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26/9/22

El horror de descubrir que tu abuelo fue un oficial de las SS que participó personalmente en el asesinato de judíos... y su reconversión en agente de la CIA, de los nuevos servicios secretos de la República Federal Alemana, Org-BND, y hasta parece que de la KGB y del Mossad

 "Tras un buen rato de conversación sobre horrores, en su despacho en un bloque algo destartalado al sur de Berlín, cerca de la entrada del enorme parque que es hoy el antiguo aeropuerto de Tempelhof, orgullo del III Reich, el escritor y cineasta Chris Kraus por fin se derrumba. Es un hombre vital y robusto (como su abuelo) y está acostumbrado a tratar con cosas terribles, pero algo se le ha roto dentro. Palidece y se le humedecen los ojos azules.

 Ha sido al pedirle que explique exactamente el papel que tuvo su abuelo en el régimen nazi y en el exterminio de los judíos. “Mi abuelo, Otto Kraus, formaba parte de la minoría alemana báltica en Letonia. Reinhard Heydrich le reclutó para la SD, la agencia de las SS que actuaba como servicio de inteligencia y fue central en el Holocausto. En 1941 participó en la invasión de la URSS como miembro del Einsatzgruppen A, uno de los escuadrones itinerantes que perpetraban ejecuciones sobre todo de judíos, marchando detrás de las tropas de combate. Luego fue el jefe de la SD en Riga.

 Alcanzó el rango de Sturmbannführer, mayor de las SS. Intervino personalmente como mínimo en dos fusilamientos masivos”. Uno de esos espantosos episodios lo recrea Chris Kraus en su novela, que acaba de aparecer esta semana, La fábrica de canallas (Salamandra, traducción del alemán de Isabel García Adánez), protagonizada por un personaje que se basa muy estrechamente en su abuelo y que sigue con gran exactitud la carrera de este.

En el libro, un día de verano, en las afueras de Riga, las SS y sus auxiliares letones someten a “tratamiento especial” a un grupo de judíos, una escena que reproduce minuciosamente una de las matanzas perpetradas en el bosque de Bikernieki (Bickern), el escenario principal de las masacres en Letonia (de la población de 90.000 judíos fueron asesinados 70.000). Los obligan a desnudarse junto a una zanja y les disparan en varias tandas. Kraus escribe: “Ejecutar a alguien a quemarropa implica que muchas veces la masa encefálica y la sangre de las víctimas salpique en todas direcciones, y así fue. Esquirlas de los cráneos salieron disparadas como metralla hasta donde estaba yo, a veinte metros de distancia.

 Se oían gritos, la sangre empapaba el suelo y el aire olía a hierro mojado mezclado con sudor frío, excrementos y orines”. La escena continúa cuando el protagonista avanza para dispararle el tiro de gracia a una joven y se asoma a la fosa con la Luger en la mano: “En medio de aquel revoltijo de cuerpos distinguí unos pies que seguían agitándose. Era una chica a la que habían saltado la tapa del cráneo, que había ido a parar a su lado. Me miraba con los ojos muy abiertos sin dejar de abrazar a su bebé, que parecía intacto, simplemente dormido (…) Antes de que me fuera imposible retener el vómito, les vacié la pistola a ambos”.

El pasaje da la medida del mundo en que se movió Otto Kraus (convertido en la novela en Konstantin Koja Solm) y la herencia con que ha de lidiar su descendiente. “El descubrimiento de la historia de mi abuelo fue horrible, muy perturbador”, explica descompuesto Chris Kraus, que se levanta para abrir una ventana. “Amaba a mi abuelo”. Fue en 1985, cuando era un estudiante, que se interesó por lo que contaba Otto Kraus. 

“Hablaba de fusilamientos, y sin embargo nunca empleaba palabras claras, sino términos como acción especial, y podías pensar que lo que hacían era otra cosa, como ir al bosque a cortar leña. Pero luego leí un libro sobre el general Vlásov [el desertor ruso que comandó tropas para los nazis] y contenía detalles sobre mi abuelo y su relación con el exterminio. Era horroroso. Nadie de mi familia lo sabía. Me dediqué entonces a ir a archivos a buscar información y esclarecer lo que había pasado”.

Herencia negra

Descubrió toda la verdad, pero nadie le quiso creer en su familia, excepto una de sus primas, la editora Sigrid Kraus (fundadora de Salamandra), que lleva el nombre de la mujer de Otto, la abuela. “De mi investigación escribí un ensayo, Das Kalte Blut (La sangre fría), publicado en una tirada reducida destinada a la familia y nuestro entorno en 2014, en el que lo contaba todo, para demostrar que no eran fantasías mías y lo incompatible que resultaba todo aquello con la memoria familiar. No ha servido. Es como en toda Alemania, parece que los nazis llegaron de la luna: la mayoría de la gente asegura que sus abuelos eran personas excelentes, antinazis y que todo fue culpa de Hitler, Himmler y cuatro psicópatas”.

