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14/2/22

La policía keniana asesina para beneficiar a promotores inmobiliarios

 "Más del 70% de las personas que habitan en Nairobi vive en apenas un 5% del espacio residencial de la ciudad. La policía keniana está desplazando -y a veces incluso matando- a estas personas para dejar sitio a promotores inmobiliarios y autopistas para ricos.

Evans Mutisya se sienta encorvado en una silla junto a la carretera en el asentamiento informal, o barrio marginal, de Mukuru kwa Njenga, en Nairobi, la capital de Kenia. La cabeza de este joven de quince años descansa pesadamente sobre las palmas de sus manos. Se retuerce de dolor. Ha pasado más de una semana ingresado en el hospital, donde los médicos han tratado de curarle una herida de bala.

El 27 de diciembre, mientras los residentes de Nairobi estaban en familia o viajaban a la costa para pasar las vacaciones, la policía keniana obsequió con balas a las empobrecidas personas que residen en Mukuru kwa Njenga. Decenas de familias, incluidos Mutisya y su familia, llevan más de dos meses durmiendo en un extenso asentamiento de tiendas de campaña, levantado sobre las ruinas de sus casas, destruidas en una campaña de demolición masiva del gobierno que comenzó en octubre. Los buldóceres destruyeron al menos 13.000 hogares, además de negocios y escuelas, y desplazaron a unas 76.000 personas.

Las tensiones llegaron a su punto culminante el 27 de diciembre cuando se produjeron enfrentamientos entre la policía y quienes residían en el barrio. En aquel momento Mutisya esta dentro de una de esas tiendas improvisadas. “La policía lanzó gases lacrimógenos y el gas entró en la tienda”, cuenta Mutisya en voz baja. “Salí corriendo de la tienda para ir al tanque de agua que hay en la calle y lavarme la cara”.

 En ese momento un agente de policía disparó al adolescente en la parte baja de la espalda y la bala le salió delante del estómago. El exceso de adrenalina le hizo huir del agente, que se abalanzó sobre él, y Mutisya acabó desplomándose cuando otras personas que había en el lugar se agolparon para ayudarle. Desde que le dieron el alta en el hospital, no se puede tumbar de espaldas ni de frente debido al dolor insoportable de la herida de bala. Según los vecinos, la policía disparó y mató a otras dos personas ese mismo día, y decenas de personas resultaron heridas.

Los derribos y desalojos de Mukuru kwa Njenga han sacado a la luz las injusticias históricas y la corrupción estatal que configuran el rápido desarrollo urbano de Nairobi. Mientras que estos proyectos han proporcionado comodidades y beneficios a las personas ricas de la ciudad, han provocado una violencia extrema contra las personas pobres de los asentamientos informales, que conforman la mayoría de la población de Nairobi.

“Ojalá no hubiera gobierno”, afirma Mutisya con un gesto de dolor mientras se levanta despacio de la silla. “Destruyeron nuestro hogar y luego volvieron para dispararnos. Todos estaríamos mejor en Kenia si no existiera este gobierno. Ojalá se fueran y nos dejaran en paz”.

Lo destruyeron todo”

La primera tanda de derribos en Mukuru kwa Njenga, uno de los mayores barrios marginales de Nairobi, empezó el 10 de octubre. El gobierno anunc sus planes con solo dos días de antelación. Los buldóceres, acompañados de la policía armada, arrasaron las casas para despejar una franja de treinta metros de ancho a lo largo de la carretera Catherine Ndereba, con el fin de dejar espacio libre para construir la nueva autopista de Nairobi, financiada por la empresa estatal china China Road and Bridge Corporation y destinada a descongestionar el tráfico en la ciudad.

Mukuru kwa Njenga, a unos 11 kilográmetros del distrito empresarial central, está situado entre la zona industrial de la ciudad y el aeropuerto internacional. La autopista de diecisiete millas unirá el aeropuerto internacional con el distrito empresarial de la ciudad y con las zonas residenciales de lujo. La nueva carretera ampliará considerablemente las autopistas existentes e incluye una ruta elevada que sigue el trazado de las carreteras antiguas, por cuyo uso se espera que los automovilistas paguen entre 1 y 15 dólares de peaje. Las personas que residen en Mukuru kwa Njenga, por su parte, o no pagan alquiler o pagan unos 13 dólares de alquiler. El propio proyecto ha sido polémico y se ha calificado de carretera para ricos, lo que pone de manifiesto el desarrollo de la ciudad a beneficio de las élites y que ahonda las desigualdades.

Es probable que no se permita circular por la nueva autopista a los matatus, unos microbuses que son la forma más popular de transporte para las personas pobres de la ciudad, pero que suponen una molestia para las ricas. Solo el 13.5% de las personas que residen en Nairobi utilizan vehículos privados, el resto de la población o bien camina, o utiliza autobuses o matatus. Hace tiempo que se crítica que el desarrollo de las infraestructuras de Nairobi atiende en gran medida las necesidades de la minoría de la élite de la ciudad, pero ignora las de la mayoría pobre.

