Mostrando entradas con la etiqueta Soldados: Intensidad de la guerra. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Soldados: Intensidad de la guerra. Mostrar todas las entradas

8/9/20

Canibalismo en las guerras carlistas. Se comían a los prisioneros...

 "La periodista, escritora e historiadora especialista en el carlismo Concha Rodríguez ha destacado los "niveles de violencia" durante la Primera Guerra Carlista y ha detallado episodios de canibalismo por parte de los carlistas. La historiadora, que ha concedido una entrevista s a e-notícies, ha explicado que "los niveles de violencia llegan a cuotas" que sobrepasaban a las del siglo XIX y la ha descrito como una "guerra brutal", por lo que se considera "la última guerra primitiva".

"Hay un relato de un médico que explica que los carlistas tomaron prisioneros liberales y los trasladaron desde una parte de Aragón hasta otra, pasando por Cantavieja, Peñaroya de Tastavins. Fueron casi desnudos por encima de la nieve y cuando salió la luz del día por la mañana fueron a ver quién estaba muerto para comérselo, porque llevaban días sin comer. Canibalismo" ha explicado la periodista.

"Hay otro relato de un médico que tiene relación con esto que explica que fueron a buscar comida y encontraron huesos de animales y se comieron los huesos. Los niveles de salvajismo a la primera guerra carlista son brutales" ha detallado la historiadora experta en carlismo.

"La Primera Guerra Carlista se dice que es la última guerra primitiva porque los niveles de violencia alcanzaban cuotas que en el siglo XIX ya no se llevaban. Incluso los ingleses intentaron poner orden, que hubiera intercambio de prisioneros, que a prisioneros no se les torturara, los ingleses intentaron interceder porque era una guerra brutal" ha apuntado Rodríguez.

Concha Rodríguez ha publicado 'Los exilios de Ramón Cabrera' (Cegal), una biografía que "resuelve algunos de los enigmas que han gravitado sobre los exilios de Ramón Cabrera y su metamorfosis ideológica, del carlismo antirrevolucionario al liberalismo moderado".      (e-notícies, 05/09/20)

18/11/12

Algunos soldados hablan de excitación, placer incluso. “La experiencia es muy intensa, no hay nada comparable a que te disparen"

"Le observo las manos, delicadas, de dedos finos —en el anular la alianza le queda grande, y también el reloj, un viejo modelo clásico, en la muñeca—. Me cuesta imaginar esas manos manejando un arma tan mortífera como la ametralladora M-240 B de 7,62 milímetros (12 kilos y medio, casi un millar de balas por minuto), la que usaba en Irak. Es zurdo, le pregunto si eso es una desventaja para usar armas. Enrojece. “En este mundo ser zurdo es malo para todo”. (...)

Kevin Powers (Richmond, Virginia, 1980), pese a los tatuajes, no se ajusta en absoluto a la idea que puedes tener de un veterano de guerra estadounidense. Tímido, tranquilo, reflexivo, de rasgos finos y apariencia delicada, tiene una voz suave y unos bonitos ojos marrón verdoso que miran con sensibilidad e inteligencia. Además es poeta. 

 Powers, que sirvió un año en Irak (2004- 2005) como ametrallador en una unidad de infantería, ha escrito una (primera) novela excepcional sobre la contienda en la que participó, Los pájaros amarillos (Sexto Piso, 2012), aplaudida unánimemente por la crítica anglosajona, que la elevan a la categoría de clásico, y saludada por Tom Wolfe, nada menos, como “el equivalente de Sin novedad en el frente en las guerras árabes estadounidenses”.

Dotada de un extraño lirismo que hace pensar en La delgada línea roja, la película de Terrence Malick —trazadoras sobre campos de jacintos entre la niebla del Tigris, “la guerra intentó matarnos en primavera (…) era paciente y le daba igual que te amaran muchos o ninguno”— , sin dejar de mostrar todo el salvajismo y la atrocidad del combate, Los pájaros amarillos narra a saltos, yendo adelante y atrás, en Irak, en el campamento de instrucción en Nueva Jersey, en los hogares en Virginia, y en la base en Alemania, la peripecia del soldado John Bartle, de 21 años, que ha prometido a la madre de un camarada de 18, Murphy, cuidar de él. Un empeño en el que —se revela desde el inicio— fracasa. (...)

