"El
régimen nazi creó una situación de anomia, un ambiente desprovisto de
las normas sociales y valores morales tradicionales, en el que el
suicidio a menudo servía la única forma de salir de una situación
intolerable. (Suicide in Nazi Germany. Christian Goeschel).
No
hay forma de probar si hubo una alta o baja tasa de suicidios en los
campos de concentración nazis; se estima que el índice era mil veces
mayor que fuera de ellos en tiempos de paz. Pero en Alemania las cifras
de suicidios estuvieron disparadas desde el final de la Gran Guerra. Con
la crisis de la República de Weimar, el suicidio era la salida de las
clases medias y la pequeña burguesía que se vieron sumidas en la
miseria.
Una deshonra social. No era extraño que se suicidaran familias
enteras, contó el historiador alemán Joachim Fest.
En 1932, las cifras cuadruplicaban las de Gran Bretaña y doblaban las
de Estados Unidos. En 1939, todavía había el doble de suicidios en
Alemania que en Gran Bretaña. Oficialmente las autoridades alemanas
registraron 214.409 suicidios entre 1918 y 1933.
En los campos de concentración, el gran trauma era la llegada. Un shock.
Se humillaba a los prisioneros con un discurso de bienvenida en el que
se les explicaba que valían menos que un perro. Llevaban días viajando
hacinados, sin higiene. Al ingresar, se les requisaban sus pertenencias,
se les tatuaba y se les rapaba la cabeza. Era una anulación, una
despersonalización instantánea. Este impacto inicial, la pérdida de toda
esperanza en pocas horas, llevó a suicidios masivos.
La
adaptación a la nueva situación solo era posible si el prisionero
alcanzaba el único estado de autodefensa posible: la apatía. Si reparaba
en lo que estaba obligado a presenciar o en las actividades en las que
tenía que participar, estaba perdido. Solo sobrevivía quien se
concentraba en una sola cosa, sobrevivir cada día.
Según Victor E. Frankl,
psicólogo austriaco que fue encerrado en campos de concentración por su
origen judío, la desnutrición y la falta de sueño ayudaban a alcanzar
ese estado de apatía. En algunos casos iba tan lejos que se perdía todo
tipo de contacto con la realidad sin posibilidad de vuelta atrás.
Quienes caían en ese estado eran los llamados Musselman, que se dejaban morir lentamente.
Además, otros sentimientos necesarios para
sobrevivir en el campo, según Frankl, eran el resentimiento y la
envidia hacia, por ejemplo, los internos que se encontraban en mejor
situación o tenían privilegios. Eso ayudaba a seguir adelante, el
rencor. Un psiquiatra estadounidense, Paul Chodoff,
encontró que, incluso, asumir los valores de los guardias del campo era
un mecanismo de adaptación que ayudaba a sobrevivir. Los que no se
acoplaban a estas nuevas realidades y sus exigencias fueron los que se
quitaron la vida.
Algunos
se suicidaron y se lanzaban a la muerte cogidos de las manos; el 14 de
octubre de 1941, por ejemplo, la SS informó de que dieciséis judíos
habían muerto «saltando a la cantera». Los hubieran empujado o no, los
hombres de la SS eran culpables, una responsabilidad que se tomaban a la
ligera. Cuando llegaron más convoyes de judíos a Mauthausen, los
agentes de la SS bromearon, dando la bienvenida a su nuevo batallón de
«paracaidistas». (Historia de los campos de concentración nazis, Nikolaus Wachsmann)
El
grupo al que se pertenecía y la solidaridad que se establecía entre sus
miembros también era fundamental. Los comunistas o los testigos de
Jehová fueron grupos muy homogéneos. Además, según la teoría del
suicidio, si la culpa de la frustración se puede dirigir a algo externo,
es menos probable que se produzca el trágico desenlace. Primo Levi,
que puede que se suicidase años después —aún no están confirmadas las
causas de su muerte—, dijo que la lucha por la supervivencia diaria
disminuía la probabilidad de quitarse la vida. Sumar un día vivo más a
la hora de irse a dormir.
La
información podía marcar la línea entre el suicidio o la supervivencia.
