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3/10/22

Åsne Seierstad, la periodista noruega que quiso entender al terrorista de Utoya... La profunda “frustración” de algunos individuos, explica Seierstad en la entrevista, es la semilla de los extremismos y el motor íntimo de no pocos ataques terroristas

 "Cuando le dan a escoger entre una austera silla de oficina y un sofá de escay blanco que parece bastante cómodo, Åsne Seierstad (Oslo, 52 años) no lo duda. Lleva 40 horas despierta. 

Ha estado corrigiendo sin descanso su último libro, sobre el primer año de Gobierno de los talibanes en Afganistán, y ha volado de Oslo a Barcelona para dar una charla, Remontar después de la tragedia. Seierstad se acomoda en el sofá bajo un cuadro de Tàpies que no ha podido apreciar y responde, ágil pese al agotamiento, en el salón principal del Palau Macaya, joya modernista de una ciudad que no pisaba desde que presentó su novela El librero de Kabul (2002) y de la que ha estado algo desconectada. 

Confiesa, con cierto pudor, que no estaba muy al tanto de los atentados de La Rambla, que dejaron 16 víctimas mortales en 2017. Pero intuye que a los jóvenes yihadistas del 17-A les corroe la misma “frustración” que a un terrorista de extrema derecha que conoce demasiado bien: Anders Breivik, el neonazi que el 22 de julio de 2011 hizo explotar una bomba ante la oficina del primer ministro noruego, en Oslo, y después alcanzó la isla boscosa de Utoya, donde mató a 69 chicos, la mayoría miembros del gobernante Partido Laborista.

En Uno de los nuestros (Península, 2022, con traducción de Laura Lecuona González; Edicions 62 en catalán, 2022, traducida por Mireia Alegre e Imma Estany Morros), la periodista y escritora explora la personalidad de Breivik y descubre que, bajo la máscara de un extremista implacable que pretendía ser faro de la extrema derecha en Europa, se esconde una personalidad frágil, un chico desubicado, que se siente víctima y que reclama atención a gritos. La profunda “frustración” de algunos individuos, explica Seierstad en la entrevista, es la semilla de los extremismos y el motor íntimo de no pocos ataques terroristas.

 Pregunta. La masacre cometida por Anders Breivik puso el acento en las consecuencias del supremacismo blanco. ¿Cree que es un movimiento en auge?

Respuesta. No soy una experta, pero es cierto que vemos más atacantes individuales y es un asunto con el que Europa debe lidiar. También Estados Unidos, que está viviendo ataques de la extrema derecha contra mexicanos o contra mujeres que a veces resultan difíciles de definir. Hay mucha gente frustrada. Gente que piensa que merece más de lo que tiene, y que culpa a los demás de todo lo que les pasa.

P. ¿Cuál cree que es el remedio contra ese naufragio personal que, como dice, puede conducir a la radicalización?

R. Tengo una respuesta muy aburrida, pero creo que es la única válida. Hay que intentar construir sociedades funcionales, inclusivas, donde los chicos tengan salidas... Por ejemplo, deportes y actividades gratis. No vale decir que, de no haber sido Breivik, habría 50 personas más dispuestas, eso no es cierto.

P. Una vez juzgado y condenado, ¿qué ascendencia tiene Breivik sobre los movimientos de extrema derecha?

R. Breivik concentró su mayor poder cuando no sabíamos nada de él, cuando solo conocíamos sus fotos, en las que aparecía armado, con uniforme, y parecía más alto de lo que es en realidad. Pero cuando lo diseccionas ves que hay mucha tristeza, que es un pequeño chico gritando: “¡Mírame, mírame!”. No es una persona carismática, no es un líder; tampoco es bueno con las palabras. Su único logro es que tiene el récord de haber sido el terrorista en solitario que ha matado a más gente. Pocos pueden hacer lo que él hizo, la mayoría de los terroristas falla.

P. ¿Qué tiene en común Breivik con, pongamos, los terroristas yihadistas? ¿Les mueve el mismo odio?

R. Comparten el odio, sí, pero el odio por sí mismo no es suficiente. Todos ellos necesitan una ideología para justificarse, necesitan decir que lo hacen por una gran causa. Si estudias a los yihadistas, ves que muchos también tienen problemas psicológicos. Pero el terrorismo es siempre un medio para conseguir el objetivo, la fama o lo que sea. Y la religión es a menudo solo un pretexto.

P. En el caso de Breivik, parece que ha encontrado algunas respuestas en su biografía y en el estudio de su personalidad.

R. Sí, es un caso especial. Cuanto más indagaba más me parecía que, en él, las razones personales eran muy fuertes. Breivik nunca encajó en ningún sitio. Los jóvenes socialistas [de la isla de Utoya] eran el enemigo del día, simplemente un grupo al que podía odiar. Pero sus víctimas podrían haber sido otras.

