"En los guetos se pasaba muy mal. En cierta ocasión, y no sé
con qué motivo, nos dijeron que unos aviadores norteamericanos, derribados por
la D.C.A., habían conseguido pasar inadvertidos hasta encontrar pasajero
refugio en una de aquellas horribles aglomeraciones judías.
Acompañado de quien
me informó al respecto, a la caída de la noche llegamos hasta el gueto. Siempre
había un pre-texto para entrar, ya que muchas familias no judías se resistían a
abandonar el barrio y la casa antigua, encontrando siempre excusa para la
dilación, con lo que la visita estaba siempre justificada, supuesto que no era
delito entrevistarse con arios, incluso en una casa-gueto.
Hacía calor, un
calor anticipado de vera-no y de la casa, en la escalera, se percibía el bochornoso
latido de una humanidad confinada. Las casas húngaras de vecinos gozan de una
particularidad, casi desconocida en las viviendas españolas, y es que los
interiores suelen tener la puerta en un corredor que circunda el patio.
Las
ventanas de estos pisos dan al corredor y la intimidad se brinda apenas velada
por los visillos. Las severísimas órdenes con respecto al oscurecimiento, por causa
de las precauciones antiaéreas, sumían a los edificios en una absoluta
penumbra, y en aquella ascensión hacia el tercer piso sólo percibíamos el
respirar de docenas de personas apiña-das en la oscuridad, el olor a multitud
exhalado por las ventanas abiertas y, de tarde en tarde, la tenue llamarada de
un pitillo ávidamente succionado.
En el rellano unos bultos irreconocibles. Por
el apagado tono de las voces parecen dos muchachas. De pronto, una de ellas
comienza a cantar en tono apagado y su can-ción, un vulgar cuplé repetido por
todas las bocas, tomaba el aire de lamentación talmúdica, de queja milenaria,
de una confesión esotérica y desesperada.
En otra habitación -siempre al pasar, al vuelo- cazamos un
retazo de disputa. Dos seres se recriminaban con inusitada violencia, en tono
contenido, masticando las palabras, comunicándolas un odio concentrado,
vitamínico. Mañana habrá delaciones, porque de la convivencia el judío no ha
extraído demasiados buenos sentimientos.
Ellos, que aman la libertad sobre
todas las cosas, que son los únicos que han forzado fronteras, incluso
espirituales, se desesperan ahora, en este triste y reducido confinamiento.
Diez personas por cada habitación de diez metros cuadrados, durmiendo por
turnos, soportando la forzosidad de una compañía no solicitada, coincidiendo, muchas
veces, dos enemigos profesionales o personales en el mismo cubil; todo ello
alimentaba y propagaba a las peores pasiones.
Es preciso añadir a esto un
refinamiento introducido más tarde por el Gobierno: el espía. En casi todas las
casas-gueto se había infiltrado un soplón, que hacía idéntica vida que los
hebreos, les provocaba a la conversación, tomaba notas para el caso -no del
todo probable- en que fuese preciso juzgar al presunto reo antes de fusilarle o
de meterle en una cámara de gas.
Todo era recelo en los guetos. Miedo,
suspicacia, pésima alimentación, peligro constante de muerte, no sólo por parte
de los alemanes, sino porque una bomba, de las que con generosa profusión
lanzaban los americanos, podría aplastarles."
(Eugenio Suárez:
Corresponsal en Budapest (1946),
Ed. Fundación Mapfre, 2007, págs. 107/8)
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