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19/9/12

La fascinación de la guerra

" La impresión general que saco de mis aproximaciones veraniegas a los medios de comunicación es la de la fascinación ante el espectáculo bélico. Hay una frase que capta y, al mismo tiempo, encarna el estado de ánimo que caracteriza esos reportajes militares; es una frase de la prestigiosa periodista Florence Aubenas.

 Después de describir un convoy que se disponía a ponerse en marcha para combatir, añadía: “A los lados, los niños forman un pasillo de honor, deslumbrados, tan sobrecogidos de admiración que no osan acercarse a esos hombres”. 

Dado que la autora no se atreve a hacer ningún comentario sobre ese deslumbramiento infantil, que es una trágica consecuencia del conflicto, el resultado es que se nos está invitando a nosotros —tanto periodistas como lectores— a compartir esa experiencia de asombro.

 En la prensa, la fascinación se traduce en una sobreabundancia de imágenes: la guerra es fotogénica. Página tras página, contemplamos las ruinas humeantes de los edificios, los cadáveres expuestos en la calle, los malos a los que llevan a interrogar, con un probable uso de la fuerza, jóvenes hermosos que llevan un kalashnikov en las manos o en bandolera. Las fotos, ya se sabe, provocan una gran emoción, pero, aisladas, no emiten ningún juicio, y su significado es imposible de saber exactamente.

 La misma complacencia llena los textos que las acompañan: nos alegramos de ver los efectos de un atentado audaz, de descubrir un ejército dispuesto a tomar el poder. “La batalla galvaniza a los rebeldes”, pero es evidente que también a los periodistas. Las fotos muestran los rostros inquietos de los prisioneros y los pies les identifican con sobriedad: “un hombre sospechoso de ser informador”, “un policía acusado de espionaje”; ¿Están todavía vivos en el momento de la publicación? 

Se hace sin pestañear el retrato de un joven “modesto” cuya especialidad es “suprimir a los dignatarios y a los jefes de los milicianos”. Pero no tiene la culpa: “Es un asesino de asesinos, mata a los que matan”. Los combates y la violencia no solo son fotogénicos, sino mitogénicos, generadores de los relatos más emocionantes, los que nos hacen estremecernos y compartir la experiencia.

En su gran mayoría, los medios de comunicación no se conforman con representar la guerra, sino que la glorifican; escogen su bando y participan en el esfuerzo bélico. La verdad es que la guerra despierta fascinación casi siempre, quizá porque representa el ejemplo supremo de una situación en la que, en nombre de un ideal superior, estamos dispuestos a arriesgar lo más preciado que tenemos, la vida. 

A ello se añade la admiración que sienten los espíritus contemplativos por los hombres de acción, a los que se apresuran a convertir en símbolos, y también la atracción que ejerce la violencia, el placer que experimentamos cuando vemos destrucciones, matanzas, torturas. 

El encanto de la guerra procede asimismo de que es una situación simple, en la que es fácil elegir: el bien se opone al mal, los nuestros a los otros, las víctimas a los verdugos. Si antes el individuo podía pensar que su vida era inútil o caótica, en la guerra adquiere cierta gravedad. De pronto, ya no nos preocupamos por cuestionar la realidad que se esconde detrás de las palabras.

 ¿Acaso la revolución es necesariamente buena, sea cual sea el resultado? Y en cuanto a la lucha por la libertad, ¿no corre peligro de encubrir un simple deseo de poder? ¿Basta con hablar de derechos humanos, una denominación no controlada, para convertirse en su paladín?

Sin embargo, en esos mismos relatos aparece también otra imagen de la guerra, a poco que vayamos más allá de los grandes titulares y los pies de foto para interesarnos por las descripciones detalladas. 

Las justificaciones ideológicas, esenciales para desencadenar guerras civiles, después no sirven más que para vestir una lógica más poderosa, la avalancha de represalias y contrarrepresalias, la violencia que sube siempre un escalón más. “No es posible el perdón, esto será ojo por ojo y diente por diente”.

 “A quienes hayan matado los mataremos”. La intransigencia se vuelve obligatoria, la negociación y el compromiso se consideran traiciones. Las principales víctimas no son los combatientes de uno u otro ejército, sino las poblaciones civiles, que son sospechosas de complicidad con el enemigo, viven en la inseguridad permanente, mueren en ciegas explosiones, huyen de sus casas y sus aldeas, se aglutinan en campos de refugiados instalados en los países vecinos.

