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2/2/24

La deshumanización del otro, antesala de la agresión... A lo largo de la historia, en diversos conflictos se ha utilizado la deshumanización de determinados grupos para generar un clima social permisivo con la violencia.

 "«El genocidio empieza por la deshumanización», dijo Adama Dieng, asesor especial sobre la Prevención del Genocidio de las Naciones Unidas, en 2014. Pero su frase resuena con fuerza en la actualidad. Son numerosos los expertos que señalan cómo el discurso del odio suele preceder a la violencia a gran escala, algo que ha quedado patente, por ejemplo, en el marco del conflicto palestino-israelí, después de que el ministro de Defensa de Israel afirmara: «Estamos luchando contra animales humanos y actuamos en consecuencia».

No se trata de un mecanismo nuevo, ni inocente. A lo largo de la historia podemos encontrar innumerables ejemplos; y probablemente el más analizado sea el que acompañó al Holocausto. Ratas, piojos, cucarachas, zorros, buitres son algunos de los animales que los nazis usaban para definir a los judíos y despojarlos así, a través del discurso, de sus características humanas. En otras ocasiones, especialmente tras el inicio del Holocausto, la propaganda nazi optaba por retratar a los judíos como agentes insidiosos y astutos de malevolencia, en un intento de demonización.

En los procesos de colonización también se utilizó un discurso deshumanizador para legitimar la privación de derechos a los pueblos indígenas de los territorios conquistados. Así, los indios americanos eran directamente «salvajes», mientras que el cristianismo y la raza blanca eran sinónimo de «civilización» o «humanidad». Esto quedó claramente reflejado en el imaginario social construido por la literatura, la plástica y la historiografía, que siguió reproduciendo esos mismos clichés hasta prácticamente la actualidad. Lo mismo ocurrió en Asia o en África, donde el colonizado era comparado frecuentemente con animales. Como denunció el psiquiatra Frantz Fanon en su libro Los condenados de la tierra, «el lenguaje del colono es un lenguaje zoológico».

Otro caso paradigmático sobre el que se ha hablado mucho es el del genocidio ruandés. En la Radio Télévision Libre des Mille Collines el odio a la minoría tutsi se azuzaba con lenguaje degradante y calificativos animales. Se comparaba a los tutsis con cucarachas, serpientes y conejos «que había que matar».

Se trata de un concepto habitual en las guerras, especialmente en la lógica genocida, en la que está muy estudiado. La deshumanización es la cuarta fase de las 10 etapas de genocidio establecidas por el profesor Gregory Stanton. Tras clasificar a las personas entre «nosotros» y «ellos», establecer símbolos visibles de dicha clasificación y restringir los derechos del subgrupo minoritario, llega el momento de despojarles de su humanidad, comparándolos con animales, demonios o enfermedades. A pocas fases de distancia llega la preparación para el exterminio, la persecución y los asesinatos en masa.

Evidentemente, no hace falta deshumanizar a alguien para agredirlo, pero son muchos los expertos que han alertado de que estos procesos de deshumanización se asocian a una mayor disposición a perpetrar la violencia. Por otro lado, como explicó Nick Haslma a la BBC, hay poca evidencia de que el lenguaje deshumanizador cause el comportamiento violento, pero hay muchísima evidencia de que lo acompaña. Las personas que deshumanizan a otras son mucho más propensas a tratarlas mal.

Por un lado, la deshumanización hace más fácil para el perpetrador ser cruel con su víctima. Al fin y al cabo, los seres humanos contamos con numerosas prohibiciones morales y reticencias psicológicas que nos impiden hacer daño a otros. A priori, a todos nos parece inconcebible matar a otra persona, y aquellos que forman parte del brazo ejecutor de un genocidio, por ejemplo, no tienen por qué ser una excepción. La deshumanización funciona así como una manera de subvertir las inhibiciones sociales contra la violencia. Matar a un gusano siempre será más fácil que matar a un hombre o una mujer.

En este contexto, el lenguaje es solo uno más de los muchos mecanismos que se pueden emplear para despojar a alguien de su condición humana: reemplazar los nombres por números, rapar las cabezas, vestir a todos de la misma manera, hacerles vivir entre suciedad y excrementos… ¿Cuál es el objetivo de todo eso? Como rememora el psicólogo social James Edward Waller en el vídeo «Dehumanizing the enemy» tras preguntar a un comandante del campo de exterminio de Treblinka por qué tanta humillación, por qué no matar a los habitantes del campo sin más, él respondió: «Porque así es más fácil para mis hombres hacer lo que tienen que hacer».

Por otro lado, para quien no comete el crimen, para quien simplemente es testigo, también resulta mucho más fácil de justificar si la persona o el grupo agredido se ve como algo diferente a uno mismo, como seres «subhumanos». En un estudio en Estados Unidos se concluyó que los participantes que habían sido expuestos a comparaciones vejatorias sobre la población negra eran más proclives a tolerar una respuesta desproporcionalmente agresiva por parte de la policía. De la misma manera, otro trabajo mostró cómo aquellos que deshumanizaban a los musulmanes eran más partidarios de tácticas de contraterrorismo violentas.

Esto hace especialmente relevante el papel de los medios de comunicación. Está claro que el lenguaje juega un papel clave en la construcción del relato, en la visión que tenemos del conflicto, de quienes son los «buenos» y los «malos», pero también, como estamos viendo, puede contribuir a crear distancia con el sufrimiento de las víctimas, o a hacer que la opinión pública vea a unas víctimas como más merecedoras del trato recibido que a otras. Cuanto más escuchamos describir a un grupo de manera deshumanizada, más probabilidades tenemos de acabar deshumanizándolo. Ninguna persona, en ningún contexto, debería ser comparada con gusanos, ratas o cucarachas. Porque cuando se hace es para justificar lo injustificable."              (Cristina Domínguez , ethic, 27/11/23)

14/2/23

Cuánto varía la Historia si rebobinas su punto de partida. Conocíamos el final: EEUU derrotó al nazismo. Ignorábamos el principio: Hitler se basó en EEUU para inventarlo

GUILLERMO FESSER @guillermofesser

Cuánto varía la Historia si rebobinas su punto de partida. Conocíamos el final: EEUU derrotó al nazismo. Ignorábamos el principio: Hitler se basó en EEUU para inventarlo. El documental de @sbotstein @KenBurns y @LynnNovick crucial para despertar a los Estados Unidos de Amnesia

Hitler admiraba la brutalidad con que habían incautado los estadounidenses las tierras a los nativos americanos y copió el modelo para Alemania. El führer estaba convencido de que aquél era “el camino en que la superioridad racial había de manifestarse.”