Entre los que trabajaron en fábricas de armas y escuchaban noticias
sobre la evolución de los frentes hubo menos suicidios. Y al revés, en
los primeros compases de la contienda, las noticias de las conquistas
nazis los aumentaron.
El psiquiatra alemán Thomas Bronisch
señala que cuando más suicidios hubo en Dachau fue con ocasión de los
Juegos Olímpicos de Berlín, la anexión de Austria y Checoslovaquia y el
pacto germanosoviético. La historiadora Kathryn Atwood
apunta que los judíos que huyeron a los Países Bajos se suicidaron
inmediatamente cuando estos territorios cayeron poco después en manos de
Hitler.
También
hubo suicidios provocados. El ejemplo que cita Bronisch es el de cuando
los miembros de las SS asesinaban bebés, por ejemplo, estrellándolos
contra un árbol. Las madres que lo presenciaban quedaban tan impactadas
que podían suicidarse pocas horas después. Era un tipo de escena que se
solía presentar cuando algún miembro de las SS estaba borracho y
pretendía darle la bienvenida a Auschwitz a un convoy recién llegado.
La
primavera de 1944, los de la Lager-SS asesinaron a varios miles de
chiquillos de uno y otro sexo. En el campo principal de Kaunas, tal
acción estuvo precedida por una fiesta infantil concebida a modo de
tapadera por el comandante local. Las deportaciones subsiguientes fueron
acompañadas de escenas terribles: los padres gritaban e imploraban a
los de la SS mientras se llevaban a los menores. Hubo quien subió con
sus hijos a los camiones para darles la mano mientras se dirigían al
lugar en que iban a morir, y familias enteras que se suicidaron antes de
que la SS pudiese dividirlas. (Historia de los campos de concentración nazis, Nikolaus Wachsmann)
Pero
Frankl subraya que existió la figura del suicidio subversivo. El que se
quitaba la vida porque quería morir sin autorización de las SS. Sin
esperar a su sentencia de muerte. El tipo más conocido era lanzarse
contra la alambrada electrificada. Según el testimonio de Morris Kesselman,
un superviviente, contra las vallas se arrojaban «los más viejos, los
más inteligentes». Para los más jóvenes y menos formados era más fácil
resistir.
No
obstante, la desesperación fue más común en situaciones menos
escalofriantes. Sobre todo en los pogromos para detener a los judíos, es
ahí donde más se suicidaron. Christian Goeschel
piensa que para los judíos de la época, antes de la detención, llevar
encima cianuro fue una cuestión de rutina, pese al tabú judío ante el
suicidio. Matarse a uno mismo se convirtió en una salida aceptable dada
la gravedad de la situación. En Austria, cuando se produjeron las
deportaciones, se suicidaron cientos en pocos días, como explica Richard Evans
en su trilogía sobre el Tercer Reich. Muchos lo hacían en el momento de
recibir la carta con la orden de deportación. Cita el caso de la viuda
del pintor Max Liebermann para dar las cifras globales:
La
enterraron en el cementerio judío de Weissensee, donde el año anterior
habían enterrado a ochocientos once suicidas frente a doscientos
cincuenta y cuatro en 1941. Hasta cuatro mil judíos alemanes se
suicidaron entre 1941 y 1943, solo en el último trimestre de 1941 el
número ascendió a ochocientos cincuenta.
Por entonces, los suicidios de
judíos conformaban casi la mitad de todos los suicidios en Berlín, a
pesar de que la comunidad judía superviviente era muy escasa. En su
mayor parte, se trataba de ancianos, e ingerir veneno, el método más
común, lo veían como una manera de hacer valer su derecho a poner fin a
su propia vida cuando y como ellos querían, en lugar de morir asesinados
a manos de los nazis. Algunos hombres se ponían las medallas por el
servicio en la Primera Guerra Mundial antes de suicidarse.
