"Hubo una tarde en marzo de 2011 en que la muerte cruzó el desierto e
hizo suya una pequeña ciudad de llanura, al sur del Río Bravo.
Ocurrió a
eso de las cinco y media. Procedentes del Este, unas cuarenta
camionetas cargadas de hombres armados y encapuchados dejaron atrás los
frondosos nogales que anuncian la entrada de Allende, sellaron los
accesos y se repartieron por la población.
Nadie se interpuso, nadie se
enfrentó a los sicarios mientras sacaban de sus casas a decenas de
familias y se las llevaban a la fuerza para cumplir la terrible venganza
ordenada por Miguel Ángel Treviño Morales, el Z-40, en aquella época el líder de Los Zetas, el más sanguinario cartel de la droga de México.
El escarmiento duró varios días y se extendió a otras poblaciones
cercanas como Piedras Negras, en la salvaje frontera mexicana con Texas.
Entre 200 y 300 personas desaparecieron, según declaraciones
posteriores de los propios narcos y el relato de los vecinos.
La mayoría
de las víctimas eran familiares de dos cabecillas locales de Los Zetas
que supuestamente habían traicionado a la organización y huido a
Estados Unidos. En represalia, hombres y mujeres, niños y ancianos
fueron secuestrados. El torbellino del horror arrastró incluso a
albañiles y personal doméstico que habían trabajado para los fugados.
Sus casas fueron entregadas al saqueo; luego baleadas, incendiadas y
finalmente horadadas con bulldozers. Todo ello a la luz pública y sin
que la policía ni las autoridades movieran un dedo. Setenta propiedades
quedaron en ruinas. Sus esqueletos siguen exhibiéndose como prueba
irrefutable de lo ocurrido.
Solo en el municipio de Allende, según el
alcalde, desaparecieron entre 30 y 40 familias. Pero la matanza,
posiblemente la mayor de la última década en México, quedó sepultada en
el silencio. Un secreto del que solo tres años después, al descender el
poder de los narcotraficantes, han emergido las primeras y aterradoras
reconstrucciones. El Gobierno del Estado de Coahuila ha puesto en marcha
una decisiva investigación.
Pero a estas alturas no hay una lista
oficial de desaparecidos ni de muertos, no hay detenidos ni siquiera se
ha ofrecido un relato oficial pormenorizado de la tragedia. Se han
localizado fosas, con cientos de restos, pero aún no se ha determinado
su identidad ni a cuántas personas corresponden. La impunidad sigue
marcando la vida en Allende. Y el miedo. El profundo terror impuesto por
los Zetas en este territorio fronterizo.
—“Esto es lo más cabrón que ha ocurrido en México”.
El alcalde de Allende, Reynaldo Tapia, es un hombre de pocas
palabras. Llegó al puesto a principios de año. Alto y circunspecto, se
pasea por una de las ruinas que dejó la venganza. Es un palacete lleno
de boquetes y muros desdentados, pero que aún conserva los tonos pastel y
las molduras exageradas que definen el narcoestilo.
—“Primero se llevaban a la gente, luego a los dos o tres días, derribaban las paredes”.
—¿Y qué hicieron con los que se llevaban?
—Los mataron, dice el alcalde entre dientes
—¿ Y durante esos días, nadie denunció nada?
—Era una época muy difícil.
Allende se extiende en una llanura semidesértica. Es un pueblo de
frontera, situado a unos 50 kilómetros de Texas. Su implacable
horizontalidad de calles polvorientas y casas bajas sólo es quebrada por
los nogales que se nutren de las aguas que recorren el subsuelo de la
región. Una corriente profunda que no se sabe dónde empieza ni acaba y
que, a veces, emerge abruptamente.
Bajo un sol abrasador, una madre y sus dos hijos recorren a paso
rápido la calle de Morelos, junto al palacete en ruinas. El calor hace
imposible pararse. Cuando se le pregunta qué pasó, la mujer duda un
instante y sólo cuando se ha asegurado de que no será identificada por
el forastero, suelta: “Mire, aquí llegaron Los Feos y los mataron a
todos; no puedo decirle más”. Luego sigue su camino.