La herencia negra de los Kraus no se limita al abuelo. “Sus dos hermanos”, continúa Chris Kraus, “también pertenecieron a las SS y formaron parte de escuadrones de la muerte, un caso extraordinario, una locura. El mayor, Hans, tuvo incluso mayor implicación en atrocidades, mientras que el benjamín, Lorenz, fue corresponsal de guerra de las SS y, dotado de capacidad artística, hacía dibujos antisemitas”.

 ¿Cómo lleva toda esa carga? Chris Kraus piensa un largo rato. “Es difícil de explicar. Intento entender, investigar lo que realmente pasó, una tarea muy dura. Trato de corregir las cosas con la verdad. Me ha tocado a mí hacerlo de entre todos los hijos y nietos de Otto. Yo no quiero ser un cómplice pasivo, no voy a aceptar el silencio, aunque el proceso sea negativo para mí”. ¿Llegó a confrontar la verdad con su abuelo? “No, nunca; murió en 1989, y hasta 10 años más tarde no conocí su historia real”. ¿Le hubiera gustado poder hablar con él? “Sí, pero provocaba tanto respeto… no sé si me habría atrevido, y eso que yo era el que mejor me llevaba con mi abuelo. Los demás me reprochan que ya no se puede defender. Para ellos era un buen hombre y punto. La verdad es que murió sin haber tenido que enfrentarse a su responsabilidad y crímenes, como tantos otros de la élite de las SS, porque Alemania no se atrevió a llevarlos ante la justicia”. ¿Dónde está enterrado? ¿En Letonia? “En Núremberg; qué ironía”, ríe amargamente Chris Kraus. “Esa ciudad que además de simbolizar tras la guerra el castigo de los nazis era antes tan antisemita y le gustaba tanto a mi abuelo, y a Hitler”.

 La fábrica de canallas convierte en una novela de casi mil páginas la vida Otto Kraus, que incluyó participar en misiones secretas de las SS como la operación Zeppelin para matar a Stalin (conoció a Otto Skorzeny, célebre por sus arriesgadas acciones militares, como el rescate de Benito Mussolini), su reconversión en agente de la CIA, de los nuevos servicios secretos de la República Federal Alemana, Org-BND, y hasta parece que de la KGB y del Mossad. “Es una ficcionalización de su historia, se basa en el trabajo de investigación de años y en el ensayo que escribí para la familia”. El nieto relata los orígenes de los Kraus (los Solm), su vida en Letonia (similar a la que se muestra en la película de Chris Kraus de 2010, Poll) y la progresiva implicación de Koja y su hermano mayor Hub en la maquinaria nazi. La novela arranca en 1974 en un hospital de Múnich donde está ingresado herido de bala el protagonista, que le cuenta su vida a su vecino de cama, un hippy inocente, bienintencionado, budista y fumeta que no da crédito a lo que oye.

 El novelista ha introducido el personaje de una hermana adoptiva, Ev, que se convierte en el centro del interés sentimental de los dos hermanos (y acaba de doctora en Auschwitz). “He reflejado aspectos de mi abuelo en Koja y Hub, el mayor es más brutal y el menor aparentemente más sensible e introspectivo, pero cada vez te cae peor. Los dos llevan dentro el mal. Al menos Hub tiene una postura coherente, pero Koja presenta esa personalidad de los agentes y espías a los que les falta un núcleo de convicciones y se desenvuelven como pez en el agua en un universo de falsedad y mentira. La ambigüedad es el elemento más perturbador en la novela”.

 Sorprende en La fábrica de canallas el sentido del humor —la ironía de Koja, la amante negra que canta el Horst Wessel, la prohibición del Monopoly por ser “un juego judío”, el SS con labio leporino, el coche de Himmler detenido para dejar pasar unos sapos por la carretera, la circuncisión del protagonista a fin de infiltrarlo en Israel en la posguerra como el profesor de hebreo Himmelreich—. “Eso me ha acarreado críticas feroces en Alemania. Sabía que las tendría. En realidad, creo que el humor hace aún más insoportable la historia”. El libro se suma al largo debate sobre si se deben juntar humor y nazismo. También hay una historia de amor de largo recorrido. “Lo terrible es que esos nazis como mi abuelo eran personas. No quería describir a unos demonios sino a seres humanos en un régimen inhumano. En Alemania se ha preferido ver a los nazis como monstruos que no tenían nada que ver con el resto de la población, y demonizarlos es incompatible con el humor y el amor, por eso perturba tanto”. ¿No se puede ver como una forma de justificación? “No, son recursos estilísticos, para entender que estos abismos humanos que describo no son una ficción. El tema clave es la moral, la amoralidad del personaje. Es alguien despreciable y humor y amor nos lo acercan, pero no lo justifican. No podemos distanciarnos del mal, forma parte de la condición humana. Mi abuelo era una persona capaz de amar y de ser amado. Eso me ha perturbado mucho. ¿Cómo es posible que una persona a la que conocía y quería fuera así en otro contexto? Quería hacer accesible esa experiencia a los lectores. A todos podría pasarnos”.