Se ajustaba a sus dos objetivos: la necesaria anexión de territorios para asegurar espacio y víveres a su creciente población aria y la aniquilación de los "primitivos" habitantes de esos territorios para evitar que contaminasen la pureza de la raza

Los estadounidenses habían conseguido una exitosa expansión hacia el lejano Oeste, cruzando la frontera del Mississippi; Hitler tomó nota y se propuso hacer una expansión similar hacia el lejano Este, traspasando la frontera del Volga.

La demonización y posterior aniquilación de las naciones Indias supuso para Hitler un ejemplo a seguir en la exterminación de los judíos de Europa.

Hitler tuvo referentes sólidos al otro lado del charco. Las ignominiosas leyes de Nuremberg, promulgadas en 1935 para relegar a los judíos a ciudadanos de segunda , fueron una fotocopia de las leyes de Jim Crow que impusieron la segregación racial en el sur de Estados Unidos.

Hitler sacó la conclusión de que “los judíos eran culpables de expandir el peligroso concepto de un mundo global” en el que se disolvería la superioridad de la raza blanca leyendo al popular pensador estadounidense Madison Grant (uno de los padres del racismo científico)

Grant, gran defensor de la eugenesia junto al presidente Teddy Roosevelt, en su libro “The Passing of the Great Race” acusó directamente a los judíos de intentar “destruir el patrimonio genético americano.”

Entre sus coetáneos, Hitler demostró gran admiración por el empresario Henry Ford, que defendió sin ambages su firme creencia de que Estados Unidos debía de ser “un territorio reservado exclusivamente a los gentiles” y se avino a fabricar camiones de guerra para el III Reich.

"Los EEUU y el Holcausto", documental que se emite esta semana a través de las pantallas de PBS en 3 episodios de 2 horas, llega en un momento crítico. A menos de dos meses de unas elecciones cruciales que van a decidir la dirección que toma este país: reverse o fast forward.

En un momento en que en EEUU se arrancan de las repisas de muchas escuelas libros que mantienen una visión crítica de su historia, en reminiscencia de aquella quema masiva de libros considerados anti nazis ocurrida en la Alemania de los años 30.

En un momento en que aquí cada vez más pastores reivindican la supremacía de las raíces cristianas (léase blancas) de EEUU frente a otras etnias y creencias… puede que resulte exagerado comparar a Donald Trump con Hitler…

... pero resulta adecuado recordar que Trump se parece mucho, demasiado, a los Henry Ford, Theodore Roosevelt, Madison Grant, "Jim Crows" y tantos otros compatriotas que inspiraron hace un siglo el advenimiento del espantoso dictador. Ahí es donde reside el verdadero peligro.

4:09 p. m. · 19 sept. 2022
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4/10/21

La identificación y el castigo de los nazis había acabado en 1948 y era un tema olvidado a comienzos de los años cincuenta (o sea, la desnacificación duró sólo 3 años)

 "En 1915 y los años siguientes el Imperio Otomano perpetró el genocidio del pueblo armenio: un mínimo de 1 millón de muertos, además del sometimiento a procesos de deportación.

La Operación Reinhard desarrollada por el nazismo en Polonia exterminó en campos de concentración a 1,6 millones de judíos. En febrero de 1945, el bombardeo de la ciudad alemana de Dresde por la aviación británica y estadounidense se saldó con un mínimo de 35.000 muertos. En la posguerra española, el terror franquista ejecutó al menos a 50.000 personas. Y ya en la década de los 90 del siglo pasado, las guerras de Yugoslavia podrían haber concluido con 200.000 víctimas mortales, la mitad musulmanes.

Son datos que figuran en el último libro del historiador Julián Casanova, Una violencia indómita. El siglo XX europeo, editado por Crítica en septiembre de 2020. Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza y profesor visitante en la Central European University de Budapest. 

Ha publicado, entre otros volúmenes, De la calle al frente. El anarcosindicalismo en España, 1931-1939; Europa contra Europa, 1914-1945; y La venganza de los siervos, Rusia 1917. Su libro más reciente dedica un apartado a la memoria. “El proceso de desnazificación fue limitado”, afirma. Una violencia indómita podría tener una prolongación en mayo de 2021, cuando el gobierno alemán reconoció el genocidio cometido entre 1904 y 1907 en la colonia de África del Sudoeste, actual Namibia.

-¿Ha prestado, en general, poca atención la historiografía a la Europa Central y del Este en favor de la Europa Occidental? ¿Por qué razón?

La principal razón es el dominio de la historiografía occidental -británica, francesa y alemana- que ha analizado el continente desde la perspectiva política, diplomática y militar de sus países.  Ese foco tan centralizado en Europa occidental ha impedido reconocer la relevancia del centro y este de Europa en todos los grandes acontecimientos del siglo XX. Y salvo en Gran Bretaña y Alemania no hay muchos especialistas en esa amplia zona central y oriental de Europa.

-¿Qué casos de genocidio o grandes matanzas destacarías a lo largo del siglo XX?

No se trata tanto de reconocer la singularidad y relevancia del Holocausto o de los crímenes de Stalin, algo que se ha hecho en profundidad desde hace décadas, como de identificar la cultura de la violencia y del asesinato vinculada a la ideología de la raza, nación, religión o clase social. 

El paso de las políticas discriminatorias a las de exterminio fue a menudo provocado en esa primera mitad del siglo XX por conflictos entre Estados más que por agendas internas y generalmente tuvo repercusiones más allá de las fronteras de cada país, causando desestabilización regional y movimientos masivos de refugiados. En mi libro he examinado además con detalle la violencia sexual, desde la guerra civil en Irlanda o en España, a las dictaduras fascistas o comunistas, pasando por los ejemplos de limpieza étnica en Armenia y paramilitarismo antibolchevique y antisemita en los países derrotados en la Primera guerra Mundial.

-El libro explica cómo la Alemania nazi y la Unión Soviética hicieron uso de la violencia. ¿Existen ejemplos similares perpetrados por las democracias occidentales?

Desde finales del siglo XIX, antes de la Primera Guerra Mundial, las rivalidades políticas y nacionalistas de los principales imperios europeos actuaron de propulsores en la frenética pelea por África y por la adquisición de colonias. Un proceso acompañado de excesos y manifestaciones violentas, en el que desempeñó un papel importante la adopción de elementos básicos del darwinismo social, la interpretación de la vida y del desarrollo humano como una cruel lucha por la supervivencia donde los fuertes dominaban a los débiles.

