"La colonia penitenciaria de Rikers Island está clavada en un trozo de
tierra que emerge del East River. La única vía de acceso al enorme
correccional es un puente desde el barrio neoyorquino de Queens. Lleva
tres minutos recorrerlo con el autobús de la línea Q100. Es el tiempo
que necesita Hannah para retocarse antes de dejar todas sus pertenencias
en la taquilla y pasar a ver a su novio. Ahí estuvo ella encerrada
antes por drogas.
Al llegar al centro de visitas, un par de guardias suben e invitan a
los pasajeros a dejar cualquier droga o arma antes de bajar. Al abrirse
las puertas se siente un fuerte olor a queroseno. Todos se ponen en fila
para que les olfatee un perro en medio del estruendo de los motores de
los aviones que cruzan la bahía de Bowery en vuelo rasante hacia el
aeropuerto de LaGuardia.
El conductor del Q100 es la primera persona que encuentran los presos
de Rikers cuando son puestos en libertad. “Los sueltan a las cuatro de
la madrugada”, comenta Jorge Farez. “Salen desesperados”, indica el
empleado. Algunos le piden un cigarrillo. Otros ni siquiera pueden pagar
el billete, así que a Farez no le queda otra que hacer la vista gorda,
porque el puente no se puede cruzar a pie. “Es triste”, dice, “cada tres
meses pido cambio de ruta”.
El viaje de ida y vuelta a Rikers invita a reflexionar sobre todo lo que va mal en el sistema penal en Estados Unidos
y la masificación penitenciaria. El consejo municipal de la ciudad de
Nueva York aprobó el pasado octubre el plan definitivo para cerrar esta
prisión, a más tardar en 2026, y sustituirla por cuatro cárceles más
pequeñas en los barrios del Bronx, Brooklyn, Queens y Manhattan,
ubicadas junto a los tribunales.
La cárcel de Rikers Island abrió en 1932 como un centro de detención
temporal para las personas que esperan juicio o para convictos que
cumplían una condena corta. Está integrada por diez unidades y ocupa una
superficie equivalente a 300 campos de fútbol. Tiene capacidad para
acoger a 14.000 presos de media, aunque durante la crisis de la droga
del crack hace tres décadas llegaron a contarse más de 20.000 reclusos.
“La roca no es un lugar para un ser humano”, dice Víctor Herrera al
relatar los abusos que sufrió las dos veces que estuvo encerrado, hace
una década. “Los guardias me pegaron y me metieron durante días en una
celda aislado”. Estuvo en Rikers un total de cuatro años. La primera vez
por asalto en segundo grado y después por un caso de droga. “Sienten
que tienen la autoridad para hacerlo”, dice.
La más peligrosa
Marco Barrios corrobora sus palabras. Este veterano de la guerra del
Golfo pasó dos veces por Rikers en relación con un proceso por
asesinato. Recuerda la violencia de las peleas entre bandas. “Los
guardias no actuaban hasta que [los presos] casi se mataban [entre sí]”,
cuenta. Tuvo suerte de no haber estado en verano. Otros reclusos le
contaron que “las paredes se calientan tanto que sudan”.
El abogado Juan Cartajena la visitó como observador cuando integró la
comisión especial que elaboró las propuestas para su cierre. “Es una de
las más peligrosas del mundo”, asegura el también presidente de la
organización de derechos civiles Latino Justice. “Los que llegan ahí
tienen que adaptarse a pelear”. Es lo que hizo Tamika Graham. Estuvo en
Rikers por primera vez en 1995, con 16 años. “La piel se me hizo callo
para que la isla no me comiera viva”, relata.
Volvió 14 años después. “Nada había cambiado”, dice al hablar del
ambiente tóxico en la prisión. El 90% de la población reclusa es negra o
latina y el 40% sufre problemas mentales. Cartajena señala que el 78%
de los reos “sufre la penalidad de no tener los recursos para pagar los
1.000 dólares de fianza que le permitirán esperar en libertad su fecha
de juicio”. “Si una persona es inocente hasta que es declarada
culpable”, reflexiona, “entonces Rikers no tiene razón de existir”.
Denuncias
El alcalde Bill de Blasio colocó el desmantelamiento de la cárcel de los horrores entre sus prioridades.
Asegura que con esta acción se evitará “enviar a personas que
cometieron un error en sus vidas por un camino que solo les empeorará”.
“Creemos en un sistema judicial que se centra en lo positivo de cada
persona, en su humanidad y sus posibilidades”, declaró tras decidir el
cierre. “Creemos en la redención”.
El aislamiento del complejo provocó que durante décadas se ignorara
lo que pasaba tras sus muros. El antiguo fiscal Preet Bharara ya expuso
en 2014 el patrón de uso sistemático de la fuerza por los guardas.
Algunos edificios no contaban con aire acondicionado y había ratas por
todas partes. El Departamento de Justicia emprendió entonces acciones legales contra la ciudad al entender que se estaban violando los derechos constitucionales de los internos.
Rikers, como dijo Jonathan Lippman en un coloquio sobre centros
penitenciarios masificados, se convirtió así en “un acelerador de la
miseria humana”. Este antiguo juez lideró el panel de expertos que
recomendó su desmantelamiento. “No hay duda de que un lugar que
brutaliza al ser humano daña la seguridad pública más que protegerla”,
denuncia. “Sabíamos qué había que hacer”.
La batalla para acabar con Rikers dura ya tres décadas. Pero como
recuerda Herbert Sturz, de la fundación Open Society, el caso de Kalief
Browder fue crucial. Tenía 16 años cuando fue arrestado por robar una
mochila. Su familia no pudo pagar la fianza. Estuvo 800 días aislado y
sufrió palizas. Quedó en libertad tras tres años preso. El daño estaba
hecho y se suicidó en casa de sus padres en 2015.
Críticas
La tragedia de Kalief, comenta Sturz, “ayudó a humanizar el
problema”. El panel concluyó que la cultura de violencia está tan
arraigada en Rikers que es imposible corregirla. Pero para que se pueda
cerrar, la solución pasa antes por reducir la población reclusa.
Actualmente hay 7.300 presos. El plan es dejarlos en la mitad para poder
traspasarlos. El proyecto costará 8.700 millones.
El proceso para cerrar Rikers será complicado. El sindicato de
funcionarios de prisiones considera que es ambiguo, costoso y que
depende de que la caída de la criminalidad reduzca la población
penitenciaria. Rafael Mangual, del conservador centro de estudios
Manhattan Institute, duda de que pueda hacerse “sin dejar a gente
peligrosa en la calle”. El 60% de los reclusos esperan juicio por
crímenes violentos.
Los críticos también explican que los planes de
clausura ignoran el hecho de que la mitad de los presos liberados
vuelven a ser arrestados antes de un año. Jonathan Lippman responde que
“tratar a la gente como animales no es como debe comportarse una
sociedad moderna”. “No se puede dar la espalda a esta gente”, dice
Carmen Silva, tras llevar ropa de invierno a un amigo preso, “porque
obtienes más violencia. Hay que buscar la razón”. (Sandro Pozzi, El País, 01/12/19)
No hay comentarios:
Publicar un comentario