"¿Puede haber poesía después de Auschwitz?"(Adorno).............. "¡Es un deber vivir después de Auschwitz!"(Imre Kertéz).............
19/10/18
Los suicidios...
27/11/17
“Auschwitz era un lugar de muerte en el que cada uno se aferraba a la vida”
28/4/17
Él se lo cuenta todo, la sirena que oye a lo lejos como acompañando la ardua labor que lleva a cabo, la cama dura, el hambre angustiosa, la inspección de los piojos “y el kapo que me ha golpeado en la nariz y me manda a lavarme porque sangraba“
4/2/15
“Franco reclamó a Hitler el exterminio de los republicanos”
15/4/14
“El que no puede matar fríamente a un prisionero, no tiene cabida en las fuerzas especiales”
2/6/11
Síndrome de Ulises, enfermedad de muchos inmigrantes. Se tiraba de los pelos, rechazaba la comida, amenazaba. Tardó casi tres meses en sonreir...
Según relata, al llegar a Marruecos unos land rovers las condujeron al desierto, donde vivieron más de un mes bajo una tela hecha con jirones, alimentadas con sardinas en lata y coca-cola. La noche del 8 de febrero de 2003 las embarcaron en una lancha, junto a otros 16 hombres.
Vestía pantalón, camiseta y anorak, y sólo llevaba unas galletas y algo de leche. Al lado, otra barca también cargaba subsaharianos. A las pocas horas, su patera se paró. Los cuatro marroquíes que viajaban con ellos hicieron una llamada de teléfono, saltaron a la otra patera y les dijeron que volverían con ayuda.
Antes, tiraron el motor al mar. Allí se quedaron, en mitad del océano. Los hombres comenzaron a disputarse la poca comida. A Salimata y su amiga no les llegaban ni las migajas.
El agua que bebieron en el único día de lluvia fue providencial. Luego recogieron su propia orina, porque los que bebían del mar morían. "Primero rezábamos para que nos rescataran; luego, para morir pronto y acabar con todo".
El pesquero Naboeiro dio la alerta a los 14 días, cuando la barca enfilaba hacia mitad del Atlántico, a unas 220 millas al sur de Tenerife. De los 18 subsaharianos, sólo quedaban seis en estado crítico.
En las siguientes semanas Sangare respondió al tratamiento médico, pero con síntomas descritos por el psiquiatra Joseba Achotegui como síndrome de Ulises, enfermedad común a muchos inmigrantes. Se tiraba de los pelos, rechazaba la comida, amenazaba a los sanitarios. Tardó casi tres meses en sonreír.
La alcaldesa de La Laguna, Ana Oramas, la empadronó para bloquear su expediente de expulsión y, tras meses de gestiones, los letrados de CEAR le han conseguido la autorización para trabajar en España, atendiendo a sus "circunstancias excepcionales".
Hace una semana que no habla con sus amigos y su madre. Reconoce que a veces llora. "Quisiera olvidar, pero no es fácil". A veces se acerca a la costa canaria y deja que el mar la acaricie, pero que no la abrace nunca más." (El País, 29/03/2004)
29/1/11
"Todavía hoy es como si me quemara por dentro"
"Las noches en las que Abraham Bivas duerme cuatro horas son las buenas. En las demás, debe conformarse con dos o tres horas de duermevela, antes de abrir los ojos y comenzar su tránsito diario por una vida secuestrada por los recuerdos.
No puede ni quiere olvidar sus días en Bergen-Belsen, el campo de concentración nazi en el que su madre y su hermano sucumbieron a la enfermedad hambrientos, y en el que él, a sus nueve años, deseó morir con todas sus fuerzas.
"Yo no olvido ni perdono", aclara Bivas. Para él, es como si el tiempo no avanzara. Hoy, a sus 77 años, recuerda con minuciosidad el año y medio que siendo un niño vivió entre 1943 y 1945 en el campo del norte de Alemania, en el que se calcula que murieron 50.000 judíos, víctimas de la maquinaria nazi.
Bivas recuerda el cazo de lata con la ración de agua templada diaria, el mendrugo de pan que debía durar toda una semana, los barrotes de las literas en las que vivían las familias agolpadas, el suelo encharcado del vagón, el brazalete amarillo con la estrella de David.
Las sesiones con el psiquiatra y la dosis diaria de fármacos no le ofrecen demasiado alivio a este hombre corpulento, de cejas y pelo blanco, que mira a los ojos cuando habla. La culpa puede con él. Se culpa por no haber besado a su madre antes de que se la llevaran al crematorio.
