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2/2/24

La deshumanización del otro, antesala de la agresión... A lo largo de la historia, en diversos conflictos se ha utilizado la deshumanización de determinados grupos para generar un clima social permisivo con la violencia.

 "«El genocidio empieza por la deshumanización», dijo Adama Dieng, asesor especial sobre la Prevención del Genocidio de las Naciones Unidas, en 2014. Pero su frase resuena con fuerza en la actualidad. Son numerosos los expertos que señalan cómo el discurso del odio suele preceder a la violencia a gran escala, algo que ha quedado patente, por ejemplo, en el marco del conflicto palestino-israelí, después de que el ministro de Defensa de Israel afirmara: «Estamos luchando contra animales humanos y actuamos en consecuencia».

No se trata de un mecanismo nuevo, ni inocente. A lo largo de la historia podemos encontrar innumerables ejemplos; y probablemente el más analizado sea el que acompañó al Holocausto. Ratas, piojos, cucarachas, zorros, buitres son algunos de los animales que los nazis usaban para definir a los judíos y despojarlos así, a través del discurso, de sus características humanas. En otras ocasiones, especialmente tras el inicio del Holocausto, la propaganda nazi optaba por retratar a los judíos como agentes insidiosos y astutos de malevolencia, en un intento de demonización.

En los procesos de colonización también se utilizó un discurso deshumanizador para legitimar la privación de derechos a los pueblos indígenas de los territorios conquistados. Así, los indios americanos eran directamente «salvajes», mientras que el cristianismo y la raza blanca eran sinónimo de «civilización» o «humanidad». Esto quedó claramente reflejado en el imaginario social construido por la literatura, la plástica y la historiografía, que siguió reproduciendo esos mismos clichés hasta prácticamente la actualidad. Lo mismo ocurrió en Asia o en África, donde el colonizado era comparado frecuentemente con animales. Como denunció el psiquiatra Frantz Fanon en su libro Los condenados de la tierra, «el lenguaje del colono es un lenguaje zoológico».

Otro caso paradigmático sobre el que se ha hablado mucho es el del genocidio ruandés. En la Radio Télévision Libre des Mille Collines el odio a la minoría tutsi se azuzaba con lenguaje degradante y calificativos animales. Se comparaba a los tutsis con cucarachas, serpientes y conejos «que había que matar».

Se trata de un concepto habitual en las guerras, especialmente en la lógica genocida, en la que está muy estudiado. La deshumanización es la cuarta fase de las 10 etapas de genocidio establecidas por el profesor Gregory Stanton. Tras clasificar a las personas entre «nosotros» y «ellos», establecer símbolos visibles de dicha clasificación y restringir los derechos del subgrupo minoritario, llega el momento de despojarles de su humanidad, comparándolos con animales, demonios o enfermedades. A pocas fases de distancia llega la preparación para el exterminio, la persecución y los asesinatos en masa.

Evidentemente, no hace falta deshumanizar a alguien para agredirlo, pero son muchos los expertos que han alertado de que estos procesos de deshumanización se asocian a una mayor disposición a perpetrar la violencia. Por otro lado, como explicó Nick Haslma a la BBC, hay poca evidencia de que el lenguaje deshumanizador cause el comportamiento violento, pero hay muchísima evidencia de que lo acompaña. Las personas que deshumanizan a otras son mucho más propensas a tratarlas mal.

Por un lado, la deshumanización hace más fácil para el perpetrador ser cruel con su víctima. Al fin y al cabo, los seres humanos contamos con numerosas prohibiciones morales y reticencias psicológicas que nos impiden hacer daño a otros. A priori, a todos nos parece inconcebible matar a otra persona, y aquellos que forman parte del brazo ejecutor de un genocidio, por ejemplo, no tienen por qué ser una excepción. La deshumanización funciona así como una manera de subvertir las inhibiciones sociales contra la violencia. Matar a un gusano siempre será más fácil que matar a un hombre o una mujer.

En este contexto, el lenguaje es solo uno más de los muchos mecanismos que se pueden emplear para despojar a alguien de su condición humana: reemplazar los nombres por números, rapar las cabezas, vestir a todos de la misma manera, hacerles vivir entre suciedad y excrementos… ¿Cuál es el objetivo de todo eso? Como rememora el psicólogo social James Edward Waller en el vídeo «Dehumanizing the enemy» tras preguntar a un comandante del campo de exterminio de Treblinka por qué tanta humillación, por qué no matar a los habitantes del campo sin más, él respondió: «Porque así es más fácil para mis hombres hacer lo que tienen que hacer».

Por otro lado, para quien no comete el crimen, para quien simplemente es testigo, también resulta mucho más fácil de justificar si la persona o el grupo agredido se ve como algo diferente a uno mismo, como seres «subhumanos». En un estudio en Estados Unidos se concluyó que los participantes que habían sido expuestos a comparaciones vejatorias sobre la población negra eran más proclives a tolerar una respuesta desproporcionalmente agresiva por parte de la policía. De la misma manera, otro trabajo mostró cómo aquellos que deshumanizaban a los musulmanes eran más partidarios de tácticas de contraterrorismo violentas.

Esto hace especialmente relevante el papel de los medios de comunicación. Está claro que el lenguaje juega un papel clave en la construcción del relato, en la visión que tenemos del conflicto, de quienes son los «buenos» y los «malos», pero también, como estamos viendo, puede contribuir a crear distancia con el sufrimiento de las víctimas, o a hacer que la opinión pública vea a unas víctimas como más merecedoras del trato recibido que a otras. Cuanto más escuchamos describir a un grupo de manera deshumanizada, más probabilidades tenemos de acabar deshumanizándolo. Ninguna persona, en ningún contexto, debería ser comparada con gusanos, ratas o cucarachas. Porque cuando se hace es para justificar lo injustificable."              (Cristina Domínguez , ethic, 27/11/23)