¿Por qué fue a Irak? “Bueno, estaba en el ejército, mi unidad fue, tenía que ir. Cuando me alisté no estábamos en guerra. Luego sentí que tenía la obligación, con respecto a mis compañeros”. ¿Y por qué se alistó? “No hay una respuesta sencilla. Era muy joven, tenía 17 años, en EE UU no es raro hacerlo, mi familia no tenía muchos recursos y el ejército te financia los estudios; mi padre fue soldado en Vietnam, mi abuelo en la II Guerra Mundial. No se si volvería a hacerlo”.

Estuvo en el ejército ocho años. Uno en Irak. En la tercera brigada de la segunda división de infantería. Dice que fue un reto porque de manera natural no encajaba en la vida militar y la adaptación le fue difícil. En Irak protegía a una unidad de desactivadores de bombas —un reflejo de esa tarea aparece en la novela en el episodio del cadáver bomba amarrado a un puente—.

Powers sirvió en Mosul y Tal Afar, escenarios representados en la novela en la ficticia Al Tafar. ¿Estuvo bajo el fuego? “Sí”. ¿Podría explicarlo? “Me disparaban, balas, cohetes, morteros; patrullas, avances retiradas, emboscadas, no sé qué quieres que te cuente”. ¿Qué sentía en combate? Powers se mira las manos. 

“He tratado de describir la realidad de las circunstancias. Es algo muy intenso pero a la vez transmite una fuerte sensación de irrealidad. Ves lo grave de la situación, pero la aceptas. El área que controlas es muy pequeña, hay mucho azar alrededor. Tienes que dejar mucho al destino”. 

¿Hay espacio para pensar? “En realidad no, es una experiencia eminentemente física, hasta que vuelves, entonces piensas mucho”. Algunos soldados hablan de excitación, placer incluso. “La experiencia es muy intensa, no hay nada comparable a que te disparen.

 El nivel en que tus sensaciones se incrementan es brutal. Parte de la dificultad al volver es saber que nunca experimentarás nada tan fuerte. Nunca te sentirás tan vivo”. ¿Bajo el fuego eres consciente de la posibilidad inminente de muerte? “Sí, ves a gente que muere. 

Pero es más después, al acabar, entonces te llega de golpe la sensación del peligro que has pasado. En pleno combate no tienes el pleno control consciente de tu cuerpo, responde pero sin pensar. Hay miedo, por supuesto”. El entrenamiento ayudará. “Exacto, en el fondo todo es para eso”.

¿Mató a alguien? Powers se mira las manos. “No lo sé”.. Pero disparó a gente… “Sí”. ¿Es una cuestión de pudor?, ¿le produce vergüenza? “Sí, posiblemente. ¿Cómo describirlo? Quizá sea un rasgo para proteger la cordura el no ser consciente de si has matado". Algunos estarían orgullosos, se vanagloriarían. 

“Puede, seguro. No en mi entorno, no vi a nadie jactándose. No vi a nadie disfrutando de la guerra. Esa parte oscura. En uno de mis personajes, el sargento Sterling, hay algo de ese lado”. ¿Hacer literatura de la guerra no traiciona su esencia, no la embellece e intelectualiza de alguna manera?

“No, es como mirarla al microscopio, ves partes que no habías visto. Escribir de la guerra no es traicionarla sino destilarla, con los detalles la iluminas”. ¿Qué opina de la guerra? “Es producción masiva de muerte. 

Algo que solo puede inspirar repulsión. No creo que se pueda malinterpretar mi novela en ese aspecto”. ¿Y no es eso antipatriótico? “No, yo amo a mi país, y contar la verdad es un acto patriótico, no quiero que mis conciudadanos sacrifiquen sus vidas por intereses políticos, en Irak o en Afganistán. 

No me considero una persona política pero para mí es obvio que la versión que nos daban de lo que pasaba y lo que pasaba en realidad no coincidían. Empezando por las inexistentes armas de destrucción masiva iraquíes y siguiendo por la absurdidad de que los iraquíes representaran un peligro para los Estados Unidos”.  (...)

