días antes de Pesaj.

Antes de Levi, muchos otros pensadores y escritores se habían suicidado - intelectuales judíos que fueron testigos de los años del exterminio, y algunos de los cuales también lo habían experimentado en su carne. Entre ellos, Stefan Zweig y Jean Améry (Hanns Chaim Mayer), que escribió en su libro “En los límites de la mente”: “Un conjunto especial de problemas en relación con la función social o - no importa hacia que se volviera, no le pertenecía a él, sino al enemigo “.

Si en este punto me atrevo a ofrecer una respuesta tentativa, dubitativa a la inquietante pregunta de por qué los demás se quitaron la vida durante la guerra o poco después de que acabara, mientras que Levi sobrevivió cuatro décadas - yo respondería que el idioma jugó un  papel importante. Levi creía que su limitado conocimiento del alemán lo salvó de la muerte en el campo, ya que le ayudó a conseguir un trabajo. 

Pero a diferencia de otros, para quienes era su lengua materna y la lengua primaria cuando se trataba de la poesía, la literatura y la filosofía, Levi pudo abandonarla inmediatamente después de su liberación. Cuando el escritor judío-austríaco Karl Kraus dijo del Tercer Reich que cuando ese mundo surgió a la vida, murió el habla, es probable que quisiera referirse a la muerte (temporal) de la lengua del genocidio.

Almas ilusas

Levi nació en Turín, en la región del Piamonte, en el norte de Italia, en un mundo de judíos laicos italianos. Su familia era liberal, sus padres eran muy instruidas, su casa era una casa burguesa europea. Leían, escuchaban música, tocaban instrumentos musicales, aprendían otros idiomas. Asistió a una prestigiosa escuela secundaria local donde destacó por su inteligencia, su corta estatura y su condición de judío. 

Levi era delicado y tímido, y durante el período en que sufrió las burlas de sus compañeros, se encerró en sí mismo aún más. Más tarde definió esa actitud hacia él como “especialmente antisemita.”

A principios de la década de 1930, los judíos de Italia eran unos 50.000. La gran mayoría de ellos, entre ellos el padre de Levi, apoyaron al gobierno fascista hasta que en 1938 el Ministerio del Interior redactó las regulaciones anti-judías, a las que se añadieron una serie de órdenes de marginación en la vida pública que rápidamente se convirtieron en leyes raciales.

En 1943, Levi y algunos de sus amigos formaron un primitivo grupo de partisanos antifascistas e intentaron unirse al movimiento de resistencia. Su entrenamiento era patético, no estaban adecuadamente equipados y pronto fueron capturados por la milicia fascista. Durante el interrogatorio, Levi confesó ser judío y fue enviado al campo de concentración de Fossoli, donde las condiciones eran decentes.

 Dos meses más tarde, a mediados del mes de febrero, soldados de las SS tomaron el mando del campo y ordenaron a todos los judíos que se preparasen para un viaje que duraría unas dos semanas. “Sólo una minoría de almas ingenuas y engañadas mantuvieron la esperaza; nosotros, los demás, a menudo habíamos hablado con los refugiados polacos y croatas y sabíamos lo que significaba la partida”. 

Pasó un total de 11 meses en Auschwitz hasta que el campo fue liberado por el Ejército Rojo. De los 650 judíos italianos que formaron parte del convoy de transporte en el que llegó, solo “tres de nosotros volvimos a casa”, cuenta Levi. “Estos son los hechos despreciables y valiosos.”

A menudo se le preguntó si se habría convertido en escritor si no hubiera sido por haber sobrevivido a Auschwitz. A lo que él respondia que, como nunca había vivido una vida en la que no hubiera estado en Auschwitz, no tenía forma de saber lo que hubiera ocurrido en esa otra vida. 

En cualquier caso, y a pesar de su modestia, Levi, que ya de niño había planeado ser un científico y era químico antes de ser enviado al campo de exterminio (llamó a sus primeros libros, casuales) – se convirtió en el mayor escritor del Holocausto y uno de los gigantes de la literatura del siglo XX. No hay nada comparable a su punto de vista como testigo-narrador, conformado por su formación como químico, su tendencia a participar en la observación científica, y su modesto y suave carácter, impregnado todo ello con el deseo de contar historias.

 Su escritura está llena de observaciones refinadas y precisas. Lo hace como alguien que está llevando a cabo el juicio de los asesinos ante el tribunal de sus lectores, y las maniobras de su prosa, entre la omnipotencia de la materia abordada y la suavidad de su expresión en el lenguaje.

Levi encontró y adoptó una voz tranquila y devastadora en su cortesía y una prosa medida y distante. Con una curiosidad intacta a pesar de su experiencia, informa sobre sus resultados en el laboratorio en el que se llevó a cabo un experimento biológico y sociológico multidimensional, en el que fue a la vez científico y ratón de laboratorio.

Y, sin embargo, Levi creía que a pesar de su singularidad, Auschwitz era un subproducto de la degeneración de la cultura occidental, la fruta podrida de su filosofía de la que todos, italianos, alemanes, judíos y cristianos, y los nazis eran responsables . Y, por lo tanto, cualquiera tiene que sentir esa responsabilidad humana compartida, porque Auschwitz fue producto de los seres humanos, y todos somos seres humanos.

 Este fue un reconocimiento brutal de algo que muchos todavía rechazan con una ira auto-justificativa - entre ellos las falanges de los “no hay nada que comparar” -, pero Levi, quien reconoció el Holocausto en su singularidad humana y como evento histórico, también reconoció la borrosa frontera entre la víctima y el verdugo.