Como tampoco se perdona haber bebido unos sorbos de agua, que piensa tal vez hubieran salvado la vida de Asher, su hermano mayor, el que cuidó de él hasta el final en los barracones.
No le sirve de consuelo recordar que en aquellos días, en el campo y en los vagones de tren en los que los alemanes transportaron amontonados a los judíos, los padres hambrientos les quitaban de las manos la comida a sus hijos.
Que en la lucha por la supervivencia, la solidaridad se convirtió en un lujo inasequible para muchos. Bivas dice ahora en voz alta algo que hace más de medio siglo se repite a sí mismo. "Ellos murieron y yo estoy vivo".
Bivas, judío yugoslavo de origen sefardí, nació en Pristina en 1933. Allí creció y disfrutó de una vida casi de pueblo en el seno de una comunidad judía que, asegura, estaba muy unida. La unión y todo lo demás saltaron por los aires en 1941, cuando los alemanes entraron en Pristina.Ordenaron a los judíos identificarse con un brazalete y colgar la bandera nazi a las puertas de su casa. Luego se llevaron a los hombres. En el 43 sacaron a la fuerza a todos los judíos que quedaban y saquearon sus casas. Les trasladaron a las afueras de Belgrado, donde empezaron las palizas.
Al campo de concentración alemán llegaron ya muy debilitados, agolpados en los vagones. Lo que siguió durante el año y medio de cautiverio en Bergen-Belsen fue la barbarie.
El cuerpo de niño de Bivas sobrevivió llagado y a duras penas a una infección cerebral y a la epidemia de tifus que mató a 35.000 prisioneros del campo, incluida a la célebre Ana Frank. "A mí me dieron por muerto y me tiraron a la pila de cadáveres.
Cuando llegó el camión para cargar los cuerpos y llevarlos al crematorio, se dieron cuenta de que aún vivía". Él hubiera preferido morir y en vano se lo imploró a su madre, pero ni siquiera eso estuvo en su mano.
En 1945, los británicos liberaron el campo. Bivas acabó en un orfanato de Belgrado y llegó por fin a Israel en 1948. Asentarse en el "hogar judío" no fue fácil ni para Bivas, ni para muchos otros supervivientes del Holocausto, cuyo sufrimiento no sería reconocido hasta años más tarde.
A Bivas lo instalaron primero en los inmensos campos de refugiados en los que durante años vivieron los judíos mizrajíes, los que venían de los países árabes. Tras una breve estancia en un kibutz, Bivas acabó durmiendo en la calle en Jerusalén, donde otra vez le tocó pasar hambre.
Poco a poco logró poner en pie su nueva vida. Se casó, se hizo policía y tuvo tres hijos. Fue hace 10 años cuando decidió hablar por primera vez de lo que vivió durante la shoah. "Aquí la gente no nos entendía [a los supervivientes]. Además, yo no quería imponer ese pasado a mi familia". (...)
Durante tres horas y media de entrevista, Bivas habla en ladino -el español de los judíos sefardíes- , escenifica de pie varios pasajes de su vida y hasta canta con voz triste algunas de las canciones que aprendió en Bergen-Belsen. "Todavía hoy es como si me quemara por dentro cuando me acuerdo de todo esto".Apenas un recuerdo consigue arrancarle la sonrisa. Los ojos de Bivas reviven cuando habla de schwester Betty, la enfermera judía que le cuidó. "Esa mujer tenía una sonrisa más bonita que la de la Mona Lisa. Cuando me miraba, se me olvidaba el dolor".
Bivas buscó a Betty durante más de 60 años. Hace dos, la encontró. Betty es hoy una mujer muy mayor que, como él, vive en Jerusalén. Cuando Bivas entró en casa de Betty y vio por fin a la enfermera de la sonrisa-bálsamo le besó las manos. Ahora cada viernes la llama para desearle un feliz sabbat." (El País, 28/01/2011,p. 49)
3/12/10
Ingrid Pitt, la vampira más sensual de los setenta... creció en un campo nazi
"Pero, como ella recordaba, Pitt pensó en "ser otra persona", mientras estaba tumbada sobre la fría paja en un campo de concentración nazi, donde estuvo recluida con su madre entre los cinco y los ocho años.
