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10/3/20

El español que evacuó a miles de perseguidos por los nazis y otros 'olvidados' republicanos de la Resistencia

"Fueron los primeros en liberar París de los nazis, aunque pasaron décadas hasta que se les sacó del olvido. Los republicanos españoles de La Nueve, integrada en la División Leclerc, entraron victoriosos hasta el Ayuntamiento de la capital francesa el 24 de agosto de 1944, con sus blindados apodados Guadalajara, Teruel y otros nombres de batallas de la Guerra Civil española. 

Era el principio del fin de la Segunda Guerra Mundial, pero antes que de eso miles de personas se jugaron la vida desde los distintos grupos de la Resistencia francesa contra la ocupación alemana. Entre ellos, de nuevo, cientos de españoles cuyos nombres se han ido rescatando poco a poco para el recuerdo.

"Ni un solo maquis francés estaba sin españoles, aunque siempre se haya dicho que eran un puñado de hombres", reivindica la escritora Evelyn Mesquida, que acaba de publicar un libro, Y ahora, volved a vuestras casas, que pone nombre y apellidos a decenas de estos republicanos, hombres y mujeres que decidieron continuar la guerra contra el fascismo. 

El título hace referencia a la frase que les habría soltado Charles de Gaulle a los soldados españoles durante su visita a Toulouse al fin de la contienda, y que según la periodista retrata el desprecio con el que se les trató frente a los héroes franceses de la Resistencia. "¿Cómo iban a volver a sus casas? ¿A los bosques? ¿A España para que los matasen?".

Mesquida, conocida por ser autora de La nueve: los españoles que liberaron París, indaga en historias de película como la de Paco Ponzán, un anarcosindicalista de Huesca que acabó organizando una de las principales redes de evasión de rebeldes durante la ocupación nazi de alemania. 

Paracaidistas extraviados, miembros de la Resistencia, judíos… Miles de personas salieron del país gracias al Grupo Ponzán, en contacto con los servicios secretos ingleses, franceses y belgas, que había empezado a operar precisamente evacuando a republicanos españoles hacia Francia poco después de la victoria franquista.

Una de sus últimas expediciones antes de ser detenido, en abril de 1943, fue el traslado a Gibraltar, a través de España, de dos supervivientes de la Operación Frankton, que participaron en la voladura de cinco barcos mercantes alemanes en el puerto de Burdeos. "Algunos dicen que fue detenido casualmente y otros, denunciado", relata Mesquida, que cuestiona además la autoría de su ejecución, atribuida a los nazis pero nunca resuelta del todo. En el bosque de Buzet, a 25 kilómetros de Toulouse -donde estaba encarcelado-, Ponzán fue ametrallado y quemado junto a 54 víctimas más el 17 de agosto de 1944.

Este maestro de profesión y héroe de la Segunda Guerra Mundial no es exactamente un desconocido en los círculos académicos, aunque todavía hoy se le empiece a reconocer en su tierra. Libros como La Red de Evasión del Grupo Ponzán, de Antonio Téllez, o Lucha y muerte por la Libertad, de su hermana Pilar Ponzán, recuperan sus hazañas. Algo parecido ocurre con otros de los republicanos que reivindica Mesquida. El historiador Diego Gaspar, autor de La guerra continúa. Voluntarios españoles al servicio de la Francia libre (1940-1945), apuntaba en eldiario.es que fueron como mínimo 1.000 españoles los que combatieron en la causa de la Francia Libre.

Pero demasiadas veces, inquiere Mesquida, sus nombres han quedado recluidos en publicaciones académicas y homenajes locales. "Sobre todo teniendo en cuenta que su experiencia en la guerra de España fue importantísima", valora. "Tenían valores por los que luchaban a muerte y estaban convencidos de que para volver a España, que es lo que querían, tenían que vencer a los nazis", resume la escritora. Parte de los que integraron la Resistencia lo hicieron una vez diseminados por todo el país en los Campos de Trabajo para Extranjeros. Otros, como los de La Nueve, se alistaron en la Legión Extranjera Francesa.

Hubo quien liberó París, como estos conocidos republicanos, y otros que arrebataron a los nazis poblaciones más modestas. Como Aubervillieres, a pocos kilómetros de la capital. Es el caso de Eustaquio Pino (Torrecillas de la Tiesa, 1912), que colocó la bandera francesa en el frontispicio de la casa consistorial el 19 de agosto de 1944, según relata su nieto. O al revés, en Tulle, donde la 2.ª División SS Das Reich aplastó a los resistentes para recuperar la localidad y asesinó ahorcados a un centenar de vecinos. Allí murió Máximo Pastor, un anarquista de Alicante que combatió en Teruel y el Ebro antes de exiliarse.

Sobre el reconocimiento de todos ellos, Mesquida lamenta que el Ejército francés, que abonó el relato de la Francia liberada por los franceses, "nunca han querido que se conociera". "Les da rabia que se destaque", añade. Y reconoce en este punto el papel de la actual alcaldesa de París, Anne Hidalgo, en la labor de homenaje a La Nueve el pasado agosto, en el 75 aniversario de la liberación. "Ahora falta completarlo con el resto de españoles en la resistencia en los libros de historia y en los libros de texto", reclama la escritora."                      (Pau Rodríguez, eldiario.es, 07/03/20)

8/3/19

Josette Audin y los “justos” de Argelia. La militante anticolonialista durante 60 años denunció torturas y ejecuciones del ejército francés en la guerra de Argelia...

"¡Hola! El proceso al procés arranca en el Supremo y CTXT tira la casa through the window. El relator Guillem Martínez se desplaza tres meses a vivir a Madrid. ¿Nos ayudas a sufragar sus largas y merecidas noches de fiesta? Pincha ahí: agora.ctxt.es/donaciones

El sábado 2 de febrero, a los 87 años, falleció en París Josette Audin, la anciana de blancos cabellos, frágil aspecto y tierna mirada que saltó a los medios de comunicación el pasado mes de septiembre, cuando el presidente francés, Emmanuel Macron, reconoció la responsabilidad del Estado en la tortura y el asesinato de su marido, Maurice Audin, en la guerra de Argelia, y le pidió perdón en persona.

Josette Audin había exigido justicia a todos los presidentes de Francia desde que a su marido lo detuvieron paracaidistas franceses el 11 de junio de 1957, en la batalla de Argel, y nunca más supo de él. Maurice tenía veinticinco años; era profesor universitario, militante comunista y anticolonialista y padre de tres hijos. Según Pierre Vidal-Naquet (autor del informe L’affaire Audin, que destapó el caso en 1958), los paracaidistas, sospechando que Maurice ayudaba a la guerrilla independentista FLN, lo torturaron para sonsacarle información y lo ejecutaron.

Según la versión oficial, Maurice se escapó durante un traslado, lo que nunca creyeron sus allegados. No obstante, ni sus compañeros de profesión ni sus camaradas (en situación clandestina) pudieron movilizarse para liberarlo, y Josette tuvo que emprender sola la lucha contra el Estado, que durante seis décadas dictaminó que no había lugar para investigaciones. Ni la campaña en memoria de Maurice Audin que organizó el diario L’Humanité ni las cartas que Josette dirigió a Nicolas Sarkozy y a François Hollande en medios de comunicación obtuvieron respuesta.

Macron rompió, pues, el silencio oficial, y al anunciar la apertura de archivos de la guerra de Argelia (aunque no dio fechas) y pedir que los testigos pongan sus documentos a disposición de los historiadores, reabrió el debate sobre los desmanes del ejército francés en Argelia: durante los meses posteriores a su declaración, los medios de comunicación recordaron a quienes, como Maurice Audin, sufrieron torturas y aún están desaparecidos, así como la matanza de manifestantes musulmanes del 8 de mayo de 1945, mientras en la metrópoli se celebraba la victoria frente al nazismo.

El debate sobre lo ocurrido en Argelia está, por tanto, lejos de terminar. La apertura de archivos probablemente desvelará más atropellos del ejército francés, así como otros episodios del conflicto aún desconocidos; sin embargo, un importante capítulo permanece olvidado: la participación de pieds noirs (franceses de origen europeo nacidos en territorio argelino) en la causa independentista. El que la noticia de la muerte de Josette Audin —acaecida solo seis meses después de la declaración de Macron— apenas haya trascendido las fronteras galas es síntoma de la amnesia.

 Ni siquiera hay rastro cinematográfico ni literario de estos “justos” —diría Albert Camus, otro pied noir— que, arriesgando sus vidas, antepusieron sus ideales a su filiación nacional, étnica, lingüística y religiosa.

El olvido se debe fundamentalmente a tres motivos: el primero, que a la ex potencia colonial nunca le ha interesado producir ficciones sobre su derrota ni sobre sus hijos díscolos (para los franceses de Argelia, el peor traidor era un compatriota independentista); el segundo, que la historia oficial ha silenciado a los pieds noirs anticolonialistas, la mayoría ya fallecidos; y el tercero, que habiendo vivido mayoritariamente en Francia desde 1962, año de la emancipación, estos activistas mantuvieron perfil bajo por miedo a sufrir represalias de partidarios de la “Argelia francesa”, que impusieron su relato del episodio histórico.

Por otra parte, los pieds noirs anticolonialistas formaban un conjunto heterogéneo —y mal avenido—, unido solo por un fin. La mayoría, como el matrimonio Audin, eran comunistas que, ante la ambigüedad del Partido Comunista Argelino en el conflicto, ayudaron al FLN (los “portadores de maletas” repartían dinero, víveres y armas a los guerrilleros) y/o se unieron a él. El más conocido fue Henri Alleg, director de Alger Républicain (donde Albert Camus publicó artículos) y una de las últimas personas que vieron vivo —aunque moribundo— a Maurice Audin. Alleg pasaría a la historia por escribir La question, relato de las torturas que le infligieron militares franceses y que redactó sobre papel higiénico del campo de internamiento de Lodi.