Así, sus relaciones con el Estado de Israel eran entusiastas pero torturadas. Levi no era neutral o indiferente. Sentía una profunda conexión con los otros sobrevivientes del Holocausto que encontraron refugio en Israel. Sin embargo, cuando se trataba del conflicto palestino-israelí, sus opiniones estaban cerca de la “izquierda” – ese grupo perseguido, objeto de profundo odio en la sociedad israelí actual.

 La Guerra del Líbano y la masacre en 1982 en los campos de refugiados de Sabra y Chatila le hicieron hablar públicamente por primera vez y exigir el cese del primer ministro Menachem Begin, a quién consideraba un “fascista”.

Levi también firmó una petición que exigía que Israel se retirase del Líbano, pidió una solución al conflicto regional que reconociese los derechos de todos los pueblos a la soberanía y la seguridad nacional, y contenía unas líneas proféticas acerca de la naturaleza de la democracia israelí, en la que prevalecían tendencias hacia un separatismo muy peligroso que serían mortales en el caso de la anexión de Cisjordania.

En 1984 Levi señaló que el deterioro de la vida política en Israel le resultaba insoportable. Él, que había dicho que “los oprimidos de hoy son seres humanos como nosotros” - lo que significa que alguien que está oprimido puede llegar a ser un opresor - ahora tenía que ser testigo de la transformación a la inversa.

 Por lo tanto, creía que el papel de Israel como centro unificador del judaísmo estaba en declive y que el centro se había desplazado a la diáspora, donde sería preservado mejor que hasta entonces. Si era así, entonces la loca idea de que la realización de la opción sionista y la inmigración a la Tierra de Israel podía dar a un judío universalista como Stefan Zweig una razón para vivir, estallaba a la luz del dolor y el sufrimiento que el estado sionista causó a Levi (y a otros intelectuales judíos) en los últimos años de su vida.

Y aquellos años fueron amargos. Levi se hundió en una depresión severa de la que, en última instancia, no logró liberarse. Los sobrevivientes, escribió a una amiga, en realidad no sobreviven, pero sólo parecían haberlo hecho. 

La mañana del sábado 11 de abril de 1987, el conserje de su edificio de apartamentos tocó el timbre de la puerta del “Dr. Levi” para entregarle su correo, que aceptó, como todos los días, con una sonrisa. Unos minutos después regresó a su portería y oyó un ruido terrible. Salió y encontró el cuerpo ensangrentado y aplastado de Levi en la parte inferior de las escaleras, donde permanecía cuando su esposa regresó de hacer sus compras en el barrio.

“Me parece que he vaciado el depósito de lo que tengo que decir y de las historias que tengo que contar”, dijo Levi poco antes de su muerte. Nunca sabremos si tenía razón. Sin embargo, las cosas que dijo sobre Franz Kafka, con algunos pequeños ajustes, expresan mis propios sentimientos sobre él desde la primera vez que abrí “Si esto es un hombre” y empecé a leerlo: lo amo y tengo miedo de él como lo tendría de un profeta que está a punto de anunciar el día de mi muerte."             (Iris Leal

4/2/15

“Franco reclamó a Hitler el exterminio de los republicanos”

"(...) “Nunca se repetirá bastante que fueron deportados y exterminados por orden de Franco”, afirma. Los últimos españoles de Mauthausen (Ediciones B) deja claro quienes fueron los culpables: el dictador Franco y su cuñado Serrano Suñer

 Y denuncia el desprecio y el olvido por parte del Estado dizque democrático español. La iniciativa de Hernández no termina ahí, ya que hoy lanza el portal deportados.es con vídeos, fotos y documentos de los españoles en los campos de la muerte. (...)

– Por lo que conocemos hasta el momento, están documentadas unas 8.700 deportaciones a los distintos campos de exterminio; sin embargo, aseguras que fueron más de 9.000.

— Esto se debe a que en los últimos años ha habido muchas personas que se han puesto en contacto con las asociaciones de Amical en Francia y en España para aportar datos. 

Hoy podemos decir que hubo más de 9.000 personas, hombres, mujeres y también niños con nacionalidad española en los campos nazis de exterminio. No sólo en el complejo de Mauthausen-Gussen, sino en Dachau, Buchenwald, Sachsenhausen, Treblinka y varios más.

– ¿Qué ocurrió con los supervivientes? ¿Pudieron volver a España?

— No, la gran mayoría de los que sobrevivieron adoptaron la nacionalidad francesa y se quedaron para siempre en el exilio. Solo en muy contados casos, como el de Neus Català, que regresó a Tarragona, consta que hayan vuelto. Hay un caso como el de Josep Figueras, también de Tarragona.

 A este hombre le venía bien para su delicada salud el clima mediterráneo, de modo que después de cerciorarse de que no había ninguna causa contra él, decidió regresar, pero tenía que presentarse regularmente en el cuartel de la Guardia Civil. Me decía que toda la vida se había sentido vigilado.

 La primera orden que recibió del jefe del cuartel de la Guardia Civil fue: “Pórtate bien y ve todos los domingos a misa”. Pasado el tiempo, algunos pudieron regresar de visita con pasaporte francés.

– ¿Qué testimonios te han impresionado más?

— Yo creo que el destrozo vital. Date cuenta de que muchos liberados no pudieron resistir las pesadillas y el sentimiento de culpa de haber salido vivos mientras sus amigos, compañeros y familiares murieron de una forma atroz, la mayoría de hambre y enfermedad, y tiempo después de la liberación se acabaron suicidando.   (...)

Todos me dicen que todavía, setenta años después, sufren pesadillas. “Carlos, los SS resucitan por la noche y vuelven a torturarme”, me decía un superviviente. El caso de Siegfried Meir me impresionó vivamente. Él era un niño de corta edad, hijo de una familia judía deportada a Auschwitz. A sus padres los mataron, pero como era rubito y muy guapo se lo quedaron y lo dieron a un español para que lo cuidara.

