"¿Nos acostumbramos a la idea de que nuestros nietos no podrán ver un elefante más que en una fotografía?”. Isabel II,
probablemente, habrá adaptado a sus propias circunstancias la famosa
reflexión de su amigo sir David Attenborough, el naturalista más
universal del Reino Unido. La casa de los Windsor lleva décadas
concentrada en su cometido más importante: asegurar su propia
supervivencia, sea cual sea el precio que deba pagar por ello.
La combinación, en este caso, era explosiva. Una campaña electoral,
provocada por el Brexit, con una población especialmente irritada y
colérica. Una desastrosa entrevista a la BBC del príncipe Andrés (desastrosa para él) en la que intentó justificar su relación con el millonario y pedófilo estadounidense Jeffrey Epstein,
fallecido en una prisión de EE UU este verano. Y la consecuencia no
prevista de que la utilidad y el futuro de la monarquía acabaran siendo
parte del debate político, lo último que desearía la casa real
británica.
Los resortes se activaron de inmediato. El príncipe Carlos de Inglaterra (71 años),
quien lleva toda la vida esperando su oportunidad de ocupar el trono,
detectó las señales de alarma. Se encontraba de viaje en Nueva Zelanda
cuando comenzaron a saltar las críticas en todos los medios contra su
hermano menor, de 59 años. En coordinación con su madre, Isabel II,
llegó una respuesta drástica y veloz. “He solicitado a Su Majestad que
me permita abandonar mis funciones públicas en el futuro inmediato [la
interpretación general está clara: para siempre] y me ha dado su
permiso”, anunciaba a mediados de semana el príncipe Andrés en un
comunicado con el membrete del palacio de Buckingham, que claramente
sugería que el duque de York no había tenido ni voz ni voto en la
decisión.
El príncipe Andrés siempre ha sido considerado como el hijo favorito de
Isabel II. Su intervención como piloto en la guerra de las Malvinas
(abril-junio de 1982) le convirtió brevemente en un héroe nacional.
Hasta que llegó el momento de buscarle una ocupación pública.
Allí
comenzaron los inconvenientes. “Siempre hemos tenido un problema con los
miembros menores de la familia real, en parte porque no comparten la
sensibilidad de la reina para captar la opinión pública, y en parte
porque transmiten la impresión (justa o injustamente) de poseer unos
derechos o privilegios que en algunos casos no están justificados por
las tareas que realizan. Pero, del mismo modo, uno se ve obligado a
tener cierta empatía con ellos. No pueden tener vidas ordinarias, y a la
vez, con la excepción del heredero directo del trono, no tienen sus
funciones definidas y a veces simplemente se aburren”, explica a EL PAÍS
Jonathan Sumption, historiador, abogado y exmagistrado del Tribunal
Supremo.
En 2017, la revista estadounidense Forbes calculó el valor
total del patrimonio de la familia real británica en casi 100.000
millones de euros. A cambio, su aportación al Producto Interior Bruto
del país con su capacidad de atraer turismo —o con las licencias que
concede para la fabricación de compotas y mermeladas con el sello real—,
no llegaba a los dos millones.
En otra época, los problemas de Andrés habrían sido convenientemente
apartados de la vista de la opinión pública y su relevancia se hubiera
contenido porque la clave de bóveda del sistema político del Reino Unido
es el monarca. El resto de miembros de la familia real, con la
excepción del heredero al trono, son pura ornamentación.
De la reina se espera una ejemplaridad moral y una neutralidad
soporífera. “Las tareas de un monarca constitucional son serias,
formales, importantes, pero nunca emocionantes. No contienen
ingredientes capaces de alterar la sangre ansiosa, despertar la
imaginación o desatar pensamientos salvajes”, escribió Walter Bagehot,
el director más famoso del semanario The Economist y autor de La Constitución inglesa,
el libro que monarcas como Jorge V, Jorge VI o la propia Isabel II
memorizaron hasta la extenuación para entender el papel que la historia
les había asignado. Los fanáticos de la serie The Crown, que se
emite en Netflix, recordarán a la pequeña Lilibet tomando notas del
manual, al dictado de su tutor personal, el rector del elitista colegio
de Eton.