Un colectivo menos numeroso pero tan implicado en la independencia argelina como los comunistas fueron los anarquistas. La Fédération Communiste Libertaire (FCL) y el Mouvement Libertaire Nord-Africain (MLNA) formaron en 1954 (año en que comenzó la guerra) la primera red de portadores de maletas. Los activistas Georges Fontenis, Line Caminade, Paul Philippe, Pierre Morain, Suzanne Morain y Léandre Valéro pasaron años recluidos en Lodi y en prisiones de Francia, donde también recababan apoyos para el FLN. Paradójicamente, los libertarios que ayudaron al primer movimiento independentista argelino, el MNA, de Messali Hadj, recibieron ataques del FLN, que acusaba a los mesalistas de inmovilismo.

Capítulo aparte merecen los pieds noirs judíos anticolonialistas. Presentes en Argelia antes que los árabes, los judíos habían sufrido discriminación bajo mandatos otomano y francés, hasta que el decreto Crémieux (1870) les convirtió en franceses de pleno derecho, estatus que perdieron durante el régimen de Vichy y recuperaron tras la Segunda Guerra Mundial. La memoria de las injusticias sufridas incitó a algunos hebreos a apoyar la independencia pese al recelo existente entre musulmanes y judíos, cuenta Nathalie Funès en Mon oncle d’Algérie, cuyo protagonista, el ex resistente antifascista y militante libertario (además de tío de la autora) Fernand Doukhan, no soportaba que Francia humillara a los indigènes, algo que los nazis ya habían hecho con los franceses —judíos en especial— durante la ocupación.

Ningún colectivo de pieds noirs anticolonialistas ha permanecido sin embargo tan olvidado como el de las mujeres, cuyo afán por conseguir justicia social incluía la igualdad entre sexos. Si bien algunas activistas musulmanas —las famosas moudjahidate— tuvieron reconocimiento y popularidad (Djamila Boupacha recibió apoyo de Simone de Beauvoir y de Pablo Picasso), de las activistas HG Esmeralda, judía comunista torturada con picana eléctrica, así como de Jacqueline Guerroudj y Monique Hervo, por citar solo tres ejemplos, apenas sabemos nada, y merecerían un artículo para ellas solas.

Más atención merecería también el devenir de los pieds noirs anticolonialistas tras la independencia, a la que, según Pierre Daum, siguió una euforia que se convirtió en sensación agridulce, o incluso, en desengaño: durante la guerra, algunos militantes —por ejemplo, Fernand Doukhan— fueron deportados a Francia, país del que no sentían formar parte, con la prohibición de retornar a Argelia bajo riesgo de sufrir durísimas condenas; otros, tras haber pasado años en cárceles francesas, consideraban la Argelia libre como un país lejano, extranjero; la mayoría, cumplido el objetivo de la independencia, se instalaron en Francia, donde siguieron discretamente la vida política argelina y militaron en otras causas.

En cambio, una minoría permaneció en Argelia desdeñando “la maleta o el ataúd”, creencia según la cual los musulmanes ejecutarían a todo francés que no abandonase el país tras la independencia. Fue el caso, por ejemplo, de Josette Audin, que se convirtió en funcionaria argelina pese a que ello implicaba una notable reducción de salario. Al igual que otros camaradas, Josette tuvo que abandonar Argelia tras el golpe militar de Boumedienne, en 1966, y se instaló en Francia. Los resistentes fueron marchándose durante las décadas de 1970 y 1980 por la penuria económica, el autoritarismo de los sucesivos gobiernos —que, para ellos, traicionaba la revolución— y la islamización social, hasta que la guerra civil de los años noventa empujó al éxodo a los últimos irreductibles.

La historia de la Argelia independiente, que los pieds noirs contribuyeron a construir, quizá presenta menos luces que sombras. Las desigualdades sociales de un país rico en recursos, el déficit democrático y la falta de libertades de las mujeres, entre otros, son problemas que algunos militantes anticolonialistas ya presagiaban antes de la emancipación. No obstante, lucharon por una causa legítima y no son responsables del devenir del país después de 1962 (a menudo han criticado la evolución sociopolítica de Argelia). Por tanto, antes de que el último de ellos muera, merecerían salir del olvido y que se reconociera su esfuerzo."                    (Gonzalo Gómez Montoro, CTXT, 27/02/19)

12/11/18

Uno de los guardias del tricornio quiso abusar de mi madre, ni siquiera respetaron el luto, gracias a Dios que en ese momento llegaba un sargento que los paró entre insultos y gritos, porque ya se ponían en fila unos veinte hombres para violarla, como solían hacer siempre con las mujeres de los republicanos asesinados...

"(...) La noticia del fusilamiento de tu abuelo Pancho llegó a Tamaraceite dos días después de la ejecución del 29 de marzo del 37, enseguida mi madre corrió hacia Las Palmas y yo la acompañé, ese día no fui al colegio porque seguía con esa tos que no se me quitaba desde la noche del asesinato de mi hermano el bebé Braulio. 

Caminamos por senderos sin casas, entre tabaibas, palmeras y cardones, solo vimos algunos controles de la Guardia Civil y los falangistas que nos pararon varias veces, pero en la zona de la Casa de la Palma, cerca de donde hoy está el estadio de Gran Canaria, uno de los guardias del tricornio, muy alto y con acento peninsular, quiso abusar de mi madre, le rompió parte del vestido a la altura del pecho y la empujó tirándola al suelo, ni siquiera respetaron el luto, entre las risas de una brigadilla borracha que llevaba en las manos botellas de ron de caña, gracias a Dios que en ese momento llegaba un sargento que los paró entre insultos y gritos, porque ya se ponían en fila junto a una garita de palma unos veinte hombres para violarla, como solían hacer siempre con las mujeres de los republicanos asesinados.

Llegamos al cementerio de Las Palmas a mediodía y estaba rodeado de militares y guardias de asalto con los máuser cargados apuntando a la gente, no nos dejaron llegar a la fosa, porque no cesaban de entrar camiones repletos de hombres acribillados a balazos, dejando desde La Isleta a Vegueta un reguero de sangre que atemorizaba a quienes se atrevían a levantar la vista y mirar la caravana de la muerte, yo me subí a un monticulo de tierra y pude ver montañas de cuerpos con la cara muy blanca, las cabezas rotas por el tiro de gracia, hombres de todas las edades, sobre todo muy jóvenes, de menos de treinta años, que eran conducidos a la fosa, donde varios curas les echaban agua bendita cantando y rezando sus letanías en alta voz, mientras afuera cientos de mujeres con sus niños de la mano lloraban y daban alaridos de dolor..."

Extracto de la entrevista a mi padre Diego González García el 18 de junio de 1998."             (Viajando entre la tormenta, 30/10/18)

15/3/18

Le dispararon a las piernas cuatro tiros, y se fueron a comer con la amenaza de volver y matarlo si no entregaba la bandera republicana. Felipe fue rematado por los matones en su propia casa delante de la familia

"(...) Hasta los diez años Emilio Hernández vivió en Casillas de Flores, donde asistió a la escuela, con provecho, pues aprendió a leer, escribir y contar con soltura. Tenía ocho años cuando estalló el Movimiento y vivió de cerca la agonía de un familiar ejecutado en una detención sangrienta, Felipe Rastrero Antúnez, en parte conocida gracias precisamente a su testimonio (Iglesias, Represión franquista: 1.2.3; “Secuelas vigentes del franquismo” del 27/04/2017). 

Su información de entonces no alcanzó a todos los efectos perversos de la persecución de Felipe, en la que se vieron gravemente afectados también dos de sus hijos, José y Manuel Rastrero González, aunque no perdieran la vida entonces. En cambio, Emilio guarda fresco el recuerdo de aquella experiencia temprana. 

Los falangistas fueron a registrar la casa de Felipe, exigiendo la entrega de una bandera del partido socialista. No la encontró, o no la quiso entregar. Los victimarios le dispararon a las piernas cuatro o seis tiros, y se fueron a comer “donde Gonzalo el del Bar de la Plaza”, con la amenaza de volver y matarlo si no entregaba dicha insignia. El herido se desangraba, y sus familiares lo vendaron y lo metieron en la cama. 

La esposa mandó al informante, sobrino suyo, a buscar al médico, que no quiso acudir. Y Felipe fue rematado por los matones en su propia casa delante de la familia. Esta víctima estaba emparentada con otro informante, Vicente Carballo, que globalmente corrobora la versión de Emilio (CdF 2008).

Este informante ha estado atento a la transmisión oral de la represión vivida en su entorno local y comarcal, según la cual en la eliminación de este y otros vecinos habrían participado falangistas de Casillas de Flores, que también actuaron en los asesinatos cometidos en Fuenteguinaldo y en los conatos de Navasfrías en las primeras semanas de agosto de 1936. 

Había una copiosa “lista” de víctimas elegidas, que habría aligerado el sargento de la Guardia Civil de otro pueblo, por estar casado con una mujer de Casillas y ver en el listado el nombre de un cuñado suyo en tercer lugar, y al final varios sacados se librarían en el viaje macabro, porque quienes los llevaban los habrían dejado escapar, aunque esto solo es conjetura. 

El octavo lugar de la nómina lo ocupaba el propio padre del informante, Francisco Hernández, a quien, por aquellas fechas, un tal “Gallina le metió la escopeta en la boca”, en presunto simulacro de ejecución. Otro día se salvó de lo peor, gracias al aviso de una persona recientemente fallecida, compañera de la infancia y vecina de Emilio, de nombre Ángela. 

Cuando volvía del trabajo con su padre les dijo que “los estaban esperando a la puerta los falangistas”. Francisco tuvo que esconderse cerca de la frontera portuguesa con un hermano suyo, llamado Ángel, y dos primos. El propio informante les llevaba la comida, después de que gente amiga, en un carro de vacas, condujera a la madre y otros tres hijos, el mayor de ellos enfermo de meningitis (supra), a las Cuestas de Alberguería de Argañán.