Acabó en Mauthausen. Él vive ahora en Ibiza y cuando escucha a alguien hablar alemán se pone malo, pero no porque aborrezca ese idioma ni a los alemanes, sino por una angustia, una secuela psicológica de por vida. Paco Griéguez no puede dormir por la noche: todavía siente pánico a la oscuridad.

–¿Se sienten los más ignorados en España de cuantos lucharon por la libertad?

— Lo que dicen es que en Francia y en otros países europeos son héroes –han sido condecorados, han recibido la Legión de Honor– y en España son olvidados. El Estado español les ha ignorado completamente, y no sé yo si las autoridades tendrán a bien aprovechar la efemérides del 70º aniversario de la liberación de Mauthausen y el 40º de la desaparición del dictador para rendirles homenaje y que su historia y su lucha por la libertad se conozca. (...)

– En el libro aportas pruebas concretas de que Franco y su cuñado Serrano Suñer pidieron a Hitler que exterminara a los demócratas españoles.

— La orden clave por la que los prisioneros españoles son enviados a los campos de exterminio fue cursada el 25 de septiembre de 1940 desde Berlín a las SS. Lo que les ocurrió a los prisioneros españoles que combatían a los nazis junto a algunas unidades del Ejército francés no les ocurrió a los franceses ni, mucho menos, a los británicos.

 ¿Por qué? El mismo día que Berlín dio la orden de deportar a los españoles a los campos de la muerte, Ramón Serrano Suñer estaba en la capital alemana y se había reunido con Hitler y con Himmler, el jefe de la Gestapo. Otra prueba bastante macabra y miserable de la lealtad de los jefes nazis hacia el dictador español, hasta el punto de hacer lo que Franco les pedía, fueron las peticiones de que se sacaran de Mauthausen a determinadas presos cuyos familiares había conseguido que algún preboste franquista abogara por ellos.

 Hay telegramas pidiendo la liberación de zutano o de mengano. En algún caso llegaron a tiempo. En otros, las respuestas de Berlín fueron que ya habían muerto. Es decir, que incluso después de ordenar el exterminio, Franco y Serrano Suñer decidían a quién podían librar de la muerte.

– Parece claro quiénes fueron los culpables de aquellos crímenes de lesa humanidad.

— Franco y Serrano Suñer. En el libro queda meridianamente claro. Hay asesinos, culpables y también cómplices. En el libro hablo de las empresas que se lucraron de los trabajos forzados de los prisioneros españoles, de la responsabilidad de Stalin y del mal papel de los aliados, que conociendo lo que ocurría en los campos de exterminio no tuvieron ninguna prisa en adelantar la liberación porque no había británicos ni estadounidenses. (...)"                (Entrevista a Carlos Hernández, Cuarto Poder, 31/01/2015)

15/4/14

“El que no puede matar fríamente a un prisionero, no tiene cabida en las fuerzas especiales”

"Apenas llama ya la atención la noticia de que en alguna base militar (generalmente de EE.UU.) un veterano que luchó en Irak o en Afganistán ha sufrido un repentino acceso de enajenación mental y acto seguido ha desencadenado un mortal tiroteo que a menudo termina en suicidio. (...)

Los incidentes causados por el retorno a la vida civil de los excombatientes, a causa de los problemas de su readaptación, no son una novedad (ya preocuparon a la ciencia médica al concluir la Primera Guerra Mundial) pero tras las guerras de Irak y Afganistán han cobrado especial relevancia en los medios de comunicación. (...)

Después, en Irak y Afganistán ya no luchaba un ejército de reacios conscriptos sino las fuerzas profesionales del Estado, bien instruidas, dotadas y preparadas. A pesar de eso, en el primer decenio del presente siglo el índice de suicidios entre los veteranos alcanzó cifras alarmantes, así como las enfermedades mentales y los trastornos de depresión e inadaptación al regresar al hogar.

Los estudios realizados para ayudar a la reinserción de los soldados hacen hincapié en el sentimiento de culpabilidad tan común en los supervivientes, relacionado con la “solidaridad del grupo” inculcada en todo combatiente, sin la que las más cruentas acciones bélicas serían imposibles.

 Es esa disposición “a morir por otra persona, una forma de amor que ni las religiones son capaces de inspirar”, como escribe Sebastian Junger (Guerra, Crítica 2011) al describir el espíritu de compañerismo de todo guerrero.

 Culpabilidad no solo por seguir viviendo mientras el compañero moría ante sus ojos, sino también por recordar algo que hizo o que dejó de hacer en momentos críticos, y que ya no puede remediarse.

También influye negativamente el hecho de que el soldado que regresa percibe en ocasiones que tiene poco en común con las personas con las que vuelve a convivir, que en nada se parecen a sus antiguos compañeros con los que estuvo tan estrechamente unido.

 Esta sensación a veces degenera en hostilidad general hacia los demás, incapaces de entenderle y con los que no puede compartir sus recurrentes fantasmas. Como complicación adicional, es consciente de que durante su ausencia su familia, sus amistades, todo lo que era su mundo siguió activo sin su participación, lo que le inculca una sensación de superfluidad. 

No es ajena a este problema la idea básica de que quien ha sido deliberadamente preparado para matar y ha conocido el poder absoluto que confiere un arma de fuego en sus manos corre el peligro de interiorizar esa sensación. Así aleccionaba Patton a sus soldados en Italia: “[Si un enemigo se presenta ante vosotros rindiéndose] tenéis que matarlo. Traspasadlo entre la 3ª y la 4ª costilla.

 Decídselo a vuestros hombres. Deben tener el instinto asesino. [El enemigo] nos reconocerá como matadores y los matadores son inmortales”. Desde 1943 hasta hoy las cosas han cambiado poco: “El que no puede matar fríamente a un prisionero, no tiene cabida en las fuerzas especiales”, se lee en un manual en vigor para las tropas de élite.