Las guerras civiles no son nunca un simple enfrentamiento entre dos partes de la población, sino que consagran la desaparición de cualquier orden legal común, encarnado hoy en el Estado, y convierten en lícitas, por tanto, todas las manifestaciones de la fuerza bruta: saqueos, violaciones, torturas, venganzas personales, asesinatos gratuitos.
Este es el futuro probable de esos niños sobrecogidos de admiración."             ( , El País,  11 SEP 2012)

10/5/10

El odio a la guerra

"Esa guerra que él sitúa como principio y fin de casi todo lo que es el género humano: "Es lo que define el mundo en el que hoy vivimos, sin ella no se entiende nada de la II Guerra Mundial ni de lo que vino después... es el fomento del odio al otro, es comprobar que si a alguien le das un uniforme lo conviertes en asesino en potencia". Tardi, un señor armado hasta los dientes con lápiz y papel. Un tipo al que le gusta repetir: "Quiero a los pobres hombres, odio a los generales" (JACQUES TARDI: "Toda guerra es una puta guerra". El País, ed. Galicia, cultura, 07/05/2010, p. 44)

"Tardi ha sido el encargado de presentar sus propias láminas. "Yo planteó preguntas porque no he encontrado respuestas sobre la guerra. ¿Por qué no había más combatientes que desertaban? Algunos historiadores presentan al soldado como alguien que lucha convencido por unos ideales. Se han inventado el concepto de sacrificio colectivo, que para mí es poesía pura", señala irónico el autor, hijo de un militar.

"Lo que yo quiero es mostrar al pobre tío que está en el frente, que pasa frío bajo la tempestad y quiere volver a casa. Nada de superhéroes, yo tengo más capacidad para identificarme con el que sufre. Por eso he querido mostrar la miseria del día a día en las trincheras", explica Tardi ante sus viñetas, que en ocasiones no ahorran en realismo y muestran las ratas y el agua putrefacta en la que se hincaban las botas de los soldados. Esos a los que las balas sí alcanzaban. "Es un tema del que no intento huir, hace unos 40 años que me dedico". (El País, 05/05/2010)

11/6/09

Mirando la guerra como una película de guerra



Un "marine" estadounidense lanza una granada durante la batalla de Hue, en la guerra de Vietnan, febrero, 1968 (foto don McCullin, El País, Domingo, 13/07/2008, p. 17)

"Un anónimo informante canadiense coincidía con ellos al relatar sus experiencias durante la II Guerra Mundial, cuando, según contó, tuvo ocasión de usar su ametralladora contra 30 alemanes a bordo de un submarino, como si se tratara de "una de esas películas en las que uno ve a los soldados avanzar hacia la cámara y, justo antes de chocar contra ella, se les ve pasar a izquierda y derecha, izquierda y derecha".

En Nam. The Vietnam war in the words of the men and women who fought there (1982), un operador de radio de 18 años confesaba que le encantaba estar "en la zanja y ver a la gente morir. Era tan feo como suena: sencillamente, me gustaba mirar sin importar qué ocurría, recostado, con mi taza de chocolate caliente en la mano. Era como una gran película".

O, como cuenta Philip Caputo, matar vietcongs podía ser divertido porque era como ver una película: "Mientras una parte de mí realizaba una acción, otra parte de mí miraba desde la distancia". En lugar de centrarse en los cadáveres mutilados, los soldados que eran capaces de imaginarse a sí mismos como héroes cinematográficos sentían que eran guerreros eficaces. Semejantes formas de disociación resultaban psicológicamente útiles en el campo de batalla. Al imaginarse a sí mismos participando en una fantasía, los hombres conseguían encontrar un lenguaje que les evitaba tener que hacer frente al horror indescriptible no sólo de morir, sino también de causar la muerte." (Joanna Bourke, "El síndrome John Wayne, El País, Domingo, 13/07/2008, p. 16/7)

La guerra no es como las películas...

"No resulta difícil apreciar el atractivo de la literatura y el cine bélicos. Todas las cosas, y todas las personas, parecen más nobles y más exóticas en estos relatos que en los enfrentamientos normales. (...)

