“De pronto, unas grandes voces solicitaron mi atención.
Allí, a treinta metros de la mesa donde se enfriaba el café puro y el bollo
endurecido, un grupo de soldados y oficiales de las S.S. acordonaban a unos
cuarenta paisanos. Las voces iban acompañadas de golpes: puñetazos, patadas, fustazos.
De pronto, sin que sentimiento alguno pudiese haberme advertido, sin fuerzas
para separarme de allí, los uniformados sacaron sus pistolas y comenzaron a
asesinar a aquellos desgracia-dos. Aplicaban la pistola a cualquier parte de la
cabeza, oprimían el gatillo y la víctima daba un enorme salto sobre sí misma.
Algunos se arrodillaban, abrazaban las piernas de los verdugos. Recibían el
tiro en la nuca y también saltaban. Un soldado gigantesco advirtió que su
cargador se había agotado y comenzó a golpear con la culata a su presa. Se
apartó, cargó pausadamente la pistola y continuó su tarea.
Era tan inaudito aquello que tardé unos minutos en reponerme
y en sentir enorme indignación, impotente rabia. Aquello ya no tenía que ver
con las cámaras de gases, ni con el exterminio de las bocas inútiles, sino con
la barbarie de quienes se ven perdidos, pero desean hacer el mayor daño
posible, demostrar su enorme poder.
Eran las once de la mañana y aquel punto,
el lugar más público de Budapest. Cuando no quedaban en el suelo más que
despojos sangrantes, los oficiales se marcharon y tres soldados cogieron los
muertos por los píes y los arrojaron al río.
Me dijeron que aquello se había reproducido en varias
partes. Como los judíos se quitaron los distintivos, las S.S. se encargaron de
"cazar" por las calles a todo el que denotaba un perfil más o menos
semita.
Se pedía la documentación y todo el que no demostraba, en el acto, su
ascendencia aria, era brutal, directamente asesinado. Aquellos cuarenta
desgraciados eran hebreos o se lo parecieron a los victimarios.”
(Eugenio Suárez:
Corresponsal en Budapest (1946),
Ed. Fundación Mapfre, 2007, págs. 156)
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