P. Cree que Breivik no disfrutó mientras cometía la matanza.

R. No, creo que es un mito. Al principio, mucha gente decía que iba sonriendo y cantando mientras disparaba, y esa es la historia que quedó. Pero después, cuando entrevistas a los supervivientes uno a uno, nadie te puede decir que le hubiera visto sonreír, sino que habían escuchado que alguien le había visto.

 P. ¿Sabe si Breivik ha leído su libro?

R. No lo sé, pero he recibido varias cartas de él. Cuando estaba en prisión, quise entrevistarlo para el libro. Me respondió que tal vez sí, pero puso como condición escribirlo juntos, o al menos tener su parte en el texto. Le dije que no. Mientras escribía pensaba: tiene que leerlo, tiene que conocer a las víctimas a las que mató. Se sentía halagado de que yo escribiera sobre él, en el fondo pensaba que yo también era una nazi o que teníamos alguna conexión...

P. ¿Le ha costado desembarazarse de su presencia?

R. Tras la publicación del libro, siguió escribiéndome cartas, pero no quise responderle. Estuve interesada en él mientras escribí, pero ahora no, ya no forma parte de mi vida. En cambio, sigo en contacto con las familias y cargaré con las víctimas el resto de mis días. No sé en España, pero en Noruega no somos muy buenos con el duelo. Y con estos padres aprendí a no tener miedo al duelo.

P. Explica que, el día del ataque, Noruega no estuvo a la altura.

R. Sí, el país falló masivamente. Fracasamos. La policía se durmió. Pero después, hemos podido reaccionar. El juicio fue una lección de transparencia, se analizó la ideología, la forma de funcionar del cerebro de Breivik... Fue casi un curso universitario para todos los ciudadanos.

P. ¿Cómo ha cambiado su país en esta década?

R. Pues que tenemos esta herida y hemos de asumirlo. Pero no hemos cambiado en lo fundamental. Noruega es uno de los países con los niveles de confianza más altos del mundo: confías en tu vecino, en tu profesor, en la policía... Tras los atentados bajó un poco, pero ahora se ha recuperado.

P. ¿La masacre no incidió en el difícil equilibrio entre seguridad y libertad?

R. Realmente, no. El 11-S cambió el mundo: Afganistán, Irak, los controles en los aeropuertos... Todo eso empezó ahí. Pero aquí no. El único signo visible en Noruega es que hay más seguridad en los edificios gubernamentales."                   (Entrevista a Åsne Seierstad, Jesús García Bueno, 03/10/22)

17/6/19

Viuda y madre de 10 hijos, la única mujer desaparecida en el conflicto de Irlanda del Norte

"En el conflicto del Úlster, que causó más de 3.500 muertos entre 1969 y 1998, también hubo desaparecidos. Dieciséis personas fueron secuestradas y asesinadas en lugares secretos, la mayoría por el IRA Provisional. Un libro investiga con técnica detectivesca el caso de la única mujer que figuraba entre ellas, madre de 10 hijos.

 Una tarde de principios de diciembre de 1972, un grupo de hombres y mujeres con el rostro cubierto irrumpió en el apartamento de Jean McConville, de 38 años, viuda y madre de 10 hijos, en Divis Flats, una sórdida torre de pisos en un barrio católico de Belfast. Sin mediar apenas palabra, los asaltantes obligaron a McConville a acompañarles. Ante el desconcierto de los niños (de entre 6 y 16 años), los secuestradores les aseguraron que su madre estaría de vuelta enseguida.

Pero Jean McConville no regresó ni hubo una gran movilización para buscarla, en un año atroz en el que los Troubles, como se denomina al conflicto de Irlanda del Norte, se cobraron cerca de 500 vidas. Sus restos mortales no fueron encontrados hasta 2003 en una playa de la República de Irlanda, sin que nadie haya sido condenado por su secuestro y asesinato.

En Say Nothing (libro que editará próximamente en español Reservoir Books), Patrick Radden Keefe, periodista de The New Yorker, reconstruye el rapto y asesinato de McConville, la única mujer desaparecida en las tres décadas que duró el conflicto de Irlanda del Norte, y a través de su caso, los horrores de un enfrentamiento antiguo cerrado con una paz incierta. Esta Semana Santa, cuando se cumplían 21 años del Acuerdo de Paz de Viernes Santo, Lyra McKee, joven periodista norirlandesa, moría alcanzada por disparos efectuados por militantes de uno de los grupos republicanos contrarios a esos acuerdos de paz. Desde 2006, un goteo de tiroteos y atentados menores deja su saldo triste en la provincia británica, con no menos de dos muertes al año.

