"Gino Bartali se fue a la tumba con un
secreto: durante la Segunda Guerra Mundial, salvó a ochocientos judíos
del Holocausto. El ciclista italiano, vencedor de dos Tours y tres
Giros, nunca alardeó de aquel gesto altruista porque consideraba que,
simplemente, había hecho lo correcto. Uno podía lucir los galones de la
carretera en el maillot, pero los méritos en la vida eran algo íntimo
que no merecía ser objeto de escaparate. Bartali era un señor. Una
persona perbene.
La historia, sin embargo, a veces se
escribe con renglones tan torcidos como los Lacets de Montvernier, esa
escalada serpenteante de la ronda gala que marea hasta a los adictos a
la Biodramina. Así, el corredor florentino pasó para algunos por un
corredor del régimen, cuando en realidad él renegaba del fascismo y, por
supuesto, aborrecía el nazismo. Tampoco era un partisano, ni
simpatizaba con la causa roja, pero eso no le convertía en un camisa
negra. Su única ley era la divina, por lo que esa condición de ferviente
católico —quizá, producto de una conversión tras la muerte de su
hermano menor, Giulio, también ciclista, quien a los veinte años
fue arrollado por un Fiat Balilla durante una carrera de aficionados— lo
vinculó a la Democracia Cristiana, aunque siempre desoyó sus cantos de
sirena.
“Tampoco entró en el juego del fascismo,
aunque, como había sido el gran icono deportivo de la preguerra, el
régimen lo utilizó con fines propagandísticos”, explica a
Público Ander Izagirre, autor del libro
Plomo en los bolsillos (
Libros del KO). Quizás
habría que contraponer su figura con la de otro gran campeón, el
piamontés Fausto Coppi, para entender los rasgos trazados por el
imaginario popular italiano: frente al joven, agnóstico, moderno,
adúltero y comunista Coppi, el régimen, los medios y la afición lo
pintaron como la estrella madura, religiosa, tradicional, fiel y
conservadora. Luego veremos que Fausto no era en absoluto un comunista,
aunque su vida disoluta más allá de las polvorientas calzadas
contribuiría a su leyenda roja: nadie en Italia convenía, al menos en
público, con los andares de un hombre que había renegado de la Iglesia y
mantenía una relación extramatrimonial con una mujer casada, fruto de
la cual tuvo un hijo. “Gino era un miembro de Acción Católica, mientras
que él no militaba en nada”, matiza el periodista donostiarra.
Gino Bartali nació en el seno de
una familia campesina de Ponte a Ema, a las afueras de Florencia, en
1914. Eran humildes, pero no pasaban hambre, pese a las carencias
derivadas de la Gran Guerra. Primero aprendió a caminar y, al poco, a
montar en bicicleta, aunque hay dudas sobre cómo se hizo con una. El
periodista Jon Rivas, en el libro
¡En París se han vuelto locos! (
Córner),
sostiene que pudo comprarla haciendo trabajillos, aunque al dinero que
se embolsó habría que sumar parte de la dote de sus hermanas y la ayuda
económica de su padre. Lo más probable es que fuese un regalo de
Oscar Casamonti,
en cuyo taller pasaba las horas colocando radios en las ruedas de las
bicis tras salir de la escuela. Fabio, el hijo del mecánico, recordaba
antes de fallecer hace dos años que un día su padre le dijo al de Gino: “
Torello,
me parece que tu chaval es bueno con la bici. ¿Por qué no lo dejas
participar en una carrera infantil?”. El jefe había sido testigo de las
aptitudes del aprendiz, pues competía en aficionados y, cuando salía a
entrenar con Bartali, no conseguía dejarlo atrás.
Tenía quince años y pronto engrosaría las filas de la
Società Sportiva Aquila, el club de su pueblo, cuyos alevines siguen homenajeando hoy al maestro cada vez que se ajustan la
maglia bianconera,
similar a la que se enfundaba Il Ginettaccio en los años treinta. Ya
desde sus orígenes, inevitablemente surge la comparación con Coppi,
porque hay héroes que se cincelan a partir del molde de un rival a su
altura. Es injusto, sí. Lo era antes y lo sigue siendo ahora, décadas
después, cuando no hay Cristiano sin Messi, ni Guardiola sin Mourinho.