Nació en Polonia el 21 de noviembre de 1937, con el nombre de Igoushka Petrov, según citan los medios anglosajones. Su madre era judía polaca. Su padre, alemán, era científico. Cuando se negó a investigar para los nazis en la fabricación de cohetes, intentaron escapar hacia Reino Unido, pero su madre se puso de parto y tuvieron que quedarse en Polonia.
Tras la invasión, los alemanes los capturaron en 1943, y enviaron a la niña y a la madre al campo de Stutthof. Allí, vio cómo ahorcaban a la mejor amiga de su madre y cómo a una niña amiga suya la violaban y la molían a golpes.
"Nací en el mayor espectáculo de horror del siglo, las brutalidades del régimen nazi; es increíble que haya hecho películas de terror con la tremenda infancia que tuve. Pero tal vez es por ello por lo que soy tan buena en esto", dijo durante la promoción de uno de esos filmes.
Mientras el Ejército Rojo atacaba Polonia, los nazis se llevaron a los supervivientes para matarlos, y ellas consiguieron huir en medio de la confusión por los bombardeos aliados. Después, dedicaron meses a buscar a su padre y a su hermana mayor. Cuando los encontraron se fueron a vivir a Berlín, donde el padre, tocado de muerte por la tragedia, solo sobrevivió cinco años.
En los años cincuenta, Ingrid Pitt se enroló en la compañía de teatro de la viuda de Bertolt Brecht, la actriz Helene Weigel. Cuando iba a debutar, se enteró de que la policía de la Alemania Oriental iba tras ella (nunca se había callado sus opiniones contra la opresión del régimen comunista), huyó con el vestido de la obra y se tiró al río Spree.
Casi se ahoga, pero la rescataron, entre otros, un guapo teniente de Estados Unidos, Lauren Pitt. Se casaron y se fueron a Colorado. Después se divorció y viajó a España." (El País, obituarios, 29/12/2010, p. 60)
19/11/10
El terror franquista en los pueblos
Al clarear el día 13 de septiembre, todos los detenidos fueron sacados y obligados a subir a un camión que esperaba en la puerta del ayuntamiento. Los hermanos Lázaro iban atados entre sí; Gaudencio Toribio fue arrojado al camión como si se tratara de un fardo, con las piernas colgando (“iba como un pelele, con las piernas y los brazos rotos”). Varios vecinos pudieron contemplar la lamentable escena, ocultos tras las ventanas de los edificios. A continuación, el camión enfiló la cuesta que conduce al Monte Alto, donde fueron asesinados.
El guarda del monte se llamaba Teodoro Mozo y era natural de Traspinedo. Fue el principal testigo de los hechos, los cuales contó en Quintanilla, en Olivares y en Traspinedo. Según dijo, los asesinos intentaron que las víctimas cavasen su propia fosa; las dos víctimas más fuertes eran los hermanos Lázaro, quienes se negaron en redondo, siendo apaleados y golpeados con las culatas de los fusiles y atados a un árbol. Tras el asesinato, que se produjo con las víctimas metidas ya en la fosa, los asesinos echaron sobre ellos tierra en poca cantidad, dejando los cuerpos semienterrados.
Teodoro Mozo se mantuvo escondido durante un buen rato, atemorizado por la posibilidad de que lo vieran u oyeran; por fin, escuchó quejidos provenientes de la fosa y se acercó, viendo que una de las víctimas se movía y se quejaba.
TESTIMONIO DE G.S.M., sobrina del guarda de campo Teodoro Mozo, testigo de los hechos:
“El guarda del monte era de Traspinedo, era primo carnal de mi madre. Vivía en el mismo monte, en una casa de la finca. Todo se supo por él. Dijo que vio cómo los mataban, pero que Gonzalo quedó vivo y que él lo recogió y lo cargó hasta su casa. Intentó darle curas; lo cuidó casi quince días. El chico estaba muy mal y aun así le pedía todo el tiempo que lo llevase a su casa, pero Teodoro lo tuvo guardado. Marchaba a su labor y lo dejaba trancado donde los animales, por miedo a que lo viese alguien, pues si lo encontraban allí, los matarían a los dos.
Un día volvió de dar la vuelta al monte y lo encontró muerto encima de la tapia. Se ve que quiso volver a su casa, porque estaba obsesionado con eso. Tuvo que cogerlo y llevarlo otra vez a la fosa, donde lo enterró encima de los demás.
Mi tío estaba malísimo. Siempre decía: me voy a morir por culpa de los de Olivares; los veo todos los días.
Murió muy pronto; estaba completamente estropeado de los nervios”.