A pesar de la tremenda paliza, Emilio no reveló el paradero desconocido para los perseguidores, que terminarían por enterarse y fueron a buscar a los fugitivos “cuando estaban trillando”. El dueño de la finca se interpuso. 

Y esta persona perseguida acabó de pastor del conde de Montarco (Eduardo de Rojas Ordóñez), dueño de Sageras, aunque esto sería más tarde, después de la guerra, cuando el informante tenía 14 años (1942). Francisco Hernández iba con las ovejas paridas y su hijo ayudaba, yendo con las machorras.

 A partir de los 10 años, Emilio siguió la carrera de los niños y adolescentes pobres de este territorio, sirviendo a diversos amos por la comida y poco más (la cagada de lagarto). Empezó cuidando cabras en una finca de Puebla de Azaba, donde era criado su padre, al servicio de Guillermo Montero, que era de los que habían tratado de implantar  allí el partido de Unión Republicana. 

Emilio ya no regresaría a Casillas de Flores, donde “había falangistas muy malos”, que en la época de la persecución del padre obligaron a “la abuela María” y a otras personas mayores que trabajaban en las eras a cantar el “Cara al sol”, como solían hacer aquellos bárbaros cuando no recibían encargos macabros. 

No tendría que viajar mucho para encontrar señores a quien servir, como Ángel Plaza, de quien fue criado en Sexmiro, hasta el servicio militar. Entonces empezó  de verdad a recorrer mundo, pues lo destinaron a Melilla y después a Alcalá de Henares, en el Regimiento de Caballería, nº 14.  (...)

A pesar de su carácter templado y pacífico, desde joven Emilio nunca tuvo relaciones fluidas con las autoridades religiosas y civiles de la España franquista. Si con el párroco local se atascaron en los prolegómenos de su matrimonio, con el alcalde se echaron a perder poco después de la boda, según cuenta. “Volvía de arar con su suegro, y la mujer le dice que el señor Justo le manda ir a su casa. Iba a venir el Caudillo a Ciudad Rodrigo a inaugurar un pueblo que han hecho. Hay que traer las camisas”. 

Se trataba de disfrazarse de falangista y participar en la acogida masiva y “espontánea” de Franco, el colonizador de las riberas del Águeda, que, después de una novedosa y gloriosa travesía fluvial, recibió una ofrenda verbal, algo redundante, prosaica y ramplona, pero grabada en una placa para imborrable memoria (hasta ahora): “Franco / Caudillo de España / al visitar el día 9 de mayo de 1954 las zonas de / riego del Águeda inauguró este pueblo que como modesta / ofrenda al jefe del Estado lleva el nombre de / Águeda del Caudillo / en prueba de gratitud por sus constantes afanes colonizadores”.

Emilio no quiso ir a hacer bulto en aquella pantomima, y por ello se quedó en paro forzoso, sin que le sirviera de mucho el tardío recuerdo de una lapidaria frase de su madre: “Nunca hay mejor palabra que la que hay por decir”. Y como tampoco había tenido nunca otros recursos que sus manos, siguió la corriente migratoria, dejando de lado la opción del contrabando, al que iba mucha gente en la Raya para tratar de sobrevivir. De hecho algunos quedaban cojos o mancos en la empresa e incluso perdían la vida a manos de la Guardia Civil, como en Casillas el hermano de una vecina suya. (...)"               (Salamanca al día, Ángel Iglesias Ovejero, 22/02/18)

28/2/18

Pontevedra homenaxea a solidariedade veciñal fronte á represión franquista

"As Corseteiras, Josefina Arruti, Emilia Osorio, Ángel Arosa, José Costas Lorenzo e outras moitas persoas anónimas. Estas serán as protagonistas o vindeiro luns 27 ás 20.30 horas no Teatro Principal na homenaxe á Pontevedra boa e xenerosa, unha xornada de "agradecemento a todas as persoas que durante o golpe militar de 1936 e durante o franquismo foron solidarias coa súa veciñanza". 

Tal e como destaca o Concello, este acto pretende ser "un percorrido pola Pontevedra dun tempo gris que ollou agromar a solidariedade axudando nas fuxidas, dando agocho aos inocentes, compartindo comida coas familias ás que lle saquearan a casa, tecendo roupa no cárcere ou escribindo cartas polos que non sabían facelo". O municipio homenaxea así figuras tan habituais en tantas cidades, vilas e aldeas de Galicia e tantas veces esquecidas. 

En Pontevedra, foron moitas as mulleres que prestaron axuda aos presos de Figueirido e moitas tamén as que se fixeron “madriñas” dos presos de San Simón para lavarlles a roupa e ofrecerlles algo de comida. Tal e como destaca o Concello, foi moi "loable" a actuación levada a cabo polo médico de Xeve, José Costas Lorenzo. O doutor ía atender os fuxidos ás agachadas, levando de a cabalo, para despistar aos gardas, a súa afillada Ángeles, apenas unha meniña.

Ademais, outro dos "acenos solidarios máis fermosos" xurdiu entre as mulleres encarceradas na Normal de Pontevedra. Entre elas, as que pertencían ao Socorro Rojo, as que participaran en manifestacións do Primeiro de Maio, as que apoiaban a Fronte Popular e mulleres de homes perseguidos. 

"Todas teceron redes solidarias para axudarse, dentro e fóra de prisión", destaca. 
Alén destas figuras, o Concello destaca as Corseteiras, as irmás Aurora, María, Niza e Nieves Martínez, que criaron a Carlos, o fillo de Manuel García Filgueira, alcalde da cidade no momento do golpe e fuxido, e de Emma Mourón, retida durante meses por non revelar o acubillo do seu home.

"Fóra do agocho e das reixas do cárcere, as familias marcadas pola barbarie forxaron fondas amizades, atopando pulo no apoio mutuo e na pouca xente que na Boa Vila non lles daba as costas", asegura o Concello, que destaca que "ás veces era só un aceno", como o daquela rapaza anónima que, "no tempo do medo, sinalou cunha pedra a foxa onde os asasinos de Edelmiro Dios o meteran ás agachadas". 

Outras un gran xesto, coma o do construtor Ángel Arosa, que fixo de balde unhas obras no taller de bordado de Rita Sobrido, viúva do mestre Germán Adrio, no que se xuntaban moitas tardes varias das nenas que quedaran orfas aquel mesmo 12 de novembro en que Rita enviuvara.

Como lembra a administración local, "ata cos mortos foi Pontevedra solidaria". A pesar dos anos de cárcere e arresto e dos insultos da xente, Josefina Arruti e a súa sogra, Emilia Osorio, foron solidarias e abriron o panteón familiar para dar acubillo aos restos mortais de ducias de
homes. Así, Aurora Adrio, orfa do 12 de novembro, lembra como a súa nai e a súa avoa lle daban flores en cada visita ao cemiterio para depositalas sobre as foxas sen nome. (...)"       (Praza Pública, 26/11/17)

21/7/17

Varian Fry, el Schindler de los intelectuales europeos

"El 22 de junio de 1940, hace ahora setenta y cinco años, Francia y Alemania firmaron el armisticio que sellaba el cese de hostilidades en el marco de la Segunda Guerra Mundial. El artículo 19 del tratado decía lo siguiente: «El Gobierno francés se encuentra obligado a entregar cuando se le solicite a cualquier nacional designado por el Gobierno del Tercer Reich». 

Este punto, suscrito por el mariscal Pétain, provocó la indignación de gran parte de la opinión pública norteamericana, que no podía creer que la República diera la espalda, de ese modo, a la cultura y los derechos humanos.

Tres días después de la firma en Rethondes, el American Friends of German Freedom organizó un desayuno en el hotel Commodore de Nueva York para reunir fondos para ayudar a los refugiados europeos. La voz de un joven periodista se impuso al resto. Se trataba de Varian Fry, estudiante de Harvard y licenciado en Periodismo en Columbia. Director, primero del periódico «Scholastic Magazine», y después de la revista semanal «The Living Age», en 1935 Fry pasó un tiempo viviendo el Alemania.

Durante su estancia en Berlín, el periodista pudo comprobar, en primera persona, el creciente odio alemán hacia los judíos y, desde entonces, tuvo claro que no podía mantenerse al margen. Aquella mañana, ante decenas de sus compatriotas, Fry se ofreció para ir a Francia y establecerse allí, como enlace y ayuda.

El 13 de agosto de 1940 el periodista estadounidense llegó a Marsella, con tres mil dólares en efectivo y una primera lista de unas doscientas personas a las que debía auxiliar en su huida del régimen nazi. Fry permaneció en la ciudad francesa poco más de un año, durante el que socorrió a casi dos mil intelectuales europeos, que lograron escapar del infierno fascista.

Una experiencia que plasmó por escrito en «La lista negra», obra que se publicó por primera vez en 1945 bajo el título de «Surrender on demand» (algo así como «Entregar cuando se le solicite, en alusión al tristemente famoso artículo del armisticio) y que estos días ve la luz, por primera vez, en España gracias a la editorial Confluencias.

El libro se presenta, además, con los prólogos de Mercedes Monmany, crítica literaria de ABC, y del economista Albert O. Hirschman, y con un valioso anexo que recoge un puñado de artículos periodísticos escritos por Varian Fry a su regreso a EE.UU.

Los miembros de la lista

El Centro Norteamericano de Socorro, dirigido por Fry desde Marsella, permitió la supervivencia de, entre otros, Marc Chagall, André Bretón, Hannah Arendt, Heinrich Mann, Marcel Duchamp, Alma Mahler, Franz Werfel, Arthur Koestler, Jean Malaquais, Víctor Serge, Anna Shegers, Claude Lévi-Strauss o Wilfredo Lam. Una lista integrada por lo más granado de la cultura del siglo XX. Personalidades que se vieron obligadas a abandonar el viejo continente, ya fuera por su origen judío o por sus actividades y opiniones contrarias al nazismo.