El periodista
Franc Lluis i Giró le otorga al toscano el protagonismo merecido en
Gino Bartali, el hombre de hierro (
Dstoria Edicions),
aunque reconoce que el cotejo es ineludible. “Nadie se ha centrado en
su figura, sino que es descrito teniendo como referente a su
contrincante. De hecho, quien se ha quedado fijado en nuestra retina es
Coppi, envuelto por el halo del ganador, de ahí el apodo de
Il Campionissimo; y eso que el palmarés de Bartalli es impresionante”, explica a
Público
el también locutor de Ràdio Sabadell, consciente de que el piamontés,
en lo que respecta a las grandes vueltas, sólo ganó dos Giros más que el
florentino.
Las diferencias eran insalvables, pero al tiempo su biografía está trufada de paralelismos —un hermano de Fausto, Serge,
también era ciclista y murió en un accidente durante una carrera—. Se
habla de un Bartali rural y un Coppi urbano, si bien ambos eran gente de
campo. Claro que esta visión puede pecar de superficial y capitalina,
pues si sometemos esa realidad al poder amplificador del microscopio,
nos encontraremos con el hijo de unos aparceros y con el de unos
jornaleros. Hasta hay clases entre los humildes, pero dejemos que nos
ilustre el periodista Curzio Malaparte, quien en 1949 publicó en Francia
Coppi e Bartali, traducido décadas después al italiano por la
editorial Adelphi. “En Bartali, nacido en una familia de agricultores
toscanos, prevalece el campesino, con su mística elemental, su fe en
Dios, su apego a los valores tradicionales de la tierra. En Coppi
prevalece sin embargo el obrero, si bien él también nació en una familia
de campesinos. Pero mientras Bartali pasó del arado a la bicicleta,
Coppi, cuando agarró la bicicleta, ya había repudiado la tierra. Bartali
es hijo de una zona de la Toscana que ha permanecido campesina, Coppi
de una zona del Piamonte donde el campesino ya comparecía teñido de
espíritu proletario“.
Cuando habla de ellos en su ensayo,
Malaparte está esbozando dos Italias, la de antes y la de después de la
contienda. Más que un ciclista fascista y un ciclista comunista —como ya
hemos subrayado, no eran ni una cosa ni otra—, se trata de un país que
anochece y de otro que amanece. Y, aunque su extracción social era
similar, el periodista aplica a Coppi unos atributos industriales.
Recordemos que el Piamonte, cuya capital es Turín —la ciudad de la Fiat,
el Martini o la Juventus—, es junto a la Lombardía o el Véneto la
locomotora de Italia, que tira de unos vagones que llegan hasta la
Puglia, Basilicata, Calabria y, salvando el estrecho de Mesina, Sicilia.
Escuchemos a Malaparte: “Fausto es un obrero, Gino un agricultor. El misterio
físico de Bartali sería inexplicable si olvidásemos que la virtud
fundamental de los campesinos toscanos es la resistencia, unida a un
sentido de la economía, sea físico o moral, que se transforma en arte.
El aspecto humano está más desarrollado en Bartali que en Coppi”.
Bartali, el Pío; y Bartali, el hombre de
hierro. Vayamos primero con el aspecto religioso, que podría ayudar a
comprender su condición de ángel no sólo de los judíos, sino también de
los antifascistas que trataba de huir de un Estado que había engrasado
la maquinaria del exterminio. Aunque podría decirse que el pueblo
italiano no estaba por la labor, las leyes raciales promulgadas a partir
de 1938 marginaron a los hebreos. “El sustrato católico de la sociedad
posibilitó que los italianos percibiesen la Solución Final como algo
negativo, por lo que
Eichmann tuvo que acelerar las deportaciones de judíos a través de las líneas ferroviarias”, explica a
Público Martiño Suárez, autor del libro
Bestiario do vestiario (
Carlos Meixide Ed.).
“Y esa condición de creyente, precisamente, inoculó a Coppi un gran
sentido de la justicia”, añade el periodista lucense, quien se pregunta
en el relato
El correo de la resistencia cómo el “beato
escalador” fue capaz de permanecer callado toda su vida, mientras era
testigo de cómo se acrecentaba la leyenda, “más atractiva”, de Coppi.