8/11/23

Frédéric Lordon: Catálisis totalitaria... Existe una economía general de la violencia... Una vez que la injusticia se ha llevado al límite, una vez que el grupo ha experimentado el asesinato en masa —y, lo que es peor, la invisibilización del asesinato en masa—, ¿cómo no podría emanar de todo ello un odio con sed de venganza?... Conceder que se trata de «terrorismo» es negar que lo que ocurre en Israel-Palestina es de carácter político... El pueblo palestino está en guerra: no se le ha dado mayor margen de maniobra... «Han convertido a Gaza en algo monstruoso»... Sin que sea necesario echar mano a «terrorismo», desafortunadamente bastan «guerra» y «crímenes de guerra» para describir el colmo del horror... crímenes que llevan a crímenes, crímenes que precedieron a crímenes... Multitud de testimonios en vídeo de crímenes todavía frescos cometidos por Israel: ni una palabra... Las tragedias israelíes se personifican en desgarradores testimonios, las tragedias palestinas se aglomeran en estadísticas. Hablando de estadísticas: nos gustaría saber qué proporción de los hombres de Hamás que salieron al ataque ese fin de semana habrían cargado en sus brazos los cadáveres de sus seres queridos, los cuerpos desarticulados de bebés, hombres para quienes la vida ya no tiene otro sentido… que no sea la venganza... Que el martirio colectivo se pueda reducir así a la nada, que se niegue todo valor a la vida de los árabes y que ello pueda continuar indefinidamente, vaya ilusión colonizadora... todo el Occidente oficial comulga con esa ilusión. En Francia, a un grado asombroso... el bloque burgués francés es más israelí que los israelíes: se rehúsa a que se diga «apartheid» aunque lo digan los propios funcionarios israelíes; se rehúsa a que se diga «Estado racista» aunque lo diga una parte de la izquierda israelí, que a veces dice incluso más... El mundo árabe, y no sólo él, no deja de observar todo esto, y todo ello se sigue grabando en la memoria de sus pueblos. Cuando la némesis regrese, porque lo hará, los dirigentes occidentales, atónitos y con los brazos cruzados, seguirán sin comprender nada. Stupid white men

 "Frédéric Lordon analiza la situación en Palestina y cuestiona la reacción en los principales medios de comunicación franceses a la declaraciones de Jean-Luc Mélenchon, líder de La France insoumise, en relación con el ataque de Hamás contra Israel.

En esta entrada de su blog en Le Monde diplomatique, publicada el pasado 15 de octubre de 2023, Frédéric Lordon parte de la reacción en los principales medios de comunicación a declaraciones de Jean-Luc Mélenchon, líder de La France insoumise, en relación con el ataque de Hamás contra Israel el 7 de octubre, para reflexionar sobre lo que denomina «economía general de la violencia» y conceptos como «terrorismo» y «crímenes de guerra», así como sobre las implicaciones políticas y éticas de esa «economía» para el conflicto en Oriente Medio y más allá.

 Existe una economía general de la violencia. Ex nihilo nihil: nada viene de la nada. Siempre hay antecedentes. Por desgracia, esa economía se rige por un solo principio: la reciprocidad… negativa. Una vez que la injusticia se ha llevado al límite, una vez que el grupo ha experimentado el asesinato en masa —y, lo que es peor, la invisibilización del asesinato en masa—, ¿cómo no podría emanar de todo ello un odio con sed de venganza? Las justificaciones estratégicas —hacer fracasar la normalización de las relaciones entre árabes e israelíes, reinstaurar en la escena internacional el conflicto palestino-israelí—, si bien reales, se han tropezado, sin embargo, con el hecho de que entre sus recursos figura el combustible de la venganza asesina. 

«Terrorismo»:  palabra sin salida 

La France insoumise no ha cometido los errores de que se la acusa. Pero ha cometido uno. Y grave. Frente a un acontecimiento de esta índole, no se puede pasar directamente al análisis sin antes expresar al horror, el espanto y la abominación[1]. No basta con pagar la cuota mínima de compasión ni, para salir del apuro guardando las apariencias, con soltar unas cuantas obleas verbales. Incluso si lo que se concede al pueblo palestino no rebasa esa cuota, se imponía esta vez atenerse al deber antes enunciado… y avergonzar a los prescriptores de la compasión asimétrica. 

Y, sin embargo, ese error, innegable, se ha aprovechado y se ha desplazado para transformarse —en el debate público— en motivo de emplazamiento y hasta de abjuración, respecto del cual La France Insoumise tiene esta vez toda la razón en no ceder: la cuestión del «terrorismo». ¿Debe ser el «terrorismo»como afirma Vincent Lemire«el punto de partida del debate público»? No. Ni siquiera es el punto de llegada: cuando mucho, su callejón sin salida. «Terrorismo» es una palabra sin salida. Es lo que nos recuerda Danièle Obono, y no le falta razón. Incapaz de otra cosa que no sea establecer como única perspectiva la erradicación e impedir cualquier análisis político, «terrorismo» es una categoría que se sitúa al margen de la política, una categoría que te saca de la política. La prueba la da Macron: «unidad de la nación» y derivados, 8 veces en 10 minutos de morondanga. Suspensión de los conflictos, neutralización de los desacuerdos, decreto de unanimidad. Conclusión lógica: las manifestaciones de apoyo al pueblo palestino son manifestaciones de apoyo al terrorismo e incluso manifestaciones terroristas, que es por lo que están prohibidas. 

Conceder que se trata de «terrorismo» es negar que lo que ocurre en Israel-Palestina es de carácter político. Y ello en grado sumo. Incluso si esa política adopta la forma de la guerra, continuando así por otros medios, según la fórmula de Clausewitz. El pueblo palestino está en guerra: no se le ha dado mayor margen de maniobra. En su seno se formó una entidad para dirigirla: ¿de dónde pudo haber salido? «Han convertido a Gaza en algo monstruoso» —dice Nadav Lapid. ¿Quiénes son «ellos»? 

 Sin que sea necesario echar mano a «terrorismo», desafortunadamente bastan «guerra» y «crímenes de guerra» para describir el colmo del horror. También bastan para describir las abominables masacres de civiles. Si para hablar de algo como la guerra —cosa que por principio equivale a matanza— se ha acuñado la categoría de «crímenes de guerra», sin caer en el pleonasmo, es para designar actos que hacen que algo que de por sí es atroz alcance niveles incluso superiores de atrocidad. En cualquier caso, es ese el momento en que una vez más hay que pensar en términos de economía general de la violencia: crímenes que llevan a crímenes, crímenes que precedieron a crímenes. La obstinación con que se quiere hacernos pronunciar la palabra «terrorismo» no satisface más que necesidades pasionales, sin ningún tipo de rigor intelectual. 

En realidad, «terrorismo» y «crímenes de guerra» son dos categorías que no dejan de entrecruzarse y que no perfilan ninguna antinomia estable. Hiroshima se ajusta, en sentido estricto, a la definición de terrorismo formulada por las Naciones Unidas: matar a civiles que no son parte directa en las hostilidades con el fin de intimidar a una población u obligar a un gobierno a realizar un determinado acto. ¿Se ha hablado alguna vez de terrorismo en el caso de la bomba de Hiroshima? ¿Y en el de Dresde? Al igual que en Hiroshima: aterrorizar a una población para obtener la capitulación de su gobierno. 

