"Cuando Estados Unidos sufrió los atentados del 11 de septiembre de
2001, su gobierno utilizó la ocasión para bautizar su nueva campaña
imperial como “guerra contra el terrorismo”.
Se invadieron países, se
destruyeron Estados y sociedades enteras, se legalizó la tortura y se
crearon centenares de cárceles secretas en decenas de países al margen
de todo derecho. Miles de sospechosos pasaron por una de ellas,
Guantánamo, que continúa abierta. Aunque el nivel de los crímenes del
gobierno chino en lugares como Tibet o Xinjiang no llegan, ni de lejos, a
esas enormidades, hay cierta pauta común.
China también sufrió serios atentados. Por citar algunos, en 2009 una
violenta revuelta de la minoría uigur en Urumchi, la capital de
Xinjiang, dejó un abultado balance de incendios y saqueos, y unos 160
muertos, casi todos ellos chinos han a manos de uigures. En
2013, activistas uigures arrollaron a la multitud con un coche en la
Plaza Tiananmen de Pekín (cinco muertos).
Cuatro meses después, en marzo
de 2014, otro grupo uigur atacó con cuchillos indiscriminadamente en la
estación de autobuses de Kunming, en el sur de China, matando a treinta
personas e hiriendo a más de un centenar. Miles de uigures nutren como
guerrilleros las filas de los grupos armados yihadistas en Siria e Irak.
La respuesta china a esta realidad se ha visto agudizada por la
estrategia de la nueva ruta de la seda (BRI), que traza importantes ejes
comerciales y logísticos a través de Asia Central, cuya puerta china es
la región de Xinjiang. Por un lado hay que aplastar al yihadismo local,
por otro hay que “normalizar” una importante puerta de salida de la
nueva ruta de la seda.
“Reeducar”
La política china para “estabilizar” Xinjiang recuerda más a las
“campañas de reeducación” de la Revolución Cultural maoísta que a la guerra contra el terror
de Washington. La diferencia con la época de Mao es que si entonces era
la gente de la ciudad la que era enviada al campo para reeducarse,
ahora es un ejército de semivoluntarios chinos de las ciudades quienes
acuden a las zonas rurales para “reeducar” a los uigures, considerados
como una especie de atávicos y peligrosos paletos.
Desde 2014 cerca de un millón de funcionarios chinos han sido
enviados a hogares uigures a convivir en ellos durante ciertos periodos
con el objetivo de “enseñarles a vivir correctamente”. Se trata de que
los uigures seleccionados aprendan a beber cerveza como estos “hermanos
mayores” que ni rezan a Alá, ni se dejan barba, ni se ponen pañuelos.
En
2018 el diario oficial chino Global Times informó de que 1,1
millón de funcionarios habían sido asignados para estas humillantes
experiencias de convivencia a 1,69 millones de “ciudadanos de minorías
étnicas en Xinjiang” (léase uigures y también algunos kazajos).
Estos
visitantes realizan un informe de la familia asignada y valoran su nivel
de aceptación del modo chino de vida: su apego a la tradición patriarcal y a la religión se considera una especie de enfermedad. En los casos más graves, el enfermo
será ingresado en los llamados “Centros de transformación a través de
la educación”, también designados como “centros de enseñanza contra el
extremismo” o “centros de enseñanza vocacional”. Esta realidad es
descrita por el antropólogo Darren Byler como “paternalismo violento”.
Una mina para la propaganda
Desde esta realidad, los aparatos de propaganda de Estados Unidos, a
través de Radio Free Asia, las ONG´s vinculadas a la CIA, senadores como
el ultra Marco Rubio ( y desde allí los habituales medios de
comunicación del establishment), han lanzado desde hace más de un año una intensa campaña contra el adversario chino.
La población uigur de Xinjiang ronda los diez millones, sobre un
total de 21 millones. La campaña pretende que “un millón”, dos e incluso
tres millones de uigures, según Radio Free Asia, han pasado por estos
“campos”, lo que tiene todo el aspecto de una inflada exageración.
Sobre lo que ocurre en esos centros se sabe poco. “Muchos detalles de
ese sistema carcelario se ocultan y se desconocen, de hecho hasta el
propio objetivo último de los campos no está del todo claro”, reconocía
el New York Times en un despacho del 15 de mayo de 2018.