Datos inquietantes, aunque las cifras estén muy alejadas de las que cosecharon los Troubles. En aquella guerra no declarada hubo más de 3.500 muertos, la mayoría civiles, pero también centenares de soldados británicos, policías y miembros de los diversos grupos paramilitares republicanos y unionistas. Patrick R. Keefe no ha dudado, sin embargo, al elegir entre todas las víctimas a McConville. “Jean es todo un símbolo”, explica por correo electrónico, “porque era una viuda, madre de 10 hijos que quedaron huérfanos. 

Y porque su historia aúna no solo las vidas de las víctimas, como sus hijos, sino las de los perpetradores del crimen, gente como Dolours Price y Brendan Hughes, y la del hombre que ordenó su asesinato, Gerry Adams. Así es que para mí el caso McConville era a la vez un crimen misterioso, que los lectores podían encontrar, con suerte, apasionante, y una lente a través de la que examinar las tres décadas del conflicto”.

El desamparo en el que quedaron los hijos de McConville fue total. Al desaparecer su madre —protestante convertida al catolicismo al casarse—, lejos de despertar piedad entre los vecinos del gigantesco bloque en el que vivían, se vieron acosados por rumores insidiosos que la describían como una informante de los británicos, una “chivata” a la que el IRA había dado “su merecido”. Pasadas las primeras semanas de caos en las que los mayores intentaron gobernar de alguna forma el hogar, los servicios sociales dispusieron el internamiento de los menores —solo una de las niñas pudo instalarse en casa de su abuela paterna— en orfanatos y centros religiosos.

 Lugares de pesadilla, cuenta Keefe en su libro, donde los castigos físicos eran constantes, y los abusos sexuales, una práctica tolerada. Estas experiencias infantiles dieron paso a vidas turbulentas en algunos de los McConville, jalonadas por consumo de drogas, pequeños delitos y constantes entradas y salidas de la cárcel. Distanciados por su trágica orfandad, a los McConville les ha unido la obsesión por limpiar el nombre de su madre y encontrar a sus asesinos.

Como Jean McConville, otras 15 personas fueron secuestradas sin dejar rastro en el Úlster durante el conflicto, en su mayoría por el IRA. Una práctica a la que recurrió también ETA. Y por razones parecidas: para borrar todo rastro de crímenes particularmente execrables o vergonzosos. Al contrario que el IRA, que reconoció en 1999 su responsabilidad en la desaparición de ocho personas, entre ellas McConville, ETA no ha admitido jamás el secuestro y asesinato de tres jóvenes gallegos desaparecidos en marzo de 1973 nada más cruzar a Francia, y a los que los etarras confundieron con policías, según la hipótesis de la investigación. 

O el de los dos jovencísimos policías destacados en San Sebastián que no regresaron nunca a sus puestos tras acudir a un cine de Hendaya, en 1976. Sus cuerpos, con huellas de tortura y sendos tiros en la nuca, fueron localizados, 14 días después de que se denunciara su desaparición, en una playa entre Biarritz y Bayona. En agosto de ese mismo año fue visto por última vez Eduardo Moreno Bergaretxe, Pertur, uno de los ideólogos de ETA. Su familia siempre ha mantenido que fue asesinado por un comando de la misma organización, pero nunca ha podido demostrarse.

Keefe, estadounidense e hijo de padre con raíces irlandesas, decidió contar la historia de McConville, muy conocida en sus detalles principales, al leer en 2013 el obituario que publicó The New York Times de la exterrorista del IRA Dolours Price. Lo que le fascinó del artículo fueron las menciones a la agria polémica suscitada ese mismo año por un archivo secreto custodiado en el Boston College con el testimonio oral de algunos de los terroristas de las distintas facciones que operaron en Irlanda del Norte durante el conflicto. 

Al hacerse pública la existencia de las grabaciones y el contenido acusatorio de algunas de ellas (en un libro y en una entrevista en un tabloide de Belfast), la justicia británica intervino, requisando el material y provocando el escándalo. El caso que había precipitado la intervención judicial era el secuestro y asesinato de McConville, en el que figuraban unidos por dolorosas y azarosas alianzas la propia víctima; el entonces dirigente de la Brigada de Belfast del IRA, Gerry Adams; uno de sus lugartenientes, Brendan Hughes, y Dolours Price, miembro del comando que la ejecutó.

Que unos archivos creados con fines académicos pudieran servir para llevar ante los tribunales a algunos de los protagonistas de los Troubles causó tal polémica que esa iniciativa del Boston College naufragó. Las grabaciones fueron, en muchos casos, devueltas a los entrevistados, y Keefe tuvo oportunidad de acceder a la transcripción de una entrevista con Price.

Price contaba en ella que, tras confesar su delito, McConville fue trasladada a Dundalk, en la República de Irlanda, donde la unidad local del IRA debía asesinarla. Algo falló, sin embargo. Tras una breve convivencia con la secuestrada, los activistas locales se declararon incapaces de cumplir las órdenes recibidas. De la tarea tuvo que encargarse el comando de los Desconocidos, al que Price pertenecía. Cada uno de los tres miembros que lo integraban disparó un tiro sobre McConville, colocada junto a un hoyo excavado ex profeso, pero Price aseguraba que el suyo se desvió intencionadamente del objetivo. Keefe apunta al final del libro una plausible hipótesis sobre quién realizó el disparo fatal sobre Jean McConville.