No obstante, las personas que residen en Mukuru kwa Njenga habína accedido a desalojar pacíficamente la franja de treinta metros de terreno situada a lo largo de la carretera Catherine Ndereba para permitir el inicio de las demoliciones. Pero unas semanas después esas demoliciones se convirtieron rápidamente en una caótica apropiación de terreno en la que participaron altos cargos del gobierno y promotores privados, que aprovecharon las demoliciones destinadas a construir la autopista para despejar un terreno adyacente de 300 acres, el lugar donde se encuentra el actual asentamiento de tiendas de campaña.

“No nos agradaban esas demoliciones para construir la autopista”, afirma Minoo Kyee, una activista de veintiséis años del Centro de Justicia Comunitaria de Mukuru, cuya oficina también fue arrasada en medio de las demoliciones. “Pero la gente lo acabó aceptando y se trasladó para que se pudiera construir la autopista. Después, aproximadamente un mes más tarde, decidieron destruirlo todo”. Según Kyee, las personas residentes protestaron durante tres días a principios de noviembre por el aumento de las demoliciones, que se habían producido sin previo aviso. “Vinieron cientos de policías con camiones que disparaban cañones de agua contra la gente”, recuerda. Los buldóceres arrasaron miles de hogares. Al menos una persona murió aplastada cuando trataba de recuperar sus pertenencias. La policía quitó los teléfonos móviles de quienes pretendían filmar el caos y los arrojó bajo los buldóceres. Los medios de comunicación solo acudieron a Mukuru kwa Njenga una semana después de que empezaran las demoliciones, que siguieron todavía tres semanas más.

La familia de Ramadhan Jarso había vivido en este terreno desde 1972 y afirma ser propietaria del terreno en el que vivían. Según la legislación keniana, si alguien vive en una propiedad sin ser molestado, sin recibir órdenes de desalojo, durante más de doce años, puede reclamar la propiedad. Sin embargo, esta reclamación podría ser un tanto endeble ante un tribunal en el caso de las personas que residen en Mukuru kwa Ngenga, que durante décadas se han tenido que enfrentar a disputas por la tierra. Con todo, aunque carecen de título de propiedad, todo el mundo en la comunidad de Mukuru kwa Njenga sabía que esa parcela de terreno pertenecía a la familia Jarso. Ramadhan Jarso nació y creció aquí, y vivió en una casa con su ahora embarazada mujer y dos hijos de once y cuatro años. También había construido otras casas, hechas en gran parte de láminas de estaño, que alquilaba a unas veinte personas, con lo que lograba reunir al mes unos 30.000 chelines kenianos (266 dólares) de los alquileres.

 “Conseguimos ahorrar algo de dinero y lo invertimos en construir casas de mejor calidad, hechas de hormigón”, me dice este treintañero en el lugar donde se encontraban su antigua casa y las que tenía en alquiler, todas ellas reducidas ahora a escombros. “Pero antes de que pudiéramos alquilarlas y recuperar parte de lo que habíamos invertido, llegaron los buldóceres y lo demolieron todo”. Está claramente afectado. Dice que no pudo rescatar ninguna de sus posesiones cuando llegaron las demoliciones.“Después ni siquiera podía mirar mi parcela”, me dice, “era demasiado doloroso verlo. No podía soportarlo. Perdimos todo aquello por lo que habíamos trabajado toda la vida y por lo que nuestros padres habían trabajado toda su vida… en un solo día”.

Ahora Jarso tiene que alquilar una vivienda junto al lugar en que se demolieron las casas por 5.000 chelines kenianos (44 dólares) al mes. Desde que se produjeron las demoliciones no ha visto a su hermano mayor, con el que creció, porque las familias se tuvieron que dispersar en diferentes direcciones. “Lo perdimos todo, de modo que ninguno de nosotros se puede permitir pagar el transporte para vernos”, afirma. “Desde que nací, no he pasado un solo día sin tener a mi hermano a mi lado. Ahora hace meses que no lo veo”. Y añade: “ahora vivo tal como vine al mundo, con nada. No estaba en contra de que la autopista pasara por aquí. Pero se aprovecharon de eso y decidieron destruir nuestras vidas. No les importamos a esas personas. Es malvado lo que nos han hecho aquí. Te pueden quitar la vida y no sentirán nada. Incluso trataron de matarme el otro día”. Se levanta la manga de la camiseta y muestra una herida provocada por una bala que le rozó el brazo, cuando el pasado mes de diciembre la policía abrió fuego contra las personas que residen en las tiendas.

Una injusticia histórica

Según Diana Gichengo, defensora local de los derechos humanos, el conflicto de Mukuru kwa Njenga es el resultado de décadas de corrupción política e injusticias históricas. Los asentamientos en la zona se iniciaron en la década de 1950 y como la mayoría de los asentamientos informales de Nairob, se produjeron en terrenos públicos y se convirtieron en una fuente de mano de obra barata para las poblaciones blanca y asiática que residían en las zonas urbanas segregadas de la capital, donde no se permitía vivir a las personas africanas. Después de la independencia la población de los asentamientos informales se disparó y se triplicó en dos décadas, ya que muchas personas emigraron de los pueblos a la capital en busca de trabajo. Pero aunque las personas africanas se trasladaron a zonas de Nairobi a las que antes se les negaba el acceso, no cambiaron estas disparidades de poder entre los asentamientos informales y el resto de la ciudad.

