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14/1/10

Datos sobre la represión franquista... y sobre la republicana

"El trabajo del Colectivo AFAN en Navarra fue otro aldabonazo. Las casi 3.000 víctimas identificadas triplicaban el cómputo ofrecido por Ramón Salas. Al mismo tiempo, idéntica conclusión surgía en Córdoba: frente a los 3.864 fusilados aventurados por Salas, la investigación monográfica descubrió casi el triple. En total: 9.579, comprendiendo los fusilados en la guerra, en la posguerra, los pertenecientes a la guerrilla y los enlaces de la misma.

Algunos parecen resistirse a las evidencias, y el sacerdote Martín Rubio afirma «creer» que la multitud de «cadáveres desconocidos» del cementerio de Córdoba son víctimas de los bombardeos, cuando ambos conceptos están delimitados en el Registro Civil. En cualquier caso, es la suya una «creencia», no una investigación. Este mismo estudioso del martirologio pacense desconfió de algunas de las cifras parciales sobre Córdoba, por ejemplo, de los 103 muertos que se citan en Lucena, porque «no van corroborados por la relación nominal», y algunos son recogidos «de oído». Pues bien, el estudioso local Arcángel Bedmar acaba de publicar una lista de 121, con nombres, apellidos y apodos. A conclusiones parecidas han llegado los estudios de Aragón.

En Huelva, Francisco Espinosa comenzó publicando un cómputo de 4.046 víctimas de la represión franquista (Salas sólo calcula 1.597, y eso que en los Registros Civiles se pueden contar hasta 3.042), con algún añadido posterior. Pero en relación con el estado actual de su investigación, sostiene: «... cuento con datos que me permiten afirmar que en la provincia de Huelva fueron eliminadas al menos 5.455 personas».

Y añade que todavía no ha incluido el estudio de la cuenca minera de Huelva, donde hay que considerar «un mínimo de aunque 2.500 víctimas, el triple de los inscritos». Con esto y a la vista de otras lagunas concluye: «No creo exagerado afirmar que en Huelva se llevaron por delante unas 8.000 personas.» Lamentablemente nos faltan estudios de provincias en las que hay indicios de una mortandad alarmante (provincias gallegas, castellanas, etc.).

El caso más preocupante es el de Badajoz, donde los historiadores nos tememos el mayor de los genocidios. Jacinta Gallardo en sólo cuatro pueblos de La Serena ha sumado ya 975 víctimas. Otro estudio en curso e inédito de Francisco Espinosa en Badajoz, que amablemente nos anticipa, muestra que, en seis pueblos de la carretera Sevilla-Badajoz, pueden contabilizarse 1.835 fusilamientos. Y en Zamora, también aparecen indicios preocupantes. Estimaciones aparecidas en el libro de Ramón Sender Barayón (hijo del gran novelista) apuntan la cifra de 6.000 víctimas de la represión franquista, entre las que cayó su madre, Amparo Barayón.

En consecuencia, de las investigaciones realizadas se desprenden al menos dos conclusiones. Primera, que las cifras calculadas a partir de los datos del Instituto Nacional de Estadística, en sus inscripciones de la década de los años cuarenta, no son fiables en absoluto. Es más, inducen a error de manera evidente.

La segunda conclusión es que, además, los Registros Civiles tampoco son fiables, al menos con relación a las matanzas habidas durante la guerra. Está comprobado que sólo vienen a inscribirse la mitad (en muchos casos, un tercio) de los fusilados reales. En cambio, con relación a las ejecuciones de posguerra, sí se pueden aceptar como fiables, aunque también con lagunas más o menos significativas. (...)

El cuadro 3 se refiere a la represión republicana, con 22 provincias estudiadas en las que se han recogido cifras recientes o distintas a las de Ramón Salas. Aquí la conclusión es inversa a la del cuadro primero: las cifras «tradicionales» de la represión republicana deben ser corregidas a la baja, de manera importante.

En estas 22 provincias, Salas atribuye a la represión republicana 60.623 victimas, pero en esas mismas provincias, por otras fuentes, la mayoría de investigaciones recientes, este número se rebaja a poco más de la mitad: 37.843. Una causa de esta diferencia puede ser el gran número de repeticiones en las inscripciones de los Registros: a menudo la víctima aparece inscrita en su pueblo de vecindad y en el lugar del fusilamiento. Es el caso, por ejemplo, de 150 víctimas de Córdoba: están inscritas en Pozo blanco y en Valencia, donde las ejecutaron.