¿Es la familiaridad de los veteranos con las armas de fuego la que hace posibles incidentes como el antes mencionado? Haber matado “legalmente” en el campo de batalla ¿puede crear un peligroso hábito para la convivencia civilizada entre ciudadanos? ¿Es la ciega disciplina militar la que, al adiestrar al individuo para la guerra, lo convierte en un asesino potencial?

 Todo esto son cuestiones abiertas sobre las que psicólogos y militares trabajan sin encontrar una respuesta definitiva. Ésta, sin embargo, es de apabullante sencillez: “la guerra” es la única causa del problema.

 Mientras sea un instrumento aceptado al servicio de la política de los Estados o de los grupos que luchan por el poder, seguirá habiendo excombatientes traumatizados por la experiencia bélica, que en un momento de enajenación siembren en derredor la muerte y la desolación que conocieron en el campo de batalla."                  (Alberto Piris, Attac España, 12/04/2014, Artículo publicado en República.com)

2/6/11

Síndrome de Ulises, enfermedad de muchos inmigrantes. Se tiraba de los pelos, rechazaba la comida, amenazaba. Tardó casi tres meses en sonreir...

"Más alta que Naomi, más conocida que Makeba y con una voz tan dulce como Cesaria, Salimata Sangare, la joven de 24 años de Costa de Marfil que sobrevivió a uno de los episodios más dramáticos de la inmigración clandestina hacia Canarias, se resiste a decir que es totalmente feliz. Aunque el Comité Español de Ayuda al Refugiado (CEAR) le haya conseguido la autorización para residir y trabajar en España (...)

Según relata, al llegar a Marruecos unos land rovers las condujeron al desierto, donde vivieron más de un mes bajo una tela hecha con jirones, alimentadas con sardinas en lata y coca-cola. La noche del 8 de febrero de 2003 las embarcaron en una lancha, junto a otros 16 hombres.

Vestía pantalón, camiseta y anorak, y sólo llevaba unas galletas y algo de leche. Al lado, otra barca también cargaba subsaharianos. A las pocas horas, su patera se paró. Los cuatro marroquíes que viajaban con ellos hicieron una llamada de teléfono, saltaron a la otra patera y les dijeron que volverían con ayuda.

Antes, tiraron el motor al mar. Allí se quedaron, en mitad del océano. Los hombres comenzaron a disputarse la poca comida. A Salimata y su amiga no les llegaban ni las migajas.

El agua que bebieron en el único día de lluvia fue providencial. Luego recogieron su propia orina, porque los que bebían del mar morían. "Primero rezábamos para que nos rescataran; luego, para morir pronto y acabar con todo".

El pesquero Naboeiro dio la alerta a los 14 días, cuando la barca enfilaba hacia mitad del Atlántico, a unas 220 millas al sur de Tenerife. De los 18 subsaharianos, sólo quedaban seis en estado crítico.

En las siguientes semanas Sangare respondió al tratamiento médico, pero con síntomas descritos por el psiquiatra Joseba Achotegui como síndrome de Ulises, enfermedad común a muchos inmigrantes. Se tiraba de los pelos, rechazaba la comida, amenazaba a los sanitarios. Tardó casi tres meses en sonreír.

La alcaldesa de La Laguna, Ana Oramas, la empadronó para bloquear su expediente de expulsión y, tras meses de gestiones, los letrados de CEAR le han conseguido la autorización para trabajar en España, atendiendo a sus "circunstancias excepcionales".

Hace una semana que no habla con sus amigos y su madre. Reconoce que a veces llora. "Quisiera olvidar, pero no es fácil". A veces se acerca a la costa canaria y deja que el mar la acaricie, pero que no la abrace nunca más." (El País, 29/03/2004)

29/1/11

"Todavía hoy es como si me quemara por dentro"


Abraham Bivas

"Las noches en las que Abraham Bivas duerme cuatro horas son las buenas. En las demás, debe conformarse con dos o tres horas de duermevela, antes de abrir los ojos y comenzar su tránsito diario por una vida secuestrada por los recuerdos.

No puede ni quiere olvidar sus días en Bergen-Belsen, el campo de concentración nazi en el que su madre y su hermano sucumbieron a la enfermedad hambrientos, y en el que él, a sus nueve años, deseó morir con todas sus fuerzas.

"Yo no olvido ni perdono", aclara Bivas. Para él, es como si el tiempo no avanzara. Hoy, a sus 77 años, recuerda con minuciosidad el año y medio que siendo un niño vivió entre 1943 y 1945 en el campo del norte de Alemania, en el que se calcula que murieron 50.000 judíos, víctimas de la maquinaria nazi.

Bivas recuerda el cazo de lata con la ración de agua templada diaria, el mendrugo de pan que debía durar toda una semana, los barrotes de las literas en las que vivían las familias agolpadas, el suelo encharcado del vagón, el brazalete amarillo con la estrella de David.

Las sesiones con el psiquiatra y la dosis diaria de fármacos no le ofrecen demasiado alivio a este hombre corpulento, de cejas y pelo blanco, que mira a los ojos cuando habla. La culpa puede con él. Se culpa por no haber besado a su madre antes de que se la llevaran al crematorio.

Como tampoco se perdona haber bebido unos sorbos de agua, que piensa tal vez hubieran salvado la vida de Asher, su hermano mayor, el que cuidó de él hasta el final en los barracones.

No le sirve de consuelo recordar que en aquellos días, en el campo y en los vagones de tren en los que los alemanes transportaron amontonados a los judíos, los padres hambrientos les quitaban de las manos la comida a sus hijos.