En Olivares había una lista de casi ochenta personas. El veterinario, llamado don Florentino, vio la lista, la cogió y la rompió. Higinio, teniente de alcalde, también se opuso, así como don Germán Capillas, cura de Dueñas (Palencia), quien se atrevió a protestar en el ayuntamiento de Quintanilla cuando torturaban a los detenidos, y fue arrojado por las escaleras. Se marchó y no supieron más de él." (www.represionfranquistavalladolid.org, 'Olivares de Duero', 29/10/2010)
17/6/10
La historia de un superviviente de 97 añios
Se salvó de morir gracias a un médico francés y a otro noruego. Fue su intérprete en el hospital y allí vio apagarse a decenas de prisioneros; luego pasó al campo de Dachau como enfermero, y de allí al de Dora y al de Bergen Belsen. Su periplo acabó en Buchenwald, cuando ya había sido liberado, y más tarde en un sanatorio francés, donde pasó año y medio reponiéndose de una tuberculosis.
La novela va cosiendo las memorias del espanto con las reflexiones del Pahor que mira hacia atrás 20 años después: el sentido de culpa por haber sobrevivido, el placer de estar vivo frente al sentimiento de haber muerto en el campo; la imposibilidad de transmitir el horror junto a la perplejidad...(...)
Pregunta. Leyendo su libro se diría que salvó la vida por su don de lenguas.
Respuesta. Gracias a eso me salvé en los Vosgos colocándome de intérprete de un médico francés y luego de un noruego. Vivías rodeado de moribundos que morían muy despacio, por falta de vitaminas, grasas y minerales. Era duro, pero tuve más suerte que Shlomo Venezia, que sacaba a la gente de la cámara de gas, eso era terrible. Los campos donde yo estuve no eran de exterminio, sino de trabajo. Éramos casi todos luchadores antifascistas, llevábamos el triángulo rojo, y ayudábamos a alimentar la máquina de guerra hasta que resistíamos de pie. Había franceses, sobre todo, y rusos, polacos, checos, eslovenos, holandeses, belgas, muchos italianos... Más tarde llegaron los españoles que se refugiaron en Francia cuando ganó Franco. Aunque no eran de exterminio, dejaron 3,5 millones de muertos. Nosotros no éramos inocentes como los judíos. Éramos culpables y se vengaron de nosotros haciéndonos trabajar.
P. ¿Qué hacían en concreto?
R. En Dora y en los Vosgos se hacían misiles. Tenían presos a ingenieros rusos trabajando en sótanos excavados en la montaña. Los prisioneros hacían sabotajes muy a menudo, y cuando los cohetes fallaban y no llegaban a su destino, Wernher von Braun, el célebre ingeniero de las SS, ordenaba una investigación y ahorcaban a todos los del departamento responsable del fallo. Von Braun era ese tipo que se hizo tan famoso porque después de la guerra los americanos lo llevaron a trabajar a la NASA. Se hizo toda una celebridad y le hicieron grandes honores porque el cohete que llevó al hombre a la Luna lo hizo él. Es decir, el Saturno IV se hizo aprovechando lo ensayado en los campos nazis con los misiles." (El País, ed. Galicia, cultura, 04/06/2010, p. 43)
2/6/10
Un superviviente del Sonderkommando...
"El mecanismo funcionaba como una cadena de montaje", recuerda. "Unos acompañaban a los prisioneros que llegaban desde los trenes hasta las cámaras de gas; los ayudaban a desvestirse y a entrar en aquel sótano; cuando morían, 10 o 12 minutos después, sacaban los cadáveres, y otros les cortábamos el pelo, les quitábamos los dientes de oro y luego los metíamos en los hornos crematorios".(...)
"Nunca se sale del campo, todo te recuerda a aquello", explica en un perfecto castellano que en realidad es ladino, el dialecto de los judíos de origen español. "Da igual cualquier cosa que hagas, lo que sea que veas o pienses, todo devuelve tu espíritu al mismo lugar".
Shlomo Venezia fue uno de los 70 supervivientes de los comandos especiales. "Durante mi estancia mataron a 741 de los nuestros". Antes de que llegaran los rusos a Auschwitz, Venezia logró escapar y llegar hasta Mauthausen. Desde allí viajó a Italia. Pasó siete años en el hospital, enfermo de los pulmones, y permaneció 47 años en silencio, sin poder asumir su experiencia. Un día de 1992, Venezia se dio cuenta, viendo en Roma una exposición de Anna Frank, de que volvía un clima antisemita. Animado por su alegre y valerosa mujer, Marika, una judía húngara 15 años más joven que él, con la que tuvo tres hijos y que desde hace 21 años se ocupa de la modesta tienda de ropa y bolsos de la familia situada a 50 metros de la Fontana de Trevi, el superviviente empezó a narrar su historia. (...)