El 70% de las personas que habita en Nairobi vive en los asentamientos informales que suponen solo el 5% de la superficie residencial de la ciudad. Estas viviendas se suelen construir con chapa ondulada y carecen de acceso a sistemas adecuados de alcantarillado, electricidad o agua. A solo cinco minutos en coche de Mukuru kwa Njenga están las lujosas zonas residenciales de la ciudad en las que hay relucientes apartamentos de gran altura que sobresalen entre las zonas de verdes bosques.

En las décadas posteriores a la independencia la corrupción política generalizada hizo que estas tierras públicas en las que se encuentran los asentamientos informales pasaran a manos de particulares pertenecientes a la élite política de Kenia, que a menudo utilizaban esas tierras como aval para conseguir préstamos de los bancos. Cuando los propietarios de la tierra no podían devolver los préstamos, los bancos se quedaban con la propiedad de la tierra.

El Dr. Nicholas Orago, director ejecutivo del grupo de defensa de derechos humanos Hakijamii y abogado de los residentes desplazados, afirma que propietarios privados que todavía son desconocidos utilizaron como aval las tierras disputadas, en las que ahora se asientan varias filas de tiendas improvisadas. Según Orago, se habían tachado de los documentos que los abogados han recibido del Ministerio de Tierras los nombres de los propietarios, junto con la historia del terreno antes de que el banco lo adquiriera.

En la década de 1970 el Banco Nacional subastó el terreno al no devolver el préstamo sus propietarios y lo vendió a Orbit Chemical Industries, una empresa que fabricaba productos químicos industriales y fertilizantes. Los siguientes treinta años Orbit intentó expulsar vía judicial a los residentes del terreno, sin éxito. “De modo que, para recuperar el dinero que había gastado en comprar el terreno, [Orbit Chemicals] lo dividió en unas 1.300 unidades y las vendió a diferentes personas”, explica Orago. Por supuesto, no se informó de esas adquisiciones de tierras a las personas que vivían en Mukuru. Orbit no había delimitado estas unidades sobre el terreno, sino que se limitó a parcelar la zona y a venderlas en base a un mapa de papel del terreno. Una vez que se despejó la zona en la que se iba a construir la carretera en Mukuru kwa Njenga a lo largo de la carretera Catherine Ndereba, “alguien aprovechó esa situación para empezar a demoler y expulsar a la comunidad de este otro trozo de tierra que ha sido objeto de disputa”, afirma Orago.

Según este miembro de Hakijamii, el hecho de que participaran buldóceres y maquinaria de construcción propiedad de los Servicios Metropolitanos de Nairobi (NMS) junto con cientos de policías sugiere que el gobierno está implicado: “Eran altos cargos del gobierno, que tienen intereses en este terreno en particular, y utilizan la maquinaria y los recursos del gobierno para despejar el terreno y demarcarlo con el fin de poder llevar a cabo su propia construcción”.

Me dice que ha conseguido los nombres de cien de los nuevos propietarios de tierras, la mayoría de los cuales son conocidos promotores privados de Nairobi, que probablemente quieren sustituir a quienes viven en los barrios marginales por edificios de gran altura destinados a los residentes acaudalados de la ciudad. Sin embargo, los altos cargos del gobierno implicados “quieren permanecer en la sombra para poder seguir utilizando los recursos del Estado en su propio beneficio”.

Kangethe Thuku, vicedirector general de NMS, pasó a estar en excedencia tras el incidente sucedido en plenas investigaciones sobre el uso indebido de equipos oficiales del gobierno durante las demoliciones; sin embargo, desde entonces ha sido ascendido a otro puesto. Se cree que tanto Augustine Nthumbi, comandante de la policía de Nariobi que supervisó las demoliciones, como James Kianda, comisario del condado en el Ministerio del Interior y Coordinación del Gobierno Nacional, tienen intereses en el terreno. No obstante, Orago afirma que “quien tiene la sartén por el mango y da las instrucciones debe de ocupar un aposición muy alta en la jerarquía del gobierno», más que estos altos cargo, ya que las entidades gubernamentales desobedecieron recientemente una directiva presidencial para detener los desalojos.

Mukuru kwa Njenga está situado dentro de los límites de la ciudad, lo que hace que el valor de sus terrenos sea extremadamente alto y muy codiciado por los promotores privados que tratan de sacar el máximo beneficio posible del desarrollo de Nairobi. Según Orago, un acre de tierra en Mukuru kwa Njenga se tasa actualmente en 250 millones de chelines kenianos (más de 2.2 millones de dólares), un precio que supera con creces el precio de los terrenos de las zonas más acomodadas de la ciudad. Por consiguiente, este terreno de 300 acres que es objeto de disputa vale miles de millones de chelines kenianos o más de 665 millones de dólares.

El 27 de diciembre, el día en que Mutisya y Jarso recibieron los disparos, algunos de los nuevos propietarios de la tierra, a los que los vecinos del barrio llaman los “cárteles”, habían llegado al lugar para colocar balizas con el fin de demarcar las parcelas que supuestamente constaban en sus títulos de propiedad, lo que provocó una furiosa resistencia entre quienes vivían en Mukuru kwa Njenga. La policía acudió al lugar para defender a los nuevos propietarios y hubo intensas batallas callejeras entre la policía y los vecinos.