Los Feos. Los Viejos. Los Malitos. Los Señores. La Última Letra.
Ellos. Es la semántica del miedo. Nadie llama por su nombre a Los Zetas.
Soltarlo en voz alta en un bar genera un incómodo silencio de miradas
esquivas. Las autoridades locales prefieren hablar de “crimen
organizado”, los periódicos eluden citarlos en los titulares. El terror
está enraizado, como los nogales, en aguas profundas y laberínticas.
Ríos de sangre lo explican.
Formado por desertores del ejército mexicano, Los Zetas nacieron como
un brazo armado del cártel del Golfo para hacer frente a sus rivales.
Su extremo sadismo le hizo ganar terreno en muy poco tiempo. Sometían a
torturas bestiales a sus enemigos, los mutilaban y decapitaban. Muchas
veces grababan sus aberraciones en vídeo y las colgaban en Youtube.
Cuando querían hacer desaparecer cuerpos, eliminaban el rastro en ácido o
los quemaban en barriles de aceite en llamas. Hacia 2010, cada vez más
fuertes y enloquecidos, rompieron con el cartel de Golfo. Para entonces
ya estaban asentados en la región de los Cinco Manantiales. Omar
Treviño, el hermano del Z-40 (detenido en 2013) y actual líder de la
organización, incluso se había casado con una mujer de Allende.
“Desde que llegaron a la región en 2005, adoptaron una estrategia de
implantación territorial. Primero eliminaron a las bandas rivales, luego
depredaron las actividades ilegales, más tarde, bajo la amenaza del
plomo o la plata, sometieron a la policía municipal y las autoridades
locales”, explica el secretario de Gobernación de Coahuila, Armando
Luna. Finalmente se convirtieron en empresarios, ganaderos,
constructores, se aliaron con familias notables de la zona como los
Garza o los Moreno, gangrenaron el tejido social, se hicieron con el
poder.
Héctor Moreno Villanueva, hijo de una familia adinerada, propietaria
de ranchos e importantes concesiones, traficaba para los Zetas y les
lavaba el dinero con la compra de caballos, una de las debilidades del
Z-40. En sus declaraciones a la justicia americana, este jefe local ha
reconocido que cada mes introducía en Estados Unidos 800 kilos de
cocaína y cada 10 días enviaba de vuelta cuatro millones de dólares a
los Treviño.
El negocio iba bien, pero Moreno y su socio José Luis Garza
Gaytán cayeron en desgracia. Supuestamente el primero informaba a la
DEA y alguien se lo hizo saber al Z-40. Moreno huyó con la recaudación
(entre cinco millones y ocho de dólares) al norte del Río Bravo. Le
siguió Garza.
El Z-40 y su hermano, el Z-42, detonaron su venganza. Nadie podía traicionarles en su territorio.
El 18 de marzo de 2011 los sicarios tomaron Allende en busca de los
parientes de los huidos. El ajuste de cuentas duró días y, según el
testimonio del propio Moreno, alcanzó a Piedras Negras, Múzquiz y
Sabina. “Al que no logró huir, se lo llevaron”, admite el subprocurador
de Desaparecidos de Coahuila, Juan José Yáñez, cuyo departamento
investiga ahora el caso.
Entre los secuestrados figuraban parentelas
extensas. “Nosotros tenemos una denuncia de desaparición de ocho
miembros de una misma familia, incluido un abuelo de 80 años”, explica
Blanca Martínez, directora del centro de derechos humanos Fray Juan de
Larios y portavoz de una asociación de familiares de desaparecidos de
Coahuila.