P. ¿Cómo fue el viaje?
R. Duró 11 días, no se acababa nunca. La Cruz Roja de Atenas nos dio unos paquetes con comida antes de salir y gracias a eso logramos llegar vivos. En mi vagón íbamos 65 personas. En total seríamos 1.500. Cuando llegamos a la Rampa de los Judíos, un lugar desde el que no se veía ni Auschwitz ni Birkenau, que era donde estaban los cuatro hornos, hicieron la selección. Eligieron a 320 hombres para trabajar y a 113 niñas para coser ropa. A los demás no los volvimos a ver.
P. Su madre y sus tres hermanas murieron ese mismo día.
R. Según supe días después, mi madre y mis hermanas menores, Marika, de 14 años, y Marta, de 11, fueron asesinadas con el gas Zyklon B a las dos horas de llegar. Al día siguiente le pregunté a un preso polaco y me dijo que no pensara en eso, que descansara y que ya me lo dirían. Le insistí, me cogió del brazo, me sacó fuera a ver la chimenea humeante y me dijo: "Todos los que vinieron contigo se están liberando". No supe qué pensar. Días después vi que tenía razón. Mi hermana mayor, Rachel, fue seleccionada para trabajar y se salvó. Ella nunca quiso hablar ni oír hablar del campo. Cuando todo acabó, tardé 12 años en encontrarla. Se fue a Grecia y luego a Israel porque estaba allí su novio, un francés al que conoció en Auschwitz. Murió hace siete años.
P. ¿Y su hermano?
R. Cuando los rusos liberaron el campo no nos vimos. Supe que estaba vivo y que había ido a Roma. Tardé siete años en verle. Tampoco quiso contar nunca nada. Casi nadie quiso contar nada nunca. Tampoco mis primos. Sólo yo pude.
P. ¿Empezaron enseguida a trabajar?
R. Al día siguiente. Primero nos cortaron el pelo y nos afeitaron el cuerpo entero, para purificarnos, supongo. Cada vez que llegaba un tren era el mismo rito. Muchos días llegaban cuatro o cinco trenes. Había dos médicos que te examinaban: te miraban por detrás, y si veían que tenías las carnes del culo flojas, te ponían aparte para darte un tiro en la nuca. A los demás nos duchaban y nos pasaban a una mesa larga donde nos tatuaban el número en el brazo. El mío es el 182.727. Después te daban la ropa de un muerto, por aquella época ya no quedaban uniformes. Ahí le pregunté a uno de Salónica por mi hermano y me dijo que se había salvado con dos primos.
P. ¿Luego qué pasó?
R. Nos metieron en el barracón de la cuarentena. Si estabas enfermo, te descartaban. Tenían menester de personas para trabajar. Un día vinieron a buscar a 80 personas y yo dije que sabía hacer de barbero. No era verdad, pero todos dijimos lo mismo. Pasamos tres semanas en el campo de trabajo, barracones 9 y 11, rodeados por una alambrada de espino. Un polaco me explicó lo que pasaba. "Somos el comando especial y hacemos esto y esto". Mi obsesión era comer. Me dijo que los que trabajaban en el comando comían un poco más que los demás. Y que cada tres meses hacían la selección para que no hubiera testigos.
P. Y empezó a trabajar de barbero.
R. Me dieron unas tijeras muy grandes, como de poda. Cortaba el pelo de las mujeres muertas. Usaban los cabellos para hacer ropa, y también para fabricar moquetas para los submarinos. Un amigo dijo que era dentista y le dieron unas pinzas y un espejito para quitar el oro de la boca de los muertos. Trabajábamos 12 horas al día. Una semana de noche y otra de día. Era uno de los mejores horarios.