Los desalojos forzosos son frecuentes en los asentamientos informales de Nairobi, pero rara vez se producen demoliciones a esta escala y que provocan una crisis humanitaria. A lo largo de los años Mukuru se ha enfrentado a varias campañas de demolición anteriores, lo mismo que otros asentamientos informales situados cerca de los barrios de lujo de la ciudad. En la mayoría de estos casos, se utilizó maquinaria y recursos gubernamentales sin la debida autorización. A pesar de que los vecinos y vecinas contaban con títulos de propiedad expedidos por el ayuntamiento de la ciudad, en 2020 miles de personas, la mayoría madres solteras y niños, se quedaron en la calle debido a las demoliciones en el asentamiento informal de Kariobangi para dejar libre un terreno en el que construir un vertedero de aguas residuales, muy probablemente destinado a un futuro barrio rico planificado por la familia del presidente keniano Uhuru Kenyatta, según activistas locales.

Amenazas constantes

Kyee pensó que la casa de su familia se había salvado de las demoliciones que duraron semanas. “En realidad estaba durmiendo en aquel momento”, afirma Kyee. “Afortunadamente, mi primo se dio cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir, corrió a mi casa y me despertó. Tuvimos suerte porque pudimos sacar algunas de nuestras pertenencias de la casa”. Kyee habla conmigo en el lugar en el que se encontraba su casa, que compartía con su madre, su padre y su hermano. Varios de sus vecinos están sentados sobre un tronco colocado encima de montones de hormigón en el lugar que utilizan para encender fuego durante las frías noches. Incluso las personas del barrio desplazadas que se mudaron a lugares cercanos suelen volver de día a donde se produjeron las demoliciones para estar ahí y charlar, y tratar de mantener el sentido de comunidad que se les ha arrebatado.

Sobre los escombros también se levantan tiendas de campaña de forma cuadrada hechas de sábanas y espuma de poliestireno, porque las familias que venden chang’aa, un alcohol tradicional, reconstruyeron sus viviendas en el mismo lugar que estaban antes de las demoliciones para que sus fieles clientes pudieran encontrarlas.

La familia de Kyee está ahora dispersa por diferentes viviendas de alquiler. Antes de que les demolieran la casa no pagaban alquiler. “Todos pasamos apuros, de modo que solíamos juntar todo lo que ganábamos al mes para hacer la compra y comer juntos”, explica Kyee. “Ahora estamos todos separados y tenemos que pagar el alquiler en dos lugares”, cada uno de los cuales cuesta unos 2.500 chelines kenianos (22 dólares). “La vida no es la misma, se ha vuelto mucho más dura”. Al hablar de los y las vecinas ahora desplazados explica: “Nos conocíamos todos. Éramos como una gran familia, de modo que no solo destruyeron nuestras casas, sino también muchas de nuestras redes sociales y sistemas de apoyo”.

Mary Kathike, de cincuenta y nueve años, solo pudo salvar un colchón pequeño y algunos utensilios antes de que la casa en la que había vivido desde 1999 quedara reducida a escombros. Vivía allí con su marido, tres hijos y tres nietos pequeños. Al igual que Kyee, ahora la familia tiene que pagar un alquiler en varios lugares. Los niños pequeños no han ido a la escuela desde las demoliciones porque el dinero que se usaba para pagar las tasas escolares se destina ahora al alquiler. “Tenemos mucho estrés”, me dice Kathike. «Hemos vivido en esa casa durante dos décadas, así que no sabemos cómo vamos a poder rehacer nuestras vidas. Dormimos muy mal por la noche porque nos da miedo que vuelvan otra vez las excavadoras y arrasen toda la zona”. No es un temor infundado: si las y los vecinos de Mukuru kwa Njenga no hubieran presentado una feroz batalla, probablemente habrían demolido toda la barriada. Las y los vecinos se han negado a abandonar el terreno y luchan con uñas y dientes contra el corrupto desarrollo de Nairobi.

Muchas de las personas que viven en las tiendas del asentamiento, que parece un campo para personas desplazadas, son mujeres y niños. Parecen angustiados, hambrientos y asustados. Pero también están en la primera línea de esta lucha; su presencia crea la barrera más importante frente a los planes de los nuevos propietarios de apoderarse de la zona e instalar vallas alrededor del terreno, que luego podrían utilizar para demandar por invasión de propiedad privada a cualquier vecino de Mukuru que intentara entrar, una táctica habitual entre los promotores privados de Nairobi.

Frida Mwende, de treinta y dos años, está sentada con su bebé de dos meses en brazos en un sofá colocado sobre los escombros, entre tiendas de campaña situadas el terreno disputado. Esta madre de ocho hijos estaba en el hospital dando a luz cuando se produjeron las demoliciones y desde entonces vive en una de las tiendas de campaña. Perdió todas sus posesiones y su marido la abandonó tras los desalojos. “No tenemos dinero para comida o para el alquiler, así que creo que para él fue demasiado ver demoler nuestra casa. Decidió huir del estrés”, me dice. “Y ahora me he quedado aquí sola. Tengo miedo porque oímos muchas amenazas», dice Mwende. Una niña pequeña vestida con un vestido morado brillante tropieza con un charco de agua negra formado por las aguas residuales desenterradas durante las demoliciones, que salpica de manchas el vestido. “Todas las noches corren rumores de que nos van a echar. Vendrá gente con pangas [machetes] y quemarán nuestras tiendas para que la gente pueda entrar y hacer bonitos edificios para los ricos”.