En definitiva, la línea de la investigacion histórica parece claramente definida: los datos tradicionales son casi siempre corregidos al alza, en cuanto a la represión franquista, y corregidos a la baja, en cuanto a la represión republicana. Esta última, cifrada por historiadores del régimen en unos 70.000, no debió superar las 50.000, según las revisiones actuales.

Y la represión efectuada por Franco, infravalorada en unos 57.000 hasta ahora, se está revelando mucho más cuantiosa. Si en la mitad de las provincias ya se conocen 72.527 fusilamientos (guerra y posguerra), habría que pensar en el doble para la totalidad de España." (Julián Casanova et alt: Víctimas de la Guerra Civil. Las cifras. Estado de la cuestión)

16/2/09

La base social del franquismo, producto de la rapiña

"Todos los partidos que habían integrado el Frente Popular, y sus "aliados, las organizaciones separatistas", quedaban "fuera de la Ley" y sufrirían "la pérdida absoluta de sus derechos de toda clase y la pérdida de todos sus bienes", que pasarían "íntegramente a ser propiedad del Estado".

La puesta en marcha de ese engranaje represivo y confiscador causó estragos entre los rojos y los vencidos, abriendo la veda para una persecución arbitraria y extrajudicial que en la vida cotidiana desembocó muy a menudo en el saqueo y en el pillaje.

Hasta octubre de 1941 se habían abierto 125.286 expedientes y unas 200.000 personas más sufrieron la "fuerza de la justicia" de esa ley en los años siguientes. La ley quedó derogada el 13 de abril de 1945, pero las decenas de expedientes en trámite siguieron su curso hasta el 10 de noviembre de 1966. (...)

Los afectados y sus familiares, condenados por los tribunales y señalados por los vecinos, quedaban hundidos en la más absoluta miseria.

De acuerdo con la ley, el juez instructor debería pedir "la urgente remisión de informes del presunto responsable al Alcalde, al Jefe Local de Falange, Cura Párroco y Comandante del puesto de la Guardia Civil del pueblo en que aquél tenga su vecindad o su último domicilio, acerca de los antecedentes políticos y sociales del mismo, anteriores y posteriores al 18 de julio de 1936".

La ley marcaba así el círculo de autoridades poderoso y omnipresente, de ilimitado poder coercitivo y administrativo, que iba a controlar durante los largos años de la paz de Franco haciendas y vidas de los ciudadanos: el alcalde, que era además jefe local del Movimiento, el comandante de puesto de la Guardia Civil y el párroco, una triada de dominio político, militar y religioso.

La Ley de Responsabilidades Políticas brindó la oportunidad a la Iglesia católica, por medio de los párrocos, de convertirse en una agencia de investigación parapolicial. (...)

Con sus informes, aprobaron el exterminio legal organizado por los vencedores y se involucraron hasta la médula en la red de sentimientos de venganza, envidias, odios y enemistades que envolvió la vida cotidiana de esas pequeñas comunidades rurales en la posguerra.

Los odios, las venganzas y el rencor alimentaron el afán de rapiña sobre los miles de puestos que los asesinados y represaliados habían dejado libres en la administración del Estado, en los ayuntamientos e instituciones provinciales y locales. Un porcentaje elevadísimo de las plazas "vacantes", hasta el 80%, se reservaba para ex combatientes, ex cautivos, familiares de los mártires de la Cruzada, y para tener acceso al resto había que demostrar una total lealtad a los principios de los vencedores. Ahí residía una de las bases de apoyo duradero a la dictadura de Franco, la "adhesión inquebrantable" de todos aquellos beneficiados por la victoria." (JULIÁN CASANOVA: El castigo a los vencidos. El País, ed. Galicia, Opinión, 01/02/2009, p. 25)

30/12/08

El diario de un padre capuchino relata la represión franquista

"Unos meses después, puestos ya en marcha los juzgados militares, legalizado el asesinato por las autoridades golpistas, las ejecuciones se realizaban en las tapias del cementerio de Torrero, muy cerca de la cárcel. Fue testigo de ello Gumersindo de Estella, un padre capuchino que se encargó de la "asistencia espiritual a los reos" y que escribió, en forma de diario, unas memorias estremecedoras en las que describe el rito cotidiano de los fusilamientos, las confidencias de los condenados a muerte o la actitud de una parte del clero católico, empeñado "en acreditar con su sello divino una empresa pasional de odio y violencia".