El mundo de los servicios secretos que describe, las historias del general Gehlen, Otto John, Isser Harel, de la caza de Eichmann… “Todo es cierto, durante la guerra y después. Cuando descubrí que mi abuelo además fue espía, ¿cómo conjugas eso con la importancia que se ha dado siempre en mi familia a ser honestos?”.

 La fábrica de canallas, en la que se percibe también un eco de El tiro de gracia, de Marguerite Yourcenar, tiene muchos puntos en común con Las benévolas, la gran novela de Jonathan Littell; entre ellos que el narrador sea un criminal nazi y se describan minuciosamente las atrocidades; además de la fijación por la hermana. “Considero un cumplido la comparación. Es un libro extraordinario que me encantó. Hicimos nuestras investigaciones en paralelo: durante los 15 años que estuve buscando información sobre mi abuelo visitamos los mismos archivos y consultamos los mismos documentos, veía su nombre. Su perspectiva es también la del verdugo. Su protagonista, Max Aue, milita en la SD y forma parte de los Einsatzgruppen. Pero Littell trabajó más la erótica que el horror. Es un libro muy literario, con todas sus fantasías homoeróticas y perversas. Fue una inspiración, pero mi enfoque es otro, más duro”.

En la relación de los protagonistas de La fábrica de canallas, hay también muchos elementos perversos y escatológicos, en su acepción coprológica: Koja y Ev están marcados por compartir orinal de niños, y la masturbación. “Es cierto, pero lo hago buscando lo arcaico, lo elemental. También hay excrementos, y sangre, y el proceso de convertirse personas en cadáveres en los actos de exterminio. Mi abuelo vio todo eso. Olió los excrementos, la sangre y el miedo de los asesinados. ¿Qué pensó entonces? ¿Cómo manejó esa experiencia? Algunos camaradas de mi abuelo confesaron que les gustó matar. Otros argumentaron algo que me parece grotesco: que participaron en las matanzas, sí, pero de forma caritativa, para evitar sufrimientos innecesarios a las víctimas”.                  (Jacinto Antón, El País, 25/09/22)

4/10/21

La identificación y el castigo de los nazis había acabado en 1948 y era un tema olvidado a comienzos de los años cincuenta (o sea, la desnacificación duró sólo 3 años)

 "En 1915 y los años siguientes el Imperio Otomano perpetró el genocidio del pueblo armenio: un mínimo de 1 millón de muertos, además del sometimiento a procesos de deportación.

La Operación Reinhard desarrollada por el nazismo en Polonia exterminó en campos de concentración a 1,6 millones de judíos. En febrero de 1945, el bombardeo de la ciudad alemana de Dresde por la aviación británica y estadounidense se saldó con un mínimo de 35.000 muertos. En la posguerra española, el terror franquista ejecutó al menos a 50.000 personas. Y ya en la década de los 90 del siglo pasado, las guerras de Yugoslavia podrían haber concluido con 200.000 víctimas mortales, la mitad musulmanes.

Son datos que figuran en el último libro del historiador Julián Casanova, Una violencia indómita. El siglo XX europeo, editado por Crítica en septiembre de 2020. Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza y profesor visitante en la Central European University de Budapest. 

Ha publicado, entre otros volúmenes, De la calle al frente. El anarcosindicalismo en España, 1931-1939; Europa contra Europa, 1914-1945; y La venganza de los siervos, Rusia 1917. Su libro más reciente dedica un apartado a la memoria. “El proceso de desnazificación fue limitado”, afirma. Una violencia indómita podría tener una prolongación en mayo de 2021, cuando el gobierno alemán reconoció el genocidio cometido entre 1904 y 1907 en la colonia de África del Sudoeste, actual Namibia.

-¿Ha prestado, en general, poca atención la historiografía a la Europa Central y del Este en favor de la Europa Occidental? ¿Por qué razón?