Que en la lucha por la supervivencia, la solidaridad se convirtió en un lujo inasequible para muchos. Bivas dice ahora en voz alta algo que hace más de medio siglo se repite a sí mismo. "Ellos murieron y yo estoy vivo".

Bivas, judío yugoslavo de origen sefardí, nació en Pristina en 1933. Allí creció y disfrutó de una vida casi de pueblo en el seno de una comunidad judía que, asegura, estaba muy unida. La unión y todo lo demás saltaron por los aires en 1941, cuando los alemanes entraron en Pristina.

Ordenaron a los judíos identificarse con un brazalete y colgar la bandera nazi a las puertas de su casa. Luego se llevaron a los hombres. En el 43 sacaron a la fuerza a todos los judíos que quedaban y saquearon sus casas. Les trasladaron a las afueras de Belgrado, donde empezaron las palizas.

Al campo de concentración alemán llegaron ya muy debilitados, agolpados en los vagones. Lo que siguió durante el año y medio de cautiverio en Bergen-Belsen fue la barbarie.

El cuerpo de niño de Bivas sobrevivió llagado y a duras penas a una infección cerebral y a la epidemia de tifus que mató a 35.000 prisioneros del campo, incluida a la célebre Ana Frank. "A mí me dieron por muerto y me tiraron a la pila de cadáveres.

Cuando llegó el camión para cargar los cuerpos y llevarlos al crematorio, se dieron cuenta de que aún vivía". Él hubiera preferido morir y en vano se lo imploró a su madre, pero ni siquiera eso estuvo en su mano.

En 1945, los británicos liberaron el campo. Bivas acabó en un orfanato de Belgrado y llegó por fin a Israel en 1948. Asentarse en el "hogar judío" no fue fácil ni para Bivas, ni para muchos otros supervivientes del Holocausto, cuyo sufrimiento no sería reconocido hasta años más tarde.

A Bivas lo instalaron primero en los inmensos campos de refugiados en los que durante años vivieron los judíos mizrajíes, los que venían de los países árabes. Tras una breve estancia en un kibutz, Bivas acabó durmiendo en la calle en Jerusalén, donde otra vez le tocó pasar hambre.

Poco a poco logró poner en pie su nueva vida. Se casó, se hizo policía y tuvo tres hijos. Fue hace 10 años cuando decidió hablar por primera vez de lo que vivió durante la shoah. "Aquí la gente no nos entendía [a los supervivientes]. Además, yo no quería imponer ese pasado a mi familia". (...)

Durante tres horas y media de entrevista, Bivas habla en ladino -el español de los judíos sefardíes- , escenifica de pie varios pasajes de su vida y hasta canta con voz triste algunas de las canciones que aprendió en Bergen-Belsen. "Todavía hoy es como si me quemara por dentro cuando me acuerdo de todo esto".

Apenas un recuerdo consigue arrancarle la sonrisa. Los ojos de Bivas reviven cuando habla de schwester Betty, la enfermera judía que le cuidó. "Esa mujer tenía una sonrisa más bonita que la de la Mona Lisa. Cuando me miraba, se me olvidaba el dolor".

Bivas buscó a Betty durante más de 60 años. Hace dos, la encontró. Betty es hoy una mujer muy mayor que, como él, vive en Jerusalén. Cuando Bivas entró en casa de Betty y vio por fin a la enfermera de la sonrisa-bálsamo le besó las manos. Ahora cada viernes la llama para desearle un feliz sabbat." (El País, 28/01/2011,p. 49)

3/12/10

Ingrid Pitt, la vampira más sensual de los setenta... creció en un campo nazi


Ingrid Pitt, en 1968

"Pero, como ella recordaba, Pitt pensó en "ser otra persona", mientras estaba tumbada sobre la fría paja en un campo de concentración nazi, donde estuvo recluida con su madre entre los cinco y los ocho años.

Nació en Polonia el 21 de noviembre de 1937, con el nombre de Igoushka Petrov, según citan los medios anglosajones. Su madre era judía polaca. Su padre, alemán, era científico. Cuando se negó a investigar para los nazis en la fabricación de cohetes, intentaron escapar hacia Reino Unido, pero su madre se puso de parto y tuvieron que quedarse en Polonia.

Tras la invasión, los alemanes los capturaron en 1943, y enviaron a la niña y a la madre al campo de Stutthof. Allí, vio cómo ahorcaban a la mejor amiga de su madre y cómo a una niña amiga suya la violaban y la molían a golpes.

"Nací en el mayor espectáculo de horror del siglo, las brutalidades del régimen nazi; es increíble que haya hecho películas de terror con la tremenda infancia que tuve. Pero tal vez es por ello por lo que soy tan buena en esto", dijo durante la promoción de uno de esos filmes.

Mientras el Ejército Rojo atacaba Polonia, los nazis se llevaron a los supervivientes para matarlos, y ellas consiguieron huir en medio de la confusión por los bombardeos aliados. Después, dedicaron meses a buscar a su padre y a su hermana mayor. Cuando los encontraron se fueron a vivir a Berlín, donde el padre, tocado de muerte por la tragedia, solo sobrevivió cinco años.

En los años cincuenta, Ingrid Pitt se enroló en la compañía de teatro de la viuda de Bertolt Brecht, la actriz Helene Weigel. Cuando iba a debutar, se enteró de que la policía de la Alemania Oriental iba tras ella (nunca se había callado sus opiniones contra la opresión del régimen comunista), huyó con el vestido de la obra y se tiró al río Spree.

Casi se ahoga, pero la rescataron, entre otros, un guapo teniente de Estados Unidos, Lauren Pitt. Se casaron y se fueron a Colorado. Después se divorció y viajó a España." (El País, obituarios, 29/12/2010, p. 60)

19/11/10

El terror franquista en los pueblos

"La detención de estos vecinos se realizó en Olivares, mientras trabajaban; los responsables fueron falangistas procedentes de Peñafiel, armados, y perfectamente conocidos por la gente de la zona; el lugar de reclusión fue el ayuntamiento de Quintanilla, donde todos los detenidos fueron torturados sin piedad, tal y como refieren los testigos de los hechos, quienes recuerdan con terror que “los gritos se escuchaban perfectamente en la plaza”.