La supuesta actividad de espionaje de la joven viuda, que vivía con sus 10 hijos de los subsidios sociales como tantas familias en el Úlster, había sido objeto de un debate interno en el IRA en el que, según apunta el libro, Gerry Adams tomó la decisión de hacerla desaparecer. 


En Say Nothing, Price y Hughes, nacidos, como Adams, en hogares republicanos y con familiares vincu­lados al IRA, aparecen con toda la complejidad de sus biografías. Entregados desde muy jóvenes a la causa, capaces de enormes sacrificios y crueldades por ella. Indiscutibles verdugos, pero también víctimas. Keefe lo explica así: “Lo que intento demostrar, en parte, es que, si uno examina a la gente implicada en un acto de violencia —tanto a las víctimas como a los perpetradores—, ve que esa acción violenta sigue reverberando en sus vidas durante décadas. Y el trauma no solo lo padecen las víctimas, con frecuencia lo padecen también los perpetradores, gente que ha hecho cosas monstruosas en nombre de una causa”.

Tanto Hughes como Price terminaron por apartarse del IRA. Consumidos por los remordimientos, por el convencimiento de que la paz conquistada no merecía los sacrificios hechos, los años de cárcel (en el caso del primero), el sufrimiento de las huelgas de hambre, la vida en perpetua agitación. En el caso de Price, y aunque su muerte a los 62 años no fue catalogada como suicidio, la autopsia determinó que se debió a una mezcla de antidepresivos, antipsicóticos y sedantes.

Narrado como un relato periodístico y sin un átomo de ficción, el libro de Keefe se apoya en una sólida documentación, recogida en cuatro años de trabajo de campo entrevistando a periodistas, policías, estudiosos; consultando hemerotecas y archivos en Belfast, Reino Unido y Estados Unidos. Varios de los hijos de Jean McConville han colaborado con el autor para permitirle reconstruir su vida y su aciago final, pero su relato no siempre coincide con los datos obtenidos por Keefe. El autor lo considera normal. 

“Siempre que escribes una historia del pasado y tienes que basarte en la memoria de la gente, eres consciente de que los recuerdos se debilitan y confunden. Y eso es particularmente cierto en sucesos traumáticos porque los traumas, como han demostrado diversos estudios, pueden alterar la memoria. Por eso he trabajado como un detective, hablando con el máximo de gente que he podido, consultando registros de datos, contrastando al máximo declaraciones y hechos. He intentado presentar este relato de una manera que, lejos de confundir al lector, le deje claras las ambigüedades de la memoria y la dificultad de determinar los hechos exactos en sucesos de esta índole”.

Lo que no ha logrado Keefe es que otros protagonistas de la historia, como Adams, presidente del Sinn Fein —antiguo brazo político del IRA— entre 1983 y febrero de 2018, o Marian Price, hermana de Dolours y como ella antigua activista del IRA, aportaran al libro su versión. Ninguno de los dos se ajusta a ese perfil de terrorista traumatizado. Marian Price fue encarcelada en 2010 por prestar apoyo logístico para la comisión de un atentado a uno de los grupos desgajados del IRA disconformes con el acuerdo de paz. En los dos años que pasó en la cárcel, se dedicaba a hacer los crucigramas del diario británico Daily Mail, leer las novelas de Stieg Larsson y devorar capítulos de Downton Abbey.

Adams, que siempre ha negado su pertenencia al IRA, presentó no hace mucho un libro de cocina con el título humorístico The Peas Process, jugando con la similitud de sonido entre peas (guisante) y peace (paz), en el que detalla los platos con los que se alimentaban los negociadores republicanos en las largas sesiones que condujeron al acuerdo de paz de 1998. Detenido en 2014 por las revelaciones de sus excamaradas sobre el caso McConville, la justicia no encontró base para substanciar un proceso. En realidad, la relación de Adams con el IRA era un secreto a voces en Irlanda del Norte. Ya en 1972, el exlíder del Sinn Fein había participado en tanto que representante de la banda en las conversaciones de paz fallidas que se desarrollaron en Londres.

De las páginas de Say Nothing, Adams emerge como un personaje enigmático y calculador. El líder que, quizá, no empuñó un arma, pero ordenó asesinatos. El padre de familia que en su breve estancia en la cárcel rezaba el rosario a diario mientras planeaba atentados. El hombre que, tal y como denunció otro exmiembro del IRA, Richy O’Rawe, en un libro publicado en 2005 —Blanketmen—, impidió a los presos en huelga de hambre en 1981 aceptar un acuerdo con el Gobierno de Thatcher que satisfacía casi todas sus exigencias. Para entonces, Bobby Sands, elegido al Parlamento británico en las listas del Sinn Fein, y otros tres presos habían muerto ya. Tras la negativa de Adams, morirían seis más, sacrificados, de acuerdo con la tesis de O’Rawe, en aras de un mayor apoyo electoral al Sinn Fein.