La principal razón es el dominio de la historiografía occidental -británica, francesa y alemana- que ha analizado el continente desde la perspectiva política, diplomática y militar de sus países.  Ese foco tan centralizado en Europa occidental ha impedido reconocer la relevancia del centro y este de Europa en todos los grandes acontecimientos del siglo XX. Y salvo en Gran Bretaña y Alemania no hay muchos especialistas en esa amplia zona central y oriental de Europa.

-¿Qué casos de genocidio o grandes matanzas destacarías a lo largo del siglo XX?

No se trata tanto de reconocer la singularidad y relevancia del Holocausto o de los crímenes de Stalin, algo que se ha hecho en profundidad desde hace décadas, como de identificar la cultura de la violencia y del asesinato vinculada a la ideología de la raza, nación, religión o clase social. 

El paso de las políticas discriminatorias a las de exterminio fue a menudo provocado en esa primera mitad del siglo XX por conflictos entre Estados más que por agendas internas y generalmente tuvo repercusiones más allá de las fronteras de cada país, causando desestabilización regional y movimientos masivos de refugiados. En mi libro he examinado además con detalle la violencia sexual, desde la guerra civil en Irlanda o en España, a las dictaduras fascistas o comunistas, pasando por los ejemplos de limpieza étnica en Armenia y paramilitarismo antibolchevique y antisemita en los países derrotados en la Primera guerra Mundial.

-El libro explica cómo la Alemania nazi y la Unión Soviética hicieron uso de la violencia. ¿Existen ejemplos similares perpetrados por las democracias occidentales?

Desde finales del siglo XIX, antes de la Primera Guerra Mundial, las rivalidades políticas y nacionalistas de los principales imperios europeos actuaron de propulsores en la frenética pelea por África y por la adquisición de colonias. Un proceso acompañado de excesos y manifestaciones violentas, en el que desempeñó un papel importante la adopción de elementos básicos del darwinismo social, la interpretación de la vida y del desarrollo humano como una cruel lucha por la supervivencia donde los fuertes dominaban a los débiles.

El imperialismo tuvo efectos devastadores y la violencia utilizada para sofocar la resistencia indígena anticipó lo que tanto impactó después, porque se creía que nunca antes había ocurrido, en el frente oeste durante la Primera Guerra Mundial. Las políticas racistas y de exterminio dejaron baños de sangre, con varios millones de víctimas entre todos ellos, en el dominio británico de Sudáfrica, el alemán de África del Sudeste, la actual Namibia, y especialmente en el de Leopoldo II como “reino soberano” en el Congo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, con democracia consolidada por primera vez en la historia de los países de Europa occidental, la violenta derrota del militarismo y de los fascismos allanó el camino para el control de la violencia. Pero desde comienzos de los años sesenta, los principales países europeos occidentales estuvieron implicados en una guerra contra rebeliones nacionalistas en sus colonias. Persistentes delirios de grandeza llevaron a estadistas europeos a librar guerras en ultramar, en la Indonesia holandesa, en la Indochina y Argelia francesas y en las colonias británicas de Malasia y Kenia.

Fueron guerras “sucias”, que rompieron las reglas de las Convenciones de Ginebra que esos poderes habían firmado, con abundantes episodios de tortura y violación. Pero el caso que ilustra mejor la continuidad con la cultura militar de la violencia que se creía superada en las democracias occidentales fue la guerra combatida por Francia contra el movimiento de independencia de Argelia, entre 1954 y 1962, en la que salieron a la luz numerosos casos de tortura por parte del ejército y de violencia sexual contra las mujeres argelinas.

-¿Cómo resumirías el impacto de la Segunda Guerra Mundial en la población de la URSS?

La Segunda Guerra Mundial fue el escenario que propició el paso desde políticas de discriminación y asesinatos a las genocidas. Fue una guerra total con una serie de guerras paralelas. Comenzó como una guerra entre grandes potencias territoriales. En 1941, tras la renuncia unilateral por parte de Hitler al Pacto Alemán-Soviético que había sido el preludio al reparto de Polonia, la guerra se convirtió en un combate desesperado para la sobrevivencia de la Unión Soviética amenazada de aniquilamiento por la Alemania nazi.

En territorio soviético aparecieron en aquellos años, y además juntos, los elementos básicos que identifican históricamente la guerra total y el genocidio. Por un lado, la búsqueda de la destrucción absoluta del enemigo, la movilización de todos los recursos del estado, la sociedad y la economía y el control completo de todos los aspectos de la vida pública y privada. Por otro, la deshumanización de las víctimas y la ejecución de los planes de eliminación sistemática por parte de las fuerzas armadas y de los grupos paramilitares especiales alemanes.