Todos ellos pusieron sus destinos en manos de un hombre que, como él mismo reconoció después, «jamás había tenido experiencia alguna en la clandestinidad». Varian Fry nunca supo por qué lo hizo, aunque siempre pensó que lo que hicieron por los refugiados en Francia era muy parecido «a la obligación de los soldados de traer de regreso a los heridos desde el campo de batalla, incluso a riesgo de sus propias vidas».

Para ello contó, fundamentalmente, con donaciones privadas y el sacrificio personal de un sinnúmero de colaboradores. Sin embargo, en el ámbito político, la actitud del Gobierno estadounidense fue ambigua; si bien Eleanor Roosevelt se quedó con una copia de la primera lista de Fry para seguir el avance de las gestiones junto al secretario de Estado, finalmente el periodista, considerado sospechoso por el régimen de Vichy, tuvo que abandonar Francia con el aval de Estados Unidos.

Los primeros refugiados se presentaron en el Splendide dos días después de que Varian Fry se registrara en el hotel marsellés. Entre ellos, el matrimonio formado por el novelista checo Franz Werfel y la compositora Alma Mahler.

 A finales de octubre, la pareja cruzó la frontera por los Pirineos, junto a Heinrich Mann –hermano de Thomas–, su mujer, Nelly, y su sobrino, Golo. Los Werfel llevaban una docena de maletas, en cuyo interior se encontraban la Novena Sinfonía de Mahler y el manuscrito inacabado de «La canción de Bernadette».

Para conseguir la documentación falsa, Fry recurrió a Vladimir Vochoc, diplomático «de la vieja escuela» que «acepta conceder un pasaporte checo a todo antinazi que le envíe». Pero había intelectuales que se mostraban reticentes a pasarse a la ilegalidad. «¡Imagine que me cogen mientras estoy huyendo del país clandestinamente con un pasaporte falso! ¡Sería la vergüenza del movimiento obrero italiano al completo!», llegó a gritarle Giuseppe Modigliani a Fry en la recepción del hotel.

Los documentos de identidad falsos eran obra de Bill Freier, un caricaturista vienés de origen judío reclutado por uno de los colaboradores de Fry. Willi compraba «carnés de identidad vírgenes en los estancos», los rellenaba y luego imitaba «el sello de la prefectura para darles un sello oficial». Muchos de los perseguidos escaparon a pie, por la frontera franco-española (la ruta más conocida fue la «F», creada por la judía Lisa Fittko por encargo de Fry y utilizada por Walter Benjamin para llegar a Portbou, donde se suicidó) y, los más afortunados, se embarcaron en el puerto de Marsella con destino al norte de África y Martinica (entre ellos André, Jacqueline y Aube Breton, André Masson y su familia o Wilhelm Herzog).

Al cabo de unos meses, Varian Fry alquiló la villa Air-Bel, que se convirtió en la mítica sede del Centro Norteamericano de Socorro. Situada a media hora del centro de Marsella y sin teléfono, por ella pasaron Víctor Serge (éste la denominaba «Chateau Espère-Visa», porque la mitad de sus ocupantes esperaban visado, y colgaron una pancarta a la entrada con el nombre) André Breton, Danny Bénédite, Óscar Domínguez, Wilfredo Lam, Max Ernst, Kay Boyle o Peggy Guggenheim, que se instaló en la habitación de Mary Jayne Gold cuando ésta partió hacia Nueva York.

En las largas horas de charla (y espera) el vino ayudaba «mucho», sobre todo cuanto más escaseaba a la comida, y terminaban cantando viejas canciones francesas. Unida al recuerdo de Varian Fry, que murió, olvidado, en un pueblo de Connecticut en 1967, quedó, para siempre, «Passant par Paris»."          (ABC, 23/06/15)

12/4/17

La población de un pequeño pueblo del sur de Francia (Le Chambon-sur-Lignon) protegió a miles de judíos durante toda la guerra

"(...) Escobar también señala que, el que la movilización no fuera tan general como se cree, no implica que no existiera. De hecho, el experto determina que -tras la toma del país- muchas personas se enfrentaron a los nazis, aunque no empuñando un arma. «Algunos se dedicaron a quitar los carteles de propaganda alemanes y cambiarlos. 

Otros, quemaron el pan para molestarles y que comieran mal. Hubo muchas formas de hacerles más incómoda la estancia», añade. 

Y es precisamente este tipo de resistencia la que este escritor desvela en su última novela histórica: «Los niños de la estrella amarilla» («Harper Collins», 2017). Un libro en el que, a través de los ojos de dos niños que buscan a sus padres, se narra cómo la población de un pequeño pueblo ubicado al sur de Francia (Le Chambon-sur-Lignon) desafió a las tropas de Hitler protegiendo a miles de judíos durante toda la guerra (y ayudándoles, de paso, a huir del país).

La resistencia de ese pequeño pueblo montañoso (100% real a nivel histórico) demostró al mundo, en palabras del escritor, que era posible hacer frente a una situación injusta sin ubicarse peligrosamente ante los fusiles enemigos.

 En Le Chambon-sur-Lignon, por ejemplo, la ayuda se generalizó gracias al trabajo de un pastor protestante llamado André Trocmé. Un hombre que, sabiendo las maldades que se cocían en Alemania a partir de 1939, se dedicó a dar charlas a sus ciudadanos para explicarles el valor de la vida y lo que implicaba el quedarse quieto ante la injusticia. 

Con todo, y en palabras de Escobar, esta defensa de los refugiados (especialmente niños) no fue tan generalizada en el país como nos quieren hacer creer, a pesar de que tampoco fue escasa. «Es cierto que en Francia solo se deportó a un 50% de los judíos, cuando en otros países el número ascendió casi hasta el 100%, pero también es verdad que el régimen de Vichy tomó medidas antisemitas de buen grado contra la población y despachó decenas de trenes a Auschwitz llenos de niños». 

Este libro, además, llega apenas unas jornadas después de que Marine Le Pen (líder de la candidatura ultraderechista Frente Nacional) haya afirmado que Francia no es responsable de las barbaridades que se perpetraron en aquellos años. Por el contrario, ha afirmado que los únicos culpables fueron los líderes que se hallaban en el poder por entonces. (...)

Con esta novela, quería demostrar que también es posible resistirse de forma pacífica. El propio André Trocmé (el espíritu de lo que sucedió en Le Chambon-sur-Lignon) era un pacifista tan extremo que, en aquel pueblo, no actuó la resistencia hasta casi el final de la guerra. No hubo ningún tipo de atentado hacia los alemanes o hacia los colaboracionistas porque allí creían que resistencia pacífica era la más efectiva.

Muchos franceses resistían, por ejemplo, cambiando los carteles de los caminos para que se perdieran los alemanes. Otros les quemaban el pan para que comiesen mal o les robaban la ropa. No actuaban violentamente, pero buscaban hacerle más molesta su estancia en Francia. Una estancia que, al principio, se puede definir como unas vacaciones.  (...)

4-¿Cómo es posible que se generara un régimen como el de Vichy y que fuera apoyado por una parte de la población?

Había un estado de opinión favorable a los extremismos fascistas porque todavía no se conocía todo lo que conocemos ahora. Por entonces no se sabía lo que iba a producir el fascismo y el nazismo. Muchos pensadores lo vieron como una alternativa a las democracias que estaban empezando a ser decadentes en Europa. Eso provocó que muchos países cayeran bajo el influjo de los totalitarismos.

 5-Pero en «Los niños de la estrella amarilla», usted explica cómo desde el régimen de Vichy se deportó a miles de judíos...

Sí. En la sociedad francesa hubo una ruptura. El problema es que, a veces, parece que Francia era solo la población cosmopolita de París. Y no. También había una gran cantidad de campesinos conservadores que no había asimilado bien los valores de la República, que consideraba que había un desorden, y que empezó a utilizar los argumentos antisemitas que llegaban desde otras zonas.

Esta parte de la sociedad entendió que había que apoyar esa “revolución conservadora” (así la llamaban) en la que se prometía defender los valores tradicionales de la Francia eterna que estaba más allá de lo nuevo. El problema fue que, al final, eso era fascismo.

6-¿Hitler sabía que existía esa mentalidad en Francia?

Sí. De hecho, la división entre la Francia libre y la ocupada siempre fue provisional. La mentalidad de Hitler no era invadir y conquistar Francia, sino más bien dejar que hubiera un estado afín a sus ideas y que, posteriormente, este se uniera a él. En su favor estuvo que el régimen francés de Vichy no solo colaboró, sino que creó leyes como las nazis para oprimir a los judíos.
7-En «Los niños de la estrella amarilla» habla de campos de concentración franceses a los que el régimen de Vichy enviaba a los judíos.

Efectivamente. Esos campos de concentración no los creó el régimen de Vichy, sino la Tercera República cuando había querido controlar a los republicanos españoles que llegaban hasta el sur de Francia huyendo del franquismo. Los campos fueron al principio muy provisionales. Se hicieron en las playas en condiciones infrahumanas. Pero poco a poco se extendieron por el sur de Francia.

Pero entonces la guerra se precipitó y lo cambió todo. A algunos hombres les sacaron para que colaborasen en el ejército (fue el caso de los republicanos, que se alistaron en la Legión Extranjera). Otros fueron encargados de hacer las trincheras galas. Quedó todo en una especie de limbo político.

El régimen de Vichy lo que hizo fue perfeccionar esos campos cuando llegó al poder. El nuevo gobierno metió en estos campos a refugiados que llegaban de Alemania y de otras partes de Europa, fueran judíos o no, por su ideología o por su religión. También encarceló en ellos a los “indeseables”, como ellos les llamaban.