Pero para quienes, en la situación actual, han hecho de ello motivo de abjuración, «terrorismo» tiene una virtud insustituible: hacer que la violencia parezca desprovista de todo sentido. Y de causas. Violencia pura, venida de ninguna parte, que en rigor no reclama otra acción que no sea la extirpación, eventualmente en el registro elevado de la cruzada: el choque de civilizaciones, el eje del Bien, sin que haya margen para cuestionamiento alguno. Es cierto que en este caso navegamos por sobre aguas vallsianas[2], en las que comprender y conmoverse entran en contradicción y necesariamente disminuye la sensación de horror, lo que a su vez hace que aumente la complacencia. El imperio de la estupidez, como un derrame de petróleo, jamás deja de expandirse. 

La pasión por no comprender 

Sobre todo eso: no comprender. Lo cual, por otro lado, exige que se haga un esfuerzo, pues son abrumadoras las pruebas y basta con tener abiertos los ojos… para comprender. Se martiriza a todo un pueblo por medio de una ocupación que dura ya casi 80 años. Se lo encierra, se lo hacina al punto de enloquecerlo, se lo mata de hambre, se lo asesina, y no queda ni una sola voz oficial que diga una palabra al respecto. Así, 200 muertos en diez meses: ni una palabra —entiéndase ni una palabra que se pueda comparar ni remotamente con las palabras que se empeñan a favor de los israelíes. Multitud de testimonios en vídeo de crímenes todavía frescos cometidos por Israel: ni una palabra. Marchas pacíficas de palestinos hacia la frontera, 2018, 200 muertos: ni una palabra. Francotiradores que tiran al blanco apuntando a las rodillas, 42 en una tarde, un montón: pero ni una palabra: sí: «el ejército más moral del mundo». Exsoldados del ejército más moral del mundo que denuncian la repulsión, la crueldad de lo que les hicieron hacer a los palestinos: ni una palabra. A cada una de las abominaciones cometidas por Hamás el 7 de octubre podría oponérsele otras tantas o más cometidas por los militares o los colonos: esas que apenas hacen que se forme una onda en la superficie del agua. Las tragedias israelíes se personifican en desgarradores testimonios, las tragedias palestinas se aglomeran en estadísticas. Hablando de estadísticas: nos gustaría saber qué proporción de los hombres de Hamás que salieron al ataque ese fin de semana habrían cargado en sus brazos los cadáveres de sus seres queridos, los cuerpos desarticulados de bebés, hombres para quienes la vida ya no tiene otro sentido… que no sea la venganza. No se trata de «terrorismo», sino del metal fundido de la venganza vertido en la lucha armada. Eterno motor de la guerra. Y de sus atrocidades. 

En cualquier caso, es ese el sentimiento de injusticia que mantiene unido al grupo. Una vida que no vale lo que otra: no puede haber mayor injusticia. Hay que ser demasiado obtuso para no ser capaz de imaginárselo; en el mejor de los casos, ni siquiera por comprensión humana, sino por simple precaución estratégica. Que el martirio colectivo se pueda reducir así a la nada, que se niegue todo valor a la vida de los árabes y que ello pueda continuar indefinidamente, vaya ilusión colonizadora. 

Bloque burgués e «importación» 

Pero hay algo que resulta todavía más sorprendente: todo el Occidente oficial comulga con esa ilusión. En Francia, a un grado asombroso. Es grande la preocupación por los riesgos de «importación del conflicto». Sin darse cuenta de que el conflicto ya se está importando en una escala masiva. Por supuesto, «importación del conflicto» es una manera apenas velada de decir «árabes», «inmigrantes», «suburbios». Si bien no es ese en absoluto el verdadero canal de importación, que por el contario tenemos delante de nuestros propios ojos, tan ancho como el de Panamá, borboteando como una tubería de presión: el canal de importación del conflicto es el bloque burgués (Amable y Palombarini ©[2]). Todo su aparato —personal político, mediocracia en cuadro apretado y medios de comunicación en «edición especial»— se activó al instante para la importación. ¿Por qué tanta fijación con el terrorismo? Por La France Insoumise, claro está: y dale con lo mismo. Esta vez, sin embargo, con un nuevo punto de vista: el punto de vista de la importación interesada. Cuando afuera el bloque burgués cierra filas con Israel, aprovecha la oportunidad para unirse contra sus enemigos dentro. 

En este caso lo que se necesitaría es un análisis de la solidaridad refleja del bloque burgués con «Israel» (en cuanto entidad indiferenciada: población, Estado, gobierno) y de las afinidades por las que esa solidaridad pasa. Afinidades burguesas: el mismo gusto por la democracia adulterada (burguesa), la misma posición estructural de dominio (dominio nacional, dominio regional), las mismas representaciones mediáticas ventajosas, en este caso de Israel como sociedad burguesa (start-ups y fun en Tel Aviv). Todo lleva al bloque burgués a reconocerse espontáneamente en la entidad «Israel» y, por tanto, a abrazar su causa. 

Es más: el bloque burgués francés es más israelí que los israelíes: se rehúsa a que se diga «apartheid» aunque lo digan los propios funcionarios israelíes; se rehúsa a que se diga «Estado racista» aunque lo diga una parte de la izquierda israelí, que a veces dice incluso más; se rehúsa a que se hable de la aplastante responsabilidad del Gobierno israelí aunque de ello hable Haaretz; se rehúsa a que se hable de la política cada vez más letal de los gobiernos israelíes, aunque de ello hable una avalancha de altos funcionarios israelíes; se rehúsa a decir que Hamás cometió «crímenes de guerra», aunque lo digan las Naciones Unidas y el derecho internacional. Gideon Levy: «Israel no puede encarcelar a dos millones de palestinos sin pagar un terrible precioDaniel Levy, exdiplomático israelí, a una periodista de la BBC que le dice que los israelíes a punto de aniquilar Gaza están «defendiéndose»: «¿Cómo puede decir usted algo así sin pestañear? ¿Decir semejante mentira?» El bloque burgués: «Israel no hace otra cosa que defenderse.» Dice «terror» cuando los rusos cortan el acceso de Ucrania a todo recurso, pero no dice nada cuando Israel corta el acceso de Gaza a todo recurso. El bloque burgués experimenta un rapto de identificación que nada puede desarmar. 

Lo experimenta tanto más intensamente cuanto que la lucha contra los enemigos del hermano burgués de fuera y la lucha contra los adversarios del bloque burgués de dentro se refuerzan mutuamente. Es como una gigantesca resonancia inconsciente, que adquiere toda su fuerza en una situación de crisis orgánica en la que el bloque burgués impugnado está dispuesto a todo con tal de mantenerse. 