Emil Fey,
que se había destacado en la derrota del levantamiento nazi en Viena en
1934, se suicidó cuando se produjo la anexión de Austria, no sin antes
matar a su mujer y a su hijo. Los austriacos no eran buenos nazis, dijo Alfred Pogar, pero sí eran excelentes antisemitas. Según Carl Zuckmayer, con los pogromos, las ciudades austriacas se convirtieron en «un cuadro del Bosco». Hasta Heydrich
tuvo que llamar la atención a sus ciudadanos por sus desmanes. En el
último cuatrimestre de 1941 se suicidaron ochenta y siete judíos en
Viena, que se sepa, y doscientos cuarenta y tres en Berlín.
Entre
los judíos de Viena abundaron los suicidios, porque muchos prefirieron
morir a vivir gobernados por los nazis. William Shirer escribió que un
amigo había visto como «un tipo de aspecto de judío» estaba en un bar y
«poco después, se sacó del bolsillo una vieja navaja de afeitar y se
cortó el cuello». Goebbels incluyó en su diario, el 23 de marzo de 1938,
la siguiente nota cínica: «En el pasado, los alemanes se quitaban la
vida. Ahora es al revés». (El Holocausto. Las voces de las víctimas y los verdugos, Laurence Rees).
Lo
que llamó la atención de los nazis es que luego los judíos del gueto de
Varsovia no se suicidasen en masa como los austriacos después del
Anschluss. Primo Levi escribió en su trilogía sobre Auschwitz que era
más fácil suicidarse después de sobrevivir al campo de concentración que
durante la experiencia. Hubo muchos casos posteriores, algunos
inmediatamente posteriores. Y señaló que tanto los historiadores
soviéticos como los occidentales coincidieron al observar que hubo pocos
durante la privación de libertad. Dio tres motivos.
Uno, el suicidio es
humano, no animal. Cuando vives como un animal, te puedes dejar morir,
como un animal, pero no quitarte la vida. Segundo, la jornada estaba
completa de principio a fin, no tenían tiempo de pensar. «Por la
inminencia constante de la muerte faltaba tiempo para pensar en la
muerte». Y tercero, no podían sentir culpa, algo que motiva el suicidio
en algunos casos, porque ya estaban expiando con sufrimientos diarios.
La
culpa llegaba después. Cuando se recordaba haber omitido socorro a otro
interno más débil. Su petición de ayuda podía llegar a obsesionar toda
una vida. «Recuerdo, también, y con desasosiego, que muchas más veces me
alcé de hombros impacientemente a otras solicitudes, y precisamente
cuando ya estaba en el campo hacía casi un año y había acumulado una
buena dosis de experiencia: pero también había asimilado bien la regla
principal de aquel lugar, que ordenaba ocuparse de uno mismo antes que
de nadie», reconoció Levi.
En una entrevista a una médica que salvó muchas vidas, Ella Lingens-Reiner, publicada en Prisoners of Fear, de Victor Gollancz,
dijo: «¿Cómo he podido sobrevivir en Auschwitz? Mi norma es que en
primer lugar, en segundo y en tercero estoy yo. Y luego nadie más. Luego
otra vez yo; y luego todos los demás». En este sentido, los testimonios
de los judíos que tomaron parte en las tareas del campo, tales como
colaborar en el gaseo y cremación de los otros prisioneros, dan prueba
de ello.
Morris
Venezia se siente aún más responsable por sus acciones y sostiene que
«nosotros también nos convertimos en animales… cada día estábamos
quemando cadáveres, cada día, cada día, cada día. Y llegas a
acostumbrarte a ello». Cuando escuchaban los gritos que provenían de la
cámara de gas «pensábamos que debíamos matarnos a nosotros mismos y
dejar de trabajar para los alemanes. Pero incluso suicidarte no es tan
sencillo». (Auschwitz. Laurence Ress).
Durante
la guerra, en el ejército alemán se registraron mil ciento noventa y
seis suicidios entre el 1 de abril de 1939 y el 30 de septiembre de
1941, según los datos de la Inspección de Sanidad militar
(Heeressanitatsinspektion). Solo en septiembre de 1943, la cifra llegó a
seis mil ochocientos noventa y ocho. Lo atestigua un telegrama enviado
por Martin Bormann a Himmler quejándose por la alta tasa de suicidios dentro de la Wehrmacht.
