"(...) Desde que salí de la cárcel, he tratado de vivir cada día al
máximo, tal vez en un intento de recuperar aquellos años que me robaron.
Cuando
obtuve mi anhelada libertad, algo tan normal como ir al campo, que tan
deseoso estaba de ver, me producía un verdadero vértigo. No podía
soportar un horizonte lejano, acostumbrados como estaban mis ojos a la
verticalidad y a las distancias cortas. La inmensidad me revolvía el
estómago y me producía vómitos. (...)
¿Cómo podía ser tan dura la libertad, cuando era lo que más
deseaba? Un niño nace y se adapta a la vida de forma natural, pero
estaba naciendo a los cuarenta y tres años en un extraño planeta,
completamente nuevo para mí.
Creo que fue el proceso más difícil que he
tenido que superar en mi vida. Cosas como tocar la cabeza de un niño,
pisar la hierba, mirar las estrellas sin miedo, estar con una mujer, me
dejaban noqueado. Solamente estaba tranquilo en mitad de las calles,
rodeado de edificios, o en el interior de una habitación.
El
17 de noviembre de 1961 salí en libertad. No recuerdo si hacía mucho
frío. Tan solo quería disfrutar de que ya no estaba encerrado. Era un
feliz inadaptado. Una nueva vida me estaba esperando. Entonces yo no era
consciente de que la dirección del Partido Comunista tenía preparado un
futuro para Marcos Ana fuera de España, donde consideraron que sería
más útil.
—Prepárese para salir en libertad; después de
comer, cuando se arreglen los papeles, podrá usted marcharse — me dijo
el director de la prisión.
Franco había
anunciado la libertad para todos los presos políticos que llevaran más
de veinte años en la cárcel. Fue una especie de brindis al sol, pues del
penal de Burgos, de los cuatrocientos sesenta y cinco presos que había
entonces, solamente yo cumplía el requisito. Aquello fue el éxito de la
generosa campaña mundial de Amnistía Internacional, entonces recién
nacida.
Antes de salir, avisé a mi familia y me reuní
con algunos compañeros para enviar el mensaje de mi libertad. Desde
París, el aparato del partido se pondría en marcha para sacarme fuera de
España.
Mi segunda madre, que es mi hermana
mayor, Margarita, me esperaba fuera con el tío José y un pariente que
tenía un taxi y que nos llevaría a Madrid. Nos abrazamos con fuerza; mi
hermana no paraba de besarme, de tocarme, como si aquello fuera un
milagro. Realmente lo era: había superado miles de noches y de sacas,
frío, hambre, torturas.
Y allí estaba, de pie, para salir a mi vida.
Miré una última vez hacia atrás y, aunque el penal desde fuera no
parecía tan siniestro, mis ojos adivinaban los recovecos donde quedaban
mis compañeros y en los que se hacinaría el miedo, todavía durante
varios años.
Margarita quería ir a Burgos a ver
a algunos familiares, pero yo quise alejarme de allí enseguida, aunque
la cárcel me seguiría aún como mi propia sombra. Entonces comencé a
padecer los primeros episodios de inadaptación. A los pocos kilómetros
tuvimos que parar. Estaba deslumbrado por la luz exterior y las
emociones vividas: la despedida de los compañeros, el reencuentro, aquel
mundo que pasaba por la ventanilla del coche.
Comencé a sentirme mejor
al atardecer. Por la noche me instalé en la casa de mi hermana en Alcalá
de Henares. Charlamos hasta altas horas de la madrugada. No recuerdo si
dormí bien, pero seguro que soñé con la cárcel. Las galerías de
aquellas prisiones surgen todavía hoy en mi sueños más profundos, como
una pesadilla.
Mi liberación tuvo una fuerte
repercusión internacional. El Ministerio de Información y Turismo,
dirigido entonces por Manuel Fraga, publicó un folleto: Marcos Ana,
asesino. En él se recordaban las acusaciones de asesinato por las que me
habían condenado a muerte.
Aunque ya no hay por qué, quiero decir una
vez más que nada de aquello era cierto, pues si hubiera sido así me
habrían fusilado muchos años atrás y nunca me habría salvado de morir en
el paredón del cementerio. Este libelo llegó a las embajadas de los
paises que visité durante los últimos quince años del franquismo.
Sin
embargo, a pesar de su enorme difusión, su rencor chocaba de frente con
mi mensaje solidario. Se tradujo a todos los idiomas y sus calumnias me
perseguían. Solamente la prensa más reaccionaria sigue tomando en serio
aquella sarta de mentiras. Los presos políticos españoles, con remite
desde la prisión de Burgos, indignados por las infamias, enviaron una
carta a la opinión pública de todo el mundo. (...)
Como digo, salí de la cárcel virgen y
mártir. Había entrado con diecinueve años y sin conocer a una sola
mujer de forma íntima. A veces las miraba embobado cuando caminaban por
la calle y las seguía durante un ratito. Para mí eran algo completamente
nuevo. Hay una mujer, Isabel, que me ayudó mucho en este trance.
Un
día, paseando por la calle, me encontré con José Luis, el hijo de los
dueños de la tienda donde había trabajado de dependiente hasta que
empezó la guerra. Se mostró muy contento de verme. Me llevó a tomar algo
y, después, me invitó a visitar un cabaret. Al principio me pareció que
aquello no era muy moral. Pero la excitación que me produjo la
invitación ganó la partida.
