"Con el corazón roto de tristeza cayó al suelo acribillado a balazos, su
sangre regó el suelo arcilloso del bosque de Tamadaba, penetró en la
tierra y el viejo pino percibió el líquido rojo en sus profundas raíces.
No era como el agua fresca de la escasa lluvia, más bien un abono con
vida, notaba su calor, las millones de células que navegaban en aquel
fluido atemorizado, todavía impregnado del terror de último momento de
la muerte. (...)
El cuerpo del sindicalista galdense de la Federación Obrera, Juan Carlos
Domínguez González, fue abandonado por los falangistas, no lo
enterraron como hacían habitualmente con todos los asesinados en
cualquier fosa, era muy grande la borrachera de ron de caña de los
fascistas, venían de Artenara de violar hasta la muerte a las hijas de
Luiso Luján, antes de arrojarlo vivo por el acantilado de Punta Faneque. (...)
Veinte años después llegaron los taladores del Cabildo presidido
por el franquista, Matías Vega Guerra, cortaban con sus hachas los
árboles más antiguos para plantar exiguos arbolitos, una labor de
limpieza dirigida por hombres bien vestidos que llegaban en coches
negros, vehículos parecidos a los que usaban los falangistas para
asesinar y desaparecer a miles de hombres y mujeres desde el año 36.
Entre los hacheros venía el que disparó en la nuca del obrero
Domínguez, ahora no llevaba uniforme, solo un mono azul, se paró un
momento junto al gigantesco tronco, parecía recordar lo sucedido aquella
noche del año 37. Se quedó mirando el suelo inundado de vegetación, de
flores primaverales, el barro húmedo que un día acogió la sangre
inocente.
El falangista dio la orden de talar al gigante que ya crecía cuando
los indígenas recorrían los parajes recónditos del territorio insular,
los hombres le atravesaron sus entrañas, tardó varias horas en caer, se
resistió aferrado a la tierra que tanto amaba, se agarraba con sus
profundas raíces hasta que cayó al suelo, generando un estruendo más
ruidoso que millones de años de crecimiento de bosques enteros.
Se hizo el silencio, los hombres agotados se sentaron y vieron
salir de la solida madera un manantial de savia roja que penetraba la
tierra, el aire olía a romero, la niebla subía desde el Valle de San
Pedro, convirtiendo aquel pequeño pedazo de la Tierra en un territorio
de magia y enraizada memoria." (Viajando entre la tormenta, 27/11/16)
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