No obstante, William Craig en La batalla de Stalingrado pone en boca de Hitler
la siguiente reflexión: «En Alemania, en tiempo de paz, de dieciocho a
veinte mil personas se suicidan cada año y, sin embargo, nadie se
encuentra ante una situación así. Y aquí hay un hombre [Paulus]
que ve a cincuenta o sesenta mil soldados suyos morir defendiéndose
bravamente hasta el final. ¿Cómo ha podido él rendirse a los
bolcheviques?… Esto es algo que uno no puede entender del todo».
Lo escalofriante es la gran cantidad de gente que se suicidó llevándose a sus familias por delante. Lo de Magda Goebbels no fue un caso aislado. En el libro Suicide in Nazi Germany de
Christian Goeschel se citan casos como el de una mujer que, tras el
suicidio de su marido, mató a sus dos hijos y luego se cortó las venas.
En la familia Böhm-Bawerk, el marido había huido y su mujer, su hermana y
su hija se quitaron la vida. O el farmacéutico de Feldberg que mató a
sus hijos y se quitó la vida después.
En
los pueblos de la comarca se repetía la misma escena: soldados
borrachos, aristócratas muertos. Una mujer había matado ella sola a
tiros a quince miembros de su familia y se había suicidado arrojándose
al agua.
La
propaganda nazi fue tan intensa a la hora de inocular el miedo al
Ejército Rojo que hubo una oleada de suicidios ante su llegada. Hay un
libro cuya lectura es escalofriante. Después del Reich, de Giles MacDonogh, que
cuenta cómo se abrió la veda contra los alemanes tras su derrota. Entre
los nazis con responsabilidades, la oleada de suicidios fue de gran
envergadura.
La culpa también obraba de modo indirecto. Fritz Haber, inventor del Zyklon-B, tuvo que ver en 1915 cómo su primera mujer, Clara,
que también era química, se había suicidado con la pistola de su
marido, «al parecer, avergonzada y horrorizada por el cariz que habían
tomado sus investigaciones», detalló Philip Ball en Al servicio del Reich. También se suicidó su hijo Hermann, en 1946, debido a la obra de su padre, que era judío, por cierto.
El periodista Konstantín Símonov
fue de los primeros en llegar al Tiergarten, en Berlín. Se encontró a
los animales escuálidos del zoo entre los cuerpos de los SS que se
habían suicidado. «En un cubículo encontró a un general de las SS muerto
con la guerrera desabrochada y una botella de champán entre las
piernas. Se había suicidado junto con su amante».
El actor Paul Bildt se suicidó junto a veinte personas, entre ellas su hija, aunque él no tuvo éxito y les sobrevivió a todos doce años más. Para Michael Burleigh, autor de El Tercer Reich,
se había ligado de tal manera a los hombres con su militancia que los
suicidios fueron el único final concebible de la historia.
Con
el hundimiento, la desgracia les llegó a las comunidades de alemanes
fuera de Alemania. En Checoslovaquia hubo disturbios y algaradas
exigiendo la expulsión de los alemanes. En el verano del 45, les
pusieron brazaletes blancos con la letra «N» de Nemec (‘alemán’
en checo), les pintaron esvásticas en la espalda y tenían prohibido
sentarse en bancos públicos, caminar por la acera o entrar en
restaurantes, escribió Anne Applebaum en El telón de acero.
Al
final, veinte mil tuvieron que dejar el país a la fuerza. Está
registrado que en 1946 se suicidaron cinco mil quinientos cincuenta y
ocho alemanes residentes en Checoslovaquia. En la ciudad de habla
alemana Iglau (Jihlava en checoslovaco) se suicidaron mil doscientos
alemanes cuando se produjo su caída. Antes de Navidad, la cifra había
ascendido a dos mil.
En Brüx (Most) se suicidaron entre mayo, junio y
julio dieciséis alemanes al día, a menudo familias enteras. En Polonia,
en Breslau, morían entre trescientos y cuatrocientos alemanes al día.
Según MacDonogh, la cifra hubiese sido mayor de haber tenido los
alemanes gas en la cocina. En Grünberg, en la Baja Silesia, se estima
que se suicidó una cuarta parte de la población.