En el cabaret había mujeres bailando con muy
poca ropa, iban de acá para allá, charlando con otros hombres. Mi amigo
me avisó entonces de que tenía que marcharse, pues llegaba tarde a una
cena que había organizado en su casa. Se alejó un instante de mí y
regresó con una mujer muy joven y atractiva.
Le dio un sobre con dinero y
le dijo: «Esto es para que pases la noche con mi amigo». Yo estaba un
poco bloqueado ante la presencia de aquella hermosa mujer que me
invitaba a que fuésemos a un hotel. Entonces, aterrorizado, le dije que
prefería pasear un poco, ir despacio, y no me quedó otra que contar la
verdad: aquella era mi primera vez.
Ella, conmovida, me tomó de la mano y
salimos a pasear. Me invitó a cenar en un lugar de la Plaza de España y
me escuchó como quien atiende a un niño contar sus miedos. Fue muy
cariñosa. Finalmente fuimos a un hotel del centro, creo recordar que en
la calle Echegaray. Volví a avisarle, lleno de inseguridad:
—No sé qué hacer ahora.
Y ella, acariciándome, me dijo:
—No te preocupes, que tú no tienes que hacer nada.
Pasamos la noche juntos. A la mañana siguiente
ella trajo chocolate con churros para desayunar. Me dejó en la chaqueta
el sobre con el dinero y una nota: «Para que vuelvas esta noche».
Estuve pensándolo todo el día. Deseaba que pasasen las horas, pero
finalmente no fui. No quería romper la magia de aquella primera noche
juntos.
Al día siguiente, caminando por la calle, pasé por delante de
una floristería y entré. Gasté las quinientas pesetas que había en el
sobre en un enorme ramo de flores. Fui al hotel y le dejé el ramo junto
con una nota: «Para Isabel, mi primer amor».
Aunque su cariñoso recuerdo me visita con frecuencia, nunca volvimos a vernos.
Todos los días, a una determinada hora, tenía
que estar en casa para recibir una llamada del aparato del partido, que
trabajaba para sacarme de España. Una mañana, un hombre de rostro amable
vino a buscarme. Intercambiamos una consigna y me hizo saber que una
pareja joven me esperaba en un coche en la calle.
Emprendimos el viaje,
que transcurrió tranquilo. Al llegar a la frontera, en Irún, nos
desviamos de la carretera unos kilómetros, me entregaron un pasaporte
falso y me aleccionaron sobre las posibles preguntas que podrían hacerme
los agentes.
Intentaron enseñarme a pronunciar el nombre francés que
aparecía en el pasaporte, pero no podía decirlo con naturalidad, no se
me dan bien los idiomas. Así que la mujer me puso una bufanda y me dijo
que me hiciera el enfermo.
—No hay necesidad de que hables.
Muy tranquila, cuando llegamos a la frontera entregó los pasaportes y dijo al agente de aduanas:
—Tenemos prisa, mi marido está muy enfermo.
Así crucé la frontera española y entré en
Francia, mi futuro hogar en el exilio hasta la llegada de la democracia
española. Entonces, por primera vez, me sentí liberado. Se disipó el
miedo. Podía hablar, moverme y salir y entrar sin reparar en que alguien
estuviese al acecho. Era una sensación nueva.
Paré a dormir con la
joven pareja en un hotel cuando ya nos habíamos alejado lo suficiente de
España. Tiempo después descubrí que aquella aguerrida mujer se llamaba
Lolita, Dolores Sánchez. Y el chófer era su marido.
En
París, formalmente documentado como refugiado político, empezó una
vorágine. Mi vida pública marcaría el rumbo de los años venideros.
En mitad de aquella incesante actividad seguía intentando adaptarme
a la vida, con sus momentos extraños y traumáticos. Esta difícil puesta
en marcha fue especialmente complicada con las mujeres, cuya presencia
seguía removiendo mis complejos e inseguridades más profundas.
La
cultura masculina de la época poco me ayudaba a solventar mis dudas y
bloqueos. Bravucones y llenos de mofa, al oír mi historia, los hombres
lo único que hacían era ensalzar sus hazañas y conquistas, y aquello me
hacía aún más inexperto y pequeño a su lado.
Puede parecer una tontería,
pero para mí no lo fue. Yo era entonces un torpe sentimental que con
cuarenta y tres años no sabía desenvolverse bien con las mujeres. Mi
aprendizaje tuvo lugar a fuerza de anécdotas. (...)
Poco
a poco, tras la libertad, me fui convirtiendo en un hombre normal, es
decir, logré adaptarme a la vida. Pero nunca dejé de pensar en los
presos que continuaban en las cárceles. En lugar de encontrar refugio en
la familia y desquitarme con ellos del tiempo perdido, mi decisión fue
ponerme en marcha: llamé a las puertas de todo el mundo llevando el
mensaje de aquellos que había dejado atrás. Nunca me sentiré libre si
hay un hermano prisionero. Ni entonces, ni ahora.
Por eso he seguido
viajando a aquellos lugares donde no hay libertad: al Sáhara, a
Palestina, siempre bajo la bandera de la solidaridad, para conocer la
situación de otros pueblos. Mi experiencia me ha hecho ser muy sensible a
cualquier tipo de injusticia, pero no es necesario pasar por la cárcel
para sentir que todos formamos parte de lo mismo y que la justicia debe
repartirse tanto aquí como en cualquier lugar del mundo.
Marcos Ana
Vale la pena luchar" (Búscame en el ciclo de la vida, 17/11/16)
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