"El progresivo desmoronamiento del Frente Norte durante la
Guerra Civil condujo a una situación caótica para la situación de los
prisioneros. Santander, Santoña, Laredo, Castro Urdiales y Torrelavega
se convirtieron en grandes prisiones por las que pasaron decenas de
miles de soldados republicanos a la espera de su clasificación para ser
destinados al ejército, ser utilizados como mano de obra forzada, ser
enviados a prisión o, directamente, ser "paseados".
Se
aprovecharon todos los grandes edificios para encerrarlos sin tener en
cuenta las condiciones de habitabilidad. Lo fundamental era que los
muros pudieran contener en su interior un elevadísimo número de
prisioneros. Dormían en el suelo en grandes salas, sin apenas espacio
para darse la vuelta, vestidos y, en el mejor de los casos, sobre una
manta. Por la noche permanecían encerrados sin acceso a las letrinas,
haciendo sus necesidades en recipientes improvisados en la misma
estancia. En otros casos, como el de los recluidos en la Plaza de Toros
de Santander, tuvieron que dormir durante semanas sentados a la
intemperie, lloviera o no, a la espera de su traslado.
La concentración de prisioneros llegó hasta tal punto que
fue necesario redistribuirlos por otros campos. Los enviados a Santoña o
Bilbao viajaron en las bodegas de barcos cargueros, mientras que al
resto se le transportó en vagones de mercancías. Con esto se conseguía
un objetivo secundario, alejarlos de sus familias.
El
hambre es una constante en los testimonios que se han recogidos de las
personas que vivieron aquella situación, independientemente del campo o
la prisión en el que estuvieran encerrados. Los tres primeros días de
reclusión no recibieron alimento alguno, y cuando se empezó a distribuir
comida, como explica Honorato Gómez, no les facilitaron ni platos ni
cubiertos:
"A los tres días nos dieron un poco de arroz cocido. No teníamos ni platos, ni cuchara, ni nada. En los pañuelos, que estaban asquerosos, echábamos el arroz y lo comíamos. Teníamos latas de escabeche de cinco kilos, que las utilizábamos para orinar, allí echábamos el arroz y lo comíamos…".
Cuando se estabilizó la
intendencia de los campos, ni la calidad ni cantidad de la comida mejoró
mucho. Julián Izquierdo se quejaba así:
"No se comía nada bien. Nos daban garbanzos con gusanos de hace más de cuarenta años. Lo peor que había para nosotros era a ver si nos moríamos pronto".
Los prisioneros que estaban en el Penal de El Dueso llegaron a comer hierba para quitar la sensación de hambre:
"En El Dueso nos daban una sardina arenque para comer y otra para cenar. En otras ocasiones nos daban un poco de cebolla cocida con agua y echaban unos huesos limpios, de los que ahora las carnicerías llevan para molerlos. Al que le caía un hueso en el plato, le tenías en el patio todo el día hasta que roía el hueso, igual que los perros. Los que salían a la finca, cogían la hierba y la metían para adentro. Yo he comido hierba igual que una vaca, porque no había más. Había un promedio diario de tres que se morían de hambre, no de enfermedad. Los veías hoy esqueléticos y al día siguiente inflados, la avitaminosis, a morir".
Con
la clasificación de los prisioneros se pretendía apartar los «cuerpos
enfermos» de la «comunidad nacional». Por su parte, a través del
adoctrinamiento ideológico y la disciplina, se buscaba recuperar a los
que no estaban totalmente perdidos "a través del trabajo, el amor a la patria, la paz verdadera y la regeneración de sus ideologías".
En la tarea de "la recuperación moral, social y
patriótica de dicho personal", el capellán y la creación de figuras
punitivas, como la de los Batallones de Trabajadores, ocuparon una
posición central. Mientras permanecían en los campos, los prisioneros
eran obligados a desfilar cantando el 'Cara al sol', a acudir a misa, a
recibir charlas de adoctrinamiento y a gritar las consignas
falangistas. El castigo físico formaba parte de la rutina diaria. La
indisciplina, como no saludar a la bandera o no cantar los himnos,
resultaba castigada severamente.