-Por otra parte, ACNUR calculaba que a finales de 2019 había 79,5 millones de personas desplazadas en el mundo por conflictos o persecuciones. ¿Pueden rastrearse antecedentes en el libro?

Las purgas, los asesinatos y sobre todo la expulsión y deportación de millones de personas produjeron un trastorno demográfico enorme en Europa Central y del Este durante todo el siglo XX. La práctica de deportar minorías nacionales no comenzó con la Segunda Guerra Mundial. La Primera Guerra Mundial, las revoluciones y guerras en Rusia y el intercambio de población greco-turca en 1923 constituyeron puntos vitales de referencia en las décadas anteriores.

Pero la Segunda Guerra Mundial rompió todos los registros Según el pionero estudio de Eugene M. Kulischer, entre el estallido de la guerra y comienzos de 1943 más de treinta millones de europeos fueron obligados a cambiar de país, deportados o dispersados, mientras que desde 1943 a 1948 otros 20 millones tuvieron que moverse. Según su cálculo, unos 55 millones fueron desplazados por la fuerza en menos de una década, 30 millones como resultado de la invasión nazi y el resto como consecuencia de la derrota alemana. En los dos años posteriores al final de la guerra, 12.5 millones de refugiados y expulsados de los países del Este llegaron a Alemania.

-¿Qué dimensiones tuvo la violencia sexual en las guerras de la antigua Yugoslavia?

Yugoslavia apareció desde comienzos de los años noventa en las portadas de todos los medios de comunicación, con historias de masacres, violaciones, expulsiones y desplazamientos de población.

Pero si por algo destacó la violencia en aquellas guerras de sucesión de Yugoslavia fue por las violaciones de mujeres musulmanas en Bosnia-Herzegovina, un plan de terror organizado y orquestado por el mando militar serbio-bosnio. La información de esas violaciones masivas –y también sobre las que ocurrieron por los mismos años en Ruanda- y el subsiguiente reconocimiento internacional como crímenes de guerra dio “legitimidad intelectual y urgencia ética” a estudiar la violencia sexual en todas las guerras anteriores.

Las torturas y el asesinato acompañaron a las violaciones masivas en Bosnia-Herzegovina, con el objetivo de destruir a la comunidad musulmana. Esas violaciones, escenificadas en muchas ocasiones en público, no fueron el resultado de esporádicos estallidos de ira o de emociones enloquecidas por la guerra, sino “una política racional” planificada por la dirección política y militar serbia en Serbia y Bosnia-Herzegovina.

-Por último, Una violencia indómita. El siglo XX europeo dedica un epílogo a la memoria (“Pasados fracturados, presentes divididos”). ¿Rompió de manera drástica la Alemania de posguerra con el nazismo?

Tras los dos primeros años de posguerra, la violencia, las sentencias y los castigos de fascistas y nazis decrecieron en Europa y pronto llegaron las amnistías, un proceso acelerado por la Guerra Fría, que devolvieron el pleno derecho de ciudadanos a cientos de miles de ex nazis, sobre todo en Austria y Alemania.

En el Este, fascistas de bajo origen social fueron perdonados e incorporados a las filas comunistas y se pasó de perseguir a fascistas a “enemigos del comunismo”, que a menudo eran izquierdistas, mientras que en Occidente, donde las coaliciones de izquierdas se cayeron a pedazos en 1947, la tendencia fue perdonar a todo el mundo.

La identificación y el castigo de los nazis había acabado en 1948 y era un tema olvidado a comienzos de los años cincuenta. En 1952 un tercio de los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores de la República Federal Alemana eran antiguos nazis, mientras que dos quintos de los miembros del cuerpo diplomático habían estado en las SS. En la República Democrática muchos ex nazis pasaron a las filas del Partido Comunista, algo que fue común también en otros países de Europa del Este.

El proceso de desnazificación, por lo tanto, fue limitado. "

(Entrevista al historiador Julián Casanova, autor de Una violencia indómita. El siglo XX europeo,
Enric Llopis , Rebelión, 05/06/2021)

13/3/20

En Alemania no hubo desnazificación... en Baviera el 81% de los jueces tenían un pasado nazi... en 1948 en Renania del Norte-Westfalia el 56% de los altos funcionarios de la policía procedían del partido nazi (NSDAP) y de las SS... al final de los años 50 todos los nazis condenados por tribunales de guerra se encontraron en libertad sin terminar condena

"Resistente antinazi, ex preso, exiliado en Dinamarca y luego en Suecia, donde editó la revista “Sozialistische Tribüne” con Willy Brandt, Fritz Bauer fue un jurista suabo nacido en Stuttgart, que fue detenido por la Gestapo en 1933 por ser miembro del SPD y expulsado de la judicatura por su origen judío. En 1949 regresó a la judicatura dispuesto a participar en la reconstrucción, física y moral, del país.