El imperialismo tuvo efectos devastadores y la violencia utilizada para sofocar la resistencia indígena anticipó lo que tanto impactó después, porque se creía que nunca antes había ocurrido, en el frente oeste durante la Primera Guerra Mundial. Las políticas racistas y de exterminio dejaron baños de sangre, con varios millones de víctimas entre todos ellos, en el dominio británico de Sudáfrica, el alemán de África del Sudeste, la actual Namibia, y especialmente en el de Leopoldo II como “reino soberano” en el Congo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, con democracia consolidada por primera vez en la historia de los países de Europa occidental, la violenta derrota del militarismo y de los fascismos allanó el camino para el control de la violencia. Pero desde comienzos de los años sesenta, los principales países europeos occidentales estuvieron implicados en una guerra contra rebeliones nacionalistas en sus colonias. Persistentes delirios de grandeza llevaron a estadistas europeos a librar guerras en ultramar, en la Indonesia holandesa, en la Indochina y Argelia francesas y en las colonias británicas de Malasia y Kenia.

Fueron guerras “sucias”, que rompieron las reglas de las Convenciones de Ginebra que esos poderes habían firmado, con abundantes episodios de tortura y violación. Pero el caso que ilustra mejor la continuidad con la cultura militar de la violencia que se creía superada en las democracias occidentales fue la guerra combatida por Francia contra el movimiento de independencia de Argelia, entre 1954 y 1962, en la que salieron a la luz numerosos casos de tortura por parte del ejército y de violencia sexual contra las mujeres argelinas.

-¿Cómo resumirías el impacto de la Segunda Guerra Mundial en la población de la URSS?

La Segunda Guerra Mundial fue el escenario que propició el paso desde políticas de discriminación y asesinatos a las genocidas. Fue una guerra total con una serie de guerras paralelas. Comenzó como una guerra entre grandes potencias territoriales. En 1941, tras la renuncia unilateral por parte de Hitler al Pacto Alemán-Soviético que había sido el preludio al reparto de Polonia, la guerra se convirtió en un combate desesperado para la sobrevivencia de la Unión Soviética amenazada de aniquilamiento por la Alemania nazi.

En territorio soviético aparecieron en aquellos años, y además juntos, los elementos básicos que identifican históricamente la guerra total y el genocidio. Por un lado, la búsqueda de la destrucción absoluta del enemigo, la movilización de todos los recursos del estado, la sociedad y la economía y el control completo de todos los aspectos de la vida pública y privada. Por otro, la deshumanización de las víctimas y la ejecución de los planes de eliminación sistemática por parte de las fuerzas armadas y de los grupos paramilitares especiales alemanes.

-Por otra parte, ACNUR calculaba que a finales de 2019 había 79,5 millones de personas desplazadas en el mundo por conflictos o persecuciones. ¿Pueden rastrearse antecedentes en el libro?

Las purgas, los asesinatos y sobre todo la expulsión y deportación de millones de personas produjeron un trastorno demográfico enorme en Europa Central y del Este durante todo el siglo XX. La práctica de deportar minorías nacionales no comenzó con la Segunda Guerra Mundial. La Primera Guerra Mundial, las revoluciones y guerras en Rusia y el intercambio de población greco-turca en 1923 constituyeron puntos vitales de referencia en las décadas anteriores.

Pero la Segunda Guerra Mundial rompió todos los registros Según el pionero estudio de Eugene M. Kulischer, entre el estallido de la guerra y comienzos de 1943 más de treinta millones de europeos fueron obligados a cambiar de país, deportados o dispersados, mientras que desde 1943 a 1948 otros 20 millones tuvieron que moverse. Según su cálculo, unos 55 millones fueron desplazados por la fuerza en menos de una década, 30 millones como resultado de la invasión nazi y el resto como consecuencia de la derrota alemana. En los dos años posteriores al final de la guerra, 12.5 millones de refugiados y expulsados de los países del Este llegaron a Alemania.

-¿Qué dimensiones tuvo la violencia sexual en las guerras de la antigua Yugoslavia?

Yugoslavia apareció desde comienzos de los años noventa en las portadas de todos los medios de comunicación, con historias de masacres, violaciones, expulsiones y desplazamientos de población.

Pero si por algo destacó la violencia en aquellas guerras de sucesión de Yugoslavia fue por las violaciones de mujeres musulmanas en Bosnia-Herzegovina, un plan de terror organizado y orquestado por el mando militar serbio-bosnio. La información de esas violaciones masivas –y también sobre las que ocurrieron por los mismos años en Ruanda- y el subsiguiente reconocimiento internacional como crímenes de guerra dio “legitimidad intelectual y urgencia ética” a estudiar la violencia sexual en todas las guerras anteriores.

Las torturas y el asesinato acompañaron a las violaciones masivas en Bosnia-Herzegovina, con el objetivo de destruir a la comunidad musulmana. Esas violaciones, escenificadas en muchas ocasiones en público, no fueron el resultado de esporádicos estallidos de ira o de emociones enloquecidas por la guerra, sino “una política racional” planificada por la dirección política y militar serbia en Serbia y Bosnia-Herzegovina.

-Por último, Una violencia indómita. El siglo XX europeo dedica un epílogo a la memoria (“Pasados fracturados, presentes divididos”). ¿Rompió de manera drástica la Alemania de posguerra con el nazismo?

Tras los dos primeros años de posguerra, la violencia, las sentencias y los castigos de fascistas y nazis decrecieron en Europa y pronto llegaron las amnistías, un proceso acelerado por la Guerra Fría, que devolvieron el pleno derecho de ciudadanos a cientos de miles de ex nazis, sobre todo en Austria y Alemania.

En el Este, fascistas de bajo origen social fueron perdonados e incorporados a las filas comunistas y se pasó de perseguir a fascistas a “enemigos del comunismo”, que a menudo eran izquierdistas, mientras que en Occidente, donde las coaliciones de izquierdas se cayeron a pedazos en 1947, la tendencia fue perdonar a todo el mundo.

La identificación y el castigo de los nazis había acabado en 1948 y era un tema olvidado a comienzos de los años cincuenta. En 1952 un tercio de los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores de la República Federal Alemana eran antiguos nazis, mientras que dos quintos de los miembros del cuerpo diplomático habían estado en las SS. En la República Democrática muchos ex nazis pasaron a las filas del Partido Comunista, algo que fue común también en otros países de Europa del Este.

El proceso de desnazificación, por lo tanto, fue limitado. "

(Entrevista al historiador Julián Casanova, autor de Una violencia indómita. El siglo XX europeo,
Enric Llopis , Rebelión, 05/06/2021)

8/7/21

Así se se inspiró Hitler en el oeste americano para su idea de Imperio Alemán... los nazis tomaron como modelo la larga y brutal campaña de EE UU contra los nativos americanos...