Un año antes de que Europa se liase a
garrotazos y comenzase a hundirse en el barro, en Italia los judíos no
podían casarse con católicos, ni emplearse en la administración o en la
banca, ni estudiar en escuelas públicas, ni por su puesto dar clase,
excepto en colegios específicos para niños judíos. Cómo estaría la cosa,
que ni podían ejercer como abogados o periodistas… Por si no fuese
suficiente, a medida que los fascistas se replegaban en el norte, la
represión se acentuaba, puesto que los nazis ya habían tomado las
riendas del asunto. Al principio, los trenes de mercancías o con vagones
acondicionados para el transporte de ganado partían de la estación
romana de Tiburtina rumbo a Auschwitz. Luego, atrincherados en la
República de Saló, las huestes de Hitler siguieron enviando a los hacinados en el campo de concentración de Risiera di San Sabba a Dachau, Buchenwald y Auschwitz.
Además de los judíos, el Manifiesto de la raza también prohibía el culto pentecostal y perseguía a los gais, aunque Mussolini no
había condenado previamente la homosexualidad porque aseguraba que los
italianos eran “demasiado viriles para ser homosexuales". En realidad,
hasta entonces tampoco había excluido a los judíos de la vida pública,
por lo que el viraje podría obedecer a razones estratégicas, en un
intento de colmar las ansias antisemitas de Hitler, como sostienen
algunos historiadores. El papa Pío XII, por su parte, mostró su
rechazo en una carta enviada al Duce, aunque hay expertos que han
criticado la tibieza del Vaticano con las leyes raciales. Sin embargo,
la red clandestina en la que se involucró Bartali contó con la
inestimable colaboración de católicos, entre los que se encontraban el
arzobispo de Florencia, Elia Angelo Dalla Costa, así como monjas
de clausura, frailes franciscanos y monjes oblatos. Todos ellos
prestaron su ayuda a la Delegación de Asistencia a Emigrantes Judíos
(Delasem), con sede central en Génova y muy implantada en la Toscana,
donde estaba dirigida por el joven médico y rabino florentino Nathan Cassuto y por el sacerdote Leto Casini.
El objetivo era buscar una vía de fuga para que los judíos pudiesen
escapar de las garras del nazismo a través de Francia y Yugoslavia.
Sin embargo, ambos fueron delatados y
Cassuto fue enviado a Auschwitz, donde falleció en 1944, y Casini dio
con sus huesos en la cárcel, aunque prosiguió su labor cuando fue
liberado. El vacío creado forzó al judío Giorgio Nissim a tomar
el testigo como uno de los responsables regionales de la red, encargada
de facilitar documentación falsa a quienes querían huir, una misión en
la que Bartali cumpliría un papel trascendental. Nissim, que había
heredado de su padre una fábrica textil en Pisa, se marcó como objetivo
salvar al mayor número de niños posible. Para ello, creó un registro
infantil y confió a los menores a los comités femeninos de la Delasem,
desperdigados por todo el país. Luego buscó padrinos para que los
ayudaran no sólo económicamente, sino también anímicamente, por lo que
debían escribirles cartas a los pequeños para ayudarlos a sobrellevar la
situación. Un sistema que guarda cierto parecido con lo que hoy se
conoce como adopción a distancia.
Bartali, ligado a Acción Católica
desde niño, había emitido los votos de terciario carmelita a los
veintidós años. “Una elección que comportaba más oración, pero también
una mayor inclinación a realizar buenas obras”, detallaba su hijo Andrea en una entrevista al semanario Tempi.
“Sentía especial devoción por Santa Teresa del Niño Jesús, también
carmelita: cuando construyó nuestra casa, le dedicó una pequeña capilla
que mandó edificar dentro. El cardenal Dalla Costa le había concedido un
altar consagrado para decir misa: cuando iba a la iglesia, a veces
sucedía que los fieles estaban más atentos a él que al rito, y eso no le
gustaba. Entonces permanecía en la capilla: se metía allí a realizar
sus oraciones y, de vez en cuando, le pedía a un cura que celebrase
misa”, recuerda Andrea, quien fue precisamente el albacea elegido por su
padre para custodiar el secreto y siempre respetó su voluntad. Fue
revelado en 2003 por los hijos de Nissim después de que su viuda
desempolvase los cuadernos que había guardado en un cajón. Unos diarios
manuscritos, de caligrafía casi ilegible, en los que figuraba Gino, el
bicimensajero de la Delasem: cuando la Segunda Guerra Mundial
congeló el Tour y el Giro, Bartali no dejó de pedalear, pero no lo hacía
sólo para mantenerse en forma durante el paréntesis bélico, sino
también para llevar de un sitio a otro los pasaportes falsos que
permitirían escapar a ochocientos judíos. Estos se confeccionaban en
imprentas clandestinas habilitadas en los sótanos de conventos y
abadías, por lo que su tarea consistía en llevar hasta allí papeles y
fotos, recoger los documentos falsificados y transportarlos hasta las
iglesias indicadas, donde eran recogidos por los curas afines a la
causa.