“Gerry Adams es un enigma, es cierto, y sumamente fascinante”, reconoce Keefe. “Hay gente que lo ve como un santo que debería recibir el Nobel de la Paz, mientras para otros es el diablo. Yo creo que tanto los británicos como los americanos se dieron cuenta en determinado momento de que si había alguien capaz de llevar al IRA a la mesa de negociaciones y persuadirle de que abandonara las armas, ese era Adams. Y es indudable que merece todo el crédito por su papel en acabar con un conflicto espantoso”. Lo cual no impide, añade Keefe, “que sea una mentira andante. La historia que cuenta sobre su vida no se la cree nadie.

 Es un maestro de la propaganda, y le resulta de lo más natural la manipulación de su propia imagen política en la prensa. Para desempeñar el papel primordial que ha ejercido en establecer la paz, necesitaba mantener una cierta ambigüedad sobre su persona, y por eso se ha rodeado de gentes que repiten la mentira de que ha sido una figura exclusivamente política y que no ha estado nunca en el IRA. Por supuesto, para Hughes y Price, que le rendían cuentas en el IRA, que obedecían sus órdenes —como colocar bombas en lugares públicos, o asesinar y hacer desaparecer a gente como a McConville—, su insistencia en negar su militancia en el IRA resultaba profundamente indignante”.

Keefe reconoce haberse interesado siempre “por el mecanismo de negación social. El procedimiento por el que un individuo o una sociedad racionaliza y asume su participación en hechos violentos dándole una explicación lógica con la que es más fácil aceptarlos”. En el caso de los asesinos de McConville, la certeza de su culpabilidad justificaba el crimen, aceptado también por la parte de la sociedad norirlandesa que les apoyaba.

El libro de Keefe entronca con problemas todavía vivos en el Úlster. ¿Sobrevivirán los Acuerdos de Viernes Santo a la violencia de baja intensidad que sigue vigente? “En términos generales, pienso que el proceso de paz ha sido un éxito y que se mantendrá”, responde el autor de Say Nothing. “Pero, mientras hay una tendencia a pensar, al menos en Estados Unidos, que el proceso de paz ha sido un éxito total, lo que he descubierto en mis siete viajes a Irlanda del Norte es que la paz es muy frágil, y es una paz amarga”.                    (Lola Galán, El País Semanal, 16/06/19)

26/3/15

El etarra Valentín Lasarte, de vinos y pintxos a 100 metros del bar donde asesinó a Gregorio Ordóñez

"Estuvo en la terraza de un local de la Plaza de la Constitución, en San Sebastián, unas horas después de haber sido puesto en libertad. No tiene ninguna orden de alojamiento de sus víctimas.

Eran en torno a las siete de la tarde cuando el sanguinario etarra, que ahora dice estar arrepentido pero que se niega a esclarecer atentados o ofrecer detalles sobre compañeros de ‘comandos’, apareció por el Bulevar donostiarra.

Lasarte, acompañado de un grupo de personas entre las que se encontraba algún familiar, se dirigió por las calles peatonales del casco antiguo hacia la Plaza de la Constitución, un lugar donde ya se le rindió homenaje a Iñaki de Juana Chaos, ahora en Venezuela, cuando salió de prisión.

Valentín Lasarte se sentó en uno de los bares de la plaza y allí degustó unos vinos y unos pintxos, según ha podido confirmar El Confidencial Digital a través de varios testigos presenciales.

Quienes pudieron ver al etarra que ahora dice estar arrepentido aseguran que estuvo muy tranquilo en todo momento disfrutando de sus primeras horas en libertad.
Se da la circunstancia que el sanguinario etarra se sentó en un local que se encuentra a sólo 100 metros del bar La Cepa. Allí, el ‘comando’ de ETA del que Lasarte formaba parte asesinó en enero de 1995 al concejal del PP en el ayuntamiento donostiarra, Gregorio Ordóñez.

El pasado mes de enero se cumplieron diez años de este crimen perpetrado por Lasarte y sus compañeros etarras que pegaron un tiro en la nuca al joven político vasco. (...)"             (El Confidencial Digital, 25/03/2015)

4/3/15

De Juana: «Me encanta ver sus caras desencajadas en los funerales. Su llanto es mi risa y acabaré a carcajada limpia»... que me expliquen cómo se puede perdonar a alguien así

"(...) Dentro de esa maldad, incomprensible para una mente normal, existen algunos ejemplos de terroristas que consiguen con sus actos, con su mirada o sus palabras, recoger la ira no solo de sus víctimas, sino de tantos ciudadanos que los recuerdan como monstruos. 