"La celebración del Día de las Personas Indígenas es una oportunidad para que los estadounidenses reconozcan una perturbadora parte de la Historia: cómo los nazis tomaron como modelo la larga y brutal campaña de EE UU contra los nativos americanos.

Los nativos americanos siguen su lucha por la justicia en EE UU. Aunque este año ha traído importantes victorias, como la retirada por parte del equipo de fútbol americano de Washington de su nombre y logo racistas, y una sentencia histórica por parte del Tribunal Supremo a favor de los derechos de los nativos en el caso de McGirt contra el Estado de Oklahoma, continúa la difícil tarea de reconocer y volver a debatir sobre el legado de opresión del país contra sus primeros habitantes.

Los esfuerzos de los nativos y sus aliados activistas para que se extienda el establecimiento del día de los Personas Indígenas como alternativa al día de Colón es una parte importante de este trabajo. La fecha es una oportunidad no solo de celebrar las voces y cultura nativas, sino de que el país se replantee su historia a la luz de las experiencias de los nativos americanos. Aunque buena parte de este replanteamiento se centre, como es normal, en el trato brutal de las personas nativas a lo largo de la historia estadounidense, el día de las Personas Nativas también ofrece una oportunidad de reflejar otros legados de brutalidad menos conocidos más allá del ejemplo de los propios EE UU.

Puede que el más terrible de estos legados sea la manera en que Adolf Hitler y su régimen se fijaron en EE UU y sus acciones contra los nativos americanos como un modelo para su campaña asesina en el este de Europa durante la II Guerra Mundial. Se trata de una conexión investigada por historiadores recientes de la Alemania nazi y detallada más exhaustivamente en el libro The American West and the Nazi East, de Carroll Kakel. (Para un relato relacionado sobre cómo influyeron en los nazis las políticas norteamericanas de inmigración, segregación y eugenesia, se puede consultar el fascinante Hitler’s American Model, de James Whitman).

El principal objetivo estratégico de Hitler al provocar la II Guerra Mundial fue expandir hacia el este las fronteras de Alemania para abarcar la mayor parte de Europa. Esta búsqueda del Lebensraum, o espacio vital, hacia el este fue su preocupación central. Su visión era la de un vasto imperio alemán desde el Báltico, Polonia, Ucrania, Bielorrusia y Rusia hasta el límite de Europa en los montes Urales. Este imperio iría eliminando gradualmente a sus antiguos habitantes para ser habitado en su lugar por granjeros alemanes duros y autosuficientes, que proporcionarían alimento a la gran potencia continental.


La II Guerra Mundial fue, por tanto, por encima de todo una guerra de expansión colonial. En una época en que los países europeos todavía gobernaban una buena parte del mundo, justificando dicho poder con su pretensión de superioridad racial y usando métodos brutales para extraer riquezas y aplastar la protesta, Hitler tenía muchos modelos en los que inspirarse. Bélgica, por ejemplo, mató o hizo trabajar hasta la muerte a unos diez millones de personas durante sus cuatro décadas de dominio en el Congo.

Su interés, no obstante, no estaba en las colonias de ultramar, que Alemania jamás había poseído al mismo nivel que otras potencias, sino en un imperio contiguo y continental, anexionado a la misma patria originaria alemana. Como dijo Hitler, “nuestro territorio colonial está en el este”. Su visión era la que los historiadores llaman “colonialismo de ocupación”, en el que los habitantes originales de una zona pueden ser explotados de manera temporal, pero al final se ven reemplazados por la propia población del país conquistador.

Esta forma de colonialismo es inherentemente “eliminacionista”, en el sentido de que, de una manera u otra, las personas nativas, consideradas racialmente inferiores, se vuelven superfluas y “desaparecen” para hacer sitio a los ocupantes del poder imperial. Por eso EE UU fue la principal inspiración para Hitler. Era, según el historiador del Holocausto Timothy Snyder, “el imperio continental ejemplar” en el que los nazis basaron su visión colonizadora del este de Europa.

¿Que veía Hitler cuando se fijaba en EE UU como inspiración? Después de ser unos pioneros del colonialismo de ocupación en Irlanda, los británicos lo llevaron a Norteamérica con efectos devastadores según los colonos desplazaban a los habitantes nativos. Estos mismos colonos hicieron de la expansión más rápida hacia el oeste una justificación primordial de la guerra revolucionaria contra Inglaterra, citándola específicamente en la Declaración de Independencia. De hecho, una de las acciones militares de más envergadura en toda la guerra fue el ataque del ejército continental contra la confederación iroquesa. Después de que George Washington ordenara la “total destrucción y devastación de sus asentamientos”, para que pudieran ser “expulsados” por el “terror”, el ejército estadounidense estableció su patrón para el siguiente siglo basado en la expulsión de las personas nativas de su hogar a través de una campaña de violencia y brutalidad indiscriminadas.

Tras la independencia, Thomas Jefferson popularizó su visión de un imperio agrario de pequeños propietarios rurales virtuosos que se establecerían en todo el continente. En lo que respectaba a lo que llamó “la raza roja maldita”, Jefferson escribió que aquellos que no aceptaran irse serían “exterminados, o expulsados más allá del Mississipi”.

Él y otros líderes políticos que le seguían usaron amenazas de guerra, o la guerra propiamente dicha, para adquirir nuevos territorios de Francia, España, Inglaterra o México, abriéndolos para colonizadores blancos. Según estos recién llegados se iban instalando, una combinación de tropas regulares del ejército, unidades paramilitares llamados “exploradores” y grupos de vigilantes formados por los propios colonos sacó a los nativos de sus tierras. Sus métodos incluyeron fusilamientos masivos, violaciones, quema de pueblos, destrucción de provisiones de alimento y marchas forzadas. El resultado fue una rápida disminución de la población mediante el asesinato, el hambre, la enfermedad, la congelación o la expulsión.

Cuando este patrón se estableció más allá del Mississipi y la tierra y empezó a escasear la tierra para nuevos desplazamientos, el Gobierno estadounidense empezó a concentrar al resto de nativos en “reservas”. En estos terrenos marginales, las condiciones insostenibles de vida siguieron reduciendo dramáticamente su número. Un funcionario del Gobierno calificó al sistema de reservas de “asesinato legalizado de toda una nación”.