El 6 de enero la oficina del presidente Kenyatta anunció que las demoliciones y los desalojos en Mukuru kwa Njenga “carecían de sensibilidad y eran innecesarios”, que se iba a permitir regresar a los vecinos desplazados y se les iba a proporcionar ayuda para reasentarse en las tierras que son objeto de disputa. El gobierno también aseguró a las y los vecinos que les iba a proporcionar ayuda para regularizar su asentamiento. Horas después del anuncio del presidente Kenyatta, sobre las 2 de la mañana del día siguiente, una veintena de agentes de policía uniformados entraron en la zona para desalojar por la fuerza las tiendas. Pero las y los vecinos de Mukuru, que no eran tan ingenuos como para confiar en las declaraciones del gobierno, estaban preparados. Desde que se produjeron las demoliciones tiene un sistema de seguridad rotatorio en torno al terreno que es objeto disputado en el que hombres jóvenes vigilan la zona por turnos. Las y los vecinos me mostraron un vídeo en el que se puede oír a la gente gritando ruidosamente cada vez más fuerte a medida que se unen más vecinos para alertar a todo el mundo en la zona de Mukuru de que la policía estaba ahí. Las y los vecinos arrojaron piedras a los policías y le obligaron a retirase. Los vecinos encontraron después el documento de identidad del subcomisario superior del condado del Ministerio del Interior y Coordinación del Gobierno Nacional, y suponen que se le cayó al suelo durante el enfrentamiento.

“Aquí nadie se fía de este gobierno”, afirma Frank Bett, vicepresidente del Centro de Justicia Comunitaria de Mukuru: “Desde que se produjeron los desalojos nos han hecho varias promesas y no se ha cumplido ninguna. Han pasado tres meses desde esos desalojos y el gobierno no ha hecho nada. La gente sigue durmiendo en tiendas de campaña y la policía nos sigue atacando. Creeremos lo que dice el gobierno cuando lo veamos. Hasta entonces, nadie les cree».

Josiah Kariuki, de treinta y cinco años, quiere enseñarme su pequeña e improvisada tienda de campaña y me invita a entrar. Hay un colchón pequeño en un espacio estrecho y sucio. «Mira lo que nos han hecho. He vivido aquí durante veintiocho años”, dice Kariuki, madre de un niño de seis meses. “Estaba en el mercado cuando ocurrieron las demoliciones, así que no pude salvar ninguna de mis cosas”. Nos dice que la Cruz Roja ha donado mantas y otros artículos a las personas desplazadas. “No creo que no ayuden nunca”, dice refiriéndose al gobierno y añade: “Eran parte de esas demoliciones. Ayudaron a destruir nuestras vidas y ahora pretenden decirnos que nos van a ayudar. Aquí, en Mukuru, no tenemos gobierno, solo tenemos a Dios. Y Dios es el único que vendrá a ayudarnos”.                (Jaclynn Ashly, Rebelión, 08/02/2022)

15/10/19

Edurne Portela: «La reconciliación y el perdón no siempre son éticos para la víctima»

 "La escritora debuta en la novela con Mejor la ausencia (Galaxia Gutenberg), la crónica de una época y una reflexión sobre las consecuencias de la violencia cotidiana.

Hace unos meses Edurne Portela (Santurce, 1974) participó junto al también escritor José Ovejero en el rodaje de un documental titulado Vida y ficción que inquiría a varios escritores españoles por los motivos de su dedicación a la escritura. Cuestionada sobre esto, la autora se retrotrae a su época de docente en Estados Unidos para recordar que «para mí la escritura desde siempre ha sido una forma de conocimiento. Si tenía que interpretar cualquier tema tenía que hacerlo a través de la escritura, y al escribir descubría un montón de cosas a través de la reflexión«. 

Pero fue con su anterior obra, el ensayo El eco de los disparos cuando advirtió que «había otro tipo de escritura que también me ayudaba a entender, todo lo que en ese libro había también de memoria, los relatos autobiográficos que incluí, me abrían la puerta a seguir indagando, pero lejos de la rigidez del ensayo académico». 

Y desde ahí ha dado el salto a la novela con la publicación de Mejor la ausencia (Galaxia Gutenberg), la crónica de una época y una reflexión sobre las consecuencias de la violencia cotidiana narrada desde los ojos de Amaia, una niña que se convierte en mujer en un pueblo de la margen izquierda del Nervión durante los años 80 y 90, donde todo es heroína, paro, detritus medioambiental, pelotas de goma y consignas asesinas, y donde la violencia no es sólo un problema personal.