Al clarear el día 13 de septiembre, todos los detenidos fueron sacados y obligados a subir a un camión que esperaba en la puerta del ayuntamiento. Los hermanos Lázaro iban atados entre sí; Gaudencio Toribio fue arrojado al camión como si se tratara de un fardo, con las piernas colgando (“iba como un pelele, con las piernas y los brazos rotos”). Varios vecinos pudieron contemplar la lamentable escena, ocultos tras las ventanas de los edificios. A continuación, el camión enfiló la cuesta que conduce al Monte Alto, donde fueron asesinados.

El guarda del monte se llamaba Teodoro Mozo y era natural de Traspinedo. Fue el principal testigo de los hechos, los cuales contó en Quintanilla, en Olivares y en Traspinedo. Según dijo, los asesinos intentaron que las víctimas cavasen su propia fosa; las dos víctimas más fuertes eran los hermanos Lázaro, quienes se negaron en redondo, siendo apaleados y golpeados con las culatas de los fusiles y atados a un árbol. Tras el asesinato, que se produjo con las víctimas metidas ya en la fosa, los asesinos echaron sobre ellos tierra en poca cantidad, dejando los cuerpos semienterrados.

Teodoro Mozo se mantuvo escondido durante un buen rato, atemorizado por la posibilidad de que lo vieran u oyeran; por fin, escuchó quejidos provenientes de la fosa y se acercó, viendo que una de las víctimas se movía y se quejaba.

TESTIMONIO DE G.S.M., sobrina del guarda de campo Teodoro Mozo, testigo de los hechos:

“El guarda del monte era de Traspinedo, era primo carnal de mi madre. Vivía en el mismo monte, en una casa de la finca. Todo se supo por él. Dijo que vio cómo los mataban, pero que Gonzalo quedó vivo y que él lo recogió y lo cargó hasta su casa. Intentó darle curas; lo cuidó casi quince días. El chico estaba muy mal y aun así le pedía todo el tiempo que lo llevase a su casa, pero Teodoro lo tuvo guardado. Marchaba a su labor y lo dejaba trancado donde los animales, por miedo a que lo viese alguien, pues si lo encontraban allí, los matarían a los dos.

Un día volvió de dar la vuelta al monte y lo encontró muerto encima de la tapia. Se ve que quiso volver a su casa, porque estaba obsesionado con eso. Tuvo que cogerlo y llevarlo otra vez a la fosa, donde lo enterró encima de los demás.

Mi tío estaba malísimo. Siempre decía: me voy a morir por culpa de los de Olivares; los veo todos los días.

Murió muy pronto; estaba completamente estropeado de los nervios”.

En Olivares había una lista de casi ochenta personas. El veterinario, llamado don Florentino, vio la lista, la cogió y la rompió. Higinio, teniente de alcalde, también se opuso, así como don Germán Capillas, cura de Dueñas (Palencia), quien se atrevió a protestar en el ayuntamiento de Quintanilla cuando torturaban a los detenidos, y fue arrojado por las escaleras. Se marchó y no supieron más de él." (www.represionfranquistavalladolid.org, 'Olivares de Duero', 29/10/2010)

17/6/10

La historia de un superviviente de 97 añios

"El libro se titula Necrópolis, lo presenta en España Anagrama como uno de los lanzamientos clave de la Feria del Libro y está a la altura de los de Primo Levi o Imre Kertész. La novela arranca con el regreso de Pahor, metido sin querer entre un grupo de turistas franceses, a las ruinas-museo del campo nazi de Natzweiler-Struthof, situado en Alsacia. Pahor llegó allí deportado por la Gestapo tras ser detenido en Trieste como militante antifascista.

Se salvó de morir gracias a un médico francés y a otro noruego. Fue su intérprete en el hospital y allí vio apagarse a decenas de prisioneros; luego pasó al campo de Dachau como enfermero, y de allí al de Dora y al de Bergen Belsen. Su periplo acabó en Buchenwald, cuando ya había sido liberado, y más tarde en un sanatorio francés, donde pasó año y medio reponiéndose de una tuberculosis.

La novela va cosiendo las memorias del espanto con las reflexiones del Pahor que mira hacia atrás 20 años después: el sentido de culpa por haber sobrevivido, el placer de estar vivo frente al sentimiento de haber muerto en el campo; la imposibilidad de transmitir el horror junto a la perplejidad...(...)

Pregunta. Leyendo su libro se diría que salvó la vida por su don de lenguas.

Respuesta. Gracias a eso me salvé en los Vosgos colocándome de intérprete de un médico francés y luego de un noruego. Vivías rodeado de moribundos que morían muy despacio, por falta de vitaminas, grasas y minerales. Era duro, pero tuve más suerte que Shlomo Venezia, que sacaba a la gente de la cámara de gas, eso era terrible. Los campos donde yo estuve no eran de exterminio, sino de trabajo. Éramos casi todos luchadores antifascistas, llevábamos el triángulo rojo, y ayudábamos a alimentar la máquina de guerra hasta que resistíamos de pie. Había franceses, sobre todo, y rusos, polacos, checos, eslovenos, holandeses, belgas, muchos italianos... Más tarde llegaron los españoles que se refugiaron en Francia cuando ganó Franco. Aunque no eran de exterminio, dejaron 3,5 millones de muertos. Nosotros no éramos inocentes como los judíos. Éramos culpables y se vengaron de nosotros haciéndonos trabajar.