Uno de ellos es De Juana Chaos, que no solo asesinó a veinticinco personas, sino que desde la cárcel se dedicó a celebrar los crímenes que llevaban a cabo sus compañeros etarras como mejor le parecía, ya fuera pidiendo champán y langostinos para brindar por el éxito de un atentado, o escribiendo cartas, como en aquella ocasión en la que se jactaba desde la cárcel de que ese era un gran día y felicitaba a los ejecutores del doble crimen de Sevilla, por la precisión de su acción

. Decía en su misiva cosas tan descriptivas como esta: «Me encanta ver sus caras desencajadas en los funerales. Su llanto es mi risa y acabaré a carcajada limpia».

Tristemente, el funeral era el de mi hermano y su mujer, y supongo que el llanto era el de mi madre y el de todos los que los queríamos. Se pueden perdonar muchas cosas, pero que me expliquen cómo se puede perdonar a alguien así. 

Recuerdo que una vez leí que un compañero de filas etarras había dicho «jamás perdonaré a De Juana por la carta que escribió tras el asesinato del matrimonio sevillano». Que la crueldad no tiene limites es algo que los terroristas debían saber mejor que nadie, ya que la llevan dentro; pero se ve que de vez en cuando se desborda el vaso.

 En el vaso de De Juana no cabía más odio para poder escribir esa carta, de la que solo he citado dos frases por no parecer exagerada. Perdonen que sea tan gráfica cuando hablo de ETA, pero es que hay que serlo, que el tiempo pasa y solo los hechos verdaderos pueden desnudar la mentira de terroristas, cómplices y oportunistas políticos. No podemos permitirnos el lujo del olvido. (...)"           (TERESA JIMÉNEZ-BECERRIL, ABC – 26/02/15, en Fundación para la Libertad)


21/1/13

Secuestrador, carcelero y asesino de Aldo Moro.

El militante de las Brigadas Rojas Prospero Gallinari

 "Prospero Gallinari, que perteneció al grupo terrorista marxista leninista de las Brigadas Rojas, murió en la mañana del lunes 14 de enero en el garaje de su casa, en Reggio Emilia. Tenía 62 años, corazón débil y manos grandes. (...)

Sus manos de campesino y de obrero cogieron las armas a principio de los años setenta, en una guerra al Estado organizada en varios ataques. En la primavera de 1978, formó parte del grupo que secuestró y asesinó a la víctima más famosa del terrorismo italiano: Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristiana.

En 1993, Mario Moretti contó haber apretado el gatillo. Hasta entonces los jueces habían condenado como ejecutor a Gallinari, quien sostuvo, frente al periodista Sergio Zavoli, que la responsabilidad de aquel gesto fue compartida:

 “Los militantes de las Brigadas Rojas mataron a Moro. Reivindicamos la paternidad de lo que decidimos hacer. Hemos llevado a cabo nuestras elecciones, conscientes de lo que estábamos haciendo y de las consecuencias que provocarían”. (...)

Gallinari creció en Reggio Emilia, ciudad rica de industrias y con pasado rural en el norte del país, galardonada con una medalla de oro por su lucha contra el fascismo nazi: las matanzas del Ejército alemán que se retiraba, entre septiembre de 1943 y abril de 1945, allí se cuentan por docenas y fueron de una extrema crueldad. En 1960, cuando la Democracia Cristiana (DC) formó un Gobierno con el apoyo externo de la extrema derecha del Movimiento Social, en la zona estalló la protesta.

 Durante una manifestación sindical, la policía disparó y mató a cinco trabajadores, todos inscritos al Partido Comunista (PCI), la agrupación de sobra más votada. En esta zona, entre Bolonia y Milán, los padres cogieron el fusil para echar a los fascistas. Sus hijos crecían en el mito de aquella resistencia traicionada.

 Algunos de ellos —no reconociéndose más en la política de los partidos de izquierdas— fundaron el núcleo de las Brigadas Rojas y en las colinas de Reggio, en 1970, decidieron volver a las armas. 

Empezó una época oscura de pistoletazos, secuestros y muertes. Empresarios, policías, funcionarios, periodistas, magistrados, profesores, hasta un obrero, fueron víctimas del grupo armado. En el otro bando, la extrema derecha ponía bombas en trenes, plazas y bancos.

La mañana del 16 de marzo de 1978, 10 brigadistas mataron a los agentes que escoltaban a Aldo Moro, el presidente del primer partido italiano, y le secuestraron. Desde aquel momento, Roma escondió un agujero negro en su vientre caótico.

