"Don
Juan Moreno Cubas, cura nacido en Juncalillo, limpiaba la pistola marca
Astra 400, siempre después de los fusilamientos, el tiro de gracia con
una buena Santa Unción le parecía el mejor remedio para aliviar las
almas de aquellos rojos miserables, no le temblaba el pulso cuando
apuntaba a la nuca de los acribillados a balazos, momentos antes de la
detonación se le escuchaban los rezos entre susurros: “Por esta santa
unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia
del Espíritu Santo”. “Para que, libre de tus pecados, te conceda la
salvación y te conforte en tu enfermedad”.
El
párroco del Carmen bajaba siempre andando la calle Faro de La Isleta
cuando venía del campo de tiro, la sotana le rozaba el suelo y
arrastraba los cigarros Virginio que los hombres tiraban, en los días de
lluvia se la levantaba para que no se le mojara en los charcos: "parece
una mujer", decían los chiquillos descalzos que vivían en el viejo
barrio obrero. Él se enojaba y les lanzaba improperios: "Hijos de
Satanás", les decía, mientras se metía en el bar de Cabuco a echarse
unos rones de El Charco después de las ejecuciones.
Cuando entraba se hacía el silencio, algunos se le acercaban y se arrodillaban para que les diera la bendición, el sacerdote oliendo a alcohol les decía el rezado típico de la consagración. Otros se levantaban en silencio y se marchaban con la cara repleta de odio al conocer el "oficio" del clérigo, de como le destrozaba la tapa de los sesos a tantos hombres inocentes.
Cuando entraba se hacía el silencio, algunos se le acercaban y se arrodillaban para que les diera la bendición, el sacerdote oliendo a alcohol les decía el rezado típico de la consagración. Otros se levantaban en silencio y se marchaban con la cara repleta de odio al conocer el "oficio" del clérigo, de como le destrozaba la tapa de los sesos a tantos hombres inocentes.
Tras
varias horas bebiendo se iba siempre sin pagar, el tendero lo miraba
con desprecio disimulado con alguna sonrisa ocasional, tras beberse dos
botellas de licor, nunca comía nada, se asomaba tambaleándose a la
puerta si pasaba alguna joven, se entretenía mirándole el culo, luego se
santiguaba y volvía a la barra a seguir libando el aguardiente.
La
sotana solía tener manchas de sangre de los momentos en que le
estallaba el cráneo a los condenados a muerte, la pistola al cinto
brillaba con los rayos del sol, sobre las seis de la tarde partía, el
bar casi vacío, solo quedaban algunos falangistas que alcoholizados
hablaban de los últimos asesinatos cometidos en algún rincón de la isla.
Don
Juan salivaba, a veces vomitaba en alguna esquina, caminaba en silencio
por la calle Albareda y al pasar junto a la sede central de Falange
levantaba el brazo y entonaba un ronco ¡Arriba España! Los días en que
el alcohol no lo tumbaba se iba de putas a la casa de Doña Flora, el
viejo chalé junto a la Playa de Las Canteras pasando La Puntilla. Allí
lo conocían y no le cobraban los servicios. El prefería las niñas
jóvenes, la madame se las buscaba: "Tiene que avisar antes don Juan, no
es fácil tener buen material en estos días de guerra", le decía con
cierto tono de enfado, el cura la miraba con gesto serio, parecía que de
repente comenzaría a lanzar uno de sus agresivos y moralistas sermones,
sin embargo se callaba, sonreía, mientras en una libreta miraba
eructando las fechas de los nuevos fusilamientos." (Viajando entre la tormenta, 14/11/19)
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