Poco a poco, la masificación y los pocos recursos que se destinaban a estos campos (no había mantas o comida) hizo que organizaciones como la Cruz Roja y los cuáqueros pidieran a personas como André Trocmé que se llevasen a los niños de allí a un lugar seguro.

8-¿Hubo redadas contra judíos en Francia?

Varias. En Francia hubo una gran redada en el 41 en la que entre 7.000 y 8.000 judíos fueron enviados a varios campos de exterminio alemanes. Pero la más destacada se sucedió en el 42. Fue entonces cuando la gendarmería francesa capturó a niños, ancianos y mujeres. El problema es que los alemanes les pidieron que solo les enviasen a los adultos.

El régimen de Vichy no supo entonces qué hacer con los niños. Así que se quedaron. Pero como las autoridades de París insistieron a los germanos en que no se querían quedar con los pequeños, al final fueron enviados una gran cantidad de niños hacia Auschwitz.

Muchos de estos niños llevaban desde mediados de los años 30 en Francia y tenían nacionalidad gala. El régimen de Vichy creó una ley para poder quitarles la nacionalidad tanto a ellos como a sus padres. Lo hicieron para poder expulsarlos más fácilmente.

Fue un movimiento frío y calculado. No fue un intento de complacer a los nazis. Al final, fueron más allá de lo que les pidieron los nazis. Estaban convencidos de que había que sacar a todos los judíos de Francia.

 9-¿Colaboró el régimen de Vichy con los germanos en las deportaciones de judíos?
El régimen de Vichy fue totalmente colaboracionista en esto. Una cosa que muy pocos libros recuerdan es que este gobierno envió a miles de trabajadores forzosos a Alemania, algo que hicieron también muchos países.

Mucha gente fue enviada como esclavos, desde italianos hasta españoles. Era mano de obra esclava que ayudó a mantener el régimen nazi mientras los alemanes estaban luchando en el frente. Hay historias dramáticas en este ámbito que todavía están por tocar. Es un campo inagotable.

10-¿Fue entonces inexistente la resistencia francesa?

No. Francia fue uno de los pueblos que más gente refugió junto a Holanda. Por no hablar del caso danés. Es verdad que en Francia se ayudó y se refugió mucho a los judíos. El exterminio de los judíos franceses no llegó al 50%, mientras que en las repúblicas bálticas fue prácticamente el 100%. Pero le problema es que el pueblo de Francia fue muy pasivo ante la ocupación.  (...)

12-¿Cómo es posible que una buena parte de la población fuera colaboracionista o se mantuviera en silencio ante este movimiento antisemita?

El antisemitismo siempre ha sido un estigma en Europa. Y en Francia también, aunque nos choque más. El judío siempre se había visto como alguien extranjero aunque hubiese vivido en el país desde hacía decenios. El problema era que solían vivir en comunidades cerradas, mantenían sus costumbres, su idioma... Ya no era una cuestión religiosa, era un problema de integración. Por eso, en Europa siempre ha habido mucha separación.  (...)

13-Por el contrario, algunos pueblos como Le Chambon-sur-Lignon sí se enfrentaron a los nazis.

SÍ. En el pueblo estaban muy concienciados. Desde el 39, André había dado multitud de charlas a los vecinos aprovechando que estaba muy enterado de lo que pasaba en Alemania por lo que había sucedido a la iglesia confesante (la que se había negado a aceptar las condiciones del régimen nazi y se habían separado de la iglesia oficial luterana). Toda esta información hizo que el pueblo se concienciara. Cuando llegó el régimen de Vichy, el pueblo y todos los de alrededor sabían lo que iba a pasar. La información les dio poder sobre las circunstancias.

14-¿Cómo ayudaban en este pueblo a los refugiados judíos?

La primera idea era que los refugiados huyeran a Suiza o a Marsella (donde había miles de perseguidos que esperaban un barco para escapar de Europa). Pero al final, algunos de los grupos que se habían llevado a refugiados hasta Marsella fueron los mismos que enviaron a multitud de niños a Le Chambon sur Lignon.

Lo hicieron porque sabían que tenían una estructura creada para ayudarles. Esta había sido establecida antes de comenzar la guerra por los feligreses del pueblo, los cuales acogieron durante esa época a los hijos de los obreros de Lyon para que pudieran tener un verano más saludable en un entorno más sano y pudiesen salir del ambiente de marginación.

También tenían una pequeña infraestructura hotelera muy útil para acoger gente (el pueblo era un lugar de veraneo para turistas). Finalmente, André había creado una escuela pacifista con la idea de que los hijos hugonotes o protestantes pudieran acceder a la universidad. Toda esta infraestructura hizo posible que se refugiaran allí tal cantidad de niños.

 15-¿La ayuda de los habitantes fue general?

Sí, aunque los ciudadanos tuvieron sus roces con la población. No tanto con los niños, sino con los refugiados que llegaron antes de manera privada para ocultarse allí. Estos, que buscaban huir de las grandes ciudades, acapararon mucha comida. Eso hizo que subiera el precio de los alimentos en la región y que hubiera ciertas suspicacias hacia los judíos que hacían esas cosas. Pero naturalmente, al final lo que logró sobrevivir fue ese espíritu solidario.

Cuando André estuvo oculto durante un tiempo porque temía que le pudiesen arrestar por dirigir esa ayuda, la propia población siguió haciendo lo mismo hasta el final de la guerra. Fue una forma de demostrar que aquel movimiento no era cosa de un solo hombre, sino de decenas de personas corrientes. Nadie del pueblo traicionó aquella confianza. Había un sentido de comunidad y de apoyo mutuo. El que luchaba no era solo André Trocme, eran todos ellos. Como una comunidad.

16-¿Cómo es posible que ni los alemanes, ni los agentes de la Francia de Vichy acabasen con esa red de resistencia?

Los nazis no estaban establecidos en el pueblo, venían desde fuera. Cuando desde Le Chambon-sur-Lignon se percataban de que llegaban, avisaban a todos los refugiados para que se escondiesen en las montañas.

Además, estratégicamente Le Chambon-sur-Lignon era un sitio aislado y al que era muy difícil acceder en invierno. Esas condiciones le aislaron en cierto sentido. No había siquiera un cuartel de la gendarmería allí porque era una zona muy pacífica. Era un paraíso, y un infierno climatológicamente hablando. Por ello, los nazis no sentían la necesidad de instalar tropas allí. Prefirieron llevárselas a un pueblo próximo.

No hubo tropas fijas porque no lo veían importante militarmente. Aunque hubo intento de llevarse a los judíos, a los republicanos españoles y a los artistas que estaban allí refugiados, se hizo la vista gorda por todo esto. El régimen de Vichy no quiso entrar, y los nazis estaban en otras preocupaciones.

17-¿Cuáles?

Habían empezado a perder la guerra, y no querían tomarse molestias en una zona sin importancia estratégica. También fue determinante el que no hubiera resistencia violenta hasta casi el final de la guerra. Por eso cayó un poco en el olvido.

18-¿No hubo, entonces, redadas?

Sí, fueron aumentando en intensidad. Las últimas redadas fueron hechas en el verano del 42. Los nazis, que ya habían sufrido un desembarco en Sicilia, pensaron que era posible ser invadidos desde Marsella. Por eso, ocuparon toda el territorio y llevaron a cabo una gran represión en él. No olvidemos, por ejemplo, que en esa zona estaba afincado el llamado “Carnicero de Lyon”. A partir de entonces, el peligro fue en aumento.

En el pueblo, esta tensión se notó con un crecimiento de las redadas. En el verano del 43, Daniel (primo de André) fue capturado y llevado a un campo de concentración acusado de ser judío, a pesar de que no lo era. Varios chicos de la escuela que él dirigía también fueron detenidos y llevados a campos de concentración.

 19-¿Cuál era la pena por ayudar a refugiarse y huir a los judíos en el régimen de Vichy?

Normalmente suponía ser ajusticiado, ser encarcelado, o ser deportado a Alemania como colaboracionista y miembro de la resistencia (ya fuera pacífica o no). Esta última podía implicar acabar en un campo de exterminio.

Ofrecer cualquier tipo de resistencia era arriesgarse muchísimo. Y no solo tu, también tu familia. Era el temor de muchos de los colaboracionistas, las consecuencias que pudiera tener para sus familiares y amigos el que ellos se unieran a la resistencia.

20-¿Por qué eligió la historia de este pueblo para su novela?

Quería escribir una novela que demostrara cómo vivieron los niños la guerra, y lo uní con la historia del pueblo, que refugió a decenas de pequeños. A partir de ese punto, decidí narrar en ese marco la resistencia pacífica que ofrecieron André y su esposa Magda, dos personajes tan fuertes que se comen el libro cuando salen por su actitud. Todo lo que hicieron fue heroico.

A pesar de ello, el centro son los niños y la búsqueda de su familia. En este sentido, me interesaba mucho mostrar como se comporta un hermano mayor en una situación límite como esa, a pesar de ser pequeño.

Finalmente, esta historia me permitía demostrar lo variopinto de la resistencia. Aunque esta no fue todo lo generalizada que debería, se llevaba a cabo de múltiples formas. En Francia era posible que un minero comunista y un conservador religioso tuvieran una misma visión del mundo: la creencia en las libertades y su convicción de que debían estar en contra de que una persona estuviera perseguida por su religión. Eso me impactó, y quería que esa variedad quedase implícita en la novela.

La resistencia no fue un grupo, estuvo formada por personas con la convicción y la dignidad de no doblegarse ante el miedo y el fanatismo nazi. (...)"                  