Pregunta.- ¿Por qué el salto del ensayo a la novela, que aporta frente al ensayo esa exploración humana a la hora de comprender?  
Respuesta.- A mí lo que me ha aportado es la entrada a todo un mundo intuido de afectos, de intento de comprensión del mundo, del dolor propio y ajeno; al que a través del ensayo es imposible acceder. La ficción te da una forma de elaboración imaginativa con claves sobre cuestiones íntimas del comportamiento humano que no da el ensayo. La novela te puede ayudar a entrar en sintonía con ese mundo que se intenta reflejar, conecta con zonas de la intimidad o con momentos clave del lector; pero a la vez también conecta con la parte intelectual porque despierta una avidez de conocimiento. Es muy completa en ese sentido.

P.- ¿Cuánto es realidad y ficción, cuánto hay de Edurne en Amaia y en la novela?  
R.- Es una novela muy dura, así que me alegro de decir que casi nada. Lo que son los hechos que se narran, el sustrato biográfico de los personajes es pura ficción. Yo no he tenido esta vida y menos mal. Pero sí es cierto que todos los escritores dejamos algo de nosotros mismos no solo en un personaje, sino en todos, porque son seres que nacen de tu imaginación y experiencia. Entonces algunas cosas sí, muchas situaciones, pero esta no es mi vida. Aunque toda la cuestión del contexto social, sí son cosas que he vivido.
P.- Amaia vive desde la infancia rodeada de violencia de diversos grados, ¿cómo le afecta eso, en qué es distinta?

 R.- Hay que tener en cuenta que la novela está construida desde la voz de Amaia, desde sus vivencias infantiles y adolescentes, y en su relato queda patente cómo puede afectar todo eso. De niña tiene mucha ternura y sensibilidad, es muy curiosa y lista, y según va creciendo vemos cómo esa violencia que sufre dentro y fuera de la familia la va endureciendo y la transforma en una persona que necesita desarrollar una serie de estrategias buenas, malas o tremendas, para asentarse y afirmarse como un ser que sobrevive a todas esas experiencias. Su evolución está muy marcada por su contexto, podría haber sido otra Amaia.

P.- Toca superficialmente, en el sentido de que es desde los ojos de una niña, temas como la droga o el terrorismo, que allí eran el pan de cada día.  
R.- Todo está visto desde los ojos de Amaia, y en esas edades asistimos a su perplejidad de no entender lo que está pasando pero intuir que en muchos casos son cosas terribles. En realidad la novela solamente da pinceladas de esos mundos porque es lo que ella es capaz de ver y de procesar, sea en pensamiento o en diálogo. Es una novela con muchos silencios, muchas elipsis, no quiere explicar nada, que en muchos casos se da por sobreentendido pero está ahí.

P.- La novela muestra también la imposibilidad de mantener una asepsia total frente a muchos de estos temas, ¿aunque sea levemente hay que ir posicionándose?  
R.- Todos los personajes de la novela se mueven frente a este plano inclinado de una violencia brutal, y cada uno elabora unas estrategias diferentes. Porque claro, hay una violencia de la que puedes mantenerte más o menos distante, la violencia de ETA y su entorno, pero hay otras de las que no se puede escapar, que de alguna manera hay que asumir, enfrentar o huir de ellas, como la que está dentro de la familia.

P.- Apunta el tema de la huida, que llevan a cabo varios personajes, ¿es finalmente la única salida?  
R.- En el caso de Amaia hay una ida y un regreso, pero hay otros que sí, que se van y no vuelven. Su huída está interpretada desde su punto de vista, no podemos olvidar que siempre es su visión, muy diferente de la de otros personajes. El lector se puede preguntar hasta qué punto su subjetividad es real o está afectada por lo que ha sufrido. El mundo que ella ve es tan asfixiante que hay un momento en su vida cuya única solución es escapar. Ha llegado a un punto de no retorno, a un límite que ya no puede afrontar. Pero es cierto que, en general, hay una fuerza centrípeta, y son personajes profundamente humanos e incapaces de afrontar muchas veces las responsabilidades y ese mundo tan hostil para ellos.

P.- ¿Qué opina del fenómeno Patria? ¿A raíz de ese libro ya está normalizado hablar de ciertos temas difíciles en el País Vasco?

R.- Yo diferenciaría entre normalizado y posible. Normalizado no está, porque todavía hay muchas heridas abiertas y mucho trabajo por hacer en términos de asunción de responsabilidades y de duelo colectivo. La normalización llegará cuando hayamos hecho un trabajo hacia la convivencia, que debe hacerse dentro y fuera de Euskadi, está toda la cuestión de los presos, un tema difícil pero que sigue ahí. Todavía hay que reconocer muchas cosas, por ejemplo si hablas del GAL o de la tortura ya te llaman proetarra, cuando esto ha sido una violación del Estado de Derecho. Y hay un montón de crímenes de ETA que no se han resuelto todavía y cuyas víctimas siguen pidiendo investigación. Todavía estamos en un berenjenal considerable y creo que individualmente y como sociedad necesitamos hacer mucha autocrítica.