Si
hubo un candidato al suicidio tras la ocupación soviética, eran las
mujeres. Tras las violaciones a las que fueron sometidas
sistemáticamente por las tropas soviéticas, en las que podían quedar
embarazadas o contraer enfermedades venéreas, se suicidaban en masa. En
los diarios de Ruth Friedrich, una
amiga le dice: «Necesitamos suicidarnos, es indudable que no podemos
vivir así». Había sido violada por siete soldados. En su libro, Goeschel
explica que el suicidio de alemanes tras el final de la guerra fue algo
«rutinario».
Primero, por las políticas de terror de los nazis contra
los propios alemanes conforme la guerra se acercaba a su final. Luego,
por miedo a los soviéticos y, después, a consecuencia de los ultrajes a
los que les sometieron estos.
En la Unión Soviética, el suicidio era considerado
un comportamiento cobarde. Impropio de comunistas. Al principio, con la
creencia de que podía prevenirse, hubo estudios y estadísticas, pero en
1920 fueron prohibidos, explican Karolina Krysinska y David Lester en Suicide in the Soviet Gulag Camps. En 1925, Yemelián Yaroslavski,
miembro del Comité Central, manifestó que los suicidios se
caracterizaban por una voluntad y carácter débiles de personas sin fe en
la fortaleza del partido. En definitiva, el suicidio, entendido como un
acto de libre voluntad y una elección del destino de cada uno, no se
adecuaba a la mentalidad colectivista del sistema soviético.
En los gulag, que eran fundamentalmente campos antiélite, había muchos prisioneros con educación, por eso el shock
de ingreso debería haberles afectado más. Sin embargo, según esta
investigación, las principales causas de la muerte fueron las epidemias,
de tuberculosis, neumonía o disentería, también las congelaciones y
enfermedades relacionadas con el hambre o el trabajo en condiciones
inseguras, pero el suicidio nunca tuvo una relevancia especial.
Según
Solzhenitsyn, los suicidios eran «asombrosamente raros, quizá menos
frecuentes entre los presos que entre la gente libre». De hecho, cita en
su famoso libro el caso de suicidas que se ahorcaron el día de recobrar
la libertad.
Ni siquiera a los fuertes les quedaba un medio para luchar contra el sistema penitenciario, como no fuera el suicidio. (…) Pero ¿es
lucha el suicidio? ¿No es claudicación?¿Acaso no se debía a eso la
asombrosa escasez de suicidios en el campo? En general eran muy pocos,
aunque cada recluso recuerde probablemente algún caso de suicidio.
Pero
seguro que recuerda muchos más casos de evasión. ¡Evasiones sí había más
que suicidios! (Los celosos defensores del realismo socialista pueden
felicitarme: me inclino decididamente por la línea optimista (…) Incluso
creo que, estadísticamente hablando, el porcentaje de suicidios en el
campo era menor que en la vida normal. (Archipiélago Gulag)
Si
había suicidios, solían ser entre extranjeros, especialmente los
occidentales, gente «no acostumbrada como los rusos a hacer frente a los
desafíos y dificultades de la vida», pensaba Solzhenitsyn. Ósip Mandelshtam, un poeta condenado por escribir un poema contra Stalin,
observó que el suicidio era muy raro entre los delincuentes y más común
entre los intelectuales.
Echar a correr fuera de los límites del área
de trabajo para ser disparado era una de las formas más comunes. Ahí
Solzhenitsyn sí que escribió que los que echaban a correr hacia la
estepa y eran abatidos a tiros, tenían «una orgullosa forma de
suicidio». Y ese era el ejemplo de mayor resistencia a la autoridad que
podía encontrarse en el campo.
En
la documentación del NKVD aparecen casos como uno que tuvo lugar en el
campo de Dritrovsky, en diciembre de 1935, donde unos prisioneros, tras
un castigo de cuatro días sin comer, intentaron cortarse las venas.
Figuraba un informe de la industria maderera que relacionaba la escasez
de comida con el índice de suicidios. Si bien muchas veces este no era
un castigo deliberado, sino consecuencia de problemas en toda la URSS.
