"Querido lector, escribo estas palabras en mis momentos de mayor
desesperación”. Así comienza un texto de Zalmen Gradowski, redactado en Auschwitz-Birkenau
en la primavera de 1944 y descubierto poco después de la liberación del
campo metido en una lata, cerca de los crematorios destruidos. Habían
deportado a Gradowski al campo de exterminio a finales de 1942.
Su
esposa Sonia, su madre y sus dos hermanas murieron asesinadas al cabo de
solo unas horas, junto con otros centenares más de judíos polacos que
iban en el mismo tren. A Gradowski lo incluyeron en un grupo mucho más
reducido, escogido para hacer trabajos forzosos, y las SS pronto lo
enviaron al temido Sonderkommando: los presos que tenían que colaborar en el asesinato en masa de otros presos.
Hasta su muerte en el propio campo, Gradowski escribió en secreto la
crónica de la interminable procesión de los condenados a las cámaras de
gas, desde sus lágrimas cuando se desnudaban hasta las cenizas que se
llevaban en carretillas. Esperaba fervientemente que algún día se
encontraran sus escritos y que pudieran ayudar a las futuras
generaciones a “formarse una imagen” del “infierno de
Birkenau-Auschwitz”. Incluso llegó a dirigirse a esos posibles lectores y
a hacer este llamamiento: “Ustedes tendrán que imaginarse la realidad”.
Auschwitz no ha caído en el olvido, como temía Gradowski. El campo
más mortífero del Holocausto, en el que las SS asesinaron a casi un
millón de judíos, ocupa un lugar central en la memoria colectiva. Pero
el Auschwitz de la imaginación popular, muchas veces, guarda poca
relación con el Auschwitz en el que vivió y murió Gradowski. Como
símbolo mundial del mal, el campo se ha separado de su realidad. Las
imágenes populares flotan alejadas de su contexto histórico y gravitan
hacia el mito y la confusión.
¿Cómo podemos cumplir con el llamamiento de Gradowski a “imaginar la realidad” de Auschwitz?
Una manera de hacer más reconocible el campo es examinar lo que el
antropólogo Clifford Geertz llamó la “vida sentida”, descubrir las
experiencias inmediatas de los prisioneros, los criminales y los
espectadores y cómo las interpretaron ellos en su momento. Mostrar estas
texturas de la vida cotidiana, lo ordinario dentro de lo
extraordinario, puede desmitificar Auschwitz y hacerlo más tangible.
Los documentos contemporáneos y los testimonios posteriores están
llenos de huellas de la experiencia vivida. Unas huellas tan abundantes,
de hecho, que necesitamos filtrarlas, ampliar los aspectos
fundamentales para verlos con más nitidez. Entre esos aspectos se
encuentra el paisaje material de la persecución. Una relación más
estrecha con los lugares y los espacios, con sus dimensiones emocionales
y sensoriales, ayuda a hacer realidad el campo y revela elementos de la
experiencia vivida que suelen permanecer ocultos en los márgenes de la
visibilidad histórica, empezando por la topografía de Auschwitz.
Después de la invasión alemana de Polonia en el otoño de 1939, los
oficiales de las SS empezaron a buscar enseguida sitios para un nuevo
campo de concentración en el que reprimir la resistencia polaca. Se
decidieron por la ciudad de Oświęcim (que los ocupantes llamaron
Auschwitz), en la Alta Silesia, atraídos por las buenas comunicaciones y
un enorme complejo cuartelario a las afueras que iba a ser el núcleo
inicial del nuevo campo. Pero el ambiente local no era demasiado
hospitalario y, en años sucesivos, los hombres de las SS se quejarían a
menudo de las malas condiciones de trabajo —de los insectos y las
infecciones—, de las que responsabilizaban, en su mentalidad colonial,
al “primitivo Este”.
Lo que para los ocupantes era una molestia demostró ser una amenaza
existencial contra los prisioneros debilitados por los malos tratos de
las SS. Hambrientos y enfermos, para ellos el mundo natural era un
adversario más. Cada mañana, angustiados, comprobaban cómo estaba un
tiempo impredecible, porque cada estación acarreaba su propia tortura.