Por otro lado está la cuestión de qué se puede hacer ahora. Claro que se puede hacer mucho más que hace unos años, porque ya no hay una amenaza directa, no hay guardaespaldas. Ahora es mucho más fácil hablar de ello y además creo que tenemos otra conciencia que nos impulsa a mirar hacia dentro y hacia el pasado y asumir que es necesario afrontarlo. Patria se va a quedar ahí como un hito insuperable, pero creo que su éxito radica en que hay una necesidad de hablar de estos temas por parte de mucha gente que hemos alcanzado una madurez intelectual o creativa. Diferentes generaciones con una visión distinta. Bienvenidas todas.

P.- Sin embargo a la vez defiende que la literatura no debería ser un mecanismo de lucha contra el terrorismo, ¿por qué?  
R.- No, porque no concibo la literatura así. En El eco de los disparos ya defiendo que la literatura puede contribuir a crear un poso de empatía, de reconocimiento, puede crear una sociedad mucho más autocrítica y responsable de su participación en la historia. Aunque creo que estoy siendo muy ingenua, pienso que la novela, el cine o el arte pueden contribuir a cambiar el imaginario colectivo, pero lo que no pueden es acabar con una banda terrorista.

P.- Dentro del contexto que comenta de otro clima social, ¿todavía existen tabúes en el País Vasco? ¿Cuándo dejará de haberlos?  
R.- Hay un hecho que a mí me pareció un paso importantísimo en esto de la convivencia que fue el reconocimiento público que hizo el alcalde de Rentería Julen Mendoza (del partido EH Bildu) sobre las víctimas de ETA, en el que les pidió perdón por si en algún momento él o el ayuntamiento no habían apoyado lo suficiente o habían ahondado en su dolor. Me pareció un acto muy importante, porque nadie se espera esto en un pueblo como Rentería, con una historia tan sangrienta. Si en todos los pueblos del País Vasco hiciéramos esto se adelantaría muchísimo y se derribarían este tipo de tabúes que en algunos casos sí perviven. Pero que yo sepa, en otros pueblos están haciendo homenajes a los etarras, y ahí está el problema.

 P.- En el caso de Euskadi se habla, en cierto sentido, de perdonar y olvidar para seguir hacia delante, pero vemos que Amaia, no es muy capaz de ninguna de las dos cosas, ¿ocurre así en la sociedad vasca?  
R.- La novela no solo habla del conflicto vasco claro, habla también de la violencia del padre en el seno de la familia. Hay reconciliaciones y perdones que no son deseables y hay otros que sí se dan en la novela. Algunas de las violencias que ha vivido Amaia no sé si se pueden perdonar. No siempre la reconciliación ni el perdón son éticos ni sanos para la víctima. Es cierto que hay que potenciar la reconciliación, pero antes hay que cumplir unos requisitos."                   

4/12/15

Estados Unidos: una matanza al día

"(...) 92 muertos por arma de fuego al día

En Estados Unidos mueren una media de 92 personas al día por arma de fuego. Son 1,45 millones de muertes —por asesinato, suicidio o accidente— desde 1970, una persona cada 16 minutos. El columnista de The New York Times Nicholas Kristof llamó la atención sobre esta cifra asegurando que son más fallecidos que en todas las guerras en las que ha estado implicado el país en toda su historia. Según la campaña Brady contra la Violencia por Armas de fuego, otras 297 personas resultan heridas al día por disparos.

29,7 homicidios por cada millón de habitantes

Estados Unidos lidera la comparación con Canadá y varios países europeos, elaborada por el diario The Guardian, que además muestra sus enormes diferencias con otras naciones. Sus 29,7 muertos por arma de fuego por cada millón de ciudadanos quedan lejos de los 7,7 de Suiza, 5,5 en Canadá o 2,7 en Dinamarca.

Más de un millar de tiroteos desde Sandy Hook

La matanza en una escuela infantil de Connecticut en 2012 sacudió a Estados Unidos , pero ese estupor no logró impulsar reformas para regular las armas. Desde entonces, el país ha sido testigo de 1.052 masacres, en los 1.066 días transcurridos desde entonces, en las que ha muerto más de cuatro personas. En estos tres años han muerto 1.312 personas y otras 3.700 han resultado heridas, según el recuento de Mass Shooting Tracker.

Más menores que policías

Mueren más niños menores de 6 años por arma de fuego que policías en activo, según los datos del Centro de Control de Enfermedades estadounidense, en 2013 82 niños perdieron la vida por un disparo, frente a 27 agentes.

Un tiroteo a la semana

Este calendario de The Washington Post ha registrado más de una matanza con múltiples víctimas todas las semanas del segundo mandato del presidente Obama. En este vídeo también están recopiladas sus intervenciones y cómo ha evolucionado su mensaje en reacción a cada una de las grandes masacres de los últimos años. (...)

Casi tantas armas como ciudadanos

Estados Unidos representa el 4,4% de la población mundial, pero sus ciudadanos poseen el 42% de las armas en manos civiles de todo el mundo. Con 321 millones de habitantes, las autoridades calculan que hay unas 270 millones de armas de uso privado entre su población, lo que representa la proporción más alta del mundo.

Cuantas más armas, más muertes

Varios estudios como este de la revista Mother Jones han demostrado que los estados donde hay más armas por ciudadano, también hay más muertes por disparos. Los grupos y políticos que rechazan la regulación de las armas argumentan en muchas ocasiones que la violencia de actos como el de San Bernardino podría combatirse —o reducir sus efectos— si más ciudadanos portaran armas. (...)"              (   , El País, Washington 3 DIC 2015)

3/11/09

El sufrimiento de las víctimas del terrorismo... las hace enfermar...