Al margen de los propios nativos, este proceso disfrutó de un amplio apoyo público. Era, en las famosas palabras de Jane Cazneau, parte del “destino manifiesto” del país. Como incivilizados salvajes que no hacían uso productivo de la tierra y eran racialmente inferiores, era inevitable que “desaparecieran” cuando los ocupantes blancos se instalaran. Como expresaba un artículo de 1854 en la revista DeBow’s Review, su “raza está acabada” y está “desapareciendo gradualmente para dar paso a una tipo más elevado de seres humanos”. Andrew Jackson veía a los nativos americanos como una “enfermedad” que estaba “infestando constantemente nuestra frontera” y necesitaba ser erradicada. En el siglo XIX, los estadounidenses blancos usaban habitualmente el término “extirpar”, en el sentido de hacer sitio mediante el desplazamiento, la destrucción o la aniquilación, cuando se referían a los nativos americanos.

Todo esto hace que no sorprenda que, al buscar un modelo para el este de Europa, Hitler lo encontrara en el oeste norteamericano. En palabras de Snyder, el ejemplo estadounidense fue una de las “mitologías inspiradoras” del proyecto oriental de los nazis

Hitler creció leyendo las novelas del oeste de Karl May dirigidas al público juvenil, que presentaban relatos de un “Salvaje oeste” domado a través de las “guerras con los indios”. También las releyó de manera regular ya de adulto, e incluso se las recomendaba a sus generales como fuente de ideas creativas. En su Mein Kampf de los años 20, Hitler alabó la manera en que los EE UU “arios” conquistaron “su propio continente” limpiando el “suelo” de “nativos” para hacer lugar a ocupantes más “racialmente puros” y sentar las bases de su autosuficiencia económica y creciente poder global. De hecho, el concepto de Lebensraum fue acuñado y popularizado por Friedrich Razel, quien afirmó que su teoría de la colonización y de la sustitución racial se inspiró en la “teoría de la frontera” del historiador estadounidense Frederick Jackson Turner y su identificación de “la colonización del gran oeste” como un hecho central de la historia e identidad norteamericana.

Una vez que los nazis subieron al poder en Alemania, Kakel detalla cómo el oeste de EE UU se convirtió en una “obsesión” para Hitler y sus seguidores más cercanos, como el líder de las SS, Heinrich Himmler. Su objetivo era reconfigurar la demografía de Europa de la misma manera que los EE UU reconfiguraron la demografía de Norteamérica. Los dirigentes nazis se referían habitualmente al este de Europa como “Alemania del este” o como el “salvaje este”, y a sus habitantes como “indios”. Admirando cómo EE UU había “matado a disparos a los millones de pieles rojas hasta dejarlos en unos pocos cientos de miles, y mantenido al discreto remanente bajo observación en una jaula”, Hitler habló de su intención de “alemanizar” al este de manera similar mediante la emigración de alemanes, y de contemplar a los nativos como pieles rojas”. Haciéndose eco de las justificaciones estadounidenses para la conquista del oeste, afirmó: “Es inconcebible que una gente superior tenga que existir de manera dolorosa en un suelo demasiado estrecho para ella, mientras masas amorfas, que no contribuyen en nada a la civilización, ocupan extensiones infinitas de uno de los suelos más ricos del mundo”. ¿Su respuesta? “Aquí en el este un proceso similar se repetirá por segunda vez como en la conquista de América”. Para Hitler, “nuestro Mississipi debe ser el Volga”.

Como en el ejemplo americano, Hitler usó amenazas de guerra y después la propia guerra para ganar territorio en el este. Las tropas regulares del Ejército, unidades paramilitares llamadas “Einsatzgruppen” y habitantes locales colaboracionistas empezaron a asesinar, aterrorizar y expulsar a habitantes considerados racialmente inferiores. Un “plan del hambre” preveía hambrunas masivas, principalmente de eslavos. Mientras, la SS redactó planes para expulsar a todos los judíos europeos a un gigantesco Judenreservat, o “reserva judía”, bien en Madagascar (una vez que el control británico de las rutas marinas fuera vencido) o bien en Siberia (una ve que la Unión Soviética fuera vencida). Se esperaba que la mayoría murieran de enfermedad o de inanición.

Tras la invasión de Polonia, Alemania se anexó rápidamente parte del país y comenzó el proceso de trasladar a los étnicamente germanos y otros ocupantes suficientemente “arios”. La propaganda nazi mostraba fotos de colonos alemanes partiendo en caravanas y describía las tierras al este como la “California de Europa”. Los periódicos alemanes publicaron titulares como “¡Ve al este, joven!”, una imitación del famoso consejo de Horace Greeley a los colonos americanos para que buscaran su fortuna en el oeste. ¿Y en cuanto a la resistencia de aquellos que estaban siendo conquistados, asesinados y eliminados? Hitler lo comparó con “la lucha en Norteamérica contra los pieles rojas”. Después de todo, decía, “¿Quién se acuerda de los pieles rojas?”.

Por supuesto, Hitler nunca materializó toda su visión. Cuando la corriente de la guerra cambió de sentido, y la vasta extensión de tierras soviéticas que planeaba colonizar se le escapó de las manos, la estrategia nazi se desplazó desde los métodos “eliminacionistas” tradicionales de colonialismo de ocupación basados en el modelo americano ─fusilamientos masivos, terror, expulsión y despoblación por enfermedad y hambre─ hacia su propia innovación: el asesinato mecanizado en los campos de la muerte, ahora dirigido casi exclusivamente a los judíos.

Después de poner a prueba su proyecto en una zona mucho más densamente poblada, durante un lapso de tiempo mucho más corto, y durante una guerra que no pudo ganar, Hitler sí consiguió asesinar a millones, desplazar a más millones aún y cambiar la demografía de Europa. Pero sus objetivos de colonización nunca alcanzaron más de cerca de medio millón de colonos en partes de Polonia, la mayoría de los cuales fueron a su vez expulsados o asesinados cuando la guerra terminó.

En contraste, EE UU jugó más a largo plazo, con una expansión y un despoblamiento de nativos gradual pero sin descanso, sobre un territorio más amplio y durante más décadas, y sin potencias militares rivales que amenazaran seriamente el proyecto. Como Hitler, EE UU mató y desplazó a millones y cambió la demografía de un continente. Al contrario que los nazis, el país completó en su mayor parte el proceso de reemplazo racial y dominación continental, al mismo tiempo que creaba un poderoso mito nacional de heroísmo de frontera y progreso. Se trata de un mito que a los estadounidenses todavía les cuesta asimilar, y el trabajo de quienes difunden la idea de un día de las Personas Indígenas es una parte importante de esta tarea."