(Entrevista a Mario Escobar, autor de «Los niños de la estrella amarilla», una novela histórica que narra la vida de dos niños a través de los hechos reales acaecidos en Le Chambon-Sur-Lignon,  Manuel P. Villatoro, ABCE, 11/04/17)

27/3/17

La bici que salvó a judíos del Holocausto

"Gino Bartali se fue a la tumba con un secreto: durante la Segunda Guerra Mundial, salvó a ochocientos judíos del Holocausto. El ciclista italiano, vencedor de dos Tours y tres Giros, nunca alardeó de aquel gesto altruista porque consideraba que, simplemente, había hecho lo correcto. Uno podía lucir los galones de la carretera en el maillot, pero los méritos en la vida eran algo íntimo que no merecía ser objeto de escaparate. Bartali era un señor. Una persona perbene.

La historia, sin embargo, a veces se escribe con renglones tan torcidos como los Lacets de Montvernier, esa escalada serpenteante de la ronda gala que marea hasta a los adictos a la Biodramina. Así, el corredor florentino pasó para algunos por un corredor del régimen, cuando en realidad él renegaba del fascismo y, por supuesto, aborrecía el nazismo. Tampoco era un partisano, ni simpatizaba con la causa roja, pero eso no le convertía en un camisa negra. Su única ley era la divina, por lo que esa condición de ferviente católico —quizá, producto de una conversión tras la muerte de su hermano menor, Giulio, también ciclista, quien a los veinte años fue arrollado por un Fiat Balilla durante una carrera de aficionados— lo vinculó a la Democracia Cristiana, aunque siempre desoyó sus cantos de sirena.

“Tampoco entró en el juego del fascismo, aunque, como había sido el gran icono deportivo de la preguerra, el régimen lo utilizó con fines propagandísticos”, explica a Público Ander Izagirre, autor del libro Plomo en los bolsillos (Libros del KO). Quizás habría que contraponer su figura con la de otro gran campeón, el piamontés Fausto Coppi, para entender los rasgos trazados por el imaginario popular italiano: frente al joven, agnóstico, moderno, adúltero y comunista Coppi, el régimen, los medios y la afición lo pintaron como la estrella madura, religiosa, tradicional, fiel y conservadora. Luego veremos que Fausto no era en absoluto un comunista, aunque su vida disoluta más allá de las polvorientas calzadas contribuiría a su leyenda roja: nadie en Italia convenía, al menos en público, con los andares de un hombre que había renegado de la Iglesia y mantenía una relación extramatrimonial con una mujer casada, fruto de la cual tuvo un hijo. “Gino era un miembro de Acción Católica, mientras que él no militaba en nada”, matiza el periodista donostiarra.

Gino Bartali
nació en el seno de una familia campesina de Ponte a Ema, a las afueras de Florencia, en 1914. Eran humildes, pero no pasaban hambre, pese a las carencias derivadas de la Gran Guerra. Primero aprendió a caminar y, al poco, a montar en bicicleta, aunque hay dudas sobre cómo se hizo con una. El periodista Jon Rivas, en el libro ¡En París se han vuelto locos! (Córner), sostiene que pudo comprarla haciendo trabajillos, aunque al dinero que se embolsó habría que sumar parte de la dote de sus hermanas y la ayuda económica de su padre. Lo más probable es que fuese un regalo de Oscar Casamonti, en cuyo taller pasaba las horas colocando radios en las ruedas de las bicis tras salir de la escuela. Fabio, el hijo del mecánico, recordaba antes de fallecer hace dos años que un día su padre le dijo al de Gino: “Torello, me parece que tu chaval es bueno con la bici. ¿Por qué no lo dejas participar en una carrera infantil?”. El jefe había sido testigo de las aptitudes del aprendiz, pues competía en aficionados y, cuando salía a entrenar con Bartali, no conseguía dejarlo atrás.

Tenía quince años y pronto engrosaría las filas de la Società Sportiva Aquila, el club de su pueblo, cuyos alevines siguen homenajeando hoy al maestro cada vez que se ajustan la maglia bianconera, similar a la que se enfundaba Il Ginettaccio en los años treinta. Ya desde sus orígenes, inevitablemente surge la comparación con Coppi, porque hay héroes que se cincelan a partir del molde de un rival a su altura. Es injusto, sí. Lo era antes y lo sigue siendo ahora, décadas después, cuando no hay Cristiano sin Messi, ni Guardiola sin Mourinho. El periodista Franc Lluis i Giró le otorga al toscano el protagonismo merecido en Gino Bartali, el hombre de hierro (Dstoria Edicions), aunque reconoce que el cotejo es ineludible. “Nadie se ha centrado en su figura, sino que es descrito teniendo como referente a su contrincante. De hecho, quien se ha quedado fijado en nuestra retina es Coppi, envuelto por el halo del ganador, de ahí el apodo de Il Campionissimo; y eso que el palmarés de Bartalli es impresionante”, explica a Público el también locutor de ‎Ràdio Sabadell, consciente de que el piamontés, en lo que respecta a las grandes vueltas, sólo ganó dos Giros más que el florentino.

Las diferencias eran insalvables, pero al tiempo su biografía está trufada de paralelismos —un hermano de Fausto, Serge, también era ciclista y murió en un accidente durante una carrera—. Se habla de un Bartali rural y un Coppi urbano, si bien ambos eran gente de campo. Claro que esta visión puede pecar de superficial y capitalina, pues si sometemos esa realidad al poder amplificador del microscopio, nos encontraremos con el hijo de unos aparceros y con el de unos jornaleros. Hasta hay clases entre los humildes, pero dejemos que nos ilustre el periodista Curzio Malaparte, quien en 1949 publicó en Francia Coppi e Bartali, traducido décadas después al italiano por la editorial Adelphi. “En Bartali, nacido en una familia de agricultores toscanos, prevalece el campesino, con su mística elemental, su fe en Dios, su apego a los valores tradicionales de la tierra. En Coppi prevalece sin embargo el obrero, si bien él también nació en una familia de campesinos. Pero mientras Bartali pasó del arado a la bicicleta, Coppi, cuando agarró la bicicleta, ya había repudiado la tierra. Bartali es hijo de una zona de la Toscana que ha permanecido campesina, Coppi de una zona del Piamonte donde el campesino ya comparecía teñido de espíritu proletario“.

Cuando habla de ellos en su ensayo, Malaparte está esbozando dos Italias, la de antes y la de después de la contienda. Más que un ciclista fascista y un ciclista comunista —como ya hemos subrayado, no eran ni una cosa ni otra—, se trata de un país que anochece y de otro que amanece. Y, aunque su extracción social era similar, el periodista aplica a Coppi unos atributos industriales. Recordemos que el Piamonte, cuya capital es Turín —la ciudad de la Fiat, el Martini o la Juventus—, es junto a la Lombardía o el Véneto la locomotora de Italia, que tira de unos vagones que llegan hasta la Puglia, Basilicata, Calabria y, salvando el estrecho de Mesina, Sicilia. Escuchemos a Malaparte: “Fausto es un obrero, Gino un agricultor. El misterio físico de Bartali sería inexplicable si olvidásemos que la virtud fundamental de los campesinos toscanos es la resistencia, unida a un sentido de la economía, sea físico o moral, que se transforma en arte. El aspecto humano está más desarrollado en Bartali que en Coppi”.

 Bartali, el Pío; y Bartali, el hombre de hierro. Vayamos primero con el aspecto religioso, que podría ayudar a comprender su condición de ángel no sólo de los judíos, sino también de los antifascistas que trataba de huir de un Estado que había engrasado la maquinaria del exterminio. Aunque podría decirse que el pueblo italiano no estaba por la labor, las leyes raciales promulgadas a partir de 1938 marginaron a los hebreos. “El sustrato católico de la sociedad posibilitó que los italianos percibiesen la Solución Final como algo negativo, por lo que Eichmann tuvo que acelerar las deportaciones de judíos a través de las líneas ferroviarias”, explica a Público Martiño Suárez, autor del libro Bestiario do vestiario (Carlos Meixide Ed.). “Y esa condición de creyente, precisamente, inoculó a Coppi un gran sentido de la justicia”, añade el periodista lucense, quien se pregunta en el relato El correo de la resistencia cómo el “beato escalador” fue capaz de permanecer callado toda su vida, mientras era testigo de cómo se acrecentaba la leyenda, “más atractiva”, de Coppi.

Un año antes de que Europa se liase a garrotazos y comenzase a hundirse en el barro, en Italia los judíos no podían casarse con católicos, ni emplearse en la administración o en la banca, ni estudiar en escuelas públicas, ni por su puesto dar clase, excepto en colegios específicos para niños judíos. Cómo estaría la cosa, que ni podían ejercer como abogados o periodistas… Por si no fuese suficiente, a medida que los fascistas se replegaban en el norte, la represión se acentuaba, puesto que los nazis ya habían tomado las riendas del asunto. Al principio, los trenes de mercancías o con vagones acondicionados para el transporte de ganado partían de la estación romana de Tiburtina rumbo a Auschwitz. Luego, atrincherados en la República de Saló, las huestes de Hitler siguieron enviando a los hacinados en el campo de concentración de Risiera di San Sabba a Dachau, Buchenwald y Auschwitz.

Además de los judíos, el Manifiesto de la raza también prohibía el culto pentecostal y perseguía a los gais, aunque Mussolini no había condenado previamente la homosexualidad porque aseguraba que los italianos eran “demasiado viriles para ser homosexuales". En realidad, hasta entonces tampoco había excluido a los judíos de la vida pública, por lo que el viraje podría obedecer a razones estratégicas, en un intento de colmar las ansias antisemitas de Hitler, como sostienen algunos historiadores. El papa Pío XII, por su parte, mostró su rechazo en una carta enviada al Duce, aunque hay expertos que han criticado la tibieza del Vaticano con las leyes raciales. Sin embargo, la red clandestina en la que se involucró Bartali contó con la inestimable colaboración de católicos, entre los que se encontraban el arzobispo de Florencia, Elia Angelo Dalla Costa, así como monjas de clausura, frailes franciscanos y monjes oblatos. Todos ellos prestaron su ayuda a la Delegación de Asistencia a Emigrantes Judíos (Delasem), con sede central en Génova y muy implantada en la Toscana, donde estaba dirigida por el joven médico y rabino florentino Nathan Cassuto y por el sacerdote Leto Casini. El objetivo era buscar una vía de fuga para que los judíos pudiesen escapar de las garras del nazismo a través de Francia y Yugoslavia.