El bloque mira a su alrededor y no ve sino a un solo enemigo de consideración: la France Insoumise. El Partido Socialista, Europa Ecología Los Verdes, el Partido Comunista, a todos los ha neutralizado, no hay de qué preocuparse por ellos. Son gente que no representa ningún peligro y hasta pueden ser preciosos auxiliares. La France Insoumise, no. Se presenta ahora una oportunidad para aniquilarla: sin vacilar ni por un segundo. Al igual que con Corbyn y Sanders, las fabulaciones sobre su antisemitismo ya habían alcanzado velocidad de crucero, pero una oportunidad como ésta no se presenta todos los días. El paso en falso inaugural de La France Insoumise resultó providencial: todo podrá hacerse pasar por esa brecha: mentiras flagrantes, tergiversación descarada de declaraciones, encuestas falsas sobre declaraciones ficticias o sobre la ausencia de declaraciones, acusaciones delirantes. La BBC se abstiene de decir «terrorista», pero la France Insoumise tiene que decirlo. Académicos incuestionables producen análisis en los programas de televisión, pero el mismo análisis hecho por la France Insoumise es motivo de escándalo. La posición de la France Insoumise, en resumidas cuentas, es bien similar a la de las Naciones Unidas, pero se la tilda de antisemita. «¿Qué busca Jean-Luc Mélenchon? ¿Condonar el terrorismo islamista?», se pregunta sutilmente La Nuance. 

Cristalización 

La violencia del espasmo que sacude la vida política en Francia no tiene otra causa. El acontecimiento ha actuado como un poderoso reactivo que hubiese revelado todas las tendencias actuales del régimen, llevándolas a un punto al que ni siquiera las revueltas de julio les habían hecho alcanzar. El efecto catalizador ha sido abrumador. Crisis tras crisis, la dinámica pre-fascista no deja de adquirir consistencia y profundizarse. Meyer Habib, diputado francés de extrema derecha israelí, lo expresó en estos términos: «Rassemblement National[4] ha entrado en el campo republicano.» 

En cada ocasión, la hora de la verdad no deja de tener sus ventajas: ahora sabemos en qué consiste el campo republicano. Es el campo que prohíbe la disensión, que prohíbe la expresión pública, que prohíbe las manifestaciones, que impone la unanimidad o el silencio y que hace que sus matones policiales amenacen a todos aquellos y a todas aquellas que puedan verse tentados a seguir haciendo política en torno a la cuestión israelo-palestina. Es el campo que hace que instituciones universitarias adviertan de la publicación de comunicados por sindicatos estudiantiles, que estaría considerando discretamente la posibilidad de enjuiciar a organizaciones como el Nuevo Partido Anticapitalista o Révolution permanente y que es probable que esté pensando ya secretamente en disolverlas. 

De hecho, es mucho más que un espasmo. Por definición, un espasmo acaba por distenderse. En este caso, cristaliza: precipita una fase. Y no cualquier fase, sino la catálisis totalitaria. «Totalitaria» es la categoría que se impone en el caso de toda empresa política destinada a producir unanimidad bajo coacción. La intimidación, el alineamiento a la fuerza, el afán de venganza, la distorsión sistemática y la reducción a monstruosidad de toda opinión divergente son las operaciones de primer orden. Después vienen la prohibición y la penalización. Mostrar apoyo al pueblo palestino se ha convertido en un delito. Desplegar una bandera palestina se castiga con una multa de 135 euros: en vano se le busca algún fundamento jurídico presentable. «Free Palestine» es un graffiti antisemita… según CNews, que se ha convertido en árbitro de los buenos modales en la materia, signo del trastorno de los tiempos, en que la connivencia actual con antisemitas reparte acusaciones de antisemitismo, mientras que la connivencia anterior con los nazis reparte acusaciones de nazismo. Con la aprobación silenciosa del resto del campo político y mediático. En los pasillos de toda la galaxia Bolloré, no paran de desternillarse de risa, mientras que en LREM[5], France Inter y todos los programas como-se-llamen de France 5, se lo toman al pie de la letra. El campo republicano es el campo que suspende la política, las libertades y los derechos fundamentales, el campo unido en el racismo antiárabe y el desprecio por la vida de quienes no son blancos. 

El mundo árabe, y no sólo él, no deja de observar todo esto, y todo ello se sigue grabando en la memoria de sus pueblos. Cuando la némesis regrese, porque lo hará, los dirigentes occidentales, atónitos y con los brazos cruzados, seguirán sin comprender nada. Stupid white men. "                                ( , JOCOBIN LAT, 05/11/23)

30/6/21

El primer genocidio del siglo XX fue la casi total exterminación de los herero y los nama por los colonizadores alemanes en Namibia... el segundo el armenio

 "Quizás el más destacado negacionista del genocidio armenio −en 1915 vivían en imperio otomano unos 2 millones de armenios cristianos; en 1922 quedaban ya sólo un poco más de 400 mil− era nada menos que el propio Adolf Hitler.

 Dirigiéndose a sus generales en la residencia en Obersalzberg poco antes de la invasión a Polonia en 1939 decía: “Mandé al este mis Unidades de la Calavera [SS] con la orden de matar sin piedad a hombres, mujeres y niños de la raza y la lengua polaca. Sólo así ganaremos el Lebensraum que necesitamos. ¿Quién, después de todo, se acuerda hoy de la aniquilación de los armenios?” (bit.ly/3xuORwa). 

En la víspera de desatar la guerra en Europa que desembocó, de acuerdo con el enfoque “funcionalista”, en el Holocausto, el genocidio de 6 millones de judíos y arrojó otros millones de víctimas −gitanos, comunistas, opositores políticos, homosexuales, discapacitados, etcétera, incluidos, entre otros, 2.6 millones de polacos étnicos, el asesinato que incluye las víctimas de la guerra y no cumple todos los rasgos del “genocidio”: el ímpetu exterminador nazi se centró al final en las élites políticas e intelectuales polacas, mientras la demás población fue destinada a esclavizar−. Hitler sabía lo que decía. El Estado turco nunca fue juzgado por este genocidio y su impunidad era muy alentadora.

Además, muchos de los oficiales enviados por él a las “tierras de sangre” orientales −Polonia, Bielorrusia, Ucrania− en su momento, de primera mano, podían observar a los turcos en acción. Alemania y Turquía eran aliados en la Primera Guerra Mundial. Entre las medallas de Rudolf Hess, el futuro comandante de Auschwitz, estaba la Estrella de Gallipoli. Hess estuvo en Turquía y en Siria, entonces imperio otomano, “en el lugar y en el tiempo preciso” (bit.ly/33eTkoV) para apreciar la eficacia y la crueldad con que los turcos exterminaban a los armenios (hombres, mujeres, niños) en una mezcla de asesinatos en masa y deportaciones. Bajo la pretensión de “relocalizarlos al este”, la misma cosa que los nazis contaban después a sus víctimas judías deportadas a los campos del exterminio, los turcos mandaban enteras comunidades armenias a las “marchas de la muerte” rumbo a los campos de concentración en Siria, lo mismo que los nazis hacían hasta los últimos días de la guerra. La mayoría de las víctimas moría antes del hambre, calor y maltrato. Los futuros oficiales de la SS, como Hess, parecían tomar notas. Un genocidio no juzgado y no reconocido, inevitablemente lleva al otro.

