"Hace 80 años en la noche del 22 al 23 de julio los cañones zumban en
Triana, Macarena o San Julián, se forman barricadas en todos los barrios
que están con la República. La Sevilla roja se agita pero Queipo
aplasta la resistencia sin misericordia.
Detrás quedan, a la luz del
amanecer, las barricadas, los palos y las escopetas de caza, el gran
armamento de la resistencia que guarda el recuerdo de la lucha El coraje
por la defensa de la República se encuentra desparramado por las
aceras. Allí permanecerán los cuerpos para escarmiento.
La gran
población obrera tenía que ser obligada a aceptar el nuevo orden por
medio del terror antes de que los militares nacionalistas pudieran
dormir tranquilos.
Para consolidar su supremacía en Sevilla, Queipo contó con la Legión,
al mando de Antonio Castejón Espinosa, y con los Regulares de Marruecos
llegados desde Cádiz, A pesar de todo este tropel cuartelero el general
tiene problemas. Uno de ellos era la organización de la represión de
sus adversarios y que resolvió con el nombramiento de un capitán llamado
Manuel Díaz Criado como delegado de Orden de Público
para Andalucía Occidental y Extremadura.
Este individuo ya tenía un
glorioso historial conspirativo y delictivo desde la proclamación de la
República y, sin lugar a dudas, reunía un brillante perfil para el
puesto: era un sádico. Sin pérdida de tiempo, se fue a tomar posesión de
su cargo y poner a la policía a sus órdenes, a la par que reunía a su
alrededor un equipo de fieles seguidores compuesto con lo más granado de
personajes ávidos de sangre, los que aplicarían la nueva justicia en
España.
Pero Queipo tropezó a su vez con un nuevo problema. Tenía que matar a
mucha gente, decenas y decenas de “rojos”, y eso creaba dificultades
logísticas y operativas importantes ,así que hablo con el partido de
Falange, que tan ardorosamente apoyaba la sublevación y contaban con
hombres de gran abnegación y entrega, de tal manera que ofrecieron al
señor delegado una recién creada Brigadilla de Ejecuciones
(el nombre se lo dieron ellos) formada por voluntarios y dirigida por
el Vieja Guardia Pablo Fernández Gómez, que se encargaría de asesinar a
todos aquellos que el señor delegado dispusiera.
Empezaron muy pronto a funcionar y demostraron con creces el gran
arrojo y valentía que tenían en eso de disparar a hombres y mujeres
amarrados por los codos. Lo único desagradable eran los gritos, los
insultos o que muchos de esos rojos no se dejaban matar y se negaban a
andar hacia la tapia, de tal forma que había que matarlos al bajar del
camión y dejarlos tirados por el campo a las afueras de la ciudad. Ya
pasaría luego “el camión de la carne” y los recogería.
Pero aquí no acaba la historia, a estas Brigadillas de Muerte, se sumaron los terratenientes sevillanos, los señoritos y el mundo del toro. El más destacado fue el torero El Algabeño,
otro asesino en serie al frente de una cuadrilla de pistoleros. Se
ofreció enseguida a Queipo de Llano para realizar el trabajo sucio de la
represión encabezada por este militar golpista.
Bien formando parte de
la camarilla de guardaespaldas de Queipo o matando a quien se pusiera
por delante. Empezaron a trabajar en Sevilla dando un buen repaso a los
barrios obreros, Pero en lo que verdaderamente destacó, y por lo que
pasó a formar parte del imaginario fascista, fue en el llamado
“saneamiento de los campos”.
Desde el principio del golpe militar,
unidades voluntarias e irregulares de caballería financiadas por el
capital latifundista andaluz, se hicieron dueñas de la campiña,
buscando, acosando y asesinando a cuantos jornaleros les parecieran
sospechosos de izquierdismoé García Carranza, el Algabeño,
mataba porque sí, porque poner cartuchos de dinamita en el cuerpo de
los jornaleros y hacerlos estallar era motivo de conversación y
vanagloria machista mientras se tomaba unas manzanillas en cualquier
bar.
Ese fue el núcleo de un grupo de pistoleros que aterrorizó
inicialmente a la ciudad y que luego sembró el miedo en los campos, una
“policía montada”, que llegó a utilizar garrochas para reducir a los
campesinos fugitivos, en una sórdida atmósfera donde abundaban piquetes
falangistas o requetés, sin descuidar a los paramilitares.
Emulando sus
tardes de gloria taurina, hay algún testimonio que asegura que El
Algabeño llegó a torear a algunos presos utilizando su fusil como
muleta. Autor de numerosos crímenes de guerra, el diestro de La Algaba
murió como consecuencia de las heridas sufridas en la batalla de Lopera
contra las Brigadas Internacionales. Eso sí, en virtud de sus méritos,
Franco le nombró a título póstumo teniente honorario de
Caballería.
Pero no queda ahí la cosa. La represión de Queipo no acabó en los
paredones y en las cárceles que muy pronto se multiplicaron. También en
las prohibiciones. Prohibido el luto. Prohibido llorar en público.
Prohibido inscribir a los muertos.
De manera que aquellos que murieron defendiendo la legalidad
republicana en las barricadas de Triana y Macarena, los detenidos que
asesinaron dándoles el “paseo”, no se encuentran inscritos en ninguna
sitio, no están, no existen. Solo existían en el recuerdo de las
familias y estaban tan aterradas que pasaron muchos años antes de que
alguien hablara y contara lo que había oído entre susurros a la abuela.
La política del miedo funciono a la perfección.
Todavía le faltaba al general dar más énfasis criminal, se le ocurrió
que estaría bien torturar a los rojos a través de las ondas. Así que,
desde los micrófonos de Radio Sevilla cada noche el pueblo escuchaba
despavorido sus soflamas radiofónicas, su voz tenebrosa que lo
impregnaba todo de miedo:
“Y ahora tomaremos Utrera, así que vayan sacando las mujeres sus mantones de luto”
“Canalla marxista! Canalla marxista, repito, cuando os cojamos sabremos cómo trataros”
Seguía retumbando su voz´. (Sol López-Barrajón, Memoria Pública, 22/julio/16)
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