En primavera y otoño, las lluvias copiosas y los fuertes vientos
empapaban a los que trabajaban al aire libre y creaban un espeso mar de
barro. “Cuando llueve, tenemos ganas de llorar”, escribió Primo Levi.
El campo cambiaba de aspecto de un día para otro, a medida que se
derribaban, se ampliaban y se construían edificios. Las nuevas
estructuras, una vez terminadas, se incorporaban al tejido de la vida
diaria. Los crematorios de Birkenau, construidos en 1942-1943, eran
recordatorios implacables de lo que aguardaba a muchos presos
seleccionados para los trabajos forzosos. Aunque pocos veían
directamente los edificios, siempre los tenían presentes: los
prisioneros olían la carne quemada y veían el destello rojo de noche y
el humo espeso de día.
Ahora bien, las obras no solo servían para consolidar el dominio de
las SS. También creaban, involuntariamente, espacios para que los
prisioneros se buscaran la vida. Cuantos más contratistas civiles
trabajaban en el campo, más oportunidades había de trueques y sobornos.
Todo el abigarramiento y toda la agitación hacían más difícil el
control, porque los obstáculos en las líneas de visión permitían llevar a
cabo actividades ilegales. Los presos siempre intentaban lo que el
historiador Tim Cole denominó “estrategias espaciales de supervivencia”,
fijar lugares clandestinos para hablar, rezar y cocinar, e incluso para
emborracharse.
Algunos investigadores creen que los campos como Auschwitz fueron
lugares de dominio total de las SS. Desde luego, eso era lo que los criminales querían
que fueran. Pero sus diseños monumentales, muchas veces, se parecían
poco a la realidad terminada. Las prioridades cambiaban una y otra vez, y
los arquitectos de las SS veían sus planes desbaratados por el
desabastecimiento, el mal tiempo y (lo más importante de todo) las
muertes masivas de sus trabajadores esclavos. A la hora de la verdad,
las visiones grandiosas tenían que dejar paso a chapuzas. Es un error
pensar en Auschwitz como una máquina totalitaria que avanzaba en línea
recta y por una vía única.
Los movimientos y la fluidez también configuraban los límites que
dividían Auschwitz en zonas diferenciadas. En general, dichos espacios
eran creaciones de las SS, pensados para aislar a los presos con arreglo
a criterios como el estado de salud, la edad y los orígenes. Pero, a
pesar de su poder, las SS no eran omniscientes. Los oficiales solían
evitar el contacto estrecho con los presos, por temor a que los atacaran
o les contagiasen enfermedades. Las verjas no solo estaban para impedir
huidas; también para que los prisioneros se mantuvieran lejos de los
oficiales.
El límite más importante era el que separaba el campo del exterior.
Auschwitz era “un campo de concentración alemán”, advirtió el obersturmführer
Karl Fritzsch a los primeros presos polacos en junio de 1940, sin “más
salida que la chimenea del crematorio”. Sin embargo, la mayoría de los
presos estaba en su recinto solo de noche. De día traspasaban las
alambradas para hacer trabajos forzosos, estrechamente vigilados por
guardias armados. Otros guardias observaban desde unas torretas que
formaban largas cadenas alrededor de la “zona de interés” de las SS. Por
la noche, después de que los presos hubieran vuelto, las cadenas de
puestos de vigilancia se retiraban. Es decir, los límites del campo de
Auschwitz se extendían y contraían a diario.
Para las SS, el objetivo del límite exterior era controlar a los
prisioneros, además de la circulación de las mercancías y el
conocimiento. Pero el hecho de que los presos trabajaran fuera hacía
inevitablemente que resultara más poroso y creaba espacios de contactos
clandestinos entre ellos y la población polaca. Además, los habitantes
locales, esposas de los soldados, trabajadores del ferrocarril y
policías alemanes transmitían noticias sobre los crímenes de las SS.
Como consecuencia, pronto empezaron a extenderse por la ciudad de
Auschwitz rumores y algunas pruebas.
Ninguna valla podía impedir que
soplaran vientos pestilentes desde Birkenau hasta la estación de tren y
más allá. Un día, en algún momento después de su llegada a Auschwitz
desde Berlín, una profesora alemana volvió a casa y se encontró su mesa
cubierta en algo que parecía ceniza de cigarro. Su casera explicó que
eran “cenizas humanas” del campo, donde estaban “otra vez quemando a
algunos en el crematorio”.