P. ¿Qué hacían en concreto?

R. En Dora y en los Vosgos se hacían misiles. Tenían presos a ingenieros rusos trabajando en sótanos excavados en la montaña. Los prisioneros hacían sabotajes muy a menudo, y cuando los cohetes fallaban y no llegaban a su destino, Wernher von Braun, el célebre ingeniero de las SS, ordenaba una investigación y ahorcaban a todos los del departamento responsable del fallo. Von Braun era ese tipo que se hizo tan famoso porque después de la guerra los americanos lo llevaron a trabajar a la NASA. Se hizo toda una celebridad y le hicieron grandes honores porque el cohete que llevó al hombre a la Luna lo hizo él. Es decir, el Saturno IV se hizo aprovechando lo ensayado en los campos nazis con los misiles." (El País, ed. Galicia, cultura, 04/06/2010, p. 43)

2/6/10

Un superviviente del Sonderkommando...

"Ha cumplido 87 años y los ojos se le siguen llenando de lágrimas cuando cuenta lo que vivió en Auschwitz-Birkenau. Shlomo Venezia, judío sefardita, nacido en Salónica en 1923, pero de nacionalidad italiana, fue durante ocho meses y medio, desde abril de 1943 hasta diciembre de 1944, miembro de los Sonderkommandos, los comandos especiales formados por prisioneros judíos que se encargaban de aplicar la solución final moviendo los engranajes de la máquina del exterminio nazi.

"El mecanismo funcionaba como una cadena de montaje", recuerda. "Unos acompañaban a los prisioneros que llegaban desde los trenes hasta las cámaras de gas; los ayudaban a desvestirse y a entrar en aquel sótano; cuando morían, 10 o 12 minutos después, sacaban los cadáveres, y otros les cortábamos el pelo, les quitábamos los dientes de oro y luego los metíamos en los hornos crematorios".(...)

"Nunca se sale del campo, todo te recuerda a aquello", explica en un perfecto castellano que en realidad es ladino, el dialecto de los judíos de origen español. "Da igual cualquier cosa que hagas, lo que sea que veas o pienses, todo devuelve tu espíritu al mismo lugar".

Shlomo Venezia fue uno de los 70 supervivientes de los comandos especiales. "Durante mi estancia mataron a 741 de los nuestros". Antes de que llegaran los rusos a Auschwitz, Venezia logró escapar y llegar hasta Mauthausen. Desde allí viajó a Italia. Pasó siete años en el hospital, enfermo de los pulmones, y permaneció 47 años en silencio, sin poder asumir su experiencia. Un día de 1992, Venezia se dio cuenta, viendo en Roma una exposición de Anna Frank, de que volvía un clima antisemita. Animado por su alegre y valerosa mujer, Marika, una judía húngara 15 años más joven que él, con la que tuvo tres hijos y que desde hace 21 años se ocupa de la modesta tienda de ropa y bolsos de la familia situada a 50 metros de la Fontana de Trevi, el superviviente empezó a narrar su historia. (...)

P. ¿Cómo fue el viaje?

R. Duró 11 días, no se acababa nunca. La Cruz Roja de Atenas nos dio unos paquetes con comida antes de salir y gracias a eso logramos llegar vivos. En mi vagón íbamos 65 personas. En total seríamos 1.500. Cuando llegamos a la Rampa de los Judíos, un lugar desde el que no se veía ni Auschwitz ni Birkenau, que era donde estaban los cuatro hornos, hicieron la selección. Eligieron a 320 hombres para trabajar y a 113 niñas para coser ropa. A los demás no los volvimos a ver.

P. Su madre y sus tres hermanas murieron ese mismo día.

R. Según supe días después, mi madre y mis hermanas menores, Marika, de 14 años, y Marta, de 11, fueron asesinadas con el gas Zyklon B a las dos horas de llegar. Al día siguiente le pregunté a un preso polaco y me dijo que no pensara en eso, que descansara y que ya me lo dirían. Le insistí, me cogió del brazo, me sacó fuera a ver la chimenea humeante y me dijo: "Todos los que vinieron contigo se están liberando". No supe qué pensar. Días después vi que tenía razón. Mi hermana mayor, Rachel, fue seleccionada para trabajar y se salvó. Ella nunca quiso hablar ni oír hablar del campo. Cuando todo acabó, tardé 12 años en encontrarla. Se fue a Grecia y luego a Israel porque estaba allí su novio, un francés al que conoció en Auschwitz. Murió hace siete años.

P. ¿Y su hermano?

R. Cuando los rusos liberaron el campo no nos vimos. Supe que estaba vivo y que había ido a Roma. Tardé siete años en verle. Tampoco quiso contar nunca nada. Casi nadie quiso contar nada nunca. Tampoco mis primos. Sólo yo pude.

P. ¿Empezaron enseguida a trabajar?

R. Al día siguiente. Primero nos cortaron el pelo y nos afeitaron el cuerpo entero, para purificarnos, supongo. Cada vez que llegaba un tren era el mismo rito. Muchos días llegaban cuatro o cinco trenes. Había dos médicos que te examinaban: te miraban por detrás, y si veían que tenías las carnes del culo flojas, te ponían aparte para darte un tiro en la nuca. A los demás nos duchaban y nos pasaban a una mesa larga donde nos tatuaban el número en el brazo. El mío es el 182.727. Después te daban la ropa de un muerto, por aquella época ya no quedaban uniformes. Ahí le pregunté a uno de Salónica por mi hermano y me dijo que se había salvado con dos primos.