Bartali conocía el mapa de carreteras de la
Toscana como la palma de su mano. Rodaba sobre ellas de día y de noche,
sorteando las patrullas con el saludo de un héroe, el Monje Volador,
por el que los soldados sentían auténtica devoción. Si alguno ponía
pegas, no había mejor excusa que la del entrenamiento. Y si alguien
osaba acercarse a la bicicleta, espantaba de malos modos al curioso, no
fuera a ser que la desequilibrase, pues según él había que tratarla con
delicadeza porque había sido ajustada al milímetro para alcanzar la
mayor velocidad posible. En realidad, escondía el papeleo en el cuadro y
bajo el sillín. “Papá arriesgó su vida para salvar a muchas personas”,
declaraba al semanario Tempi su hijo Andrea una mañana de septiembre de 2013, después de que la Yad Vashem
—la institución que honra a las víctimas del Holocausto— le otorgase el
título de Justo entre las Naciones. “Era muy humilde y no quería contar
todo lo que había hecho por los judíos: El bien se hace, pero no se dice, ¿si no qué bien es ése?
Siempre quiso mantener en silencio esta historia”, afirmaba Andrea,
quien aseguraba que cuando alguien husmeaba en su pasado, Bartali lo
mandaba callar e incluso amenazaba a los periodistas con denunciarlos si
seguían incordiándolo. “No está bien especular con las desgracias de
los otros”, solía decir.
Franc Lluis i Giró cree que lo hizo por
dos razones. En primer lugar, por miedo: “Sabía que se estaba jugando
la vida y quería aislar a su familia. Guardar el secreto era una forma
de evitar que se involucrase su mujer y de proteger a sus hijos”. En
segundo lugar, porque no quería jugar con las vidas ajenas: “Evitó
vender una imagen de heroicidad a través del sufrimiento de otros. No se
consideraba un héroe y tampoco interpretó su acción como algo
maravilloso: si bien evitó que muchos niños fuesen confinados en campos
de concentración, era consciente de que sus condiciones de vida
posteriores habían sido pésimas; o sea, no había encaminado a
ochocientas personas a una vida plena, sino simplemente a la
supervivencia”. Bartali lo había hecho porque había que hacerlo. Era lo
correcto. No había una razón ideológica, sino humana —o, si se prefiere,
humanitaria—, como defienden Aili y Andres McConnon en Road To Valor, una biografía que detalla cómo el ciclista escondió a una familia judía, los Goldenberg,
en una casa que poseía en Florencia, adonde se acercaba cuando podía
para llevarles víveres y noticias. La amistad que mantenía con ellos fue
una de las razones que llevó a Bartali a dar el paso, según Aili, quien
en una entrevista concedida a Giovanni Fontana para la revista Studio relata otro motivo: la petición del cardenal Dalla Costa, “a quien admiraba mucho”.
Fontana abunda en el reportaje Eppure Bartali
en las razones más profundas del toscano, quien en su día ya había
dicho: “Estas cosas se hacen y basta”. Bartali no se echó nunca al
monte, pero fue un antifascista a su manera, controlando los riesgos,
pues sabía que si se hubiese opuesto frontalmente a Mussolini habría
echado a perder su carrera deportiva y, lo que es peor, expuesto a su
familia. Eso sí, cuando ganó el Tour en 1938, no le dedicó la victoria
al Duce, como había hecho la selección italiana en el Mundial,
sino a la Virgen. “En el fondo, él decía que la única cosa que había
hecho era meterse en el bolsillo los papeles y llevarlos adonde le
indicaban”, escribe el periodista italiano, convencido de que el mayor
crítico de la teoría que presenta a Bartali como un héroe fue el propio
Bartali. “Él no poseía las características del héroe que combate por una
causa, sino que se corresponde más con la imagen de un hombre de bien,
ese tipo de persona que no tiene una causa, pero que trata de vivir con
rectitud su propia vida”. Franc Lluis i Giró concuerda con la tesis: “No
es alguien ideologizado. Lo hizo por un amigo y por hacer el bien,
independientemente de sus opciones religiosas y políticas”.