Los aspectos materiales del asesinato de masas —el olor, el humo, los
restos quemados— ponen de relieve la importancia de los sentidos en
Auschwitz. Para los prisioneros, algunos de los cuales hablaban de cómo
se les habían agudizado el olfato y el oído, los sentidos eran
esenciales para su propia supervivencia. Por ejemplo, el ritmo diario
del campo se medía en función de los gongs, los timbres, las sirenas y
los silbatos. A falta de relojes, esos sonidos del poder de las SS eran
los que marcaban el ritmo de su vida y gobernaban sus movimientos.
Cualquiera que perdiera el compás estaba en peligro.
No obstante, los sentidos, pese a toda la importancia que tenían para
los prisioneros, no suelen figurar en los estudios sobre Auschwitz. En
los setenta, el investigador pionero sobre el Holocausto Terrence Des
Pres advirtió que “tendemos a olvidar cómo olían y qué aspecto tenían
los presos de los campos”. Pocos historiadores han seguido sus huellas
para examinar los elementos más viscerales de la vida diaria en los
campos, tal vez por miedo a empañar la dignidad de las víctimas. Pero
ocultar la realidad corporal de los malos tratos de las SS no sirve más
que para esterilizar los campos y santificar a las víctimas, lo que crea
todavía más mitos.
Para imaginar Auschwitz, hay que imaginar una agresión constante a
los sentidos. En su obra, Des Pres describía la “agresión excrementicia”
de los campos, con los prisioneros y los recintos impregnados en heces y
orina. Des Pres se equivocó al pensar que esta era una estrategia
deliberada de las SS para degradar a los prisioneros; en realidad, la
diarrea descontrolada era consecuencia de unas raciones de hambre y la
superpoblación. Pero sí hizo bien en explorar los aspectos olfativos de
un lugar como Auschwitz. Al fin y al cabo, los excrementos estaban en
todas partes, y la diarrea —que obligaba a algunos presos a vaciar los
intestinos más de 20 veces al día— humillaba y debilitaba profundamente a
las víctimas.
Peligro constante de ser enviado a la cámara de gas
El olor también era un fuerte indicador de las jerarquías de los
prisioneros y las reforzaba todavía más. Unos pocos privilegiados tenían
acceso a agua, medicinas, ropa limpia, a veces incluso perfume, que
“organizaban” en los almacenes donde se guardaban las propiedades de los
judíos asesinados. En cambio, los presos que ocupaban el escalón
inferior eran los que desprendían el olor más penetrante, vivían con el
rechazo de los demás y estaban en peligro constante de que los enviaran a
la cámara de gas.
En cuanto a los guardias y sus cómplices, el olor confirmaba su
imagen de los prisioneros como seres infrahumanos: peligrosos, sucios y
llenos de enfermedades. Había muy pocas excepciones. Los presos que
trabajaban en los despachos podían lavarse con más frecuencia y tenían
mejores uniformes, para ahorrar a los jefes de las SS los olores más
ofensivos y las posibles enfermedades. Pero no todos se quedaban
tranquilos. El unterscharführer Bernhard Kristan, del
Departamento Político, tenía terror a tocar el picaporte de un despacho
en el que trabajaban judíos como administrativos, y lo abría con el
codo. Es evidente que el miedo era omnipresente no solo entre los
prisioneros sino también entre los oficiales.
Lo cual dirige nuestra atención hacia el rico paisaje emocional del
campo, otro elemento de la experiencia vivida que sigue siendo, en gran
parte, una página en blanco. Un estudio sistemático de las emociones en
Auschwitz podría empezar por el concepto de “comunidades emocionales” de
Barbara Rosenwein, unos grupos que distinguen los sentimientos
deseables de los que no lo son y prescriben formas específicas de
expresarlos. Las SS de los campos eran una comunidad emocional de ese
tipo, y una de sus reglas era que el personal no debía mostrar empatía
hacia los prisioneros. El desasosiego ocasional sobre la suerte de
alguna víctima concreta, como un niño que lloraba, podía tolerarse en
privado. Pero las manifestaciones abiertas de malestar o desolación
estaban estrictamente prohibidas.