La
oscuridad no impide que los más audaces se tiren a la piscina: “En
China, cada día es una Kristallnacht”, titulaba el 3 de noviembre el Washington Post,
sugiriendo el holocausto uigur. Muchos testimonios periodísticos beben
de fuentes como Adrian Zenz, un académico alemán vinculado a think-tanks ultraconservadores y al World Uyghur Congress, financiados por tapaderas de la CIA como el National Endowment for Democracy (NED). Nada fiable.
Esta campaña que ha llegado profusamente a las páginas de nuestra prensa establishment,
apenas ha tenido eco en países musulmanes. China ha llevado a cabo allí
una contracampaña, invitando a clérigos musulmanes a visitar Xinjiang.
En Indonesia, principal país asiático musulmán, se ha neutralizado por
completo la acción realizada por la embajada de Estados Unidos.
“Funcionarios americanos en Yakarta se han dado cuenta de que la
embajada china en Indonesia ha hecho el mismo trabajo que ellos, pero
con un mayor presupuesto”, se queja amargamente esta semana el Wall Street Journal.
La opinión indonesia sobre “los campos de concentración para uigures”
ha cambiado después de que los chinos invitaran a una delegación de
personalidades indonesias a Xinjiang.
Más allá de esta guerra de propagandas, lo que está claro es que la
situación en Xinjiang no es un “contubernio extranjero”, sino que es un
problema interno muy serio que el adversario imperial intenta utilizar.
Sus elementos son: una cruda represión, una autonomía sin verdadera
soberanía, rechazo, paternalismo y control hacia la cultura tradicional
islámica más allá de lo puramente folclórico, una modernidad que los
uigures no pueden gobernar y que consideran destructiva, y, finalmente,
una angustia demográfica derivada del constante incremento de población han en su región, en la que ya no son mayoría. En resumen, un catálogo muy parecido al de Tibet.
¿Quiénes son?
Si dividimos las más de cincuenta nacionalidades reconocidas en China en dos grupos según su grado de afinidad con los chinos han,
los uigures son la mayor minoría del grupo de los más diferentes.
Muchos de ellos sienten una gran aversión hacia la cultura china, que
es, al mismo tiempo, la que les aporta la modernidad. Esa situación les
crea un conflicto muy complicado.
En la idiosincrasia uigur, la religión
desempeña un papel central. El islam es la esencia de su reivindicada
diferencia con la cultura china. Es un atributo nacional. Ese atributo
está secuestrado por el enojoso control ejercido sobre la religión por
la administración china. Y ese control es un dato milenario de la
“correcta y natural” tradición política china hacia las religiones, algo
inaceptable para una cultura de tradición religiosa como la uigur.
En Xinjiang, como en Tibet, el Estado se mete en cuestiones como el
control de los clérigos, la prohibición de ir a mezquitas a los menores
de dieciocho años, e incluso en el llevar barba. La religión es refugio.
Otros refugios menos importantes como la arquitectura tradicional
llevan años siendo demolidos sin contemplaciones por el martillo de la
modernización. En la antes pintoresca ciudad de Kashgar, la
administración hace lo mismo que se hizo en Pekín con los barrios
tradicionales de hutong: sanear/destruir.
Que no haya condiciones para una autonomía real en Xinjiang no solo
tiene que ver con defectos del gobierno chino. El nacionalismo uigur es
tan poco democrático como el gobierno chino. En su vertiente religiosa
es integrista, y en lo poco que queda de su tradición laica panturquista
es ferozmente excluyente y agresivo. Por ahí tampoco hay que hacerse
excesivas ilusiones.
Los uigures suelen ser comparados con los tibetanos, pero en
realidad están peor. En condiciones normales en Xinjiang hay más
represión y más miedo que en Tibet. El patrocinio extranjero y de
diversas onegés del irredentismo uigur es mucho menor. Los uigures son
musulmanes, una religión poco “sexy” en Occidente, al lado del budismo
tibetano. Y finalmente, no hay un líder nacional uigur comparable al
Dalai Lama.
Es poco probable que Pekín cambie su política esencial en Xinjiang.
Los chinos están convencidos de que la modernización, el desarrollo
económico, aliviará y suavizará poco a poco esos conflictos nacionales,
pero la realidad es tozuda, y sugiere que una modernización que se
percibe como foránea y disolvente de la propia cultura no hace más que
exacerbar el desafío." (Rafael Poch, CTXT, 18/12/19)
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