"¿Puede haber poesía después de Auschwitz?"(Adorno).............. "¡Es un deber vivir después de Auschwitz!"(Imre Kertéz).............
21/12/10
La indiferencia del espectador... en el País Vasco
–Hay unos cuantos mecanismos que propician esa pasividad cómplice. Pongamos primero el miedo y la cobardía, que nos empuja a permanecer como espectadores mudos y a no intervenir. Pero también la ignorancia, que puede ser involuntaria (cuando la normalidad de la vida cotidiana nos vuelve ciegos al mal), o voluntaria (cuando, por "prudencia", no queremos saber...).
O el sometimiento al propio grupo, porque así se difumina nuestra responsabilidad individual y porque lo que más tememos es quedarnos solos. O la insensibilidad moral que refrena nuestra compasión ante el sufrimiento ajeno y nos conduce a devaluar a la víctima. O, sencillamente, que nos faltan criterios morales y políticos para manifestar nuestra protesta.
–Dice que las reflexiones políticas y morales suscitadas por la Alemania nazi, el gran daño que se produjo entonces y la complicidad que los permitió, pese a todas sus diferencias con los males producidos en el País Vasco, responden a parecidos mecanismos y justificaciones. ¿Puede resumirlos?
–Entonces como ahora, unos dirán que el daño producido no es producto nuestro, o que es inevitable, o que los males son universales, o que se trata del mal menor entre los posibles o hasta que es un mal merecido por quienes lo sufren... Otros alegatos destacan la presunta inocencia del espectador: que él no lo sabía, que ya expresó su "no hay derecho" y eso basta, que tampoco la mayoría se mueve, que su protesta no serviría de nada, que no es asunto de su competencia y, no faltaba más, que él no es quién para juzgar a nadie.
–El reciente informe extraordinario sobre las víctimas del defensor del Pueblo Vasco concluye que la sociedad vasca rebosa de espectadores. ¿Son iguales todos o hay grados de responsabilidad?
–Los grados de responsabilidad por tanto consentimiento, desde luego, son distintos según el cargo público que se ostenta o la función profesional que se desempeña, la relevancia social o simplemente la capacidad y saber de cada cual.
Los representantes políticos son más responsables que los ciudadanos; instituciones como la Iglesia o la Universidad, también; los periodistas o aquí los cocineros, por ejemplo, más que los fontaneros. Pero todos, quién más quién menos, tenemos alguna responsabilidad.
–Pero, ¿cree usted que realmente tienen tanto poder los que renuncian a intervenir? Pongamos un pueblo pequeño del interior de Guipúzcoa donde todos se conocen, cuando hay pistolas sobre la mesa. ¿Puede un imperativo moral exigir una acción heroica para enfrentarse a ese mal?
–Los espectadores suelen contar con un enorme poder para decidir que se desencadene o no un daño público, para aminorarlo o erradicarlo. El agresor no cometerá su agresión sin antes calcular el grado de aceptación o de resistencia que prevé en sus víctimas y en quien contemplará su delito.
Claro que hay casos en que esa resistencia al malo es más costosa y decimos que nadie está obligado a dar su vida. Pero, más allá de los deberes estrictos, una ética de la virtud puede en ciertos momentos pedirnos actos heroicos. Otra cosa es que a menudo nos guste exagerar los riesgos, como si el simple plantar cara en la oficina nos fuera a costar la vida.
-Su libro dice que el dejar hacer de unos deja espacio al hacer de otros y la complicidad de unos sostiene, refuerza y justifica la de otros ¿Es así?
–La omisión es una forma de acción, no equivale a una nada. No hacer uno mismo es dejar hacer a otros o dejar que algo sea, que llegue a ser. Pero una omisión es moralmente reprobable cuando tenemos la obligación contraria. Un profesor que, sin riesgo notable, no protesta contra una pintada amenazante para un compañero de claustro le deja más indefenso todavía.
–Savater dijo en la presentación de su libro que en el País Vasco se ha producido una inversión importante: olvidar que la política es parte de nuestras obligaciones morales. ¿Ese "déjenos de los políticos que para mí todos son iguales", es una forma de complicidad?
–Desde luego. Despreciar la política -y más la democrática- es despreocuparse de lo que nos es común, encerrarse en nuestro mundo privado: es el "sálvese quien pueda".
–¿Cuáles son, todavía hoy, esos males difusos e insidiosos que perviven en la sociedad vasca y en la navarra?
–Algunos de los males más "nuestros" se desprenden de las doctrinas etnicistas y secesionistas que dividen a la sociedad, que predican solapadamente una superioridad racial, que enfrentan a miembros de la misma familia y de la misma cuadrilla. Lo principal no es el miedo a ETA, sino el miedo a quedarnos solos, el disimulo de nuestro desconocimiento del euskera y cosas así.