El primero de ellos es por haber sido iniciador del “Proceso Remer” de marzo de 1952, contra el General nazi Otto Ernst Remer, por difamación y calumnia contra los conspiradores de la “Operación Valkiria” que intentaron matar a Hitler el 20 de julio de 1944. Remer los tachaba de “traidores a la patria” y el gobierno federal parecía estar de acuerdo con ello, pues negaba la pensión de viudedad a la esposa de Claus von Stauffenberg, el principal conspirador. 

Remer fue condenado a tres meses, que eludió huyendo a España, donde murió en Marbella en 1997 tras un largo historial de negacionismo del Holocausto. Pero la resistencia fue rehabilitada. Desde entonces ya no se pudo tachar de “traidores” a sus protagonistas.


El segundo, es por el caso Adolf Eichmann. Fritz Bauer recibió en 1957 una carta de un antiguo compañero de campo de concentración residente en Buenos Aires revelándole que el jefe del departamento responsable de la deportación y aniquilación de los judíos, vivía en Buenos Aires. Su hija, explicaba el amigo, había conocido a un hijo de Eichmann, que vivía con otro apellido, y le habían chocado los fuertes juicios antisemitas del chico.

 El paradero de Eichmann, que había escapado de Alemania ayudado por el Vaticano, era conocido por los servicios secretos alemanes y norteamericanos. Bauer sabía que poner el caso en manos de la justicia alemana significaba perderlo, porque los jueces alemanes advertirían a Eichmann, y éste desaparecería. Así que se lo comunicó directamente al Mosad, que secuestró felizmente a Eichmann en Buenos Aires en 1960 (no había tratado de extradición entre ambos países), y se lo llevó a Israel, donde fue debidamente juzgado y ejecutado.


El tercer y principal motivo por el que Bauer entra en la historia es en su calidad de promotor, en 1958, de los Procesos de Auschwitz: seis juicios celebrados entre 1963 y 1968, contra 27 matarifes responsables directos del campo de exterminio, oficiales de las SS y la Gestapo. Aquello fue una proeza.

No hubo desnazificación

En Alemania Occidental, en términos generales, no hubo desnazificación. Los juicios aliados en Alemania contra los nazis fueron poca cosa y el nuevo Estado alemán los protegió y amnistió. El tribunal interaliado de Núremberg que se proponía llevar a juicio a cinco mil personas, no juzgó más que a 210. En diversos juicios, norteamericanos, británicos y franceses condenaron a 5000 personas, de las que apenas 700 lo fueron a la pena capital. Más del 90% de los miembros de las SS ni siquiera llegaron a ser juzgados.

“No sólo no hubo desnazificación, sino que hubo una renazificación, no en el sentido de que los ex nazis estuvieran otra vez en su puesto para construir un nuevo Auschwitz, sino en el de que ayudaron a levantar esta Alemania conservadora, democrática y capitalista”, me explicó el Catedrático Ossip K. Flechtheim, en los años ochenta.

Flechtheim, un compañero de Bauer, también de origen judío, que fue fiscal en varios de los procesos de Núremberg y falleció en 1998, no conocía, “ni un solo caso” de juristas de la administración nazi que fuese juzgado y castigado ante los tribunales. Incluso la mayor parte de los veinticinco miembros de la comisión de asesores del Consejo Constituyente (Parlamentarisches Rat) que redactó la constitución alemana de 1949, habían estado en activo durante el nazismo.

Los intentos de la administración aliada de ocupación por depurar la justicia, la administración pública y la policía chocaron con enormes dificultades. Se intentaba evitar un modelo de policía, alejado de las tradiciones absolutistas que desembocaron en la Gestapo. En julio de 1945 los aliados emitieron unas directrices en materia de depuración de funcionarios y de limitación del nefasto poder legislativo que la tradición prusiana ponía en manos de la policía, prohibiendo los decretos policiales y potenciando una organización descentralizada, de tipo anglosajón, y desmilitarizada de la futura policía.

 El mismo año, el Cuartel General aliado consideraba que, “con los vigentes criterios de desnazificación, el 75% de los funcionario rasos y el 90% de los oficiales de la policía no serían aptos para el servicio”. Hans Christoph Seebohm, que tres años después sería Ministro de Transportes con el Canciller Konrad Adenauer, expresaba en 1946 la mentalidad imperante al exigir públicamente “respeto” a la cruz gamada, símbolo por el que habían muerto, “tantos soldados alemanes”.