 Un puntito invisible a centenares de investigadores, policías y carabinieri: la prisión del pueblo, en la jerga terrorista. Cuatro hombres, entre ellos Gallinari, y una mujer mantuvieron al diputado en un pequeño piso, en una habitación tras una estantería, interrogándole y dejándole escribir sus reflexiones y cartas. Italia, allá fuera, estaba convulsionada pero inmóvil entre la búsqueda y la indecisión sobre si negociar. El Estado decidió que no.  (...)

Moro fue condenado a muerte. Gallinari no dejó ni un minuto el piso en los 55 días del secuestro. No salió ni la mañana del 9 de mayo, cuando Moro fue escondido en una cesta, llevado al garaje, tiroteado y dejado en el baúl de un Renault 4, aparcado en el centro de Roma, entre la sede del PCI y la de la DC. Una tumba bien estudiada, ya que Moro, a pesar de las presiones del Vaticano y de EE UU, imaginaba un Gobierno abierto a los comunistas.

Le preguntaba Zavoli: “Gallinari, usted se quedó en el umbral viendo aquella cesta que desaparecía por las escaleras. ¿Qué hizo?”. “Recuerdo el telediario. Teníamos una televisión en blanco y negro, pero el color del rostro del periodista yo lo vi. He visto su cambio de expresión. Aún no había leído la noticia, pero supe que estaba a punto de anunciar el hallazgo del cadáver”. 

En aquel momento, Italia perdió la inocencia. Las Brigadas Rojas siguieron disparando, pero cada vez más aisladas. Gallinari fue arrestado el año siguiente. Con la misma frialdad con la que contaba el evento que desvió la historia de su país y su vida personal, decretó el fracaso de la lucha armada en 1987. Nunca se arrepintió o disoció de lo hecho."     (El País, 17/01/2013)

14/9/12

La caída de las Torres Gemelas y el atentado de Breivik sacaron a la luz lo mejor y lo peor de dos sociedades

"¿Son anormales los noruegos, o qué? Setenta y siete son masacrados por un asesino que recibe una condena de solo 21 años y no salen a las calles a protestar, incluso cuando su presidente, sin una gota de machismo, dice: “La bomba y las balas apuntaban a cambiar Noruega. 

El pueblo noruego respondió adhiriéndose a nuestros valores. El asesino fracasó, el pueblo ganó”. ¿Qué clase de valores fastidiosos comparten los noruegos? ¿Y qué tienen contra el cambio? 

Setenta y siete noruegos pueden parecer pocos en comparación con los casi 3.000 estadounidenses que murieron el día que cambió todo para siempre, Amén. Pero para los 7 millones de noruegos, los ataques del año pasado mataron proporcionalmente a más de ellos que la cantidad de estadounidenses muertos el 11 de septiembre de 2011.

 Los políticos noruegos no se desvivirán exigiendo medidas más estrictas de seguridad nacional y los ciudadanos no se manifiestan por el Tea Party en las calles exigiendo venganza y clamando por la pena de muerte. Los largos inviernos deben de aumentar su sangre fría.
En EE.UU. “cambio” fue la consigna del día en 2001, y se ha convertido en un mantra político desde entonces. Ehud Barak, exprimer ministro de Israel y actual ministro de Defensa puso las cosas en marcha esa mañana cuando, entrevistado por la BBC, anunció:
“El mundo no será el mismo a partir de este día… Es hora de desplegar un esfuerzo global concertado… contra todas las fuentes de terror, consecuentemente durante seis o 10 años… Irán, Irak, Libia”. (...)
Unos días después del veredicto de Breivik, un dirigente religioso israelí hizo su propio veredicto respecto a los enemigos “islamofascistas” de su nación. El rabino Ovadia Yosef del partido Shas llamó a los judíos a orar por la destrucción de Irán, “Cuando decimos ‘que nuestros enemigos sean abatidos’ en Rosh Hashana, debemos dirigirnos contra Irán, los seres malévolos que amenazan a Israel. Dios los abatirá y los matará”.

Haaretz informa de que el rabino había recibido la visita de altos funcionarios de la defensa israelí, que lo persuadieron para que apoyara un posible ataque contra Irán. (...)
Si se considera que Israel es aproximadamente un 30% más grande que Noruega y que ni un solo israelí ha sido eliminado por los iraníes, ¿no habría que preguntarse por qué los dirigentes noruegos no han solicitado que sus colegas religiosos pidan a Dios que aniquile a Breivik? Pero esa no sería una analogía justa, porque los noruegos son conocidos por ir poco a la iglesia y obviamente no rinden culto al mismo dios.