Luego, llamaron al saqueo. Las casas fueron vandalizadas a la vista
de todo el pueblo. “Hasta trajeron camiones para llevarse el aire
acondicionado”, detalla el secretario de Gobernación. “Nadie vino; ni la
policía ni las autoridades. Había miedo, mucho miedo, eran gente muy
mala”, dice una vecina de Piedras Negras. Y finalmente llegó la
demolición, ruinas que durante años han recordado a Allende y Piedras
Negras quién es la autoridad.
Es martes por la mañana. Los bulldozers derriban los muros de una
mansión abandonada en Piedras Negras. El mármol blanco, los vitrales,
los acabados de caoba caen bajo las máquinas. Es el signo de un cambio.
Una autoridad ha decidido acabar con otra. El secretario de Gobernación
se mueve entre los escombros junto con el alcalde, Fernando Purón, ambos
del PRI.
El lugar, después de la venganza zeta, sirvió durante años de
santuario. Los narcos arrojaban cuerpos con recados colgados al cuello.
Nadie debía olvidar. Ahora, Armando Luna ha ordenado tirar abajo los
restos de las casas saqueadas. Este no es el primer combate simbólico
que emprende Luna. Antes tumbó las capillas que levantan los narcos,
fanáticos de los rituales satánicos, en honor de la Santa Muerte.
“Me
enviaron una oración de muerte y les respondí”, afirma el secretario.
Conduce con una mano un cuatro por cuatro. Le sigue una larga escolta
armada. Cuando se le pregunta si teme por su vida, responde: “No me
rajaré”.
La organización criminal ha disminuido su control en el Estado de
Coahuila, pero su presencia, como la respiración de una fiera, aún se
percibe en la frontera. El Z-42 anda siempre cerca. Sus huellas marcan
el territorio, algunas con especial fuerza. A siete kilómetros de
Allende, se encuentra el antiguo rancho del huido Luis Garza Gaytán.
Un
camino de tierra desemboca en sus caballerizas. Sólo quedan los muros y
un suelo de cemento resquebrajado. Alrededor se extiende un inmenso
pedregal. Algunos mezquites y encinas resisten en medio de la
desolación. A lo lejos se divisan unos nogales, signo de que aquí
también corre agua profunda.
En este lugar aislado, donde el sol calcina
hasta las piedras, fueron supuestamente asesinados, según las últimas
investigaciones, parte de los desaparecidos y sus cadáveres hechos
desaparecer en bidones de aceite en llamas. En el suelo aún se ven
rastros de aquel fuego oscuro. En este santuario de la barbarie zeta,
donde nadie acude sin estar loco o armado hasta los dientes, los gritos
de las víctimas no tuvieron quien los respondiera.
Tras el crimen, llegó una segunda muerte: la del silencio. Solo los
rumores se fueron extendiendo. Algunos llegaron a las redacciones de los
periódicos. “Lo oí y me pareció inverosímil. Ahora me arrepiento. Pero
que no trascendiese da imagen de la magnitud del miedo que imperaba.
Es
un ejemplo grotesco de lo que ha sucedido en México. ¿Cuántos allendes
debe haber?”, afirma el que entonces era director de uno de los más
importantes y valientes periódicos de Coahuila. Y si los diarios nada
contaron, tampoco los vecinos. “Los narcos tenían la autoridad, estaban
aquí. Mis hijos iban con los suyos al colegio”, explica el alcalde de
Piedras Negras, entonces funcionario municipal.
Y el primer habitante
que se atrevió a denunciar chocó contra el vacío. En su escrito, al que
ha tenido acceso este periódico, narra cómo los Zetas se llevaron a su
hermana e incluso da detalles sobre los autores. El relato, una bomba en
manos de cualquier fiscal, pasó a la Procuraduría, pero nada ocurrió.
La descomposición del poder estatal facilitó a esta impunidad. La
titular de la Procuraduría General en Coahuila, Claudia González López,
sobre quien debería haber recaído la investigación de la matanza fue
destituida un año después al destaparse que daba protección a Los Zetas.