A medida que los aliados transferían competencias a la administración alemana, los propósitos democratizadores chocaban con una acción obstruccionista y restauradora. Los aliados descubrieron, por ejemplo, que en la primera mitad de 1948 sólo ocho de los diez mil registros domiciliarios practicados por la policía en once ciudades con administración alemana de Württemberg-Baden (un Land del suroeste así llamado desde 1945 hasta 1952, que no coincide del todo con los límites del actual Baden-Württemberg), contaban con el correspondiente permiso judicial. 

El Ministro del Interior responsable, el socialdemócrata Fritz Ulrich, consideraba esta práctica, “una vieja y buena tradición”. Ese tipo de irregularidades era generalizado en todo el país, y un documento oficial norteamericano de la época consideraba la “necesidad de fortalecer la resistencia civil de los alemanes contra las prácticas contrarias a la ley”, explica el sociólogo e historiador Falco Werkentin.

Cuando en febrero de 1951 se creó una “Guardia Federal de Protección de Fronteras”, que en realidad era una tropa militarizada dirigida a la intervención interior, el Bundesgrenzschutz, se constató que el 62% de sus oficiales eran ex militares de la Wehrmacht y sólo el 7% ex funcionarios de policías. Otro 31% lo componían ex policías que habían sido transferidos a la Wehrmacht durante el nazismo. 

Los manuales de instrucción anti-insurgente de ese cuerpo tomaban como inspiración las experiencias en ese sentido del periodo 1918-1943, incluida la represión de la “lucha contra el bandidaje” durante la Segunda Guerra Mundial, lo que se refería al combate contra la resistencia, y operaciones como el aplastamiento de la insurrección de Varsovia y otras masacres del frente ruso.

Purga anticomunista

A medida en que se fue entrando en una dinámica de guerra fría, los aliados fueron abandonando escrúpulos y perspectivas reformadoras en beneficio de un frente anticomunista

que valoraba más la seguridad y firmeza anticomunista de un ex nazi que el peligro potencial que éste pudiera representar para un orden democrático. 

Es así como en lugar de desnazificación, la administración alemana procedió a una limpieza de comunistas. En enero de 1948, una investigación realizada en Baviera contabilizó un 2,9% de miembros del Partido Comunista Alemán (KPD) y un 5,2% de simpatizantes en la policía municipal. En la policía regional las cifras eran 0,26% y 0,9%, respectivamente. El mismo año, el Ministro del Interior socialdemócrata de Renania del Norte-Westfalia informó que el 56% de los altos funcionarios de su policía procedían del partido nazi (NSDAP) y de las SS.

La campaña contra los comunistas se mantuvo pese a que la influencia comunista iba descendiendo claramente en Alemania Occidental. A partir de 1953, el KPD ya nunca superó el 5% de los votos en las elecciones, pero los comunistas y sus simpatizantes siguieron siendo objeto preferente de la policía y la justicia, con cerca de 100.000 sumarios, fiscales y policiales, abiertos entre 1951 y 1961.


La judicatura ofrecía un panorama similar; en Baviera el 81% de los jueces tenían un pasado nazi, mientras que en Württemberg-Baden, el 50%. “En Hesse”, me explicó Flechtheim, “los norteamericanos nombraron a un conocido mío para que buscara jueces sin antecedentes nazis. Consiguió reunir a una cuarentena, a los que situó en los puestos más altos. Luego, la administración de justicia pasó a manos alemanas y después de un año, de aquellos cuarenta sólo dos permanecían en su puesto: los demás habían sido relegados a puestos de poca monta, en el registro de propiedad y similares”.

 En 1949, las directrices de la Alta Comisión Aliada insisten todavía, en un tono que ya parece de desesperación, en que, “la organización de la policía no se centralice de tal forma que suponga una amenaza a la forma democrática de gobierno”. Pronto se vería que ese propósito, así como en general el de reformar la burocracia de Estado de la Alemania ocupada, fracasó, en parte debido a las dificultades de una política desbordada por las urgencias y prioridades de la reconstrucción de un país que estaba literalmente en ruinas, en parte por las resistencias del objeto de esa reforma, y en parte también por la consideración, expresada en una publicación del Departamento de Estado norteamericano de 1947, de que una enérgica desnazificación habría tenido, “consecuencias revolucionarias para la vida política y económica del país”.