Es consciente de que no se librará nunca de la guerra, pero cree que la experiencia, aunque no se la recomienda ni desea a nadie, tiene algún elemento positivo: “Entiendes de verdad qué frágil y preciosa es la vida, aunque eso no es exclusivo de la guerra, una enfermedad o cualquier otro suceso traumático también te lo puede enseñar”        (El País, 27/10/2012)

13/4/11

"Cuando se entra en combate el individuo se subyuga al grupo porque esa es la única manera de sobrevivir"


Imagen del documental Restrepo (2010), de Sebastian Junger y Tim Hetherington, rodado en 2008 en el valle de Korengal, en Afganistán, y premiado en el Festival de Sundance

"La idea del libro fue evolucionando poco a poco. En mi segundo viaje a la zona comprendí cómo de importante y tremendamente adictivo es el vínculo que se establece entre los soldados que se encuentran en el frente.

Cualquier historia de las muchas que se han escrito sobre la guerra en esencia trata de eso", recuerda. "Los soldados suelen echar mucho de menos ese vínculo tan peculiar cuando regresan a sus casas y esto a los civiles les cuesta mucho entenderlo". (...)

Junger, licenciado en Antropología, se propuso elaborar una anatomía del valor y atacar este asunto desde múltiples perspectivas con la experiencia directa de los soldados como cuerpo central de la historia. El resultado resulta intenso.

En el libro reconstruye sin tapujos cada detalle de la vida en el frente: la tensión, el tedio, la agresividad, el compañerismo y el miedo. "He intentado averiguar cómo alguien llega hasta el punto de arriesgar su vida por otra persona. Cuando se entra en combate el individuo se subyuga al grupo porque esa es la única manera de sobrevivir", explica.

"Los civiles básicamente saben de la guerra a través de Hollywood, así que no entienden lo confuso que resulta todo, la mecánica del combate, el procedimiento. Allí no sientes que quienes te disparan te odian. Un ataque de artillería es como un problema de álgebra y no puedes dejar que la ira se interponga. Las emociones afloran después, cuando ya no estás luchando".

Junger derriba con prosa clara y contundente tabúes e ideas preconcebidas sin omitir rivalidades, envidias, ni escenas poco gloriosas. "Tengo mucho respeto por los soldados, si hablo de cosas que me hicieron sentir incómodo y las pongo en contexto no pasa nada.

Todo el mundo en una circunstancia determinada puede hacer o decir cosas y eso no significa que seas así. Estos tipos matan a gente y pensar que no hacen otras cosas es descabellado, no tratar todo esto sería poco honesto", asegura.

Los cientos de soldados y veteranos que se le han acercado en las muchas lecturas y presentaciones públicas en las que ha participado desde que se publicó el libro han acabado de convencerle: "Muchos me dicen que les he ayudado a entenderse a sí mismos". (...)

Las consecuencias de estar expuesto al combate, sin embargo, parecen ser las mismas, antes y ahora. El llamado síndrome de estrés postraumático y los problemas de adaptación que sufren los jóvenes que regresan del frente yacen bajo las crudas descripciones de Guerra. "En el frente el problema es que esto anula tu capacidad para luchar", explica.

"Este tipo de trauma es ancestral y los humanos responden así a estas situaciones. Se trata de cicatrices que permanecen siempre: la guerra mental nunca se termina. Cuando has perdido a tus mejores amigos y han caído delante de ti cubiertos en sangre, la idea de una recuperación total es demasiado". (...)

"La narración lineal no iba a funcionar porque no había al final una batalla culminante. Durante los cinco primeros meses ocurrieron las cosas más llamativas, luego los soldados aprendieron a combatir y empezaron a matar al enemigo de forma contundente.

Al final estaban dando patadas al reloj, listos para irse. Opté por ir más al fondo y hablar de las emociones primarias que se experimentan en la guerra, y explicar así la psicología, la neurología y la antropología del valor". Tampoco quiso incluir Afganistán en el título. "Las experiencias que retrato son eminentemente universales". (El País, Babelia, 09/04/2011, p. 12/3)

5/4/11

"Los excombatientes no tenían quien los escuchara"... pero yo tuve la suerte de caer en un grupo de fútbol"

"Así es que, cuando se armó la campaña de Malvinas, me convertí en apuntador de ametralladora. Zunino siempre me decía: 'Usted viene conmigo". (...)