Elinor Lipper,
que estuvo once años en Siberia, dio testimonio de que en los traslados
hubo prisioneras que trataban de ahorcarse en el vagón, o en los barcos
quien se lanzaba al agua para morir ahogado. En los hospitales, contó
Lipper, los internos trataban de acelerar la muerte. También hubo casos
de, sin más, dejarse morir, como los Musselman de los campos nazis.
Según Anne Applebaum, en su estudio Gulag: A History,
la dignidad humana salvaba vidas. En el sentido de que mantenerse
limpios y conservar rutinas como afeitarse cuando les era posible,
ayudaba a los prisioneros a que no cayeran en la desesperación y
acabasen matándose. Según explicó en su obra, algo que impedía el
suicidio era la falta de intimidad. Había decenas de personas en cada
celda. Tenían que defecar a la vista de todos. Cita casos de personas
que, en mitad de la noche, intentaban suicidarse cortándose las venas
con los dientes, pero eran delatados en el acto por algún compañero de
habitáculo que permaneciera insomne.
El búlgaro Tzvetan Todorov
escribió que, para los internos del gulag, el suicidio era una
oportunidad para ejercitar el libre albedrío. Al suicidarse, uno cambia
el curso de los hechos, explicó, aunque sea por última vez en la vida.
«Los suicidios de este tipo son actos de desafío, no de desesperación».
Shalámov,
un exprisionero de los campos de Kolyma, escribió una paradoja. Pensar
en suicidarse le mantenía con vida. La conciencia de que había reunido
fuerzas para quitarse la vida en un momento dado le daba voluntad de
vivir. Fue mucho más frecuente la automutilación o autolesión.
Lipper
contó que algunos se envolvían un pie en trapos húmedos para que se les
congelase. Otros se cortaban un dedo, se reabrían heridas, se rociaban
con algún producto químico para quemarse la piel. Este tipo de conductas
estaba muy perseguido, se consideraba sabotaje a la producción, y podía
costar una sentencia de muerte. Pero lo que se observa en ellas es
voluntad de vivir, lo contrario del suicidio, era sacrificar una parte
del cuerpo para salvar el resto, opinaba Solzhenitsyn.
Los que sí lo
pasaron realmente mal y contemplaban con frecuencia quitarse la vida,
según el Nobel, fueron los comunistas convencidos que iban a parar al
gulag:
Zosia
Zalesskaia, una polaca de la nobleza, que había entregado toda su vida a
la «causa del comunismo» trabajando en el Servicio Secreto soviético,
trató de suicidarse tres veces seguidas durante la instrucción: se
ahorcó, la descolgaron; iba a cortarse las venas, se lo impidieron;
saltó a una ventana del séptimo piso, el adormilado juez de instrucción
tuvo tiempo de sujetarla por el vestido. Tres veces la salvaron para
fusilarla luego.
En El siglo soviético, de Moshe Lewin, se cita la obra The year 1937, de Oleg Jlevniuk,
que puso de manifiesto que en la etapa del Gran Terror hubo múltiples
formas de resistencia. Y una de ellas fue una oleada de suicidios. Para
la propaganda, el suicidio de un sospechoso probaba su culpabilidad,
pero no lograron reducir el índice de personas que se quitaban la vida.
Todas las medidas fueron infructuosas: «Los suicidios se contaban por
millares. En 1937, se produjeron solo en las filas del Ejército Rojo
setecientos ochenta y dos casos. Un año más tarde, la cifra aumentó
hasta ochocientos treinta y dos, sin contar los casos en la marina.
Estos suicidios no siempre eran actos desesperados cometidos por
personas que se sentían impotentes; también eran valientes
manifestaciones de protesta».
No en vano, según Ian Grey, el suicidio llegó a preocupar a Stalin. No solo porque lo cometiera su mujer, Nadezhda, sino porque le parecía una forma de traición. De hecho, en 1945, Vasili Chernishev,
director del Gulag, envió un memorándum a todos los campos quejándose
del comportamiento de los guardias, entre los que había detectado, por
supuesto, altas tasas de suicidio." (Álvaro Corazón, El País, Jot Down)
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