En sus memorias, el comandante de Auschwitz Rudolf Höss habla de cómo
reprimía sus sentimientos de malestar durante los asesinatos. Su
distorsionado ideal emocional era el del “soldado político” que actuaba
con sangre fría, corazón de piedra y puño de hierro, pero sin que el
sufrimiento de los prisioneros le produjese ningún placer. Desde luego,
muchos de sus hombres actuaban con furia. Algunos hacían despliegues
teatrales de odio para avanzar en sus carreras, en espacios que pronto
pasaron a estar asociados con la violencia más extrema, como la plaza en
la que se pasaba lista.
Compleja vida emocional
Toda esta violencia de las SS establecía normas emocionales para los
presos. Estos aprendieron pronto que cualquiera que destacara se
convertía en un blanco. Por consiguiente, cualquier expresión de las
emociones se volvía peligrosa, porque un gesto de ira o angustia podía
llamar la atención. Así que, en sus momentos de contacto con los
guardias, los presos trataban de permanecer impasibles.
Una judía que
estaba trabajado de administrativa y tramitaba los certificados de
defunción en Auschwitz se encontró con la documentación de la muerte de
su hermano, y entonces se derrumbó y se echó a llorar con el rostro en
las manos. Pero entonces oyó voces de soldados en el despacho de al
lado, e hizo todo lo que pudo para calmarse. “Dejó de llorar”, recordaba
una amiga. “La única huella de su dolor eran los ojos rojos y los
temblores que estremecían su cuerpo”. Aun así, el control de las SS no
hizo de víctimas como ella “espantosas marionetas de rostro humano”,
como sugería Hannah Arendt. Al contrario, los testimonios de los
prisioneros dan fe de la compleja vida emocional en Auschwitz, llena de
vergüenza y envidia, amistad y amor.
En su ruego desesperado, escrito frente a una muerte casi segura,
Zalmen Gradowski nos pide que hagamos algo imposible: imaginar todo el
horror de Auschwitz. Auschwitz, en su totalidad, está fuera del alcance
de nuestra imaginación. Pero debemos intentarlo. Si no, el vacío
resultante seguirá llenándose de mitos. Para parafrasear a Tony Judt:
dado que no es posible recordar Auschwitz exactamente como era, existe
el peligro de recordarlo como no era. Y una forma de comprender mejor la
experiencia del campo es prestar más atención a sus aspectos
espaciales, sensoriales y emocionales y a cómo se entrecruzaban.
Entonces, hasta los espacios más pequeños pueden revelar muchas cosas.
Pensemos en el dormitorio, que tanta importancia tenía en las vidas
de los prisioneros pero tan poco interés académico ha suscitado. Los
presos que regresaban a su barracón habían sobrevivido a otro día. Pero
no era frecuente que pudieran descansar. Apiñados en unos espacios
asfixiantes, muchos temían que llegara la noche. Los colchones estaban
llenos de pulgas y las riñas los mantenían despiertos, igual que la
peste que emanaba de los cubos. Todas las emociones y sensaciones
vinculadas a las literas nos recuerdan que la agonía de Auschwitz era
constante, interminable, una hora tras otra.
Aun así, para algunos presos, las literas también suponían un poco de
calor. Para Zalmen Gradowski, era un lugar en el que el dolor podía
disolverse a veces en sueños breves y felices, repletos de dulces
sensaciones, aunque eso hacía que el despertar fuera todavía más
aterrador. Semidormido, escribe Gradowski, un prisionero podía ver los
rostros de sus seres queridos, oír su risa y sentir su toque de cariño.
Pero entonces se daba cuenta, con un miedo insondable, de dónde estaba y
de que su familia había desaparecido hacía mucho tiempo. “Ah, ¿por qué,
con qué propósito le había despertado el gong? Ojalá pudiera quedarse
en ese idílico sueño eternamente, siempre dormido. Entonces moriría
feliz”.
(Nikolaus Wachsmann es profesor de historia en el
Birkbeck College de Londres y autor de ‘KL. Historia de los campos de
concentración nazis’ (Crítica). El País, 18/01/20)
No hay comentarios:
Publicar un comentario