Éxito
“La popularidad de la monarquía en el Reino Unido es prácticamente
universal, en un momento en el que se cuestionan el resto de las
instituciones. Este éxito se debe fundamentalmente a las cualidades
personales de la reina. Es muy trabajadora, dedicada íntegramente a su
puesto, políticamente neutral y con un sentido perfecto de lo que la
gente espera de ella”, argumenta Sumption. Al menos hasta ahora.
Isabel II tiene 93 años. Al verla el pasado 14 de octubre, cuando pronunció el discurso de apertura del Parlamento,
nadie dudaría de que se mantiene firme al timón. Eran detalles menores
los que delataban que toda una era puede estar a punto de concluir. La
reina no llevaba puesta la corona de Estado, sino que un ayudante la
portaba en todo momento, siempre a su lado. El símbolo de la autoridad
real pesa cerca de un kilo, demasiado para su frágil cuello. Y el
heredero, Carlos de Inglaterra, posó junto a ella en todo momento.
Felipe de Edimburgo (98 años), el rey consorte, desapareció hace dos
años de la escena pública, y muchos echan de menos su influencia en los
asuntos de palacio.
Empieza a airearse públicamente, a través de algunos medios
británicos, la preocupación de que la reina ya no tiene todo el control
sobre la familia real y, lo que es peor, sobre su propio papel
institucional. Salió indemne de la maniobra del primer ministro, Boris
Johnson, cuando en septiembre siguió su consejo
y ordenó la prórroga del cierre de la Cámara de los Comunes durante un
total de cinco semanas. El Tribunal Supremo se inventó un artificio para
excusar a Isabel II de un acto declarado posteriormente ilegal.
Como el
origen de la decisión de Johnson era inconstitucional, en realidad era
como si el papel firmado por la reina que portaron sus secretarios hasta
la Cámara de los Lores para su ratificación estuviera en blanco,
dijeron los magistrados. “El papel de la monarquía está más allá de todo
reproche”, solemnizó Johnson en el debate electoral televisado de la
pasada semana para esquivar el espinoso asunto. “La monarquía necesita
alguna mejora”, dijo el laborista Jeremy Corbyn, con una tibieza que,
sin embargo, casi sonaba revolucionaria en un país como el Reino Unido.
Hay dos realidades paralelas en el debate público británico, cuando
de su casa real se trata. Las instituciones, los políticos y la clase
media acomodada y alta hablan de ella como si todo estuviera en su
sitio. El ciudadano de a pie debate, con el mismo ardor que si se
tratara del Brexit, si Kate Middleton, la duquesa de Cambridge y esposa
del príncipe Guillermo (segundo en la línea de sucesión), es más
elegante o está más a la altura de las circunstancias que Meghan Markle,
la duquesa de Sussex. La actriz estadounidense, de raza mixta, casada
con el príncipe Enrique, se ha convertido en el objeto a batir por la
prensa amarilla del país.
El caso del príncipe Andrés, sin embargo, ha supuesto un salto
peligroso. No es una cuestión de estilo, de mayor o menor simpatía o de
ejercer apropiadamente el cargo. Hay una investigación penal en marcha
en Estados Unidos, y una víctima de la red de “esclavas sexuales” de
Epstein, Virginia Giuffre, asegura que fue forzada a mantener relaciones
sexuales con el duque de York cuando ella apenas tenía 17 años. “El
episodio del príncipe Andrés es un asunto de los medios y de la opinión
pública, no un asunto político. En parte se debe al respeto que se tiene
a la reina; y en parte, sospecho, porque mucha gente cree que la
historia se ha abordado de un modo desproporcionado a su importancia
real.
El duque de York tiene un papel muy menor en la monarquía. No
tiene funciones públicas de gran relevancia. Y recibe una cantidad
insignificante de fondos públicos. Se ha equivocado gravemente a la hora
de juzgar la actitud de la ciudadanía respecto al abuso de mujeres
menores, pero existe también la sensación generalizada de que no debería
hacerse más leña del árbol caído”, dice Sumption. Aunque probablemente
en este caso, el exmagistrado participa de la falta de entendimiento de
determinado estrato social británico de una nueva realidad: la
combinación de las redes sociales con una sensibilidad acrecentada en
torno a todo lo que tenga que ver con los abusos sexuales hace que este
desgraciado episodio suponga más lastre para la monarquía que mil
adulterios, infidelidades o salidas de tono.