Hemos admitido una política lingüística sobre falsos fundamentos, que provoca sufrimiento inútil entre los escolares e injusticia en el acceso al empleo público. Tanto en Euskadi como en Navarra está vigente un foralismo insolidario con el resto de españoles, que nadie (¡ni siquiera la izquierda!) aquí se atreve a cuestionar...
–Dice usted en su libro: "Que sigan vigentes las doctrinas y los presupuestos y los fines de ETA tras su derrota, aun es lo que tenemos que discutir entre todos". ¿Es así?
–Sí, creo que son malos tanto los medios como los fines de ETA. Que no basta abandonar la violencia para convertirse en demócrata, sino que los fines mismos -la constitución de un Estado vasco junto con Navarra- son ilegítimos y rompen nuestra sociedad. Pero lo peor son los presupuestos últimos que conducen a tales medios y fines.
Un presunto pueblo por encima de la sociedad real, la comunidad étnica por delante de la ciudadana, la existencia de derechos colectivos y la superioridad de los derechos nacionales sobre los individuales, la subordinación de otras necesidades sociales a la "construcción nacional", etc., son creencias pre o antidemocráticas." (Fundación para la Libertad, citando a DIARIO DE NAVARRA, 18/12/2010)
10/12/09
Nadie les quería, todos abusaron

"Reino Unido deportó a las colonias a decenas de miles de niños sin recursos. Australia pide perdón por los malos tratos recibidos por los menores acogidos.
George Harper se creía el protagonista de "una gran aventura" cuando a la edad de nueve años fue embarcado en su Escocia natal con rumbo a Sidney. Las autoridades estatales habían convencido a sus padres, que carecían de medios para su sustento, de que accedieran a enviar al pequeño a Australia, bajo la promesa de que allí le esperaba "una vida mejor". Ese destino compartido con otros niños de Fairbridge, su pueblo, se trocó pronto en una horrorosa pesadilla. Lo que el nuevo mundo deparaba a George fue convertirlo en mano de obra infantil en una granja remota, donde sufrió reiterados abusos físicos y psicológicos hasta que cumplió los 17 años. Sólo volvió a saber de sus progenitores cuando en 1999, ya un jubilado, regresó a tierras escocesas. Ambos habían muerto. (...)
A tantos británicos cuya infancia fue sinónimo de explotación, de pérdida de identidad y raíces, expresaba su disculpa pública hace poco el primer ministro australiano, Paul Rudd. "Os pedimos perdón por haber sido arrebatados de vuestras familias, perdón por los sufrimientos físicos, por la tortura emocional, por la fría ausencia de amor, ternura y cuidados", declaró en una ceremonia celebrada en Canberra ante la presencia de centenares de supervivientes, los llamados "australianos olvidados".
A lo largo de tres décadas que abarcan hasta 1967, entre 7.000 y 11.000 niños procedentes de la metrópoli británica fueron deportados a Australia, bajo el popular eslogan de la época que rezaba "el niño, el mejor inmigrante". La cifra se multiplica al menos por 10 cuando se contabiliza el total de niños enviados a diversos países de la Commonwealth, principalmente Canadá y Suráfrica. El grueso contaba entre 3 y 14 años, procedía de los estratos sociales más humildes. Eran niños ingresados en instituciones regentadas por el Estado o la Iglesia, aunque sólo una minoría (alrededor del 15%) eran huérfanos. El resto tenía familia.
Algunos padres tuvieron la opción de elegir el lugar donde sus hijos serían recolocados, pero a muchos se les hizo creer falsamente que sus retoños iban a ser adoptados por parejas de clase media en el mismo Reino Unido. Todos estaban convencidos de que entregaban a sus hijos a un futuro repleto de posibilidades, cuando en realidad fueron desviados hacia las colonias para desempeñar trabajos impropios de la edad y ser de nuevo recluidos en centros supuestamente caritativos en los que recibieron un trato denigrante.
Detrás de esta historia trufada de mentiras, crueldad y completa dejación oficial subyace el interés del Gobierno británico por desprenderse de lo que consideraba una carga. Las autoridades australianas estaban encantadas de recibir esas "remesas" de niños porque, en palabras del entonces ministro de Inmigración, Arthur Calwell, se necesitaba "una inyección de sangre blanca". A muchos pequeños se les comunicó que sus padres habían muerto. La política oficial implicaba además separar a los hermanos una vez arribados al nuevo país." (El País, ed. Galicia, Internacional, 29/11/2009, p. 12)