La capilla de la cárcel de Torrero de Zaragoza era en realidad un local destinado a "sala de jueces", donde los días en que había ejecuciones se improvisaba un altar con lo necesario para la misa. Un retrato de Franco presidió la ceremonia hasta que a mediados de 1938 Gumersindo de Estella consiguió que fuera retirado, tras haber señalado insistentemente a las autoridades que "la presencia de Franco en la capilla y en su altar como santo crispaba los nervios de los reos y les causaba feroz indignación porque sabían que las sentencias de muerte eran firmadas por él".

Entraban los presos en capilla alrededor de las cinco de la mañana. El sacerdote hablaba con ellos, les preguntaba por sus familias, por la causa de la muerte y sobre todo si practicaban la religión. Algunos aceptaban la confesión y la comunión "con recogimiento envidiable". A otros había que convencerles de la necesidad de "buscar consuelo en lo sobrenatural". Había quienes no admitían diálogo o se negaban a recibir auxilio espiritual. "No señor, no me invite a practicar la religión", le dijo un reo el 11 de junio de 1938. "Las derechas están matando en nombre de la religión y hacen la guerra en nombre de la religión. Y una religión que les inspira tanta crueldad, no la quiero".

A las seis de la mañana, los guardias civiles comenzaban "la faena" de atarles las manos. De la cárcel los trasladaban a las tapias del cementerio en una camioneta. Durante el corto recorrido, continuaban sin cesar los "ayes lastimosos" que el sacerdote trataba de calmar dándoles a besar el crucifijo. Los acompañaba hasta que eran colocados en fila mirando a la tapia. Tras caer derribados por los tiros del pelotón de fusilamiento, les daba la absolución y la extremaunción antes de que el teniente de turno se acercara y descargara "dos o tres tiros de pistola en la cabeza".

Los que iban a morir le contaban a menudo, minutos antes de los fatales disparos, que habían sido denunciados por sus vecinos, con cualquier pretexto, rencillas personales, políticas, de negocios, que dejaban las manos libres al denunciante mientras al otro lo metían en la fosa. Cuando le confesaban que la denuncia había salido del cura, el padre Gumersindo reflexionaba sobre el daño que ese comportamiento hacía a la religión. Él, como cristiano y sacerdote, "sentía repugnancia ante tan numerosos asesinatos y no podía aprobarlos", una actitud que contrastaba con la de otros religiosos, "incluso superiores míos, que se entregaban a un regocijo extraordinario y no sólo aprobaban cuanto ocurría, sino aplaudían y prorrumpían en vivas con frecuencia".

Nada cambió con el final de la guerra, el 1 de abril de 1939: el mismo rito de la muerte, la farsa de los juicios, la desesperación de los presos inocentes. Muchos familiares removían Roma con Santiago para salvar a sus seres queridos. Y lo que encontraban eran largas, falsas promesas, macabros engaños. Como le sucedió a aquella madre que fue el 12 de febrero de 1940 a hablar con Gumersindo de Estella. Estaba contenta porque había sido muy bien recibida en Madrid y confiaba en que su hijo iba a ser indultado. "¡Infeliz!", anotaba en su diario el fraile capuchino, no sabía la madre que su hijo, Juan García Jariod, escribiente de Caspe de 22 años, tenía la sentencia de muerte firmada por Franco y había sido remitida a Zaragoza para su ejecución. Fue fusilado al día siguiente, 13 de febrero, junto a ocho condenados. Tres días después de su muerte llegó el indulto." (Julián Casanova: Morir en fila. El País, ed. Galicia, Domingo, 14/12/2008, p. 9)

1/12/08

La Iglesia Católica en la represión franquista

"En realidad, por mucho que se quiera culpabilizar a la República o repartir crueldades de la Guerra Civil, el conflicto entre las diferentes memorias, representaciones y olvidos no viene de ahí, de los violentos años treinta, un mito explicativo que puede desmontarse, sino de la trivialización que se hace de la dictadura de Franco, uno de los regímenes más criminales y a la vez más bendecidos que ha conocido la historia del siglo XX. (...)