(Waging non violence. Artículo original: How Hitler found his blueprint for a German empire by looking to the American West. Traducido para El Salto por Diego Sanz Paratcha. David Carroll, El Salto, 01/11/20)

30/6/21

El primer genocidio del siglo XX fue la casi total exterminación de los herero y los nama por los colonizadores alemanes en Namibia... el segundo el armenio

 "Quizás el más destacado negacionista del genocidio armenio −en 1915 vivían en imperio otomano unos 2 millones de armenios cristianos; en 1922 quedaban ya sólo un poco más de 400 mil− era nada menos que el propio Adolf Hitler.

 Dirigiéndose a sus generales en la residencia en Obersalzberg poco antes de la invasión a Polonia en 1939 decía: “Mandé al este mis Unidades de la Calavera [SS] con la orden de matar sin piedad a hombres, mujeres y niños de la raza y la lengua polaca. Sólo así ganaremos el Lebensraum que necesitamos. ¿Quién, después de todo, se acuerda hoy de la aniquilación de los armenios?” (bit.ly/3xuORwa). 

En la víspera de desatar la guerra en Europa que desembocó, de acuerdo con el enfoque “funcionalista”, en el Holocausto, el genocidio de 6 millones de judíos y arrojó otros millones de víctimas −gitanos, comunistas, opositores políticos, homosexuales, discapacitados, etcétera, incluidos, entre otros, 2.6 millones de polacos étnicos, el asesinato que incluye las víctimas de la guerra y no cumple todos los rasgos del “genocidio”: el ímpetu exterminador nazi se centró al final en las élites políticas e intelectuales polacas, mientras la demás población fue destinada a esclavizar−. Hitler sabía lo que decía. El Estado turco nunca fue juzgado por este genocidio y su impunidad era muy alentadora.

Además, muchos de los oficiales enviados por él a las “tierras de sangre” orientales −Polonia, Bielorrusia, Ucrania− en su momento, de primera mano, podían observar a los turcos en acción. Alemania y Turquía eran aliados en la Primera Guerra Mundial. Entre las medallas de Rudolf Hess, el futuro comandante de Auschwitz, estaba la Estrella de Gallipoli. Hess estuvo en Turquía y en Siria, entonces imperio otomano, “en el lugar y en el tiempo preciso” (bit.ly/33eTkoV) para apreciar la eficacia y la crueldad con que los turcos exterminaban a los armenios (hombres, mujeres, niños) en una mezcla de asesinatos en masa y deportaciones. Bajo la pretensión de “relocalizarlos al este”, la misma cosa que los nazis contaban después a sus víctimas judías deportadas a los campos del exterminio, los turcos mandaban enteras comunidades armenias a las “marchas de la muerte” rumbo a los campos de concentración en Siria, lo mismo que los nazis hacían hasta los últimos días de la guerra. La mayoría de las víctimas moría antes del hambre, calor y maltrato. Los futuros oficiales de la SS, como Hess, parecían tomar notas. Un genocidio no juzgado y no reconocido, inevitablemente lleva al otro.

Benny Morris, el enfant terrible de los llamados “nuevos historiadores” israelíes (Morris, Pappé, Shlaim, Flapan) y el autor de un libro sobre el tema, The Thirty-Year Genocide: Turkey’s Destruction of Its Christian Minorities 1894-1924 (bit.ly/2QNA7YR), tiene un punto cuando subraya que la aniquilación de los armenios de principios del siglo XX era parte de una amplia campaña turca de eliminar de su imperio a todas las comunidades cristianas: armenias, griegas y asirias (bit.ly/3nRuSmW) −por lo que hablar del “genocidio” puede ser debatible (apuntar a un grupo de modo exclusivo por el solo hecho de su existencia parece ser la clave)−, pero cuando Raphael Lemkin, el jurista polaco de origen judío, acuñó en los años 40 aquel término (véase su libro Axis Rule in Occupied Europe, 1944), pensaba justamente en la suerte de los armenios.

“Me interesé en el genocidio −decía Lemkin− porque ocurrió tantas veces en la historia. Primero, por ejemplo, a los armenios y luego vino Hitler”. Su propósito −tras seguir con atención el proceso de Soghomon Tehlirian, un justiciero armenio que asesinó en 1921 en Berlín a Talat Paşa, uno de los arquitectos del genocidio y jefe de la Teşkilât-ı Mahsusa (Organización Especial) a cargo de él; ante la falta de justicia, una secreta organización armada armenia la tomó en sus manos ( Operación Némesis)−, no era sólo nombrar un fenómeno, sino tipificarlo dentro del derecho internacional para que tuviera responsabilidades y castigos concretos. Decir que el término “genocidio” no aplica “ya que en aquel entonces dicha palabra no existía”, uno de los “argumentos” negacionistas de Ankara, haría reír a Lemkin. He aquí el meollo del asunto: reconocido y juzgado, el genocidio armenio, forzaría a los turcos a pagar indemnizaciones y/o restituirles tierras y bienes a los descendientes de los sobrevivientes.

Robert Fisk, el gran corresponsal en Medio Oriente, se obsesionó con recordar y empujar el reconocimiento del genocidio armenio. Escribió incontables textos (bit.ly/3upK9Ok, bit.ly/3dWMSJa, etcétera). Uno de sus principales libros, The Great War for Civilisation (2005), tiene un apartado entero sobre el tema: “The First Holocaust” (el término que prefería usar Fisk). Citando los trabajos de Temer Açkam, uno de los audaces −y exiliados en EU− historiadores turcos, demostraba que las masacres de los armenios no eran “episodios separados”, como suele insistir Turquía, sino parte de un plan más grande y que las “relocalizaciones” −como lo demuestran los telegramas de Talat Paşa, a los gobernadores− eran una coartada inventada mucho antes de que empezó, sí, el genocidio. “Ni siquiera había eufemismos allí, como la ‘solución final’ nazi. Los oficiales otomanos usaban directamente la palabra turca para la ‘exterminación’: imha” (bit.ly/3nRsUD3).

El telón de fondo en el que ocurrió el genocidio armenio: la progresiva descomposición del imperio otomano, la humillante derrota a mano de fuerzas cristianas (Bulgaria, Grecia, Serbia, Montenegro) en la Primera Guerra de los Balcanes (1912-13), sin precedentes con el flujo de refugiados de terrenos perdidos, el auge del rabioso nacionalismo y finalmente la igualmente mal manejada campaña en la Primera Guerra Mundial en la que los armenios acabaron tachados de elemento subversivo aliado con fuerzas invasoras rusas, ponen una luz necesaria al exterminio de 1.5 millón de los armenios. 