Benny Morris, el enfant terrible de los llamados “nuevos historiadores” israelíes (Morris, Pappé, Shlaim, Flapan) y el autor de un libro sobre el tema, The Thirty-Year Genocide: Turkey’s Destruction of Its Christian Minorities 1894-1924 (bit.ly/2QNA7YR), tiene un punto cuando subraya que la aniquilación de los armenios de principios del siglo XX era parte de una amplia campaña turca de eliminar de su imperio a todas las comunidades cristianas: armenias, griegas y asirias (bit.ly/3nRuSmW) −por lo que hablar del “genocidio” puede ser debatible (apuntar a un grupo de modo exclusivo por el solo hecho de su existencia parece ser la clave)−, pero cuando Raphael Lemkin, el jurista polaco de origen judío, acuñó en los años 40 aquel término (véase su libro Axis Rule in Occupied Europe, 1944), pensaba justamente en la suerte de los armenios.

“Me interesé en el genocidio −decía Lemkin− porque ocurrió tantas veces en la historia. Primero, por ejemplo, a los armenios y luego vino Hitler”. Su propósito −tras seguir con atención el proceso de Soghomon Tehlirian, un justiciero armenio que asesinó en 1921 en Berlín a Talat Paşa, uno de los arquitectos del genocidio y jefe de la Teşkilât-ı Mahsusa (Organización Especial) a cargo de él; ante la falta de justicia, una secreta organización armada armenia la tomó en sus manos ( Operación Némesis)−, no era sólo nombrar un fenómeno, sino tipificarlo dentro del derecho internacional para que tuviera responsabilidades y castigos concretos. Decir que el término “genocidio” no aplica “ya que en aquel entonces dicha palabra no existía”, uno de los “argumentos” negacionistas de Ankara, haría reír a Lemkin. He aquí el meollo del asunto: reconocido y juzgado, el genocidio armenio, forzaría a los turcos a pagar indemnizaciones y/o restituirles tierras y bienes a los descendientes de los sobrevivientes.

Robert Fisk, el gran corresponsal en Medio Oriente, se obsesionó con recordar y empujar el reconocimiento del genocidio armenio. Escribió incontables textos (bit.ly/3upK9Ok, bit.ly/3dWMSJa, etcétera). Uno de sus principales libros, The Great War for Civilisation (2005), tiene un apartado entero sobre el tema: “The First Holocaust” (el término que prefería usar Fisk). Citando los trabajos de Temer Açkam, uno de los audaces −y exiliados en EU− historiadores turcos, demostraba que las masacres de los armenios no eran “episodios separados”, como suele insistir Turquía, sino parte de un plan más grande y que las “relocalizaciones” −como lo demuestran los telegramas de Talat Paşa, a los gobernadores− eran una coartada inventada mucho antes de que empezó, sí, el genocidio. “Ni siquiera había eufemismos allí, como la ‘solución final’ nazi. Los oficiales otomanos usaban directamente la palabra turca para la ‘exterminación’: imha” (bit.ly/3nRsUD3).

El telón de fondo en el que ocurrió el genocidio armenio: la progresiva descomposición del imperio otomano, la humillante derrota a mano de fuerzas cristianas (Bulgaria, Grecia, Serbia, Montenegro) en la Primera Guerra de los Balcanes (1912-13), sin precedentes con el flujo de refugiados de terrenos perdidos, el auge del rabioso nacionalismo y finalmente la igualmente mal manejada campaña en la Primera Guerra Mundial en la que los armenios acabaron tachados de elemento subversivo aliado con fuerzas invasoras rusas, ponen una luz necesaria al exterminio de 1.5 millón de los armenios. 

Pero apuntan también al motivo, intento y a la −negada rotundamente− sistematicidad del Estado turco. Los gobernantes estaban desesperados por conservar a Anatolia, el centro y el corazón del imperio, pero lo único que podían ofrecer para defender a su pueblo fue la limpieza étnica de cuerpos foráneos (armenios, griegos, asirios). El argumento conservacionista siempre ha sido vehículo del genocidio y del negacionismo: después de todo Hitler, que luego tanto admiró a Atatürk por sus esfuerzos de edificar un país nuevo (bit.ly/33AqQGc) −encima libre ya de minorías gracias a los esfuerzos anteriores de los Jóvenes Turcos−, también clamaba defender al pueblo alemán de los judíos y otros elementos subversivos.

De allí el dizque genocidio armenio. Las alegaciones armenias. Choques con víctimas de ambos bandos. Cualquier mención del genocidio armenio está penalizada por la ley turca (el infame art. 301). Pero el negacionismo turco es tan entrelazado con la identidad nacional −¡de allí emergió la Turquía moderna!− que a menudo desemboca en su opuesto: en una abierta celebración y orgullo, sobre todo en la arena interna. Los mismos políticos que abogan internacionalmente por silenciar los hechos de la historia ante el público nacional se ufanan de lo mismo, refiriéndose a los armenios de hoy, ya fuera de la Turquía, como las sobras de la espada ( kılıç artıgı), insinuando que aún hay cosas inacabadas en referencia a los descendientes de los sobrevivientes.

Cuando a finales del siglo XIX, Theodor Herzl, el padre del sionismo, vendió, como se lo reprochó Bernard Lazare (bit.ly/3eMk7OA), a los armenios apenas salidos de las masacres hamidianas, una represión política que normalizó la violencia antiarmenia y abrió la puerta al exterminio posterior (bit.ly/3bo4NHb), al ofrecerle el apoyo político al sultán a cambio de una posible adquisición de Palestina, sentó un precedente para la ambigua relación de Israel con el genocidio 1915-1922 (bit.ly/2QvXqGw). 

Si bien la impunidad turca fue la que, entre otros, permitió décadas más tarde a Hitler aniquilar buena parte de los judíos de Europa, la oficial postura del Estado judío siempre fue una premeditada minimización por todos los medios posibles a fin de cultivar buenas relaciones con Ankara y preservar instrumentalmente el monopolio de la victimización. Lo que Shimon Peres dijo una vez a un periódico turco −“rechazamos los intentos de crear una semejanza entre el Holocausto y las ‘alegaciones armenias’…” (sic)− entró, según Israel Charny (bit.ly/3udTqsI), uno de los principales estudiosos del genocidio, en la distancia de la negación del genocidio armenio comparable con la negación del Holocausto (véase: A., Yair, The Banality of Denial: Israel and the Armenian Genocide, 2003).