Vayamos con el hombre de hierro. Jon Rivas
describe metafóricamente la técnica del toscano: “Ganaba por riñones, y
también espoleado por la fe en Dios”. Bartali creía que más allá de las
nubes que coronaban los Alpes existía el cielo, algo comprensible si
nos atenemos a su capacidad de sufrimiento. No tenía sentido maltratar
su cuerpo de aquella manera si después no hubiese una recompensa. El
Monje Volador encarna el último exponente del ciclismo épico, cuando los
corredores abrían casi literalmente los caminos a su paso, como una
desbrozadora que se adentra en el monte cerrado. “Bartali era fuerza
bruta, mientras que Coppi, pese a ser un portento, era más elegante”,
señala Izagirre. Otra vez el maldito Coppi, “con quien se inició el
ciclismo moderno, pues impuso la estrategia de equipo, los gregarios,
los masajistas y las dietas”. Una vez a la semana, por ejemplo,
introdujo como plato único el hígado y el germen de trigo, mientras que
Bartali desmoralizaba a sus rivales antes de la etapa echándose un
cigarrillo a la boca. Media Italia se puso de su lado: “El león furioso,
el atleta corajudo a la antigua usanza que destrozaba a sus rivales con
la fuerza bruta, el ciclista racial que nada más cruzar la meta
encendía un cigarro y en algunas épocas fumaba cuarenta pitillos
diarios”, relata el escritor donostiarra en Plomo en los bolsillos.
Frente a un ciclista a la antigua
usanza, hoy considerado clásico y de gesta, emerge Coppi, quien suplió
sus limitaciones atléticas con una capacidad pulmonar que no tenía mucho
que envidiar a la de Miguel Indurain —siete litros, uno menos
que el navarro, quien duplicaba la de un deportista medio— y con la
perfección de la técnica, tanto sobre la bici como alejado de ella. O
sea, el comunista brotaba de la carretera como un ser llegado del futuro; si les parece una metáfora hiperbólica, lean lo que escribía en La Gazzetta dello Sport el periodista italiano Gianni Brera
allá por 1949: “La estructura morfológica de Coppi parece un invento de
la naturaleza para completar el modestísimo ingenio mecánico de la
bicicleta. Arqueado sobre el manillar, resulta un mecanismo superior,
una máquina de carne y hueso en la que no somos capaces de
reconocernos”. Sobre ruedas, Coppi proyectaba una sombra elegante, lucía
un “pedaleo de tacón recto” y explotaba sus “zancas de cigüeña”, como
describe Izagirre en su libro. Todo hay que decirlo, cuando se bajaba
parecía un pajarraco enjuto, mientras que Bartali era lo que se dice un
buen mozo. Nada que el piamontés no pudiese solucionar con una visita al
guardarropa. “Vestía bien, se peinaba para atrás y, con sus gafas de
sol y trajes de diseño, encarnaba la Italia moderna”, resume Martiño
Suárez.
Pese a su resistencia y a su entrega
—la bicicleta, para quien la trabaja—, Coppi hizo valer su diferencia de
edad —era cinco años más joven— y fue testigo del ocaso de Bartali,
quien ostenta dos récords tan curiosos como difíciles de batir: ganó dos
Tours (1938 y 1948) y dos Giros (1936 y 1946, además de un tercero en
1937) con diez años de diferencia. En todo caso, a ambos los separa una
guerra mundial del olimpo del ciclismo, reservado para los ganadores de
cinco Tours. Bartali no pudo disputar nueve ediciones, siete por culpa
del conflicto, lo que da la medida de la oportunidad perdida. Ya sabemos
que no malgastó el tiempo y que su grandeza no depende tanto del número
de victorias, sino de cómo las logró, verdaderas hazañas que darían
para otro reportaje. También que fue idolatrado por la afición, sobre
todo por la bartalista, pero ahí queda la duda sobre el hueco que pudo
ocupar en su vitrina su desinflado palmarés. El cariño que recibió de
sus fieles, curiosamente, no siempre fue correspondido. A veces,
resultaba arisco y distante, aunque apenas nadie conociese entonces el
porqué. "Papá tenía algunos problemas cuando lo asaltaban sus
seguidores. Tras la etapa, llegaba al hotel con la mano derecha toda
hinchada y, cuando la escondía porque empezaba a dolerle, los fans lo
atosigaban con palmadas en la espalda”, cuenta su hijo Andrea en el
libro Gino Bartali. Mille diavoli in corpo (Giunti Editore, 2010). Su autor, Paolo Alberati,
cuenta que a veces terminaba la jornada magullado y que detestaba que
lo acosasen, quizás traumatizado por las agresiones que sufrió en el
Tour de 1950 por parte de los aficionados antimacarrones, lo que le llevó a abandonar la carrera —arrastrando a sus compañeros con él y pese a que Fiorenzo Magni portaba el maillot amarillo—. “No quiero morir aquí”, declaró a la prensa.