Pero apuntan también al motivo, intento y a la −negada rotundamente− sistematicidad del Estado turco. Los gobernantes estaban desesperados por conservar a Anatolia, el centro y el corazón del imperio, pero lo único que podían ofrecer para defender a su pueblo fue la limpieza étnica de cuerpos foráneos (armenios, griegos, asirios). El argumento conservacionista siempre ha sido vehículo del genocidio y del negacionismo: después de todo Hitler, que luego tanto admiró a Atatürk por sus esfuerzos de edificar un país nuevo (bit.ly/33AqQGc) −encima libre ya de minorías gracias a los esfuerzos anteriores de los Jóvenes Turcos−, también clamaba defender al pueblo alemán de los judíos y otros elementos subversivos.

De allí el dizque genocidio armenio. Las alegaciones armenias. Choques con víctimas de ambos bandos. Cualquier mención del genocidio armenio está penalizada por la ley turca (el infame art. 301). Pero el negacionismo turco es tan entrelazado con la identidad nacional −¡de allí emergió la Turquía moderna!− que a menudo desemboca en su opuesto: en una abierta celebración y orgullo, sobre todo en la arena interna. Los mismos políticos que abogan internacionalmente por silenciar los hechos de la historia ante el público nacional se ufanan de lo mismo, refiriéndose a los armenios de hoy, ya fuera de la Turquía, como las sobras de la espada ( kılıç artıgı), insinuando que aún hay cosas inacabadas en referencia a los descendientes de los sobrevivientes.

Cuando a finales del siglo XIX, Theodor Herzl, el padre del sionismo, vendió, como se lo reprochó Bernard Lazare (bit.ly/3eMk7OA), a los armenios apenas salidos de las masacres hamidianas, una represión política que normalizó la violencia antiarmenia y abrió la puerta al exterminio posterior (bit.ly/3bo4NHb), al ofrecerle el apoyo político al sultán a cambio de una posible adquisición de Palestina, sentó un precedente para la ambigua relación de Israel con el genocidio 1915-1922 (bit.ly/2QvXqGw). 

Si bien la impunidad turca fue la que, entre otros, permitió décadas más tarde a Hitler aniquilar buena parte de los judíos de Europa, la oficial postura del Estado judío siempre fue una premeditada minimización por todos los medios posibles a fin de cultivar buenas relaciones con Ankara y preservar instrumentalmente el monopolio de la victimización. Lo que Shimon Peres dijo una vez a un periódico turco −“rechazamos los intentos de crear una semejanza entre el Holocausto y las ‘alegaciones armenias’…” (sic)− entró, según Israel Charny (bit.ly/3udTqsI), uno de los principales estudiosos del genocidio, en la distancia de la negación del genocidio armenio comparable con la negación del Holocausto (véase: A., Yair, The Banality of Denial: Israel and the Armenian Genocide, 2003).

Si bien últimamente relaciones israelí-turcas estaban a la baja e Israel parecía acercarse a un reconocimiento (debates en la Knesset, etcétera), Tel Aviv adquirió en los últimos años otro importante aliado −militar (el eje antiraní) y económico (petróleo/gas)−, igualmente un pueblo turco, negacionista del genocidio armenio: Azerbaiyán.

La reciente guerra en Nagorno Karabaj/Arstaj, en la que el apoyo militar de Ankara y Tel Aviv resultó crucial para la victoria de Bakú (véase: M. W., Nagorno Karabaj: área de juego de imperios y moderno campo de batalla, en: Memoria, número 277, bit.ly/3eG94rp), no sólo resucitó el fantasma del genocidio armenio y de su negacionismo, sino que confirmó algo que varios estudiosos señalan desde hace tiempo: es completamente imposible entender el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán sin integrar en él el discurso de la negación del genocidio producido en Turquía y adoptado por Azerbaiyán (bit.ly/3o8EFFp).

En este contexto el reciente reconocimiento del genocidio armenio en su 106 aniversario por Joe Biden (bit.ly/3sQqIwu) −igualmente en un momento del alejamiento político con el régimen de Erdogan (y sin, como antes, anteponer cuestiones de la OTAN, acceso a bases turcas, etcétera)− con lo que EU se unió al grupo de apenas 32 países que lo reconocen oficialmente, fue una vindicación de las víctimas. Protestó Ankara.

 Protestó Bakú, lamentando la falsificación de la historia y omisión de masacres cometidas por armenios (¡sic!). Cuando en 2015 el papa Francisco reconoció el genocidio armenio en nombre de la Santa Sede habló del primer genocidio del siglo XX. Atinó y erró: el primero fue la casi total exterminación de los herero y los nama (bit.ly/3hnxSWL) por los colonizadores alemanes en Namibia, reconocido de hecho como tal por Berlín, pero no por muchos más. El genocidio armenio aún espera por su reconocimiento universal. Muchos más están en la cola."                (Maciek Wisniewski, Other News, 28/05/21)

3/5/21

Un genocidio de libro negado por motivos políticos... el armenio

 Soldados turcos posan tras el ahorcamiento de varios armenios en 1915 en Alepo, en Siria.AFP

 "La palabra genocidio no se había acuñado cuando se cometió el genocidio armenio. Pero fue este crimen contra la humanidad, que a principios del siglo XX marcó el arranque de una era de exterminios en masa, el que llevó al jurista polaco Raphael Lemkin a buscar un nuevo término que definiese una atrocidad que hasta entonces no tenía nombre: el empeño de asesinar en su totalidad a un grupo étnico o religioso por el solo hecho de existir.

No es la única paradoja que rodea la deportación y exterminio, sistemático y planificado, de hasta 1,5 millones de armenios por el Imperio Otomano entre 1915 y 1918. Existe un acuerdo sin fisuras entre los historiadores independientes de que se trata de un genocidio, sin embargo, solo ha sido reconocido por 30 países –el último fue Estados Unidos la semana pasada a través del presidente Joe Biden; España no lo ha hecho todavía–. Turquía considera una ofensa, e incluso un delito dentro de la sección 301 del Código Penal, la utilización de ese término y engloba esas matanzas dentro de la Primera Guerra Mundial.

 “El genocidio armenio es un hecho establecido entre los académicos”, explica desde Estados Unidos Taner Akçam, director del Centro de Estudios del Holocausto y los Genocidios en la Universidad Clark (Massachussets). Definido por The New York Times como “el Sherlock Holmes del genocidio armenio”, ha dedicado toda su carrera a buscar y publicar pruebas que demuestran que el asesinato de armenios no fue un pogromo desorganizado y espontáneo, sino una política de Estado de los llamados Jóvenes Turcos, que tomaron el poder en 1908 y se mantuvieron hasta 1918, cuando tras la Primera Guerra Mundial se disolvió el Imperio Otomano. En la historia otomana, la violencia contra los armenios, y los cristianos en general, era cíclica (entre 1894 y 1896 fueron masacrados 200.000 armenios), pero hasta entonces nadie se había marcado como objetivo el exterminio total.