En la II Guerra Mundial, los combatientes más viriles, con frecuencia, encajaban en cuentos míticos de indios y vaqueros. Hombres como el capitán Arthur Wermuth (conocido como el "ejército de un solo hombre", después de haber matado a más de un centenar de soldados japoneses), que sentía una fuerte identificación con los vaqueros que trabajaban en las tierras de su padre en Dakota del Sur, e insistía en saltar a las trincheras "con un grito vaquero". Un corpus de más de seiscientas películas sobre la guerra de Vietnam nos ofrece innumerables ejemplos de la importancia del motivo indios y vaqueros (...)

En el país indio de Vietnam, John Wayne, o El Duque, como se le apodaba, era el héroe más imitado. (...)

Con estos antecedentes, no resulta sorprendente que los combatientes interpretaran sus experiencias en el campo de batalla a través de la lente de una cámara imaginaria. Por desgracia, con frecuencia, la realidad no estaba a la altura de su representación en la gran pantalla. El oficial Gary McKay, un veinteañero australiano, se sintió ligeramente decepcionado por la forma en que sus víctimas se comportaban al ser alcanzadas por sus balas. "No era lo que uno normalmente esperaría después de haber visto la tele y las películas de guerra. Los heridos no proferían un gran grito de dolor antes de derrumbarse, sino que emitían apenas un débil gruñido y luego caían en tierra sin control", observó malhumorado. (...)

Durante la II Guerra Mundial, William Manchester comprobó con asombro en el Pacífico el modo en que los soldados imitaban a Douglas Fairbanks hijo, Errol Flynn, Victor McLaglen, John Wayne y Gary Cooper. Durante la guerra de Vietnam, el periodista Michael Herr comentó la actuación de los soldados de infantería cuando éstos sabían que había un equipo de filmación cerca: "En sus cabezas se montaban verdaderas películas de guerra, bajo el fuego, agalludos, bailaban un poco de claqué, se sacaban los granos para salir bien en televisión... realizaban números para las cámaras". De hecho, durante la invasión de la isla de Granada en 1983, los soldados estadounidenses entraron en batalla con música de Wagner, a imitación del coronel Kilgore, el oficial interpretado por Robert Duvall en Apocalypse Now (1979).

Como es obvio, tales payasadas con frecuencia eran efímeras. Josh Cruze, que ingresó en los marines a la edad de 17 años y prestó servicio en Vietnam, tenía esto que decir al respecto: "Las pelis de John Wayne. Éramos invencibles. Por tanto, cuando nos llevaron a la guerra, todos llegamos con esta actitud: 'Venga, vamos a erradicarlos. Nada puede pasarnos'. Hasta que vimos cuál era la realidad y no fuimos capaces de lidiar con ella. Esto no debía ocurrir. Esto no estaba en el guión. ¿Qué está pasando? Este tío de verdad está sangrando por todas partes y gritando a todo pulmón".

Y lo que era aún peor, tales fantasías podían hacer que la gente se matara. El ingeniero de combate Harold, Light Bulb (bombilla), Bryant recordaba a un hombre al que apodaban Okie y que padecía el "síndrome de John Wayne". Cuando llegó a Vietnam estaba impaciente por entrar en acción. Durante su primer combate, la unidad a la que pertenecía quedó inmovilizada por las ametralladoras enemigas, y Okie "trató de hacer el numerito de John Wayne" y cargó contra la ametralladora: le mataron en el acto. Las películas, por tanto, proporcionaban guiones muy entretenidos, pero, al mismo tiempo, letales. (...)

En su libro Men under stress (1945), Roy R. Grinker y John P. Spiegel entrevistaron a aviadores que también manifestaron sentirse "entusiasmados" antes de desplazarse al exterior. Estaban tan excitados, que quienes a última hora no podían embarcar estallaban en lágrimas. Semejante entusiasmo revelaba su estrechez de miras respecto de la realidad. "Los hombres", anotaban Grinker y Spiegel, "rara vez tienen nociones reales y concretas sobre cómo es de verdad el combate. Sus mentes están repletas de versiones románticas y hollywoodienses de su actividad futura en el campo de batalla, coloreadas por ideas vagas de convertirse en héroes y ganar galones y condecoraciones".Si se les hubiera contado historias más realistas sobre lo que podían esperar "no se las habrían creído". Las emociones tenían tal intensidad, que, incluso cuando no estaban en combate, los pilotos constantemente actuaban como si en realidad sí lo estuvieran. " (Joanna Bourke, "El síndrome John Wayne", El País, Domingo, 13/07/2008, p. 16/7)