Los prisioneros del
Campo del Seminario de Corbán tuvieron que cavar fosas en el cementerio
de Ciriego para enterrar a los fusilados y al día siguiente ir a echar
cal viva sobre los cuerpos, sin saber si los próximos en correr esa
suerte serían ellos mismos. Las cifras de ejecutados en los últimos
meses de 1937 hablan de 510 fusilados en El Dueso y 357 en Santander; a
las que habría que añadir las ejecuciones irregulares a cargo de
falangistas, que se presentaban en los campos de concentración o en las
cárceles reclamando prisioneros para su fusilamiento. Son las personas
que se hallan sepultadas en las más de 150 fosas comunes que hay
esparcidas por la comunidad y que oficialmente no fueron registradas.
Aquellos considerados como irrecuperables
eran enviados al Tribunal Militar para ser juzgados a la espera de ir a
prisión o al paredón. El resto debía realizar trabajos forzados en los
Batallones de Trabajadores o pasar a formar parte del ejército
franquista. A los que fueron destinados a los Batallones de Trabajadores
se les impuso una jornada mínima de 9 horas, ya fuera cavando
trincheras o prestando servicio en empresas privadas o para el propio
estado. Así debían redimir la culpa de haber defendido el gobierno
legítimo de la República.
La finalidad de los campos
de concentración no era el extermino de los prisioneros republicanos. Lo
demuestra, por ejemplo, las decenas de miles de ellos que hasta 1942
fueron enviados a los Batallones de Trabajadores como mano de obra
forzosa. Las malas condiciones en que estuvieron retenidos y la carencia
de atención médica provocaron un número difícil de cuantificar de
muertes por enfermedad al que habría que sumar la cifra, igualmente
incalculable, de víctimas de ejecuciones extrajudiciales.
La falta de condiciones higiénicas de los campos, la
escasez de letrinas y de agua potable facilitó la propagación de
enfermedades contagiosas y de chinches y piojos, que se convirtieron en
una plaga entre los prisioneros. Estas circunstancias son la razón de
que las principales causas de mortalidad, sin tener en cuenta las
ejecuciones, estuvieran relacionadas con la falta de higiene y con el
hambre (lo que contrasta con los informes de la Inspección de Campos de
Concentración de Prisioneros, que indicaban que tenían un superávit de
dinero en las partidas destinadas a la alimentación de los prisioneros).
En
los partes de defunción se recogen como causas más frecuentes: la
avitaminosis o la caquexia, fuent que hacían referencia a la falta de una
alimentación adecuada y suficiente; las fiebres tifoideas, que se
propagan por agua o alimentos contaminados por restos fecales, y la
tuberculosis.
El caso más llamativo se dio en Santoña,
donde la mala instalación higiénica de los campos contaminó los
manantiales de agua potable que abastecían a la población, llegándose a
registrar índices casi epidémicos de fiebres tifoideas. Esto no impidió
que en marzo de 1938 se instalara un nuevo campo de concentración en el
Instituto Manzanedo con 960 prisioneros.
A pesar de
que existieron 770 camas en hospitales para los prisioneros, la atención
médica que recibían era muy precaria: en la práctica se atendían
enfermedades contagiosas de fácil transmisión. El tratamiento que se
prestaba estaba limitado por la máxima de que los prisioneros no podían
tener un trato similar al de los soldados franquistas. El régimen de
vigilancia y control de los hospitales era similar al de los campos.
En
resumen, la vida de los prisioneros en los campos de concentración
franquistas, en palabras del historiador Javier Rodrigo, consistió en "traslados,
piojos, frío, hambre, sed, humillación, aculturación y castigo. Esas
fueron las grandes vivencias de los internados en los campos
franquistas. Y, por supuesto, la enfermedad: un aspecto crucial para
entender la vida cotidiana en esos campos puesto que, a todas luces, esa
fue la causa principal de mortalidad en ellos". (eldiario.es, 28/09/19, fuente: Desmemoriados.org)
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