Sea como fuere, Andrea reveló una vez
fallecido que los besos y abrazos le daban asco, aunque su hijo dejaba
claro que nunca había rechazado una muestra de afecto. Su padre, en todo
caso, se murió con la conciencia tranquila, como refleja esta
declaración que le hizo al periodista y escritor Gianni Mura: “Yo
no he ganado mucho dinero e hice algunas inversiones equivocadas, pero
tengo garantizado un vaso de vino y que me choquen la mano en cualquier
pueblo de Italia”. Esto no lo hemos dicho antes, pero a Gino le privaba
el morapio, mientras que Coppi prefería atiborrarse de pócimas y
remedios para mejorar su rendimiento. De hecho, la receta milagrosa del
piamontés llegó a obsesionar a Bartali, que lo espiaba continuamente y
no dudaba en colarse en su habitación de hotel para ver qué tipo de
reconstituyentes eran aquellos. “La evolución de su relación es habitual
en el deporte. Partiendo de una enemistad documentada, como cuando
tenían roces en la selección italiana [entonces, los corredores no
corrían el Tour con sus equipos, sino en representación de su país],
terminan siendo amigos, hasta el punto de que Bartali lleva el féretro
en su entierro”, afirma Franc Lluis i Giró. Cuando falleció Coppi —con
apenas cuarenta años, víctima de la malaria que había contraído durante
un viaje a Burkina Fasso—, su colega dijo algo así como que se había
muerto la mitad de sí mismo. “Estoy convencido de que Fausto, cuando nos
reencontremos en el Paraíso, estará de acuerdo conmigo: el ciclismo
sólo ha tenido dos campeonísimos, yo y él”.
No le faltaba razón: uno alimentó la
leyenda del otro, y viceversa; cada uno por separado era un mito en vida
del ciclismo, pero juntos se transformaron en unos colosos del
imaginario popular italiano. “Ninguno es más grande, son indisolubles en
la historia”, cree Izagirre. No obstante, las pedaladas de Bartali
fuera de la competición lo hicieron llegar más lejos. “Los
entrenamientos de Bartali servían de guía para indicar a los fugitivos
cuáles eran los caminos más fiables para escapar o para llegar hasta
algún refugio seguro”, apunta el autor de Plomo en los bolsillos. Aili y Andrés McConnon también describen en Road to Valor
una anécdota que refleja su valor: unos judíos y antifascistas que
huyen en tren tienen que cambiar de vagón en una estación que está
plagada de soldados; Bartali, para despistarlos y facilitar su fuga,
comienza a saludar y a firmar autógrafos a los militares. El periodista Leo Turrini asegura en su libro Bartali: L'uomo che vinse il Giro, il Toure conquistò un posto nel Giardino dei Giusti
(Imprimatur) que al final de la guerra “es condenado a muerte por los
camisas negras y huye milagrosamente de los partisanos rojos que querían
llevarlo al paredón”; y que, tras la liberación, “los partidarios del
partido comunista lo detestaban, viendo en él un símbolo del poder
clerical”.
Pese a que Curzio Malaparte
escribió aquello de “Gino es hijo de la fe y Fausto, del
librepensamiento”, ni Bartali era un santo varón, ni Coppi un diablo
rojo. "Nunca quise saber nada de política. En el bolsillo sólo llevo
tres carnés: el de Acción Católica, el de la Federación Ciclista
Italiana y el carné honorario de mi primer club ciclista, el Águila de
Ponte a Ema”, zanjaba Gino los intentos de politizarle. “Simplemente,
era conservador y muy católico, pero a los periodistas deportivos nos
gusta contar la realidad a partir de una dialéctica marxista, como de
cruce de contrarios”, confiesa Franc Lluis i Giró, en referencia a su
rivalidad con Coppi. Y bueno, podría ser un meapilas, pero no alguien
que se sometiese a Mussolini —excepto cuando aceptó no correr el Giro
para preparar el Tour de 1938, que ganó a mayor gloria del fascismo— ni a
la Democracia Cristiana, aunque un telefonazo del presidente del
Consejo de Ministros, Alcide de Gasperi, lo espoleó para ganar la
edición de 1948. Mientras corría por las carreteras francesas, los
fascistas atentaron contra el secretario general del Partido Comunista
Italiano, Palmiro Togliatti. Convocada de urgencia una huelga general,
De Gasperi le pide que gane el Tour para evitar una guerra civil. ¡Y lo
gana! ¡Con 34 años! Indro Montanelli escribió que, “según Andreotti
[el zorro más astuto y maquiavélico de la Democracia Cristiana], sin
aquella azaña, las masas soliviantadas hubieran provocado una verdadera
matanza”.