Lo que hemos documentado varios historiadores en los últimos años va más allá del análisis del intercambio de favores y beneficios entre la Iglesia y la dictadura de Franco y prueba la implicación de la Iglesia católica -jerarquía, clero y católicos de a pie- en la violencia de los vencedores sobre los vencidos. Ahí estuvieron siempre en primera línea, en los años más duros y sangrientos, hasta que las cosas comenzaron a cambiar en la década de los sesenta, para proporcionar el cuerpo doctrinal y legitimador a la masacre, para ayudar a la gente a llevar mejor las penas, para controlar la educación, para perpetuar la miseria de todos esos pobres rojos y ateos que se habían atrevido a desafiar el orden social y abandonar la religión.

La maquinaria legal represiva franquista, activada con la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939 y la Causa General de abril de 1940, convirtió a los curas en investigadores del pasado ideológico y político de los ciudadanos, en colaboradores del aparato judicial. Con sus informes, aprobaron el exterminio legal organizado por los vencedores en la posguerra y se involucraron hasta la médula en la red de sentimientos de venganza, envidias, odios y enemistades que envolvían la vida cotidiana de la sociedad española.

La Iglesia no quiso saber nada de las palizas, tortura y muerte en las cárceles franquistas. Los capellanes de prisiones, un cuerpo que había sido disuelto por la República y reestablecido por Franco, impusieron la moral católica, obediencia y sumisión a los condenados a muerte o a largos años de reclusión. Fueron poderosos dentro y fuera de las cárceles. El poder que les daba la ley, la sotana y la capacidad de decidir, con criterios religiosos, quiénes debían purgar sus pecados y vivir de rodillas.

Todas esas historias, las de los asesinados y desaparecidos, las de las mujeres presas, las de sus niños arrebatados antes de ser fusiladas, robados o ingresados bajo tutela en centros de asistencia y escuelas religiosas, reaparecen ahora con los autos del juez Garzón, después de haber sido descubiertas e investigadas desde hace años por historiadores y periodistas." (JULIÁN CASANOVA: La Iglesia y la represión franquista. El País, ed. Galicia, Opinión, 26/11/2008, p. 29)

14/7/08

La memoria histórica del franquismo sigue en el recuerdo

“Desaparecido en España no puede tener el mismo significado que en Argentina, porque en la dictadura argentina nunca hubo ejecuciones oficiales, todas eran clandestinas, y los cadáveres fueron enterrados en cementerios sin ningún tipo de identificación, quemados en fosas colectivas o arrojados al mar.

En España, sin embargo, la mayoría de las 100.000 personas que se llevó a la tumba la violencia militar y fascista durante la guerra y de las 50.000 que fueron ejecutadas en los 10 años que siguieron al final oficial de la guerra, durante la paz incivil de Franco, están identificadas, tienen nombres y apellidos y, aunque con muchas anomalías y falseamientos sobre las causas de la muerte, constan en los registros civiles de cientos de localidades que han sido rastreados por los historiadores.

De lo que se trata ahora es de conocer las circunstancias de la muerte y el paradero de otras miles de personas a las que nunca se registró, abandonadas por sus asesinos en las cunetas de las carreteras, en las tapias de los cementerios, en los ríos, en pozos y minas, o enterradas en fosas comunes. El número de víctimas sin registrar, desaparecidos, puede llegar, como mucho, a 30.000 en toda España, paseados casi todos en los primeros meses de la guerra, en el verano y otoño de 1936, o en las semanas que seguían a la ocupación de las diferentes ciudades por las tropas franquistas, desde Málaga a Madrid, pasando por Barcelona o Valencia. Asesinados sin procedimientos judiciales ni garantías previas hubo también miles en la zona republicana y aunque a casi todos ellos se les registró y rehabilitó después de la guerra, las excepciones a esa regla merecen también ser conocidas. (…)

Más de 30 años después del final de la dictadura de Franco, el Estado democrático, sus principales responsables e instituciones, no quiere gestionar ese pasado de violencia y muerte, ni está interesado en tomar decisiones sobre políticas públicas de memoria y educación. Al parecer, hay historias que vale la pena conmemorar desde el presente, convertirlas en mitos nacionales, como la llamada Guerra de la Independencia de 1808, y otras que resulta mejor olvidar.” (JULIÁN CASANOVA: Desaparecidos. El País, ed. Galicia, Opinión, 10/07/2008, p. 25)