P. ¿Los que llegaban sabían que iban a morir?
R. Nadie lo sabía. Te decían que ibas a la ducha y luego a la casa. Te asignaban una percha para la ropa con un número, y te decían que lo recordaras para que no te lo robaran. La capacidad de la cámara de gas era de 1.450 personas, pero muchas veces metían a 1.700. Los comandos les ayudaban a desvestirse y les acompañaban hasta la única puerta. El gas lo metían los alemanes desde fuera por unas trampillas del sótano; venían en un coche con el emblema de la Cruz Roja para engañarles, sacaban una caja de metal, la abrían y metían en los agujeros las piedrecitas impregnadas de ácido cianhídrico. Con el calor de la gente, las piedras soltaban vapor, y por eso los más fuertes trataban de trepar a lo más alto para salvarse. Morían como moscas. Desde fuera, un alemán miraba por la mirilla y encendía la luz para ver si todavía estaban vivos.
P. ¿Y luego llegaba el turno de los barberos?
R. Primero tenían que sacar los cuerpos desde la cámara hasta el atrio, donde estábamos los barberos y los dentistas. Era difícil sacarlos, porque los cuerpos estaban atenazados unos con otros. Cuando nosotros terminábamos el trabajo, se subían los cuerpos en el ascensor hasta los hornos. Cada horno tenía tres bocas, y se metían los cuerpos de dos en dos en cada boca. Esos turnos duraban también 24 horas.
P. Coincidió usted en el campo de exterminio con Primo Levi [escritor judío italiano autor, entre otros libros, de Si esto es un hombre, un relato sobrecogedor sobre su estancia en Auschwitz] . ¿Qué le parece lo que escribió sobre los comandos especiales?
R. Primo Levi hizo cosas que no debió hacer. Escribió mal de los que trabajábamos allí. Dijo que éramos los cuervos negros. ¡Ojalá hubiera sido yo un cuervo negro para poder salir volando de allí! Mejor eso que dejar de ser persona y convertirte en un número. No teníamos elección. Trabajando no pasabas frío, dormíamos junto a los hornos, y comías un poco más. Mientras yo estuve allí, entre septiembre y noviembre de 1944, mataron a 741 sonderkommandos. Y antes de que yo llegara, a algunos cientos más. De más de 1.000, solo nos salvamos 70 u 80. Y con mucha suerte.
P. ¿Y cómo es posible soportar eso casi nueve meses, formar parte del engranaje?
R. La primera semana no entendías cómo no te volvías loco. Tenías un pedazo de pan en la mano y pensabas: "Con esta mano he tocado a los muertos". Luego, el cerebro cambia, te conviertes en un autómata, no piensas, sólo esperas no toparte con gente que conoces, cuando veías un conocido era terrible. Yo me encontré con mi primo León cuando ya llegaban los rusos, el último día. Me llamó y casi no le reconocía. Hablé con un alemán, le pedí que lo salvara, me dijo: "Aquí no se salva nadie". "León, no hay nada que hacer", le dije, y le pregunté si tenía hambre. Subí a buscarle una lata de sardinas y se la comió en un segundo. Me preguntó cómo iba a morir, si duraba mucho, le acompañé a la cámara de gas y luego le saqué...
P. ¿Usted se ha sentido o se siente culpable de haber sobrevivido?
R. No me siento culpable de nada... Tuve suerte. A los que no querían trabajar los mataban, a los que trabajaban, también. Para ellos, matar a 100 o 1.000 era la misma cosa. A veces llegaban tantos que los mataban a todos sin seleccionar a nadie. Otras veces había tantos trenes, que los dejaban allí y se morían dentro antes de salir.
P. ¿Cómo fue el final?
R. Dieron orden de limpiarlo todo para no dejar pruebas. Empezaron a destruir los hornos, cada día usaban a 1.000 niños para quitar las tejas. Cuando dieron la orden de evacuar, fuimos andando tres kilómetros desde Birkenau hasta Auschwitz, allí la gente estaba loca de contenta. Los de los comandos íbamos juntos, nos metieron en un barracón, y a medianoche entró un alemán preguntando quién había trabajado en los comandos, pero nadie dijo nada. A las cinco empezó la marcha de la muerte. Al que se caía, lo mataban. Solo quedaron atrás los enfermos, no los podían enterrar. Anduvimos dos días a pie, durmiendo al raso, hasta Mauthausen... Luego vine a Italia, conocí a Marika, tuve tres hijos estupendos...
P. Y finalmente se animó a contarlo.
R. Nunca encontré a nadie que me contara nada. Ni mi hermana, ni mi hermano, ni mis primos quisieron hablar... En Israel conocí al jefe del comando que nos salvó la vida, pero ya estaba muy mayor.... Sólo quedaba yo..." (Shlomo Venezia: "No teníamos elección. Mataban a los que trabajaban y a los que no". El País, Domingo, 23/05/2010, p. 10)