"Al principio, vivíamos en pozos", dice el técnico; "como los temporales de agua y nieve eran constantes, se inundaban. Para refugiarnos construimos casamatas. Pero entonces nos hacíamos visibles. Cuando prepararon el ataque final, los británicos buscaron destruir todos nuestros radares con helicópteros.

Una noche confundieron mi casamata con un radar y nos atacaron. Nos estaban bombardeando desde los buques y no escuchábamos ni veíamos nada. Pero, de casualidad, el capitán detectó el helicóptero y nos llamó para derribarlo.

En el momento en que salimos, caminamos 10 o 15 metros y vimos el resplandor de las coheteras. Mi compañero Sergio Leal hizo cinco metros. Yo, unos 10. La casamata estalló. La onda expansiva nos tiró contra el piso. Cuando vimos al capitán, le dije: "Sin querer, nos salvó la vida". (...)

Habla de la experiencia del combate como de un suceso precipitado, alienante, siempre vinculado al contacto con su arma de 11 kilos, la ametralladora MAG, y con los efectos de la adrenalina.

"Hacía 20 grados bajo cero, pero, cuando tienes que desplazarte en la oscuridad y hacer movimientos para efectuar el tiro, la ropa te molesta. Sientes mucho calor. Sin siquiera darte cuenta, acabas en mangas de camisa".

Muchos de los 10.000 conscriptos veteranos de Malvinas nunca encontraron una ocupación al regresar. Hasta 2004 no cobraron una pensión. El Estado la fijó en 700 pesos mensuales (unos 200 euros) retroactivos. Según publicó Edgardo Esteban en Página 12, los efectos psicológicos provocaron más de 500 suicidios.

"La reinserción fue durísima", recuerda De Felippe; "aquí se tapó todo. No se hablaba. Somos un país que no está acostumbrado a la guerra como otros. Mi madre, que aún vive, nunca me preguntó cómo me fue.

Ni mis amigos ni mi familia estaban preparados para preguntarme nada. Era una situación rara. Ibas a ver a tu grupo de amigos y se hacía un silencio. Un vacío. No sabían cómo abordarte, cómo relacionarse. Nadie te preguntaba: '¿Cómo estás? ¿Qué te pasó?'. Al principio, la Administración lo tapó todo bajo la alfombra".

"La nuestra es una sociedad muy exitista", reflexiona; "lo relaciono también con el deporte. En Argentina, si no ganas, eres un desastre. No sirves. Tal vez nos marcó el hecho de que la guerra se perdiera. Los combatientes fuimos los derrotados".

La mayoría de los veteranos regresaron a un mundo incomprensible. Un país en transformación. Una sociedad moralmente desorientada. De Felippe tenía 19 años y se aferró al fútbol, que es un orden, un lenguaje, y una manera de pensar.

"Yo jugaba de cinco", dice; "regresé de Malvinas y me tuvieron tres días en los cuarteles. Nos dieron ropa y comida y nos largaron a la sociedad. Ahí mismo volví a Huracán. Entonces el fútbol me volvió a salvar la vida. Me ayudó a reinsertarme".

"Los excombatientes no tenían quien los escuchara", dice De Felippe; "pero yo tuve la suerte de caer en un grupo de fútbol, como son todos los de 30 jugadores en cualquier club del mundo. En Argentina los futbolistas se destacan por la desinhibición para jugar y para expresarse dentro de una cancha. El primer día de concentración, en la cena, los compañeros me llamaron: 'Ven, siéntate aquí.

¡Cuéntanos! ¿Qué te pasó allí?'. Quizás esas simples palabras fueron las que le faltaron a todos los excombatientes. Yo tuve la suerte de poder liberar así todas esas cosas que llevaba dentro. Por eso digo que el fútbol me salvó la vida varias veces: me dio la motivación para volver de Malvinas a cumplir mi sueño de ser jugador y me permitió sentirme uno más dentro de un grupo".

En el clima frenético del fútbol argentino, De Felippe reconoce que es un elemento extraño. "La guerra me enseñó que la vida no pasa por los resultados del fútbol", dice; "los entrenadores en Argentina nos sentamos en la silla eléctrica domingo a domingo. Yo, no. Yo soy un obsesivo del trabajo diario. Pero, si pierdo, la amargura no me dura más de 10 minutos". (El País, 04/04/2011, p. 54)

25/2/11

"Lo único que recuerdo de aquel momento eran sus ojos, de un azul glacial, como los de mi hermano. ¡No era posible que O'Neill estuviera muerto!"