El secretario estatal de finanzas, Javier Villareal, acabó entregándose
en El Paso a las autoridades de EE UU por lavado de dinero; y el
gobernador interino de la época, Jorge Torres, está ahora prófugo por el
supuesto saqueo de las arcas estatales. Su sucesor fue Rubén Moreira,
quien había presidido la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de
Diputados mexicana. Él reactivó la investigación y creó la
Subprocuraduría de Desaparecidos.
“Tuvimos la destrucción de más de 40
casas; muchísima gente desapareció y temo que murió. En mi conciencia no
va a quedar que no haya volteado a ver a quien clamó justicia. Que en
la cabeza de otros resuenen los gritos de esas personas de Allende que
seguramente pidieron ayuda y nadie se la dio”, dijo el gobernador.
En enero pasado, un operativo de 250 agentes, incluidos federales y
militares, localizaron fosas y lugares de incineración. En el rancho de
Luis Garza Gaytán descubrieron 300 restos óseos. Fue la primera vez que
la autoridad se tomaba en serio el caso. Pero los resultados, seis meses
después, aún están a la espera de los análisis de la policía federal,
en México DF.
“Es una investigación sumamente limitada. En Allende hubo un
exterminio. Nos tienen que explicar qué pasó, cómo es posible que
desaparecieran 300 personas. Alguien lo permitió, alguien lo ocultó. Hay
una complicidad del Estado y sus instituciones, y tiene que salir a la
luz”, afirma con energía la activista Blanca Martínez. En su modesto
despacho de la diócesis de Saltillo atiende casi a diario a familias de
desaparecidos en el Estado. Y no son pocos.
En Coahuila hay 1.800 casos. Ni Gobernación ni la Subprocuraduría
saben cuántos han podido morir. Lo mismo les ocurre en Allende y Piedras
Negras. Confían en que muchos pudieran escaparse, pero carecen de
cifras. Es un problema que se repite en otras partes de México, donde el
dato oficial de desaparecidos ronda, como mínimo, los 13.000.
Esta
inmensa asignatura pendiente está generando una enorme ola de
descontento. Detrás de cada uno de esos expedientes hay una tragedia, un
secreto y posiblemente una historia de impunidad. Claudia Sánchez de
Heath lo sabe. Ella vio por última vez a su hijo Gerardo en la tarde de
aquel 18 de marzo en Piedras Negras.
El chico, de 15 años recién
cumplidos, estudiante de tercero de Secundaria y jugador de fútbol
americano, se dirigía a casa de unos vecinos, la familia Cruz. Iba a
comer pizza con un amigo. Al llegar le alcanzó la desgracia. Todos los
Cruz (padre, madre y dos hijos) fueron arrastrados por el vendaval. Y
Gerardo con ellos. Le subieron a la fuerza a un coche.
La desesperación se apoderó de los padres de Gerardo. Primero
intentaron contactar con “ellos”, tres meses después presentaron
denuncia. “No sirvió de nada. El alcalde nos dijo que nuestro hijo había
estado en el lugar equivocado en el momento equivocado. Ninguna
autoridad nos ha ayudado. ¿Cómo es posible que no haya pasado nada?”.
Han transcurrido más de tres años. Claudia Sánchez, la única de los
familiares que se atreve a hablar, mantiene la fe en que su hijo esté
vivo. “Yo sigo en pie, buscándolo. Cada día hay más gente conmigo”. La
mujer confía poco en la ley o la policía, su esperanza viene de otro
sitio: organiza rosarios colectivos para implorar por la vuelta de
Gerardo.
Dice que se lo llevaron por error, que igual lo tienen
“trabajando”. Y cuando se le pregunta quién, elude la respuesta, habla
de un difuso “ellos”. Luego, con amargura, susurra: “Tú no conoces al
enemigo, está en todas partes”. Claudia Heath vive en Piedras Negras,
muy cerca de Allende, en la frontera salvaje de México." (
Jan Martínez Ahrens
Allende (México), El País,
5 JUL 2014)
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