Si bien últimamente relaciones israelí-turcas estaban a la baja e Israel parecía acercarse a un reconocimiento (debates en la Knesset, etcétera), Tel Aviv adquirió en los últimos años otro importante aliado −militar (el eje antiraní) y económico (petróleo/gas)−, igualmente un pueblo turco, negacionista del genocidio armenio: Azerbaiyán.

La reciente guerra en Nagorno Karabaj/Arstaj, en la que el apoyo militar de Ankara y Tel Aviv resultó crucial para la victoria de Bakú (véase: M. W., Nagorno Karabaj: área de juego de imperios y moderno campo de batalla, en: Memoria, número 277, bit.ly/3eG94rp), no sólo resucitó el fantasma del genocidio armenio y de su negacionismo, sino que confirmó algo que varios estudiosos señalan desde hace tiempo: es completamente imposible entender el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán sin integrar en él el discurso de la negación del genocidio producido en Turquía y adoptado por Azerbaiyán (bit.ly/3o8EFFp).

En este contexto el reciente reconocimiento del genocidio armenio en su 106 aniversario por Joe Biden (bit.ly/3sQqIwu) −igualmente en un momento del alejamiento político con el régimen de Erdogan (y sin, como antes, anteponer cuestiones de la OTAN, acceso a bases turcas, etcétera)− con lo que EU se unió al grupo de apenas 32 países que lo reconocen oficialmente, fue una vindicación de las víctimas. Protestó Ankara.

 Protestó Bakú, lamentando la falsificación de la historia y omisión de masacres cometidas por armenios (¡sic!). Cuando en 2015 el papa Francisco reconoció el genocidio armenio en nombre de la Santa Sede habló del primer genocidio del siglo XX. Atinó y erró: el primero fue la casi total exterminación de los herero y los nama (bit.ly/3hnxSWL) por los colonizadores alemanes en Namibia, reconocido de hecho como tal por Berlín, pero no por muchos más. El genocidio armenio aún espera por su reconocimiento universal. Muchos más están en la cola."                (Maciek Wisniewski, Other News, 28/05/21)

1/6/21

Macron admite en Ruanda la “responsabilidad abrumadora” de Francia en el genocidio

 "El presidente francés, Emmanuel Macron, abrió el jueves un nuevo capítulo en la compleja relación de Francia con Ruanda al reconocer la “responsabilidad abrumadora” de su país en el genocidio de 1994

En un discurso en Kigali, la capital ruandesa, Macron rechazó toda culpa y complicidad francesa en el asesinato de más de 800.000 ruandeses de etnia tutsi a manos del régimen hutu, pero admitió que París, aunque de forma involuntaria, tuvo un papel en el “engranaje que condujo a lo peor”. El anfitrión, Paul Kagame, aplaudió sus palabras.

 Macron no presentó excusas ni pidió perdón de forma explícita como hizo hace 21 años la antigua potencia colonial, Bélgica, pero en cambio indicó que Francia tiene “una deuda” hacia las víctimas y que son estas las que tienen “el don” del perdón. El presidente ruandés, Kagame, describió después en una rueda de prensa el discurso de su homólogo como un acto “de inmenso coraje” con “más valor que unas excusas”.

“Al estar hoy [por el jueves] aquí con humildad y respeto a vuestro lado, vengo a reconocer nuestras responsabilidades”, dijo el presidente de la República en el discurso de 14 minutos en el Memorial Gisozi. Allí están inhumados los restos de 250.000 víctimas del genocidio perpetrado hace 27 años por un régimen que había contado con el apoyo político y militar de Francia. Desde entonces, el papel de París y la resistencia francesa a asumir sus responsabilidades han envenenado la relación entre París y Kigali.

Macron pronunció un discurso denso que refleja su idea de la política de la memoria para un país que, como dice en una entrevista recién publicada por la revista Zadig, necesita “una mirada desacomplejada y lúcida” sobre el pasado con sus luces y sombras. Es uno de los ejes de su acción al frente de Francia, en la estela de su predecesor Jacques Chirac, que en 1995 fue el primer presidente en admitir la responsabilidad de Francia en la deportación y el exterminio de judíos durante la Segunda Guerra Mundial. “En la vida de una nación”, dijo Chirac, “hay momentos que hieren la memoria y la idea que uno se hace de su país”.

Macron recoge este espíritu. En los últimos meses, se han publicado sendos informes de historiadores: uno, sobre la guerra de Argelia entre 1954 y 1962, que todavía marca y divide a Francia; y el otro, sobre Ruanda, donde el país, según su presidente, “tiene un deber: el de mirar a la historia a la cara y reconocer la parte de sufrimiento que infligió al pueblo ruandés al hacer prevalecer el silencio durante demasiado tiempo en el examen de la verdad”.

La derecha y la extrema derecha francesas suelen acusar a Macron de caer en la autoflagelación. En el caso de Ruanda, se añade la incomodidad de los antiguos colaboradores del socialista François Mitterrand, presidente entre 1981 y 1995 y responsable último de los errores de Francia en Ruanda, según el informe encargado por Macron y publicado en marzo bajo la dirección del historiador Vincent Duclert.

“Solo los que atravesaron la noche pueden, quizá, perdonar, conceder el don, en este caso, de perdonarnos”, dijo Macron. “Lo recuerdo, lo recuerdo, lo recuerdo”, añadió en la principal lengua ruandesa, el kinyarwanda.

Francia ve el discurso como la etapa final en la normalización de la relación con Ruanda, que debería culminar con el nombramiento de un embajador francés, ausente desde 2015. Uno de los momentos más complicados llegó en 2006, con la ruptura de las relaciones tras la imputación de nueve altos cargos próximos a Kagame por el juez francés Jean-Louis Bruguière, que los acusó de estar detrás del atentado contra el avión en el que murió en 1994 el presidente ruandés Juvénal Habyarimana. El atentado marcó el inicio del genocidio de los tutsis.

Francia y Ruanda retomaron la relación en 2009. Al año siguiente, el presidente Nicolas Sarkozy admitió en Kigali “errores políticos” y “una forma de ofuscación” de Francia en Ruanda. Pero fue Macron, en el cargo desde 2017, quien fijó la plena normalización como prioridad. Apoyó a la ruandesa Louise Mushikiwabo para presidir la Organización Internacional de la Francofonía. Y cultivó como aliado en África a Kagame, que ha liderado con mano de hierro su país durante estas décadas y ganó las últimas elecciones con un 98,8% de votos. La oposición lamentó, en vísperas de la visita de Macron, que este “callase ante el reino autoritario y las violaciones de los derechos humanos”, informó la agencia France Presse.

El caso judicial contra los colaboradores de Kagame quedó sobreseído en julio de 2020, poco después de la detención en las afueras de París, donde vivía escondido, de Félicien Kabuga, considerado uno de los principales responsables del genocidio.