"Cuando se tiene esta frase: "la mala noticia es que no dormiremos mucho esta noche, pero la buena es que mataremos a unas cuantas personas", hay que lograr publicarla. No importa tanto que uno sea escritor como que esté implicado hasta las cejas en las guerras de Irak o Afganistán. (...)

"Había experimentado antes cientos de ataques aéreos en mis entrenamientos. Pero esto era de verdad... Tres, dos, uno... La cuenta atrás del impacto de las bombas y, de repente, vuelan por los aires dos camiones repletos de talibanes. Sólo quedó metal retorcido y pedazos de carne quemada junto a la carretera". (...)

"Cuando estén bajo el fuego, ninguno de estos hombres dudará en disparar contra el enemigo", relata Fick. "En la Segunda Guerra Mundial, cuando los marines desembarcaban en las playas, muchos de ellos nunca disparaban un solo tiro. Dudaban. Pero estos tipos no".

Y termina Fick preguntándose: "¿Han visto lo que han hecho con ese pueblo [iraquí]? Lo han jodido totalmente, lo han destrozado; estos chicos no tienen ningún problema en matar". (...)

"No se trataba de un ejercicio o una película", dice Craig M. Mullaney, licenciado en West Point y autor de The unforgiving minute. "Aquéllos eran soldados de verdad con sangre de verdad a quienes sus familias esperaban en casa".

Mullaney reconoce que, en parte, escribió el libro como catarsis para superar la muerte de un hombre bajo su mando, el soldado O'Neill. "¿Qué hice mal?", se cuestiona el capitán del Ejército cuyo grupo cayó en una emboscada de Al Qaeda en la frontera entre Afganistán y Pakistán.

"Lo único que recuerdo de aquel momento eran sus ojos, de un azul glacial, como los de mi hermano. ¡No era posible que O'Neill estuviera muerto!". (...)

"sentándome en el Internet-café de la base y con los oídos todavía pitándome por cualquiera que hubiese sido la experiencia de ese día, me ponía a teclear como un loco", describe Buzzell, a quien convencieron para unirse a la guerra diciéndole que en el Ejército se estaba mejor "que en un jodido Club Med de vacaciones".

La guerra le costó al soldado Buzzell su matrimonio y le ha dejado en herencia un diagnóstico de estrés postraumático que le evitó ser enviado a Irak en un segundo turno.

Pero ni su libro ni los de sus antiguos compañeros de filas son un alegato contra la guerra. De hecho, muchos de ellos la apoyan y la defienden. Nunca la cuestionan. Sólo la relatan." (El País Semanal, 07/03/2010, p. 12 ss.)

2/9/10

El placer de la guerra

"He venido hasta aquí en este final de agosto achicharrante siguiendo el rastro de un aviador, Juan Ramoneda Vilardaga, piloto de monoplazas Polikarpov I-16 Mosca, que voló desde Santa Oliva en misiones de caza. De Ramoneda (Ripoll, 1916-Barcelona, 2005) se acaban de editar sus extraordinarias memorias inéditas de guerra ¡Muera la muerte!, España 1936-1939 (Lectio Ediciones), por las que merece pasar a formar parte de la selecta escuadrilla de nuestros aviadores favoritos. (...)

Nuestro hombre, un valiente que se creía antihéroe, que tenía un envidiable porte chulesco a lo Brando y le daba a la ratafía, fue piloto de la legendaria 1ª escuadrilla de moscas cuyo emblema era Betty Boop. "La vida es para vivirla y para gozarla en toda su intensidad", escribe el aviador comunista, que califica la Guerra Civil de "maldita guerra española". De lo insólito de su tono da fe el que al hablar de sus victorias lo hace sin regodearse: "Pude contemplar en diez ocasiones (con bastante seguridad) cómo un avión enemigo caía incendiado a causa de las ráfagas que yo le había disparado".

Y sin hurtar ni un ápice de lo terrible del asunto: "A los pilotos que tripulaban aquellos diez aviones no sé, al final, qué les ocurrió. Desearía, de verdad, que todavía vivieran los diez pero por desgracia creo que la mayor parte de aquellos infelices murieron de la manera más horrible que quepa imaginar... quemados vivos". (...)