P. ¿Luego qué pasó?

R. Nos metieron en el barracón de la cuarentena. Si estabas enfermo, te descartaban. Tenían menester de personas para trabajar. Un día vinieron a buscar a 80 personas y yo dije que sabía hacer de barbero. No era verdad, pero todos dijimos lo mismo. Pasamos tres semanas en el campo de trabajo, barracones 9 y 11, rodeados por una alambrada de espino. Un polaco me explicó lo que pasaba. "Somos el comando especial y hacemos esto y esto". Mi obsesión era comer. Me dijo que los que trabajaban en el comando comían un poco más que los demás. Y que cada tres meses hacían la selección para que no hubiera testigos.

P. Y empezó a trabajar de barbero.

R. Me dieron unas tijeras muy grandes, como de poda. Cortaba el pelo de las mujeres muertas. Usaban los cabellos para hacer ropa, y también para fabricar moquetas para los submarinos. Un amigo dijo que era dentista y le dieron unas pinzas y un espejito para quitar el oro de la boca de los muertos. Trabajábamos 12 horas al día. Una semana de noche y otra de día. Era uno de los mejores horarios.

P. ¿Los que llegaban sabían que iban a morir?

R. Nadie lo sabía. Te decían que ibas a la ducha y luego a la casa. Te asignaban una percha para la ropa con un número, y te decían que lo recordaras para que no te lo robaran. La capacidad de la cámara de gas era de 1.450 personas, pero muchas veces metían a 1.700. Los comandos les ayudaban a desvestirse y les acompañaban hasta la única puerta. El gas lo metían los alemanes desde fuera por unas trampillas del sótano; venían en un coche con el emblema de la Cruz Roja para engañarles, sacaban una caja de metal, la abrían y metían en los agujeros las piedrecitas impregnadas de ácido cianhídrico. Con el calor de la gente, las piedras soltaban vapor, y por eso los más fuertes trataban de trepar a lo más alto para salvarse. Morían como moscas. Desde fuera, un alemán miraba por la mirilla y encendía la luz para ver si todavía estaban vivos.

P. ¿Y luego llegaba el turno de los barberos?

R. Primero tenían que sacar los cuerpos desde la cámara hasta el atrio, donde estábamos los barberos y los dentistas. Era difícil sacarlos, porque los cuerpos estaban atenazados unos con otros. Cuando nosotros terminábamos el trabajo, se subían los cuerpos en el ascensor hasta los hornos. Cada horno tenía tres bocas, y se metían los cuerpos de dos en dos en cada boca. Esos turnos duraban también 24 horas.

P. Coincidió usted en el campo de exterminio con Primo Levi [escritor judío italiano autor, entre otros libros, de Si esto es un hombre, un relato sobrecogedor sobre su estancia en Auschwitz] . ¿Qué le parece lo que escribió sobre los comandos especiales?

R. Primo Levi hizo cosas que no debió hacer. Escribió mal de los que trabajábamos allí. Dijo que éramos los cuervos negros. ¡Ojalá hubiera sido yo un cuervo negro para poder salir volando de allí! Mejor eso que dejar de ser persona y convertirte en un número. No teníamos elección. Trabajando no pasabas frío, dormíamos junto a los hornos, y comías un poco más. Mientras yo estuve allí, entre septiembre y noviembre de 1944, mataron a 741 sonderkommandos. Y antes de que yo llegara, a algunos cientos más. De más de 1.000, solo nos salvamos 70 u 80. Y con mucha suerte.

P. ¿Y cómo es posible soportar eso casi nueve meses, formar parte del engranaje?

R. La primera semana no entendías cómo no te volvías loco. Tenías un pedazo de pan en la mano y pensabas: "Con esta mano he tocado a los muertos". Luego, el cerebro cambia, te conviertes en un autómata, no piensas, sólo esperas no toparte con gente que conoces, cuando veías un conocido era terrible. Yo me encontré con mi primo León cuando ya llegaban los rusos, el último día. Me llamó y casi no le reconocía. Hablé con un alemán, le pedí que lo salvara, me dijo: "Aquí no se salva nadie". "León, no hay nada que hacer", le dije, y le pregunté si tenía hambre. Subí a buscarle una lata de sardinas y se la comió en un segundo. Me preguntó cómo iba a morir, si duraba mucho, le acompañé a la cámara de gas y luego le saqué...

P. ¿Usted se ha sentido o se siente culpable de haber sobrevivido?

R. No me siento culpable de nada... Tuve suerte. A los que no querían trabajar los mataban, a los que trabajaban, también. Para ellos, matar a 100 o 1.000 era la misma cosa. A veces llegaban tantos que los mataban a todos sin seleccionar a nadie. Otras veces había tantos trenes, que los dejaban allí y se morían dentro antes de salir.

P. ¿Cómo fue el final?

R. Dieron orden de limpiarlo todo para no dejar pruebas. Empezaron a destruir los hornos, cada día usaban a 1.000 niños para quitar las tejas. Cuando dieron la orden de evacuar, fuimos andando tres kilómetros desde Birkenau hasta Auschwitz, allí la gente estaba loca de contenta. Los de los comandos íbamos juntos, nos metieron en un barracón, y a medianoche entró un alemán preguntando quién había trabajado en los comandos, pero nadie dijo nada. A las cinco empezó la marcha de la muerte. Al que se caía, lo mataban. Solo quedaron atrás los enfermos, no los podían enterrar. Anduvimos dos días a pie, durmiendo al raso, hasta Mauthausen... Luego vine a Italia, conocí a Marika, tuve tres hijos estupendos...

P. Y finalmente se animó a contarlo.

R. Nunca encontré a nadie que me contara nada. Ni mi hermana, ni mi hermano, ni mis primos quisieron hablar... En Israel conocí al jefe del comando que nos salvó la vida, pero ya estaba muy mayor.... Sólo quedaba yo..." (Shlomo Venezia: "No teníamos elección. Mataban a los que trabajaban y a los que no". El País, Domingo, 23/05/2010, p. 10)