“Las personas más serias y cuidadosas pueden poseer valores
domésticos y desplegarlos en el trono constitucional, pero hasta ellos
fallan en alguna ocasión. Pensar que temperamentos más exaltados puedan
exhibir esos mismos valores es pedir peras al olmo”, escribía Bagehot en
unos tiempos, 1867, en los que resultaba inimaginable que se extendiera
la responsabilidad del monarca a toda su familia; desde los más
cercanos a los más distantes. Los mayores errores de Isabel II
ocurrieron cuando su radar no supo captar el clima de opinión popular.
La lección más recordada es la de la trágica muerte de Lady Di en 1997.
La escasa sensibilidad mostrada por Buckingham ante la muerte en un
accidente de coche en París de la “princesa del pueblo” provocó un serio
cuestionamiento de la monarquía.
Apoyo
Pero hay imágenes que valen más que mil palabras. Y ver a la anciana
reina el pasado viernes montar a caballo en compañía de su adorado hijo
Andrés por los alrededores del castillo de Windsor fue interpretado por
todos los medios como una señal de apoyo maternal en momentos de
dificultad. Pero poco más.
El verdadero responsable de que The Firm (La empresa, como se conoce a la familia real británica) sobreviva indemne al siglo XXI, el príncipe heredero Carlos de Inglaterra,
no ha mostrado sin embargo piedad en despojar a su hermano menor de su
salario público (290.000 euros anuales) y alejarle de las casi 200
organizaciones caritativas que encabezaba en nombre de los Windsor. En
cualquier empresa, la decisión habría sido lógica y justificada. Llegaba
incluso tarde. Una catarata de compañías como el gigante de las
comunicaciones British Telecom, la auditora KPMG o la farmacéutica
Astrazeneca ya han anunciado su intención de dejar de colaborar con los
proyectos de Andrés y han tomado distancia de su imagen pública.
¿El futuro de la monarquía? “El magnate de la prensa Rupert Murdoch
ha dicho en alguna ocasión que la monarquía no sobreviviría hoy a un mal
monarca. Obviamente, eso depende de lo malo que sea o de lo que dure su
reinado. El príncipe Carlos no tiene el toque de seguridad que tiene su
madre, y mucha gente no le perdonará nunca el error de casarse con
alguien tan popular y a la vez tan destructiva como Diana. Pero es un
hombre de buenas intenciones y apoya muchas causas populares. El
príncipe Guillermo, su primogénito, ha dado señales de tener el tacto y
la sensibilidad de su abuela y se ha casado con una mujer inteligente y
con ideas muy firmes”, concluye Sumption.
En una era gobernada por la política de las emociones, la casa de Windsor —y especialmente Carlos de Inglaterra— tiene ante sí el difícil reto de dirigir un circo de tres pistas en el que sean capaces de ofrecer empatía popular, distancia que no resulte arrogante, y la determinación que han demostrado a lo largo de su historia para cortar de raíz, sin escrúpulos ni miramientos, cualquier atisbo de mala hierba que ponga en riesgo su futuro.
Sin despacho y sin asesora personal
No basta con un comunicado oficial,
por duro que sea. El palacio de Buckingham se ha apresurado en cortar
fuegos para evitar más daños a su imagen pública, después de la
catástrofe que ha supuesto la entrevista a la BBC del príncipe Andrés.
El duque de York ya no podrá contar con su propio despacho en
Buckingham, como disfrutaba hasta ahora. “El duque seguirá trabajando en
su proyecto Pitch@Palace, y analizará cómo puede seguir impulsándolo
fuera del ámbito público y fuera del palacio de Buckingham”, aseguró un
portavoz de la casa real.
Al mismo tiempo, el entorno de la
reina ha decidido despedir de inmediato a Amanda Thirst, la mano derecha
de Andrés. Licenciada en Cambridge, y con una carrera profesional de
éxito en el mundo de la banca, Thirst se convirtió en 2012 en la asesora
principal del duque de York y su persona de máxima confianza. A ella se
atribuye la idea de enfrentar a su jefe a una reputada entrevistadora,
con la esperanza fallida de que una entrevista televisiva le ayudaría a
dejar atrás el escándalo Epstein." (Rafa de Miguel, El País, 24/11/19)
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