“Reconocer este pasado, que es nuestra responsabilidad, es un gesto sin contrapartidas”, dijo Macron. “Es exigencia hacia nosotros mismos y para nosotros mismos, deuda hacia las víctimas después de tantos silencios pasados, don a los vivos de quienes todavía podemos, si lo aceptan, calmar el dolor”.

3/5/21

Un genocidio de libro negado por motivos políticos... el armenio

 Soldados turcos posan tras el ahorcamiento de varios armenios en 1915 en Alepo, en Siria.AFP

 "La palabra genocidio no se había acuñado cuando se cometió el genocidio armenio. Pero fue este crimen contra la humanidad, que a principios del siglo XX marcó el arranque de una era de exterminios en masa, el que llevó al jurista polaco Raphael Lemkin a buscar un nuevo término que definiese una atrocidad que hasta entonces no tenía nombre: el empeño de asesinar en su totalidad a un grupo étnico o religioso por el solo hecho de existir.

No es la única paradoja que rodea la deportación y exterminio, sistemático y planificado, de hasta 1,5 millones de armenios por el Imperio Otomano entre 1915 y 1918. Existe un acuerdo sin fisuras entre los historiadores independientes de que se trata de un genocidio, sin embargo, solo ha sido reconocido por 30 países –el último fue Estados Unidos la semana pasada a través del presidente Joe Biden; España no lo ha hecho todavía–. Turquía considera una ofensa, e incluso un delito dentro de la sección 301 del Código Penal, la utilización de ese término y engloba esas matanzas dentro de la Primera Guerra Mundial.

 “El genocidio armenio es un hecho establecido entre los académicos”, explica desde Estados Unidos Taner Akçam, director del Centro de Estudios del Holocausto y los Genocidios en la Universidad Clark (Massachussets). Definido por The New York Times como “el Sherlock Holmes del genocidio armenio”, ha dedicado toda su carrera a buscar y publicar pruebas que demuestran que el asesinato de armenios no fue un pogromo desorganizado y espontáneo, sino una política de Estado de los llamados Jóvenes Turcos, que tomaron el poder en 1908 y se mantuvieron hasta 1918, cuando tras la Primera Guerra Mundial se disolvió el Imperio Otomano. En la historia otomana, la violencia contra los armenios, y los cristianos en general, era cíclica (entre 1894 y 1896 fueron masacrados 200.000 armenios), pero hasta entonces nadie se había marcado como objetivo el exterminio total.

“Incluso entre el establishment estadounidense”, prosigue Taner Akçam, “en el Congreso o en la Administración, no hay ninguna duda de que lo que ocurrió con los armenios puede ser calificado de genocidio. El presidente tuvo dudas en usar el término por motivos políticos. Fue algo muy planificado. Y puedo demostrar fácilmente que tenemos más evidencias documentales del genocidio armenio que del Holocausto. Tenemos unos cuantos telegramas autentificados que muestran claramente la intención genocida de las autoridades otomanas”.

En libros como A Shameful Act: The Armenian Genocide and the Question of Turkish Responsibility o Killing Orders: Talat Pasha’s Telegrams and the Armenian Genocide, Akçam revela telegramas encriptados del ministro del Interior de los Jóvenes Turcos, Talat Pasha, asesinado en 1921 por un militante armenio, que no dejan lugar a dudas sobre sus intenciones. Durante años, el Gobierno turco aseguró que eran falsificaciones, pero, tras un trabajo detectivesco, Akçam demostró que eran auténticos.

En uno de ellos, en septiembre de 1915, al principio de las matanzas, Talat Pasha ordenaba: “El Gobierno ha decidido eliminar totalmente a todos los armenios que viven en Turquía. (…) Sin prestar atención a si son mujeres, niños o enfermos. Por muy trágicos que puedan parecer estos métodos de exterminio, se debe poner fin a su existencia, sin escuchar nuestra conciencia”. Aunque los originales fueron destruidos, Akçam encontró fotografías de esos telegramas en Nueva York en 2015.

Existen evidencias que señalan que los nazis, antes del Holocausto, durante el que fueron asesinadas seis millones de personas, tomaron nota de lo ocurrido en Turquía para su proyecto de exterminar a los judíos europeos. “El 22 de agosto de 1939, Hitler dio un discurso a sus generales sobre la próxima guerra con Polonia”, explica el historiador estadounidense Benjamin Carter Hett, autor de The death of democracy sobre la llegada de Hitler al poder. “Hay tres transcripciones diferentes de lo que dijo. Una de las transcripciones, la menos fiable, le cita diciendo ‘¿Quién, después de todo, habla hoy de la aniquilación de los armenios?’. Las otras dos transcripciones no contienen esta cita”. El hecho de que esta transcripción circulase tras una información de The New York Times en 1945 demuestra que, ya desde los años cuarenta, se establece una relación entre las masacres de armenios y judíos.

“Indudablemente tuvo mucha influencia en Lemkin como modelo de estudio y lo cuenta en su autobiografía”, explica el magistrado José Ricardo de Prada, uno de los mayores expertos españoles en justicia internacional y que participó en el tribunal de apelación de la sentencia contra el genocida serbio Radovan Karadzic. “Probablemente formó parte de lo que quería englobar su concepto, lo que ocurrió es que este concepto no se trasladó, al menos del todo, a la definición que se contiene en la Convención de Genocidio y que luego se ha convertido en la definición penal de genocidio en los estatutos de los Tribunales internacionales y en los códigos penales de la mayoría de los Estados. Esta definición es mucho más limitada”.

 Samantha Power, que fue embajadora ante Naciones Unidas bajo el presidente Barack Obama, ganó en 2002 el premio Pulitzer con A Problem from Hell. America in the Age of Genocide. Allí relata cómo Lemkin, siendo estudiante en la ciudad de Lviv (entonces Polonia, ahora Ucrania), tuvo una discusión con un profesor que justificaba las matanzas de armenios sosteniendo que al fin y al cabo un Gobierno tenía derecho a hacer lo que quisiese con sus ciudadanos, incluso asesinarlos “como un granjero que matase a sus propios pollos”. De la indignación que le provocó aquella discusión surgió la idea de que tenían que existir unas leyes, por encima de los Estados, que castigasen esos crímenes. El jurista británico Philippe Sands relata en su libro Calle Este-Oeste, sobre el nacimiento de los conceptos de genocidio y crímenes contra la humanidad, que Lemkin señaló: “Se asesinó a una nación y se dejó en libertad a los culpables”.