“Incluso entre el establishment estadounidense”, prosigue Taner Akçam, “en el Congreso o en la Administración, no hay ninguna duda de que lo que ocurrió con los armenios puede ser calificado de genocidio. El presidente tuvo dudas en usar el término por motivos políticos. Fue algo muy planificado. Y puedo demostrar fácilmente que tenemos más evidencias documentales del genocidio armenio que del Holocausto. Tenemos unos cuantos telegramas autentificados que muestran claramente la intención genocida de las autoridades otomanas”.

En libros como A Shameful Act: The Armenian Genocide and the Question of Turkish Responsibility o Killing Orders: Talat Pasha’s Telegrams and the Armenian Genocide, Akçam revela telegramas encriptados del ministro del Interior de los Jóvenes Turcos, Talat Pasha, asesinado en 1921 por un militante armenio, que no dejan lugar a dudas sobre sus intenciones. Durante años, el Gobierno turco aseguró que eran falsificaciones, pero, tras un trabajo detectivesco, Akçam demostró que eran auténticos.

En uno de ellos, en septiembre de 1915, al principio de las matanzas, Talat Pasha ordenaba: “El Gobierno ha decidido eliminar totalmente a todos los armenios que viven en Turquía. (…) Sin prestar atención a si son mujeres, niños o enfermos. Por muy trágicos que puedan parecer estos métodos de exterminio, se debe poner fin a su existencia, sin escuchar nuestra conciencia”. Aunque los originales fueron destruidos, Akçam encontró fotografías de esos telegramas en Nueva York en 2015.

Existen evidencias que señalan que los nazis, antes del Holocausto, durante el que fueron asesinadas seis millones de personas, tomaron nota de lo ocurrido en Turquía para su proyecto de exterminar a los judíos europeos. “El 22 de agosto de 1939, Hitler dio un discurso a sus generales sobre la próxima guerra con Polonia”, explica el historiador estadounidense Benjamin Carter Hett, autor de The death of democracy sobre la llegada de Hitler al poder. “Hay tres transcripciones diferentes de lo que dijo. Una de las transcripciones, la menos fiable, le cita diciendo ‘¿Quién, después de todo, habla hoy de la aniquilación de los armenios?’. Las otras dos transcripciones no contienen esta cita”. El hecho de que esta transcripción circulase tras una información de The New York Times en 1945 demuestra que, ya desde los años cuarenta, se establece una relación entre las masacres de armenios y judíos.

“Indudablemente tuvo mucha influencia en Lemkin como modelo de estudio y lo cuenta en su autobiografía”, explica el magistrado José Ricardo de Prada, uno de los mayores expertos españoles en justicia internacional y que participó en el tribunal de apelación de la sentencia contra el genocida serbio Radovan Karadzic. “Probablemente formó parte de lo que quería englobar su concepto, lo que ocurrió es que este concepto no se trasladó, al menos del todo, a la definición que se contiene en la Convención de Genocidio y que luego se ha convertido en la definición penal de genocidio en los estatutos de los Tribunales internacionales y en los códigos penales de la mayoría de los Estados. Esta definición es mucho más limitada”.

 Samantha Power, que fue embajadora ante Naciones Unidas bajo el presidente Barack Obama, ganó en 2002 el premio Pulitzer con A Problem from Hell. America in the Age of Genocide. Allí relata cómo Lemkin, siendo estudiante en la ciudad de Lviv (entonces Polonia, ahora Ucrania), tuvo una discusión con un profesor que justificaba las matanzas de armenios sosteniendo que al fin y al cabo un Gobierno tenía derecho a hacer lo que quisiese con sus ciudadanos, incluso asesinarlos “como un granjero que matase a sus propios pollos”. De la indignación que le provocó aquella discusión surgió la idea de que tenían que existir unas leyes, por encima de los Estados, que castigasen esos crímenes. El jurista británico Philippe Sands relata en su libro Calle Este-Oeste, sobre el nacimiento de los conceptos de genocidio y crímenes contra la humanidad, que Lemkin señaló: “Se asesinó a una nación y se dejó en libertad a los culpables”.

“En el genocidio armenio no hubo una persona como Hitler”, señala por su parte Taner Akçam preguntado sobre las diferencias entre los dos crímenes contra la humanidad. “El genocidio fue una decisión de un partido político, el Comité de Unión y Progreso, implementada por un partido político. Esta es una de las principales diferencias entre el Holocausto y el genocidio armenio. La otra es que los Jóvenes Turcos no tenían una ideología racista que podamos comparar con la de los nazis. Eran nacionalistas, sin duda, pero tomaron la decisión genocida porque consideraron que la mera existencia de los armenios era una amenaza para el Imperio y pensaron que podían eliminar esta amenaza al asesinar a todos los armenios”. El pretexto que esgrimieron los Jóvenes Turcos para lanzar las matanzas fue que los armenios se iban a alinear con los rusos en la Primera Guerra Mundial.

El genocidio fue una mezcla de deportaciones masivas hacia los desiertos de Siria, que entonces formaba parte del Imperio otomano, y asesinatos en masa, de las formas más brutales. La limpieza étnica fue total. “Pueblo tras pueblo, ciudad tras ciudad, eran vaciadas de su población armenia”, escribe el narrador estadounidense de origen armenio Peter Balakian en su emocionante libro La suerte del perro negro, que publicará el Instituto Berg de Derechos Humanos en julio. Balakian mezcla los recuerdos de su familia –superviviente del genocidio– con el relato histórico de las persecuciones y narra también otra consecuencia de las matanzas: la diáspora armenia.

Ni el Holocausto ni el genocidio armenio lograron cumplir su objetivo final, borrar de la faz de la tierra a judíos y armenios. Sin embargo, sí lograron destruir culturas milenarias, la de los judíos de Europa del Este y la de los armenios de Anatolia. Tanto Auschwitz como en Deir ez-Zor, el campo en el desierto sirio donde decenas de miles de armenios fueron matados de hambre, los cementerios hebreos abandonados y las sinagogas olvidadas de Polonia o las ruinas de Ani, la capital medieval armenia, arrasada en 1921 por las autoridades de la naciente Turquía, recuerdan las ausencias que dejó atrás el horror del siglo XX, el silencio de las víctimas y el error de olvidar."                   (Guillermo Altares, El País, 01/05/21)