No crean que tenía una visión idealizada de la guerra aérea, peliculera, de pañuelitos en el cuello, barones rojos (bueno, rojos sí), arrebatadoras antiparras y caballerosidad. No: los combates en el cielo son "una bestialidad", una mezcla de odio, ira y sadismo, y atracción por el peligro.

Ramoneda cuenta la ocasión en que vio a un camarada de veinte años que desde la barbilla a los ojos tenía un agujero monstruoso. "Me dije a mí mismo que nunca volvería a visitar a un compañero en un hospital con la cara quemada. De lo contrario no sé si hubiera tenido los cojones suficientes para volver a coger un avión e ir al frente".

Pero el señor de los moscas también experimentó el lado más maligno de la caza aérea: sentir "la transformación del ser civilizado en bestia incontrolada" que dispara con saña las cuatro ametralladoras de su avión rociando mortalmente el fuselaje del aparato enemigo; la "alegría de contemplar su lento descenso", el "morbo" de observar que el rival no salta en paracaídas, que "se va a dar el batacazo". Un relámpago de fuego: "El final de tu enemigo, que se joda".

Con Ramoneda he conocido el "pipí del miedo", el que se hace antes de subir a la carlinga para despegar; la forma en que un instructor ruso te llamaba gilipollas, el afán de pillar a un rutilante Messerschmitt 109 (tumbó cuatro, y seis Fiats), y lo que es participar en una batalla de cazas: aviones que caen trazando estelas de humo como el cabello al viento de una mujer, otros entrando en barrenas rapidísimas, paracaídas que se abren "como una gran flor con su brillante seda bajo los rayos solares". (...)

Ramoneda, aunque rudo, escribe en su libro cosas como: "Todo lo que incluía el hecho de volar era bello". Y recuerda con aérea felicidad las locas acrobacias y la manera en que en Kirovabad las avutardas les seguían durante los vuelos de entrenamiento y jugaban con los aviones como delfines del cielo." (El País, 28/08/2010, p. 49)

24/10/08

El soldado y el superviviente

"Una desoladora y vibrante conversación entre los escritores Arkadi Bábchenko y Emir Suljagic sobre sus respectivas experiencias en Chechenia y Srebrenica.

Bábchenko. ¿Quiere que hablemos de nuestras sensaciones íntimas? ¿De la guerra?, ¿de la muerte? ¡Se puede hablar mucho rato de eso! Estuve en dos ocasiones en la guerra en Chechenia, de hecho puedo decir que viví dos guerras distintas. La primera vez fui como conscripto. Tenía 18 años, era un crío, la guerra me pareció un agujero negro sin esperanza. Me obligaron a ir después del campamento, con su dedovschina, las novatadas, en las que te rompían los dientes -como a mí- o te colocaban una estrella de la gorra al rojo, candente, sobre el cuerpo; me dieron una metralleta y me dijeron: "Ataca, muchacho, y defiende el régimen constitucional de la patria". De Chechenia sólo sabía que estaba al sur. Mi unidad era el Regimiento de Artillería Motorizada 429, conocido como Cosacos de Kubán o Mozdok-7, llevábamos Kaláshnikov y lanzagranadas. No tenía amigos en el sentido de la palabra, en eso Erich Maria Remarque no dijo la verdad o nuestra guerra era diferente. Cada uno respondía de sí mismo.

Suljagic. ¿Qué me provoca oír tu testimonio, Arkadi, el relato de un soldado? Hay una diferencia importante. En buena parte mi experiencia no es la guerra, sino la limpieza étnica. En mi situación, Arkadi, experimentaba una violencia unilateral pura y dura. Fui objeto pasivo de esa violencia por el mero hecho de haber nacido en un lugar determinado con unas características determinadas. En esas circunstancias no tienes ninguna salida. Van a por ti sólo por ser quién eres. Yo no luché, no he matado, no he disparado. Pero lo que dices, Arkadi, me resulta familiar. Mis amigos eran soldados. Entiendo de qué hablas.