“En el genocidio armenio no hubo una persona como Hitler”, señala por su parte Taner Akçam preguntado sobre las diferencias entre los dos crímenes contra la humanidad. “El genocidio fue una decisión de un partido político, el Comité de Unión y Progreso, implementada por un partido político. Esta es una de las principales diferencias entre el Holocausto y el genocidio armenio. La otra es que los Jóvenes Turcos no tenían una ideología racista que podamos comparar con la de los nazis. Eran nacionalistas, sin duda, pero tomaron la decisión genocida porque consideraron que la mera existencia de los armenios era una amenaza para el Imperio y pensaron que podían eliminar esta amenaza al asesinar a todos los armenios”. El pretexto que esgrimieron los Jóvenes Turcos para lanzar las matanzas fue que los armenios se iban a alinear con los rusos en la Primera Guerra Mundial.

El genocidio fue una mezcla de deportaciones masivas hacia los desiertos de Siria, que entonces formaba parte del Imperio otomano, y asesinatos en masa, de las formas más brutales. La limpieza étnica fue total. “Pueblo tras pueblo, ciudad tras ciudad, eran vaciadas de su población armenia”, escribe el narrador estadounidense de origen armenio Peter Balakian en su emocionante libro La suerte del perro negro, que publicará el Instituto Berg de Derechos Humanos en julio. Balakian mezcla los recuerdos de su familia –superviviente del genocidio– con el relato histórico de las persecuciones y narra también otra consecuencia de las matanzas: la diáspora armenia.

Ni el Holocausto ni el genocidio armenio lograron cumplir su objetivo final, borrar de la faz de la tierra a judíos y armenios. Sin embargo, sí lograron destruir culturas milenarias, la de los judíos de Europa del Este y la de los armenios de Anatolia. Tanto Auschwitz como en Deir ez-Zor, el campo en el desierto sirio donde decenas de miles de armenios fueron matados de hambre, los cementerios hebreos abandonados y las sinagogas olvidadas de Polonia o las ruinas de Ani, la capital medieval armenia, arrasada en 1921 por las autoridades de la naciente Turquía, recuerdan las ausencias que dejó atrás el horror del siglo XX, el silencio de las víctimas y el error de olvidar."                   (Guillermo Altares, El País, 01/05/21)

29/3/19

El concepto de genocidio y sus límites

"La sentencia definitiva contra el líder político de los serbios de Bosnia, Radovan Karadzic, constituye una anatomía de las atrocidades cometidas durante el conflicto que arrasó la antigua república yugoslava entre 1992 y 1995. 

Sin embargo, el juez español José Ricardo de Prada, que ha formado parte del tribunal que ha resuelto la apelación, considera que la sentencia se ha quedado corta en un terreno fundamental, el genocidio, y por eso ha emitido un voto particular.

 “La sentencia en primera instancia contribuyó a construir la verdad sobre lo ocurrido durante la guerra y la sentencia en apelación podría haber construido todavía más los hechos”, explica por teléfono desde Holanda este magistrado de la Audiencia Nacional, a la que se reincorpora en abril, con una amplia experiencia en derecho internacional y que fue miembro de la Sala de Crímenes de Guerra de la Corte de Bosnia-Herzegovina entre 2005 y 2008.

El primer fallo contra Karadzic del Tribunal Internacional de La Haya para la antigua Yugoslavia (TPIY) tuvo lugar en 2016 y marcó dos hitos muy importantes. Ambos han sido confirmados en el segundo fallo, que se conoció el miércoles.

El primero es que consideraba que Karadzic era culpable de los crímenes cometidos contra la población musulmana y croata al mismo nivel que el jefe militar, Ratko Mladic, quien los ejecutó. De hecho, la apelación eleva la pena de Karadzic por genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra hasta la cadena perpetua, la misma que fue impuesta a Mladic en 2017.




“La figura que se utiliza es ‘empresa criminal conjunta’. A partir de la primera sentencia se empezó a introducir este tema: la relación de la autoría intelectual con la autoría material, como la asociación delincuencial del derecho español”, explica el juez De Prada.

 “No responden solo aquellos que ejecutan materialmente los actos, sino también los autores intelectuales. Es una figura que se utiliza a la hora de juzgar el tráfico de drogas u organizaciones terroristas, porque si no sería imposible imputar a los jefes”.

Pero la primera sentencia contra Karadzic se convirtió en histórica porque confirmó que en Europa, a finales del siglo XX, con la presencia de tropas internacionales, se cometió el que muchos juristas consideran el peor crimen posible: el genocidio. Se trata de un concepto acuñado por el polaco Raphaël Lemkin tras la Segunda Guerra Mundial, cuando necesitó construir una palabra nueva para describir la Shoah.

 Figura en el derecho internacional desde 1948 como “el intento de exterminar total o parcialmente a un grupo nacional, étnico o racial” y ni siquiera se aplicó a los jerarcas nazis en Nuremberg porque todavía no estaba vigente. Existen muy pocos genocidios reconocidos por el derecho internacional y lo que los radicales serbios hicieron a los musulmanes en Bosnia se convirtió en uno.

Se trata de un crimen sumamente difícil de probar porque se debe demostrar con pruebas y testimonios la voluntad de exterminio, esto es, no solo que se hayan cometido crímenes masivos, sino que el objetivo de esos crímenes es el intento de exterminar a los miembros de un grupo solo por el hecho de haber nacido en él.

 En la primera sentencia de Karadzic el tribunal consideró que esto es lo que había ocurrido, pero solo en la matanza de Srebrenica, cuando en julio de 1995, al final de la guerra, fueron exterminados 8.000 varones musulmanes en esta ciudad bosnia en una masacre diseñada y ejecutada por Karadzic y Mladic.

El TPIY consideró que en el resto del país se habían producido crímenes de guerra y contra la humanidad, que miles de musulmanes habían sido expulsados mediante el terror, que se habían producido violaciones masivas e internamientos en campos de concentración, pero no había quedado demostrado el propósito genocida. En su voto particular José Ricardo de Prada considera que se trata de una oportunidad perdida para la justicia internacional para poder ensanchar el perímetro en el que se aplica el delito de genocidio.

“En Srebrenica está muy claro, porque queda demostrado que Karadzic tenía información puntual y un conocimiento muy específico”, explica el juez español. En su voto particular defiende que una definición de genocidio basada solo en el concepto de “intento” no tiene sentido y que debería basarse en algo mucho más objetivo, en este caso en los crímenes contra musulmanes y croatas, perseguidos solo por el hecho de serlo.

“No se extiende el concepto de genocidio a otros lugares donde se ha producido limpieza étnica dentro de un plan para aterrorizar a la sociedad civil. Esto solo se consigue a través de actos genocidas, pero el tribunal considera que existe una duda razonable a la hora de demostrar el intento de exterminio total. El concepto de genocidio se ha blindado hasta el punto que es casi imposible demostrar. Es una sentencia muy importante, histórica, que fija la verdad sobre lo ocurrido en Bosnia. Pero creo que se queda corta”.                  (Guillermo Altares, El País, 26/03/19)