 ¿Pero se hubiera mantenido en el poder un dirigente político estadounidense un año después del 11 de septiembre y proclamado que la respuesta de EE.UU. al ataque sería “más democracia, más apertura y más humanidad, pero nunca ingenuidad”? Bueno, es lo que hizo el presidente noruego en el aniversario de la masacre de Oslo. ¿Cuán insólito es eso?   (...)
El terrorismo, después de todo, solo puede involucrar actos de violencia cometidos por gente que no se ve ni se viste como nosotros y contra personas cuyas ideologías son favorables al gobierno de EE.UU. y sus amigos, no importa cuán inamistosas puedan ser frecuentemente.
Pero el mayor problema de  la saga de Breivik tuvo que ver con sus creencias pro sionistas, pro Israel. En su manifiesto online escribió reveladoramente: “Luchemos junto a Israel, con nuestros hermanos sionistas contra todos los antisionistas”.
El hecho de que atentase contra el centro del gobierno de Noruega, que haya criticado enérgicamente la ocupación israelí, que el objetivo de su masacre fuera un grupo político juvenil que promueve activamente un boicot económico a Israel y que el día antes de la masacre el campamento recibiera al ministro de Exteriores de la nación para persuadirlo de sus puntos de vista, debería provocar señales de alarma si se consideran los motivos ideológicos de Breivik.

 Podrá ser demencial, pero no se puede decir que se trate de supremacía blanca; de otra manera simplemente habría asesinado a muchos inmigrantes de piel oscura que según él desprecia. Es un sentimiento, a propósito, que comparte con demasiados colonos israelíes que están inspirados, en parte, en el teórico sionista Vladimir Jabotinsky.
El manifiesto de Breivik estaba repleto de citas de respetables pro israelíes de la línea dura, incluyendo a la que fue consejera de política exterior de un candidato presidencial estadounidense de la época, la obsequiosa pro israelí Michelle Bachman.

 Por lo tanto el problema de la adhesión de Breivik al principio mismo de la existencia del Estado sionista de Israel, al cual George W. Bush y Barack Obama, junto con la mayoría del Congreso y el Senado han expresado su fidelidad, nunca se analizó, simplemente se ha ignorado.
Las dos palabras que se vitaron cuidadosamente en el debate de los medios respecto a Breivik fueron “sionismo cristiano”, con énfasis no en el adjetivo sino en el sustantivo.(...)

 El 11 de septiembre fue, probablemente, la última oportunidad de EE.UU. de hacer un discurso político que incluía la pregunta: ¿Qué les hemos hecho para que nos hagan esto a nosotros? Los ataques de Breivik podrían ser la primera oportunidad de la comunidad mundial para formular una pregunta completamente diferente: Si les hizo esto a ellos, ¿qué quieren hacernos aquéllos por los que lucha?
La caída de las Torres Gemelas no hizo caer a los estadounidenses en su propio ser y no los cambió drásticamente más de los que Breivik cambió drásticamente a los noruegos. Ambos eventos sacaron a la luz lo mejor y lo peor de ambas sociedades. Pero en uno de ellos lo peor ya iba ganando terreno."                (Rebelión, 13/09/2012, Michael Robeson, Asia Times Online)

30/11/10

La inmolación religiosa del terrorista

"Estaba borracho de poder, con una euforia enfermiza". Así describe Eduardo Uriarte la época en que se integró a ETA a fines de los años 60. Una época marcada por la polarización política, en plena dictadura de Franco, en que el movimiento se presentaba como una opción idealista "para restaurar la democracia y la libertad", cuenta.

Eduardo Uriarte (65) y Javier Elorrieta (62), ex militantes de ETA, relataron a "El Mercurio" sus primeros años en la banda. "Había un ambiente de inmolación religiosa, de clandestinidad; ser guerrillero era casi como ser misionero. Pero no había un componente perverso ni criminal", dice Uriarte. (...)

Los ex integrantes aseguran que en los 70 ETA se vuelve una banda terrorista tras el atentado de 1974 contra la cafetería Rolando, en Madrid, en el que murieron 18 personas. "Lo que fue un instrumento político pasó a ser violencia como la única garantía de las conquistas revolucionarias, donde lo único puro y que vale es la violencia", señala Elorrieta. (...)

Uriarte y Elorrieta comparan a los etarras con los nazis por su fanatismo, totalitarismo y nacionalismo exacerbado, donde las críticas se ven como una traición. "En nuestra época, ETA no era tan cerrada. Fue años después que se cerró al resto de la sociedad y comenzó a verlos a todos como enemigos", dice Uriarte.

Cuando empezó esta radicalización, Elorrieta se exilió en Francia. Uriarte fue encarcelado en 1969 y condenado a dos penas de muerte por delitos terroristas. Fue liberado en 1977, cuando se declaró una amnistía para los presos políticos del franquismo.

Hoy, ambos viven custodiados las 24 horas del día debido a las amenazas y formaron una fundación para defender los principios democráticos que ETA vulnera; en parte, dicen, por la responsabilidad que sienten de haber sido parte del nacimiento de una banda terrorista. El mismo espíritu que los llevó a unirse a ETA hoy los impulsa a trabajar por detenerla, dicen." (Fundación para la Libertad, citando a
EL MERCURIO (Santiago de Chile), 28/11/2010 )