Francotirador y humanista


Los procesos de Francfort que Bauer inició, fueron una pequeña excepción en ese contexto restaurador. Condenar a algunos de aquellos 27 monstruos, aunque fuera a penas leves por prescripción, tuvo una gran importancia. Para hacerse una idea del ambiente, en los procesos los acusados fueron saludados militarmente por algunos de los policías cuando pasaban delante de ellos en la misma sala de la Audiencia de Francfort, y Bauer, que era el fiscal, recibió amenazas e insultos durante aquellos juicios.


En el contexto de la Alemania de Adenauer, Bauer era un democratizador genuino, un hombre que no estaba interesado en la venganza sino en la justicia y el arrepentimiento –era un adversario de la pena de muerte- y que creía fervientemente en la redención de Alemania, asunto en el que cifraba todas sus esperanzas en la juventud. El movimiento de 1968, que en Alemania fue más profundo que en Francia y derribó culturalmente gran parte de aquella herencia, le dio la razón en lo que tuvo de ajuste de cuentas generacional con los nazis y la cultura que había hecho posible el nazismo. Bauer fue un precursor.


En 1962 su ensayo, “Sobre las raíces de la acción nazi” debía ser distribuido en las escuelas de Renania-Westfalia, pero el Ministro de Cultura del Land, Eduard Orth, lo prohibió. Emplazado para una discusión pública con Bauer, Orth declinó acudir, pero envió en su lugar a una joven promesa de su partido. Se llamaba Helmuth Kohl y en el debate con Bauer, el joven Kohl defendió la idea de que aun era “demasiado pronto para hacer un juicio moral sobre el nazismo”.


Una muerte oscura


El jurista distinguía tres sujetos en el origen del nazismo; “primero, los nazis que propugnaban ideas y actitudes nazis, una minoría importante. Segundo, la gente autoritaria y cruel educada en el militarismo prusiano y en la tradición de Lutero. Tercero, la gran masa de obedientes, conformistas y oportunistas”, decía. Unos y otros, coincidían en que el humanismo, la compasión y la solidaridad, son síntomas de flojera e ingenuidad mental, una idea que ahora la nueva derecha hace suya con el concepto “buenismo”, explica Ilona Ziok, la directora que le ha dedicado a Bauer un largo documental.

 Con ese discurso y actitud, Bauer fundó, en 1961, la “Humanistische Unión”, la organización de derechos humanos más influyente de la moderna Alemania cuyo objetivo era, “la liberación de las ataduras de la obediencia automática al Estado”, que llevaron a Alemania a tan funestos resultados.

El Fiscal de Hesse trabajaba a contracorriente. Quien marcaba la línea era Eduard Dreher, el encargado de la reforma del código penal en el Ministerio de Justicia a partir de 1954. Fue Dreher quien impuso la prescripción para los crímenes de “complicidad con asesinato” que liberó de toda responsabilidad a los nazis y tuvo el efecto de una amnistía. Las medidas de gracia de los años cincuenta tuvieron por resultado que a final de aquella década todos los nazis condenados por tribunales de guerra se encontrasen en libertad sin terminar condena.

 Nada más lógico si se recuerda el pasado de Dreher, que en 1943 había sido fiscal especial en Innsbruck, encargado de revisar sentencias a cadena perpetua para convertirlas en pena capital, lo que envió a centenares de “delincuentes políticos” a la muerte. Bauer, al contrario, fue el reformador del derecho penal y de la legislación penitenciaria alemana y el luchador por una valoración apropiada del Holocausto. “Por todo eso fue visto como adversario y enemigo”, afirma Ziok, que dice haber encontrado “muchas dificultades” para financiar su película, dos veces rechazada por el Ministerio de Cultura.


Fritz Bauer murió a finales de junio de 1968. Encontraron su cuerpo en la bañera de su casa, en lo que se dijo pudo ser suicidio o accidente. Que un hombre tan tenaz y voluntarioso cometiera suicidio, es poco creíble. “Mucha gente cree que fue asesinado, pocos creen que fue suicidio o accidente”, dice Ziok. No hubo autopsia. “Toda la documentación sobre su muerte desapareció en el incendio de un archivo jurídico de Francfort”, explica la directora.


Gracias, sobre todo, a las presiones de abajo del movimiento de 1968, Alemania emprendió un considerable examen de conciencia sobre su pasado nazi, que hoy continúa. La ventaja de Alemania respecto a Japón, país que aun hoy honra como patriotas a sus criminales de guerra, es enorme y manifiesta. Al mismo tiempo, Alemania y Japón tienen en común el haber prácticamente anulado la gran ventaja moral que extrajeron de su condición de derrotados en la Segunda Guerra Mundial, al legalizar hoy la utilización de sus fuerzas armadas fuera de sus fronteras, que sus respectivas constituciones complicaban."                 (Rafael Poch, blog, 05/04/20)