Sin embargo, ambos fueron delatados y Cassuto fue enviado a Auschwitz, donde falleció en 1944, y Casini dio con sus huesos en la cárcel, aunque prosiguió su labor cuando fue liberado. El vacío creado forzó al judío Giorgio Nissim a tomar el testigo como uno de los responsables regionales de la red, encargada de facilitar documentación falsa a quienes querían huir, una misión en la que Bartali cumpliría un papel trascendental. Nissim, que había heredado de su padre una fábrica textil en Pisa, se marcó como objetivo salvar al mayor número de niños posible. Para ello, creó un registro infantil y confió a los menores a los comités femeninos de la Delasem, desperdigados por todo el país. Luego buscó padrinos para que los ayudaran no sólo económicamente, sino también anímicamente, por lo que debían escribirles cartas a los pequeños para ayudarlos a sobrellevar la situación. Un sistema que guarda cierto parecido con lo que hoy se conoce como adopción a distancia.

Bartali, ligado a Acción Católica desde niño, había emitido los votos de terciario carmelita a los veintidós años. “Una elección que comportaba más oración, pero también una mayor inclinación a realizar buenas obras”, detallaba su hijo Andrea en una entrevista al semanario Tempi. “Sentía especial devoción por Santa Teresa del Niño Jesús, también carmelita: cuando construyó nuestra casa, le dedicó una pequeña capilla que mandó edificar dentro. El cardenal Dalla Costa le había concedido un altar consagrado para decir misa: cuando iba a la iglesia, a veces sucedía que los fieles estaban más atentos a él que al rito, y eso no le gustaba. Entonces permanecía en la capilla: se metía allí a realizar sus oraciones y, de vez en cuando, le pedía a un cura que celebrase misa”, recuerda Andrea, quien fue precisamente el albacea elegido por su padre para custodiar el secreto y siempre respetó su voluntad. Fue revelado en 2003 por los hijos de Nissim después de que su viuda desempolvase los cuadernos que había guardado en un cajón. Unos diarios manuscritos, de caligrafía casi ilegible, en los que figuraba Gino, el bicimensajero de la Delasem: cuando la Segunda Guerra Mundial congeló el Tour y el Giro, Bartali no dejó de pedalear, pero no lo hacía sólo para mantenerse en forma durante el paréntesis bélico, sino también para llevar de un sitio a otro los pasaportes falsos que permitirían escapar a ochocientos judíos. Estos se confeccionaban en imprentas clandestinas habilitadas en los sótanos de conventos y abadías, por lo que su tarea consistía en llevar hasta allí papeles y fotos, recoger los documentos falsificados y transportarlos hasta las iglesias indicadas, donde eran recogidos por los curas afines a la causa.


Bartali conocía el mapa de carreteras de la Toscana como la palma de su mano. Rodaba sobre ellas de día y de noche, sorteando las patrullas con el saludo de un héroe, el Monje Volador, por el que los soldados sentían auténtica devoción. Si alguno ponía pegas, no había mejor excusa que la del entrenamiento. Y si alguien osaba acercarse a la bicicleta, espantaba de malos modos al curioso, no fuera a ser que la desequilibrase, pues según él había que tratarla con delicadeza porque había sido ajustada al milímetro para alcanzar la mayor velocidad posible. En realidad, escondía el papeleo en el cuadro y bajo el sillín. “Papá arriesgó su vida para salvar a muchas personas”, declaraba al semanario Tempi su hijo Andrea una mañana de septiembre de 2013, después de que la Yad Vashem —la institución que honra a las víctimas del Holocausto— le otorgase el título de Justo entre las Naciones. “Era muy humilde y no quería contar todo lo que había hecho por los judíos: El bien se hace, pero no se dice, ¿si no qué bien es ése? Siempre quiso mantener en silencio esta historia”, afirmaba Andrea, quien aseguraba que cuando alguien husmeaba en su pasado, Bartali lo mandaba callar e incluso amenazaba a los periodistas con denunciarlos si seguían incordiándolo. “No está bien especular con las desgracias de los otros”, solía decir.

Franc Lluis i Giró cree que lo hizo por dos razones. En primer lugar, por miedo: “Sabía que se estaba jugando la vida y quería aislar a su familia. Guardar el secreto era una forma de evitar que se involucrase su mujer y de proteger a sus hijos”. En segundo lugar, porque no quería jugar con las vidas ajenas: “Evitó vender una imagen de heroicidad a través del sufrimiento de otros. No se consideraba un héroe y tampoco interpretó su acción como algo maravilloso: si bien evitó que muchos niños fuesen confinados en campos de concentración, era consciente de que sus condiciones de vida posteriores habían sido pésimas; o sea, no había encaminado a ochocientas personas a una vida plena, sino simplemente a la supervivencia”. Bartali lo había hecho porque había que hacerlo. Era lo correcto. No había una razón ideológica, sino humana —o, si se prefiere, humanitaria—, como defienden Aili y Andres McConnon en Road To Valor, una biografía que detalla cómo el ciclista escondió a una familia judía, los Goldenberg, en una casa que poseía en Florencia, adonde se acercaba cuando podía para llevarles víveres y noticias. La amistad que mantenía con ellos fue una de las razones que llevó a Bartali a dar el paso, según Aili, quien en una entrevista concedida a Giovanni Fontana para la revista Studio relata otro motivo: la petición del cardenal Dalla Costa, “a quien admiraba mucho”.

Fontana abunda en el reportaje Eppure Bartali en las razones más profundas del toscano, quien en su día ya había dicho: “Estas cosas se hacen y basta”. Bartali no se echó nunca al monte, pero fue un antifascista a su manera, controlando los riesgos, pues sabía que si se hubiese opuesto frontalmente a Mussolini habría echado a perder su carrera deportiva y, lo que es peor, expuesto a su familia. Eso sí, cuando ganó el Tour en 1938, no le dedicó la victoria al Duce, como había hecho la selección italiana en el Mundial, sino a la Virgen. “En el fondo, él decía que la única cosa que había hecho era meterse en el bolsillo los papeles y llevarlos adonde le indicaban”, escribe el periodista italiano, convencido de que el mayor crítico de la teoría que presenta a Bartali como un héroe fue el propio Bartali. “Él no poseía las características del héroe que combate por una causa, sino que se corresponde más con la imagen de un hombre de bien, ese tipo de persona que no tiene una causa, pero que trata de vivir con rectitud su propia vida”. Franc Lluis i Giró concuerda con la tesis: “No es alguien ideologizado. Lo hizo por un amigo y por hacer el bien, independientemente de sus opciones religiosas y políticas”.

Vayamos con el hombre de hierro. Jon Rivas describe metafóricamente la técnica del toscano: “Ganaba por riñones, y también espoleado por la fe en Dios”. Bartali creía que más allá de las nubes que coronaban los Alpes existía el cielo, algo comprensible si nos atenemos a su capacidad de sufrimiento. No tenía sentido maltratar su cuerpo de aquella manera si después no hubiese una recompensa. El Monje Volador encarna el último exponente del ciclismo épico, cuando los corredores abrían casi literalmente los caminos a su paso, como una desbrozadora que se adentra en el monte cerrado. “Bartali era fuerza bruta, mientras que Coppi, pese a ser un portento, era más elegante”, señala Izagirre. Otra vez el maldito Coppi, “con quien se inició el ciclismo moderno, pues impuso la estrategia de equipo, los gregarios, los masajistas y las dietas”. Una vez a la semana, por ejemplo, introdujo como plato único el hígado y el germen de trigo, mientras que Bartali desmoralizaba a sus rivales antes de la etapa echándose un cigarrillo a la boca. Media Italia se puso de su lado: “El león furioso, el atleta corajudo a la antigua usanza que destrozaba a sus rivales con la fuerza bruta, el ciclista racial que nada más cruzar la meta encendía un cigarro y en algunas épocas fumaba cuarenta pitillos diarios”, relata el escritor donostiarra en Plomo en los bolsillos.

Frente a un ciclista a la antigua usanza, hoy considerado clásico y de gesta, emerge Coppi, quien suplió sus limitaciones atléticas con una capacidad pulmonar que no tenía mucho que envidiar a la de Miguel Indurain —siete litros, uno menos que el navarro, quien duplicaba la de un deportista medio— y con la perfección de la técnica, tanto sobre la bici como alejado de ella. O sea, el comunista brotaba de la carretera como un ser llegado del futuro; si les parece una metáfora hiperbólica, lean lo que escribía en La Gazzetta dello Sport el periodista italiano Gianni Brera allá por 1949: “La estructura morfológica de Coppi parece un invento de la naturaleza para completar el modestísimo ingenio mecánico de la bicicleta. Arqueado sobre el manillar, resulta un mecanismo superior, una máquina de carne y hueso en la que no somos capaces de reconocernos”. Sobre ruedas, Coppi proyectaba una sombra elegante, lucía un “pedaleo de tacón recto” y explotaba sus “zancas de cigüeña”, como describe Izagirre en su libro. Todo hay que decirlo, cuando se bajaba parecía un pajarraco enjuto, mientras que Bartali era lo que se dice un buen mozo. Nada que el piamontés no pudiese solucionar con una visita al guardarropa. “Vestía bien, se peinaba para atrás y, con sus gafas de sol y trajes de diseño, encarnaba la Italia moderna”, resume Martiño Suárez.

