"Cuando los alemanes capitularon ante los aliados, el
joven Josef Perjell lloró la derrota. No volvió a ponerse el uniforme
para luchar en el frente ni lucir la esvástica como miembro de las
juventudes hitlerianas. Atrás quedó su convencimiento en la superioridad
de la raza y el sueño de una Alemania fuerte que dominara Europa. Hasta
ahí, lógico.
Pero el esquema se viene abajo al enterarnos de que el
verdadero nombre de aquel adolescente vencido era Solomon Perel.
Y el asombro aumenta aún más cuando nos cuenta que la última vez que
vio a sus padres fue en el gueto judío de Lodz (Polonia), de donde salió
huyendo tras haberse grabado en la memoria la orden que le dio su
madre: “¡Tú tienes que sobrevivir!”.
Cuando este miércoles, a sus 93 años,
recordaba aquello en Madrid, la conclusión sobre su comportamiento
resulta clara: “Fue un mecanismo de defensa…”. Lo comenta después de
haber dado varias charlas invitado por los colegios alemán y suizo. Allí ha contado la historia de aquel chaval que entró en las garras del monstruo para no ser aniquilado por judío y que Agnieszka Holland llevó al cine en su película Europa Europa, basada en sus memorias.
Había salido huyendo de Alemania junto a su familia.
Decidieron trasladarse a Polonia. Error. Cuando aquello se volvió una
ratonera, él y su hermano mayor escaparon más al este, hacia la Unión
Soviética. Pero la Wehrmacht no cesaba en el acoso de los judíos en
ningún frente. Cerca de Minsk, tras una persecución salvaje –“no he
visto nada igual en mi vida”, confiesa ahora–,
los pusieron en fila para identificarlos antes de mandarlos con un tiro
a la fosa común.
“Un oficial me preguntó si era judío y yo respondí que
no. No sé de dónde me salió aquella voz, con ese convencimiento. Pero
se lo creyó y me salvé”. Poco después se encontraba de vuelta en
Alemania, metido en las aulas de una escuela de Brunswick. Allí formaban
el espíritu salvaje de las juventudes hitlerianas y allí quedó interno
hasta ser reclutado para el frente.
Perel podría haber contado su historia fingiendo dotes de interpretación, como una obra maestra del disimulo. Pero cuando en los años ochenta lo confesó en su libro Tú tienes que vivir (Xorki) eligió la misma franqueza que adopta ahora: “Yo era un nazi convencido. El único judío nazi que he conocido… Macabro, ¿no cree? Me invadió la tristeza con la derrota, me creí el adoctrinamiento absolutamente.
Perel podría haber contado su historia fingiendo dotes de interpretación, como una obra maestra del disimulo. Pero cuando en los años ochenta lo confesó en su libro Tú tienes que vivir (Xorki) eligió la misma franqueza que adopta ahora: “Yo era un nazi convencido. El único judío nazi que he conocido… Macabro, ¿no cree? Me invadió la tristeza con la derrota, me creí el adoctrinamiento absolutamente.
Confiaba en la superioridad de la raza, en la selección
de las especies, en que el mundo debía pertenecer a los más fuertes y
que el destino de los débiles era caer. Me sentía uno de ellos y me
consideraban como tal. Hasta me avergonzaba de mis orígenes”.
De día ejercía de cachorro hitleriano. Por la noche,
al desnudarse y tener que disimular ante otros su circuncisión, en el
silencio del dormitorio, se acostaba con la conciencia y el fantasma de
su verdadera identidad bajo las sábanas. ¿Se siente un traidor? “No,
nunca. Yo obedecí la orden de mi madre. Le juré que sobreviviría y sigo
aquí”.
Cuando terminó la guerra, el regreso a Salomón fue
natural. Pasó dos años en Alemania hasta que en 1948 decidió emigrar a
Israel, donde vive. “Oculté mi historia durante 40 años. No se lo conté a
mi mujer ni a mis dos hijos. Pero tuvieron que operarme del corazón y
antes decidí contarlo”. Pocos se lo echaron en cara: “Ni moderados ni
ortodoxos”, dice. Le comprendieron y aún hoy le conocen bien en su país.
“Alguno salió diciendo que antes se dejaba matar a llevar una cruz
gamada. Es muy fácil pensar así cuando no corres peligro, pero si se
hubieran puesto en mi lugar, ¿qué habrían hecho?”.
Aun así, de alguna
manera se siente extraño: “Cuando acudo a reuniones de supervivientes,
me veo como un outsider. Yo no puedo compartir
recuerdos de un campo de concentración con nadie, ninguna experiencia
similar. Tampoco conozco a nadie que haya pasado por algo parecido, ni
me invade el sentido de culpa del superviviente de los hornos que
relataba Primo Levi. Creo que soy el único”.
Hoy se considera libre de aquel delirio, aunque a veces su
adiestramiento hitleriano le pese por dentro. “Incluso hoy, muy al
fondo, noto restos de aquellos años. Escucho ecos del joven Josef”. Los
suficientes como para preocuparse de las señales alarmantes que nota en
Europa y por el mundo. “Existen muchas similitudes con aquella época.
Los populismos apelan a la desesperación de la gente.
También, al
principio, la mayoría pensó que los seguidores de aquel excéntrico
llamado Hitler nunca alcanzarían el poder. Lo consideraban como vemos a
muchos líderes de extrema derecha hoy en el mundo, un loco. Y mire…”.
Tampoco cree que la receta para combatirlo sea la ambigüedad. “Ni el
centro. ¿Qué es el centro? Nada. Sólo se puede combatir el fascismo
desde un compromiso de izquierdas. Pero sin violencia". (Jesús Ruiz Mantilla, El País, 17/01/19)
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