Según el primer estudio científico sobre el impacto de la violencia en la salud en el País Vasco, las víctimas presentan entre cuatro y siete veces más riesgo que el resto de la población de sufrir "malestar físico, emocional o psiquiátrico". Para Maite Pagazaurtundúa, esas cifras muestran el impacto que "suponíamos que existía, pero que ahora ya es un hecho objetivo que hay que afrontar colectivamente".

El 43% de las víctimas del terrorismo de ETA corre el riesgo de convertirse en un caso psiquiátrico, según el primer estudio científico sobre el impacto de la violencia en la salud en el País Vasco que recoge el libro 'La noche de las víctimas'. (...)

La epidemióloga y miembro del equipo de investigación, Isabel Izarzugaza, ha recordado que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha definido la "violencia colectiva" como un problema de salud pública, y ha explicado que, además de sentirse más solas y estigmatizadas, las víctimas presentan hasta un 30% más de dificultades para relacionarse y trabajar. Para la presidenta de la Fundación Víctimas del Terrorismo, Maite Pagazaurtundúa, estas cifras materializan el impacto que "suponíamos que existía, pero que ahora ya no es una opinión, sino un hecho objetivo que hay que afrontar colectivamente." (...)

"Este estudio ayuda a rellenar un vacío de diagnóstico que nos llevará a empatizar más con las víctimas y a convertirnos en un bálsamo que mitigue sus heridas", ha añadido el vicepresidente de la Fundación Fernando Buesa, Jesús Losa, que ha explicado que queda mucho camino por recorrer para reparar unos estragos "que pueden durar muchas décadas". (Fundación para la Libertad, citando a EL CORREO, 2/11/2009)

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Además de víctimas del terrorismo, enfermos. El informe es concluyente. Los que han padecido un atentado terrorista, además de las secuelas provocadas por los asesinos, son más susceptibles de sufrir enfermedades, hasta casi tres veces más que el resto de los ciudadanos que no tienen que soportar de por vida haber estado en el punto de mira de los terroristas. (...)

La noche de las víctimas, investigación sobre el impacto en la salud de la violencia colectiva en el País Vasco, se titula el informe elaborado por una veintena de profesionales del mundo sanitario de forma desinteresada. Según este documento, las víctimas del terrorismo presentan peores niveles de salud que la población general, incluso décadas después de haber sufrido los actos de violencia. En concreto, las víctimas declaran padecer 2,4 enfermedades de media, frente a menos de una que presentan las personas que no han sufrido la violencia.

Las víctimas del terrorismo tienen indicadores de salud «significativamente peores» que los de la población general y, además, su riesgo de sufrir alguna enfermedad física o emocional es «muy superior». «Sus estructuras psicológicas están afectadas, han perdido parte de su autoestima, de sus creencias positivas sobre ellos mismos y sobre el mundo, se sienten solas y estigmatizadas, y también sienten que la relación con su entorno social está alterada», indican las conclusiones del informe.
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Además, cerca de un 43% de ellas «vive en tal situación que corre el riesgo de convertirse en un caso psiquiátrico».

Estas alteraciones en la salud de las víctimas afectan a todos los niveles de su vida cotidiana y, así, presentan menor capacidad para realizar actividades relacionadas con el manejo de su entorno y sus actividades cotidianas, mayores dificultades en relación con la comprensión y comunicación o limitaciones en la relación con otras personas.

Pero, además, ser víctima de la violencia también puede modificar las creencias y valores básicos de las personas, lo que puede influir sobre su salud. Según el estudio, las víctimas presentan valoraciones más bajas para todas las creencias básicas, «lo que sugiere que el hecho traumático desencadenó en ellas la aparición de cambios negativos». «En particular, el sentido de la vida y la visión benevolente de los otros y del mundo tiene en las víctimas puntualizaciones hasta un 30% más bajas que las del resto de la población», apunta.

El informe fue presentado por la presidenta de la Fundación de Víctimas del Terrorismo, Maite Pagazaurtundua, y el director de la oficina de atención del Ministerio del Interior, José Manuel Uribes, en presencia de Javier Rojo, presidente del Senado." (Fundación para la Libertad, citando a
EL MUNDO, 3/11/2009)

24/9/09

La vergüenza del testigo

"Arquitecta de 54 años, Eva ha viajado a Madrid a recoger por Stieg el V Premio del Observatorio de la violencia de género por su labor en la erradicación del problema. Lo que nos lleva a la primera pregunta: ¿De dónde cree que nació su interés por el tema? Y el desayuno arranca con una revelación sorprendente:

"A los 14 años, estando de camping, Stieg fue testigo de la violación de una chica por parte de sus amigos. Días más tarde se la cruzó por la calle y se acercó a pedirle perdón por no haberlo evitado, pero ella le rechazó. Siempre se sintió culpable. Le marcó y quizá por eso...". (Eva Gabrielsson: "Stieg presención una violación y siempre se sintió culpable". El País, ed. Galicia, Última, 22/09/2009)