Pese a su resistencia y a su entrega —la bicicleta, para quien la trabaja—, Coppi hizo valer su diferencia de edad —era cinco años más joven— y fue testigo del ocaso de Bartali, quien ostenta dos récords tan curiosos como difíciles de batir: ganó dos Tours (1938 y 1948) y dos Giros (1936 y 1946, además de un tercero en 1937) con diez años de diferencia. En todo caso, a ambos los separa una guerra mundial del olimpo del ciclismo, reservado para los ganadores de cinco Tours. Bartali no pudo disputar nueve ediciones, siete por culpa del conflicto, lo que da la medida de la oportunidad perdida. Ya sabemos que no malgastó el tiempo y que su grandeza no depende tanto del número de victorias, sino de cómo las logró, verdaderas hazañas que darían para otro reportaje. También que fue idolatrado por la afición, sobre todo por la bartalista, pero ahí queda la duda sobre el hueco que pudo ocupar en su vitrina su desinflado palmarés. El cariño que recibió de sus fieles, curiosamente, no siempre fue correspondido. A veces, resultaba arisco y distante, aunque apenas nadie conociese entonces el porqué. "Papá tenía algunos problemas cuando lo asaltaban sus seguidores. Tras la etapa, llegaba al hotel con la mano derecha toda hinchada y, cuando la escondía porque empezaba a dolerle, los fans lo atosigaban con palmadas en la espalda”, cuenta su hijo Andrea en el libro Gino Bartali. Mille diavoli in corpo (Giunti Editore, 2010). Su autor, Paolo Alberati, cuenta que a veces terminaba la jornada magullado y que detestaba que lo acosasen, quizás traumatizado por las agresiones que sufrió en el Tour de 1950 por parte de los aficionados antimacarrones, lo que le llevó a abandonar la carrera —arrastrando a sus compañeros con él y pese a que Fiorenzo Magni portaba el maillot amarillo—. “No quiero morir aquí”, declaró a la prensa.

Sea como fuere, Andrea reveló una vez fallecido que los besos y abrazos le daban asco, aunque su hijo dejaba claro que nunca había rechazado una muestra de afecto. Su padre, en todo caso, se murió con la conciencia tranquila, como refleja esta declaración que le hizo al periodista y escritor Gianni Mura: “Yo no he ganado mucho dinero e hice algunas inversiones equivocadas, pero tengo garantizado un vaso de vino y que me choquen la mano en cualquier pueblo de Italia”. Esto no lo hemos dicho antes, pero a Gino le privaba el morapio, mientras que Coppi prefería atiborrarse de pócimas y remedios para mejorar su rendimiento. De hecho, la receta milagrosa del piamontés llegó a obsesionar a Bartali, que lo espiaba continuamente y no dudaba en colarse en su habitación de hotel para ver qué tipo de reconstituyentes eran aquellos. “La evolución de su relación es habitual en el deporte. Partiendo de una enemistad documentada, como cuando tenían roces en la selección italiana [entonces, los corredores no corrían el Tour con sus equipos, sino en representación de su país], terminan siendo amigos, hasta el punto de que Bartali lleva el féretro en su entierro”, afirma Franc Lluis i Giró. Cuando falleció Coppi —con apenas cuarenta años, víctima de la malaria que había contraído durante un viaje a Burkina Fasso—, su colega dijo algo así como que se había muerto la mitad de sí mismo. “Estoy convencido de que Fausto, cuando nos reencontremos en el Paraíso, estará de acuerdo conmigo: el ciclismo sólo ha tenido dos campeonísimos, yo y él”.

No le faltaba razón: uno alimentó la leyenda del otro, y viceversa; cada uno por separado era un mito en vida del ciclismo, pero juntos se transformaron en unos colosos del imaginario popular italiano. “Ninguno es más grande, son indisolubles en la historia”, cree Izagirre. No obstante, las pedaladas de Bartali fuera de la competición lo hicieron llegar más lejos. “Los entrenamientos de Bartali servían de guía para indicar a los fugitivos cuáles eran los caminos más fiables para escapar o para llegar hasta algún refugio seguro”, apunta el autor de Plomo en los bolsillos. Aili y Andrés McConnon también describen en Road to Valor una anécdota que refleja su valor: unos judíos y antifascistas que huyen en tren tienen que cambiar de vagón en una estación que está plagada de soldados; Bartali, para despistarlos y facilitar su fuga, comienza a saludar y a firmar autógrafos a los militares. El periodista Leo Turrini asegura en su libro Bartali: L'uomo che vinse il Giro, il Toure conquistò un posto nel Giardino dei Giusti (Imprimatur) que al final de la guerra “es condenado a muerte por los camisas negras y huye milagrosamente de los partisanos rojos que querían llevarlo al paredón”; y que, tras la liberación, “los partidarios del partido comunista lo detestaban, viendo en él un símbolo del poder clerical”.

Pese a que Curzio Malaparte escribió aquello de “Gino es hijo de la fe y Fausto, del librepensamiento”, ni Bartali era un santo varón, ni Coppi un diablo rojo. "Nunca quise saber nada de política. En el bolsillo sólo llevo tres carnés: el de Acción Católica, el de la Federación Ciclista Italiana y el carné honorario de mi primer club ciclista, el Águila de Ponte a Ema”, zanjaba Gino los intentos de politizarle. “Simplemente, era conservador y muy católico, pero a los periodistas deportivos nos gusta contar la realidad a partir de una dialéctica marxista, como de cruce de contrarios”, confiesa Franc Lluis i Giró, en referencia a su rivalidad con Coppi. Y bueno, podría ser un meapilas, pero no alguien que se sometiese a Mussolini —excepto cuando aceptó no correr el Giro para preparar el Tour de 1938, que ganó a mayor gloria del fascismo— ni a la Democracia Cristiana, aunque un telefonazo del presidente del Consejo de Ministros, Alcide de Gasperi, lo espoleó para ganar la edición de 1948. Mientras corría por las carreteras francesas, los fascistas atentaron contra el secretario general del Partido Comunista Italiano, Palmiro Togliatti. Convocada de urgencia una huelga general, De Gasperi le pide que gane el Tour para evitar una guerra civil. ¡Y lo gana! ¡Con 34 años! Indro Montanelli escribió que, “según Andreotti [el zorro más astuto y maquiavélico de la Democracia Cristiana], sin aquella azaña, las masas soliviantadas hubieran provocado una verdadera matanza”.

Claro que el fascismo se aprovechó de sus azañas. “La primera victoria en el Tour le viene como anillo al dedo a Mussolini: un ciclista italiano se impone a las otras razas y consigue ganar la carrera más dura”, sostiene Franc Lluis i Giró. Claro que la Democracia Cristiana también sacó tajada: “Todos los gobiernos del mundo intentan capitalizar los éxitos deportivos, porque es una cuestión de cohesión social y de proyección del éxito. En un régimen totalitario, es una consigna obvia y clara, pero también sucede en democracia”, añade el autor de Gino Bartali, el hombre de hierro. Ahora bien, nunca hubo pago por los servicios prestados, como confirma el anecdotario bartalista: cuando, tras regresar victorioso del Tour, es recibido por De Gasperi, el mandatario le pregunta qué quiere como recompensa. Bartali —se non è vero, è ben trovato— le responde: “No pagar más impuestos”. ¡Y claro que los siguió pagando! Pero más allá de la broma, Gino el Pío procuró mantener siempre su independencia y en varias ocasiones rechazó ser candidato electoral.

El senador democristiano Attilio Piccioni le propuso concurrir al Congreso tras la guerra, y él se negó. Luego lo intentó el papa en persona y ésta fue la respuesta: “Soy católico, por lo que decirle que no es como decirle que no a Dios Padre, pero debo rechazarlo por respeto a mis seguidores”. Más difícil todavía: después de Tangentopoli, el escándalo de corrupción que minó la Democracia Cristiana, Vittorio Sgarbi —que en 1994 pasaría del Partito Liberale Italiano a Forza Italia, el partido de Silvio Berlusconi— quiso apropiarse de un famoso dicho de Bartali —“Todo está mal, habría que rehacerlo todo”— y le ofreció un escaño en el Senado. "A mi edad, sería una bobada", le contestó el Viejo, apelativo que se haría popular entre el pelotón mucho antes de que decidiese retirarse… ¡a los cuarenta años! Hay otro pasaje que relativiza el supuesto comunismo de Coppi —”que simpatizó con ciertos movimientos obreros”, según Franc Lluis i Giró— y lo acerca ideológicamente a Bartali. Así, Paolo Alberati asegura que el piamontés llegó a postularse como candidato de la Democracia Cristiana, aunque luego la oferta no se concretó y terminó declarando: "Si no se presenta Bartali, tampoco me presento yo".

Aunque está sacada de contexto, esta frase de Curzio Malaparte viene al pelo: “Bartali es un hombre, Coppi un robot”. El escritor se refería, claro, a sus dotes deportivas. Gino primero había luchado contra un ser superior —la montaña—, luego contra Coppi —un superclase— y, finalmente, contra el reloj —que iba oxidando sus piernas a cada pedalada—. Luego siguió vinculado al ciclismo como director del San Pellegrino —cerrando el círculo al volver a darle órdenes a Fausto Coppi, algo que no hacía desde que el piamontés había sido su gregario— y como comentarista de la RAI. Aunque también pasó por el plató de un programa satírico de Canale 5. "Papá adoraba sentirse libre y hablar sin pelos en la lengua”, comentaba Andrea. “El Padre Eterno nos ha dado la libertad de pensamiento y de palabra, o sea, la libertad de salirse del rebaño. Por eso acepté presentar Striscia la Notizia, pero pocos lo han entendido y demasiados santurrones han criticado mi decisión", le dijo a su hijo el héroe mudo, quien a los 86 años decidió callarse para siempre."               (Henrique Mariño, Público, 25/03/17)