Claro que el fascismo se aprovechó de
sus azañas. “La primera victoria en el Tour le viene como anillo al dedo
a Mussolini: un ciclista italiano se impone a las otras razas y
consigue ganar la carrera más dura”, sostiene Franc Lluis i Giró. Claro
que la Democracia Cristiana también sacó tajada: “Todos los gobiernos
del mundo intentan capitalizar los éxitos deportivos, porque es una
cuestión de cohesión social y de proyección del éxito. En un régimen
totalitario, es una consigna obvia y clara, pero también sucede en
democracia”, añade el autor de Gino Bartali, el hombre de hierro.
Ahora bien, nunca hubo pago por los servicios prestados, como confirma
el anecdotario bartalista: cuando, tras regresar victorioso del Tour, es
recibido por De Gasperi, el mandatario le pregunta qué quiere como
recompensa. Bartali —se non è vero, è ben trovato— le responde: “No pagar más impuestos”. ¡Y claro que los siguió pagando! Pero más allá de la broma, Gino el Pío procuró mantener siempre su independencia y en varias ocasiones rechazó ser candidato electoral.
El senador democristiano Attilio Piccioni le
propuso concurrir al Congreso tras la guerra, y él se negó. Luego lo
intentó el papa en persona y ésta fue la respuesta: “Soy católico, por
lo que decirle que no es como decirle que no a Dios Padre, pero debo
rechazarlo por respeto a mis seguidores”. Más difícil todavía: después
de Tangentopoli, el escándalo de corrupción que minó la Democracia
Cristiana, Vittorio Sgarbi —que en 1994 pasaría del Partito
Liberale Italiano a Forza Italia, el partido de Silvio Berlusconi— quiso
apropiarse de un famoso dicho de Bartali —“Todo está mal, habría que
rehacerlo todo”— y le ofreció un escaño en el Senado. "A mi edad, sería
una bobada", le contestó el Viejo, apelativo que se haría popular entre
el pelotón mucho antes de que decidiese retirarse… ¡a los cuarenta años!
Hay otro pasaje que relativiza el supuesto comunismo de Coppi —”que
simpatizó con ciertos movimientos obreros”, según Franc Lluis i Giró— y
lo acerca ideológicamente a Bartali. Así, Paolo Alberati asegura que el
piamontés llegó a postularse como candidato de la Democracia Cristiana,
aunque luego la oferta no se concretó y terminó declarando: "Si no se
presenta Bartali, tampoco me presento yo".
Aunque está sacada de contexto, esta
frase de Curzio Malaparte viene al pelo: “Bartali es un hombre, Coppi un
robot”. El escritor se refería, claro, a sus dotes deportivas. Gino
primero había luchado contra un ser superior —la montaña—, luego contra
Coppi —un superclase— y, finalmente, contra el reloj —que iba oxidando
sus piernas a cada pedalada—. Luego siguió vinculado al ciclismo como
director del San Pellegrino —cerrando el círculo al volver a darle
órdenes a Fausto Coppi, algo que no hacía desde que el piamontés había
sido su gregario— y como comentarista de la RAI. Aunque también pasó por
el plató de un programa satírico de Canale 5. "Papá adoraba sentirse
libre y hablar sin pelos en la lengua”, comentaba Andrea. “El Padre
Eterno nos ha dado la libertad de pensamiento y de palabra, o sea, la
libertad de salirse del rebaño. Por eso acepté presentar
Striscia la Notizia,
pero pocos lo han entendido y demasiados santurrones han criticado mi
decisión", le dijo a su hijo el héroe mudo, quien a los 86 años decidió
callarse para siempre." (
Henrique Mariño, Público, 25/03/17)