B. Mi primera etapa no la llamaría historia de un soldado. Ni siquiera vi a los chechenos. De alguna parte salían disparos y yo disparaba hacia allí. Yo era sólo carne de cañón. La segunda vez, cuando me enrolé voluntario, era mayor, ya adulto, con 23 años. Fue una opción personal. No experimenté el pavor horroroso de la primera vez, podía controlarme, tomar decisiones. ¿Por qué regresé? Al volver a casa la primera vez encendí la tele. Piensas que la guerra está en todas partes, que todo el mundo la vive. Y lo que vi en la televisión fue un programa del corazón, frívolo. Me sentí fuera de lugar. A dos horas de allí se estaba matando gente. Cuando empezó la segunda guerra simplemente me fui para allá. No fui a la guerra, hui de un mundo que me parecía absurdo.

S. A veces es más difícil sobrevivir que morir.

B. Morir es facilísimo, no hay en ello ningún problema.

S. Me reconozco mucho en lo que dices. La guerra era mi vida. Me marcaba cada paso de mi vida, cada segundo, como una totalidad. Es increíble cómo puedes echar de menos la intensidad de la vida durante la guerra.

B. ¿Incluso como víctima?

S. Por supuesto, es una experiencia total. Las cosas que viviste entonces son irrepetibles. Puede sonar monstruoso, pero hay veces que cambiaría todo por diez minutos de entonces, experimentar de nuevo aquel mundo desaparecido que ya no existe. Volver a ver a los amigos muertos, formar parte de la comunidad que ya no existe.

B. Tienen que encerrarnos, Emir. Cogeremos una curda y quizá nos mataremos el uno al otro.

S. Estuviste en las trincheras y la experiencia final de Chechenia es muy diferente del final de la guerra de Bosnia. Pero algo común es la fuerte sensación de lo inútil y lo vano de todo.

B. No creo que las personas normales se sienten a hablar de cosas como de las que hablamos nosotros. Toda mi vida tras la guerra es una enorme y total cicatriz. De aquel Arkasha inocente que fue a la guerra la primera vez no queda ni una gota. Yo no tenía que haberme convertido en lo que soy. Tendríamos que haber vivido otras vidas, Emir. Mientras estaba en la guerra perdí a mi familia, incluso un coche atropelló a mi perro.

EL PAÍS. ¿Mató a alguien mientras servía en Chechenia?

B. Creo que no. En un 95% estoy seguro de que no. Confío en que no. Mataron a Igor, un compañero de Moscú, en una emboscada, con una ametralladora de gran calibre; se desplomó alcanzado por varios proyectiles y al caer le explotó una de sus granadas de mano. Lo estoy viendo. Perdí los estribos. Sólo deseaba matar, a todo el mundo. Disparé contra la gente, al azar. Seguro que no acerté. Y ahora lo agradezco a Dios. [Se levanta impulsivamente para ir a buscar un cigarrillo. "Trae uno para mí", le dice Suljagic, en ruso].

S. En mi caso las consecuencias no son tan obvias como para Arkadi. Duermo mal a veces. La gente me llama El Genocidiólogo, parece que no sea capaz de hablar de otra cosa. Sobrevivir es una responsabilidad, produce una sensación de culpa. He deseado haber muerto allí, en Srebrenica, muchas veces.

B. Una vez matamos a un crío. Una niña de cinco años. Fue casual. Nos disparaban de una aldea. Nos tiramos al suelo. Me pareció ver una sombra en la ventana de una casa. Grité: "¡Allí!". Y allí disparamos. Luego entraron los blindados. En la casa aparecieron muertas la niña y su abuela. No fui yo, pero tengo parte de culpa. [Sulgajic toma aire repentinamente con un fuerte ruido como de succión; Bábchenko mira fijamente; es una mirada vacía].

S. Hay algo incomunicable en la guerra. Es imposible transmitir la medida en que la guerra deshumaniza al ser humano. He visto cómo una persona canjeaba su anillo de bodas, lo único que le quedaba de sus seres queridos, a cambio de un kilo de pimientos. Y cómo el otro lo cogía sin escrúpulo alguno. La única esperanza tras la guerra es salir creyendo aún en algo, lo que sea, Dios, tu madre, tu familia. Sin esa esperanza te vuelves cínico, malvado o loco." (El País, ed. Galicia, Cultura, 23/10/2008, p. 40)